Monday 15 Apr 2024 | Actualizado a 10:17 AM

Lo viejo suena como nuevo

En ‘Blue & Lonesome’ los Rolling Stones sorprenden tocando lo que han tocado siempre, con un Jagger inmenso a la voz y a la armónica.

/ 27 de diciembre de 2016 / 15:04

En medio de un panorama lastrado por la repetición y el reciclaje, el gran mérito de una banda de rock actual está en sorprender. Y lo que de verdad asombra es que lo haya logrado el mayor de los grupos de rock, el que desde hace décadas está permanentemente bajo los focos y, además, sin ofrecer mucha novedad porque toca lo que, en el fondo, ha tocado siempre: blues. El nuevo disco de los Rolling Stones, Blue & Lonesome, sorprende gratamente y demuestra que poco importa la edad a la hora de grabar un buen disco.

Los Rolling Stones han hecho blues durante toda su larga carrera; es más, el vínculo formado por la dupla histórica de Mick Jagger y Keith Richards tuvo como nexo precisamente discos de bluesmen norteamericanos. Keith se acercó a Mick por primera vez en una estación de trenes en 1961 cuando lo vio con unos discos de Muddy Waters bajo el brazo. Hicieron amistad de inmediato por la afinidad de gustos. De estos surgió una química instantánea capaz de vencer todo exabrupto entre ellos… y sí que los han tenido: muchos y muy fuertes porque la convivencia tiene eso. Pero el nexo sigue tan fuerte como hace medio siglo, una sintonía que deriva directamente del amor por el blues y por quienes lo inventaron: “Este álbum es un homenaje a nuestros favoritos, la gente que nos impulsó. Ellos fueron la razón por la que empezamos una banda”, explica Jagger.

Después de 11 años sin publicar, los Stones vuelven con un disco capaz de poner en figurillas el término “nuevo” porque a la vez es viejo, ya que reúne un conjunto de temas muy parecidos a los que tocaban a principios de los 60, cuando Richards y Jagger formaban parte del grupo Boy Blue y los Blue Boys y compartían luces con Blues Incorporate, donde tocaba Brian Jones, futuro miembro del grupo.

La pareja que luego firmaría algunos de los temas más importantes de la historia de rock es la misma que la de aquellos fanáticos que llenaron de blues su primer repertorio, cuando debutaron en el Marquee Club de Londres en julio de 1962, bautizando la banda con el título de un tema de Muddy Waters: The Rolling Stones. Y también son los mismos Rollings Stones que una década después convertidos en las “Satánicas majestades” del rock, siempre encontraban espacio entre los hits de su largo repertorio para incluir sentidos blues, como aquel extraordinario Love in vain, derramado en su fatídico concierto de Altamont de 1969, que empezó como una fiesta de entrada libre y terminó con la muerte de un fan, apuñalado al pie del escenario.

El blues Little Red Rooster, de Willy Dixon, estuvo desde el principio y también en los turbulentos 80, llenos de excesos y giras multitudinarias. Tampoco faltó blues en los 90, cuando los Stones volvieron a sentir el gusto de tocarlo en un pequeño local, logrando uno de sus más disfrutables discos: Stripped. Por eso no es sorprendente que a estas alturas sigan dándole al blues: lo hacen porque lo dominan, pero también porque les devuelve a la razón básica que explica que lleven tanto tiempo en esto.

Esa debe ser la causa de que solo necesitaran tres días para grabar Blue & lonesome, en el que dejaron a un lado su propia creatividad para reencontrarse con viejos blues de sus héroes de juventud, como Howlin Wolf, Dixon o Little Walter, y para rescatar algunos otros, como All of your love, una canción nacida en 1967, cuando ellos ya estaban rodando por el mundo.

Y aunque todo parece viejo, Blue & Lonesome suena fresco y nuevo porque conserva e incluso refuerza la capacidad que un buen blues tocado con las tripas siempre ha tenido  para seducir a oídos jóvenes. Los Stones lo consiguen a través de un requisito imprescindible en toda la música y tal vez más en ésta: el disfrute. Si algo se evidencia de entrada es que tanto Jagger, Richards y Charlie Watts como el insolvente Ronnie Wood han hecho el disco primero para ellos, degustándolo a plenitud, en cada nota, porque este es el sonido que los mantiene vivos y juntos. Lo mismo que ocurrió con Eric Clapton, quien después de llevarse todos los grammys de 1992 realizó un disco solo de blues que reafirmaba que era lo que mejor sabía hacer y, además, lo que más le gustaba. Como ahora los Stones, quienes dejan a un lado todo, incluso su propia composición, para empaparse de blues. Y, claro, no es casual que Clapton sea invitado estelar en dos temas de este disco: se trata de un maestro pero, más simplemente, es un buen amigo porque comparte con ellos el vicio… por el blues.

Pero si alguien se lleva la flor en este disco es Jagger, quien a los 73 años está cantando mejor que nunca o, al menos, el blues le sale mejor que nada. Mick sorprende con una voz potente y sentida pero, además, con un admirable manejo de la armónica, de forma que quien se puede considerar el paradigma del frontman de una banda de rock demuestra que más allá de sus poses y piruetas de escenario es, sobre todo, un buen músico.

El tema que le da título al álbum es un viejo blues que Richards encontró entre los discos olvidados de Walter Jacobs, de quien dice: “Probablemente haya sido el mejor tocador de armónica de todos los tiempos”. Como fanático suyo que es, el guitarrista se entusiasma recordando: “Lo encontraron en un cubo de basura después de su muerte, ¡hombre!, supongo que eso es el blues”… y cierra el comentario con su sonrisa socarrona de pirata.

Contrariamente a la trágica muerte de Jacobs es poco probable que Blue & lonesome termine en un basurero, como ocurrirá con muchos discos de rock actual. Ocupará un buen lugar en la discografía de los Rolling Stones porque se trata de un disco encomiable de principio a fin, lleno de sentimiento y disfrute, producto de la pasión de cuatro viejos rockeros que inventaron y siguen teniendo la fórmula magistral para convirtir lo viejo en nuevo.

  • Aporte. Eric Clapton lleva años de amistad y colaboración con los Rolling Stones, especialmente con Richards, y suma su sabiduría de ‘bluesman’ a  este disco. Foto: pinimg.com

El tiempo no estará siempre de su lado

José Emperador

Eric Clapton contó en una entrevista hace unos meses que, durante décadas, despreció a todo guitarrista que no dominara “el blues puro”. Ha tocado y sigue tocando con muchos colegas, y uno de los que más aprecia es Keith Richards, desde que en 1968 se unió a él y a John Lennon bajo el nombre Dirty Mac e interpretaron la canción Yer Blues dentro del show The Rolling Stones Rock and Roll Circurs. A lo largo de sus carreras, Richards y Clapton compartieron escenarios y excesos. Tras varios buenos sustos Clapton los dejó todos menos uno: el blues, que sigue contando entre los muchos que a su edad mantiene el guitarrista de los Stones.

Ahora, 48 años después de aquella mítica actuación, Clapton aporta a darle el ambiente necesario a Blue & Lonesome, un disco que, aunque estupendo, tiene un defecto que algunos considerarán grave: en ninguno de los temas canta Richards. Los Stones tocan como nunca, pero la banda queda en un cierto segundo plano porque los focos se centran en la armónica y en la voz de Jagger. El cantante alcanza un alto nivel, demostrando que su amplísima experiencia le ha enseñado que para convertirse en un gran intérprete de blues lo mejor es sacar lo que uno lleva realmente dentro y no intentar componer una caricatura de negro de Chicago que, al final —y por muy lograda que quede— siempre suena a falsete.

Pero, dicho esto, también es cierto que en el repertorio tampoco hubiese sobrado un poco de la maltratada garganta de Richards. Quienes la extrañen siempre pueden recurrir a Crosseyed Heart, el disco —también lleno de blues— que publicó en solitario hace poco más de un año y que se plantea como otro sentido y respetuoso homenaje a los pioneros del género y a sus guitarras, de los que Richards siempre se ha declarado no tanto un admirador como un heredero.

Resulta extraño ver a un guitarrista de rock que utiliza el capotraste, pero es que Richards no es normal en casi ningún sentido. Aprendió este recurso de los bluesmen antiguos del delta del Misisipi y lo adaptó para lograr ese sonido tan cortante pero tan expresivo y tan estoniano que da a sus temas una personalidad arrebatadora. El más famoso de estos es Happy —en el que Richards también canta—, del álbum Exile in Main Street (1972), tal vez el trabajo en el que la banda se muestra más cercana al blues, no ya tanto por cómo suena —también hay mucho country y mucho soul— sino por cómo se la siente: ácida, destemplada, rotunda, desbordada de energía, desafiante, exagerada en las actitudes.

Unos Rolling Stones incluso más bluesmen que los del álbum inmediatamente anterior, Sticky Fingers (1971), en el que jugó un papel clave Mick Taylor, el guitarrista fichado de los Bluesbreakers liderados por John Mayall, campeón del blues británico durante muchos años. En las selecciones que los expertos hacen de los mejores discos de blues de la historia normalmente aparece el que los Bluesbrakers grabaron en 1966 con un miembro extra en la banda: Eric Clapton.

Blue & Lonesome probablemente no llegue a levantar tanto entusiasmo como aquel disco, entre otras cosas porque en estos tiempos todo se ve y se escucha con una actitud menos apasionada y mucho más escéptica que en 1966. De todas maneras, para los amantes del blues, del rock y del espíritu que ambos géneros comparten, en este álbum de los Rolling Stones resulta un magnífico broche para un círculo que convenía cerrar ahora, por si acaso. Jagger y Richards lo saben: cantaban “El tiempo está de mi lado” en 1964, pero 10 años más tarde, quizás rectificando, decían: “El tiempo no espera por nadie y no esperará por mi”.

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La creación del rock

Los Beatles publicaron hace 50 años ‘Sgt. Pepper’, un disco imprescindible que pateó el tablero y musicalizó el cambio del mundo.

/ 4 de junio de 2017 / 04:00

El jueves se cumplirá exactamente medio siglo de que —el 1 de junio de 1967— los Beatles lanzaron su octavo disco. Tenía un título tan largo como su proyección en el tiempo: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. El cuarteto sabía, o al menos intuía, sus posibilidades y por eso no se escatimaron costos para su grabación, presentación y lanzamiento. Lo que no sabían es que ese disco viviría mucho más que sus autores y que iba a crear el rock.

Antes del Sgt. Pepper el rock era un conjunto de tendencias sin unidad. Por un lado la revoltosa herencia del rock n roll de los 50, que había dejado ídolos como Elvis Presley, Litlle Richard y Chuck Berry antes de caer en desgracia. También era la invasión británica que había llegado precisamente con los Beatles, los Rolling Stones, Animals, Hollies y otros grupos. Estaba el sonido gringo a partir de la inserción de Bob Dylan en el sonido electrónico y el pop surf sicodélico de los Beach Boys. Y ya entonces habían surgido las innovaciones sonoras inclasificables de Doors y Cream, Jimi Hendrix y Pink Floyd.

El Sgt. Pepper fue el pináculo de esta transformación: bebiendo de todas las nombradas sonoridades se convirtió en el aglutinador del rock. A partir de entonces nació un género musical nuevo y distinto, dejó de ser rock n roll, dejó de ser beat y sobre todo dejó de ser una moda juvenil pasajera.

Pero no solo era la música. En ese turbulento 1967 el mundo vivía con el protagonismo de la juventud una de sus transformaciones más nítidas, en la política, en el arte y la cotidianidad. Se tradujo en su movilización contra la guerra de Vietnam y la ilusión de una nueva sociedad a través del hippismo. El Che Guevara ya estaba en Bolivia, también las manifestaciones universitarias y las de la liberación femenina.

Los Beatles le pusieron música e imagen a esa época y Sgt. Pepper fue un parte aguas que definió lo que habría de continuar y lo que se quedaría allí. Y se quedaron Los Herman Hermits, Los Monkees, incluso los grupos de Liverpool como Gerry & The Peacemakers y un centenar de bandas que habían colocado una canción en el ranking.

El Sgt. Pepper pateó el tablero modificando todo el panorama musical, desde la portada. Este álbum convirtió las tapas en arte, porque las expandió más allá de la imagen publicitaria y complementaria a la música, habitualmente resumida en una coqueta foto del artista o el grupo. Venía en una funda doble con un impactante collage del grupo junto a una treintena de personajes históricos que invitaban a la contemplación larga y detallada. Años después, con la teoría de la muerte de Paul McCartney y de que esta portada era el entierro, comenzó la mitología del rock.

Cansados del chillerío adolescente, el cuarteto había abandonado las giras para concentrarse en la creación. Fue Mc Cartney quien vino con la idea de un grupo alter ego a los Beatles, La Banda de Corazones Solitarios del Sargento Pimienta, ofreciendo su propio show. Con ese objetivo, que se fue extraviando en el camino, entraron a grabar en febrero de 1967.

El tema del disco y de apertura, Sgt. Pepper, se inicia tras un breve ambiente de espera con guitarras roncas y la voz gritada de Paul que son preámbulo del futuro rock pesado. El potente tema fue versionado solo tres días después de su publicación por Hendrix, con Paul y George entre el público. Era la introducción a un disco sin desperdicio donde cada canción tiene valor por sí misma y a su vez funciona como parte de una obra integral.

Le seguía la voz de Ringo Starr con With a Little Help from My Friends (Con una pequeña ayuda de mis amigos), en un atractivo diálogo vocal y una de las figuras de bajo más exquisitas de Paul. Lucy in the Sky with Diamonds (Lucy en cielo con diamantes) nació de un dibujo de Julian, que su padre John Lennon transformó en una de las canciones claves de la sicodelia: con “flores de celofán y taxis de papel periódico”. Textos alucinógenos que parecían corroborar el guiño del título a la droga de moda, el LSD. Getting better (Mejorando) es la cuarta canción, en la que sobresale el contrapunto entusiasta de Paul con el lado pesimista de John, en un tema novedoso por su ritmo marcado.

Fixing a hole (Arreglar un agujero) fue otro dictado de las drogas. Paul la escribió tomando bases de la música de los 30 pero la vistió con clavicordio y guitarras eléctricas y la convirtió en otra pieza sicodélica. En una época donde se evidenciaban como nunca las diferencias generacionales, She’s Leaving Home (Se va de casa) era el perfecto retrato de la joven que se escapa para buscar el mundo, sin que sus padres lo entiendan. Paul y John, en una atractiva combinación de voces y con instrumentación orquestal, pintaban este desencuentro con un delicado aire nostálgico.

El primer lado del vinilo lo cierra una canción circense, Being for benefit of Mr. Kite (En beneficio de Mr. Kite), que John Lennon escribió inspirado en un afiche de circo del siglo XIX. La cautivante atmósfera lúdica fue en gran parte mérito del productor y bien llamado “quinto beatle”, George Martin, y se convirtió en otro hito de la sicodelia. A base de cítaras, tablas y otros instrumentos hindúes George Harrison escribió una bella canción y abrió el mundo oriental a toda una generación.

Con Within You without you (Dentro de ti sin ti) se rompía toda frontera, norma y bloqueo musical, haciendo de los Beatles y el rock un sonido del mundo.

Cuando Jim McCartney cumplía 64 años su hijo Paul le regaló una canción que había esbozado ya a sus 15: When I’m sixty four (Cuando tenga sesentaicuatro), con un preciso arreglo de clarinetes se convirtió en una sublime canción nostálgica acerca de la vejez. Hoy Paul, a sus 74, es todo menos un anciano de vida sedentaria con su pareja “tejiéndole un jersey”, el ex beatle sigue dando conciertos por el mundo.

Por entonces Paul se llevó una boleta por estacionar mal y la agente que se la dio se ganó su canción: Lovely Rita (Rita la adorable). Durante la grabación se autorizó a cuatro jovencitos presenciar algo del proceso. Eran los Pink Floyd, que en el estudio de al lado trabajaban su disco debut.

Quizá la canción más pobre del disco sea Good morning good morning (Buenos días), que John trajo en un momento de vacío creativo y solo sirvió para experimentar la presencia de un grupo de vientos en una canción beatle. Y si había un tema que daba la bienvenida ¿por qué no otro que despidiese? Con esa idea los Beatles incluyeron un reprís, más corto y veloz del Sgt. Pepper, que daba pie al gran final.

Y el gran final se tituló A day in the life (Un día de la vida), que John había comenzado a escribir con el periódico encima del piano. Paul le añadió un bloque central muy distinto y así nació uno de los hitos creativos de la dupla Lennon-McCartney. Dos temerarios talentos mirando la sociedad desde el piano, reflejando su intensidad, su turbulencia, con diversos cambios de ritmo e instrumentación hasta entregarse a una orquesta de cuerdas desbocada en busca de las notas más graves y más agudas, que llevan al clímax. Entonces, una nota final extendida cierra las mil sensaciones que ha producido el disco.

Sgt. Pepper cumple ahora medio siglo. John y George ya no están. Pero sí Paul, Ringo y millones de fans, para celebrar uno de sus momentos más inspirados, un disco imprescindible que musicalizó el cambio del mundo.

SOÑAR CON LOS OJOS ABIERTOS

José Emperador

La preciosa película Vivir es fácil con los ojos cerrados (David Trueba, 2103) cuenta una historia real. Un profesor de inglés que enseña con letras de los Beatles y que a veces no las entiende, se entera de que John Lennon está rodando una película en el sur de España y cruza el país para que se las explique. No es un greñudo ni un marihuanero, sino solo alguien con la mente abierta en un país dominado por los que tienen la suya cerrada a cal y canto. Lennon le aclara las dudas, le promete —y luego cumple— publicar las letras en las fundas de los discos, y le regala un casete con la primera versión de Strawberry Fields Forever. Esa canción no está en Sgt. Pepper’s Lonely Harts Club Band pero plasma perfectamente el espíritu de un disco que fue entonces y es ahora una explosión de color, de creatividad, de libertad, una revolución, una invitación a soñar.

En el triste Madrid de los años 60 mi padre tenía la suerte de trabajar para una empresa británica y viajar a Londres con regularidad. Era un loco por, y un experto en, música clásica y jazz. Del resto del mundo sonoro solo le interesaban los Beatles. Por su valor musical, por supuesto, pero quizá más por lo que suponía de contraste con el ceño siempre fruncido del franquismo. Aún conservo un ejemplar de la primera edición del Sgt. Pepper que mi padre trajo de Londres y el recuerdo de cómo alucinaba con los arreglos de cuerda de She’s leaving home y de cómo le cantó a mi madre “Will you still need me, Will you still feed me?” el día que cumplió 64.

Cuando al fin se pudo estrenar la película Yellow Submarine en Madrid, en el muy alternativo cine Covandonga el más joven era yo y el más viejo (solo de cuerpo), mi padre. En medio de aquellos barbudos y aquel olor fuerte que años más tarde reconocí como marihuana se iluminó la pantalla y empecé a “alucinar en colores”  rodeado de una música muy sugestiva y de unos dibujos animados tan distintos a los que los niños veíamos. La banda del sargento Pimienta tocaba y bailaba, me hipnotizaba y me llevaba a un mundo bajo el mar al que aún vuelvo a menudo. Como imagino que le habrá pasado a muchos, esa banda es en buena parte la responsable de que la música se haya convertido en una parte fundamental de mi vida e incluso de que mi cabeza funcione de esta manera y no de otra.

El legado musical de los Beatles resulta inmenso y alcanza hasta hoy: no hay más que escuchar las canciones del britpop que ganaron fama mundial dándole vueltas al repertorio de Lennon y McCartney, en especial a I am the Walrus, que repiten y repiten con unas pocas variaciones. Lo que quizás sí se haya perdido por el camino es el interés por, o la valentía de, dar un paso hacia el otro lado, como hizo el Sgt. Pepper. De ponerse otros lentes y ver que el mundo no tiene por qué ser así y se puede llenar de colores. De que, si nos lo proponemos, “con una ayudita de los amigos” seremos capaces de sacar “ese algo que está adentro, negado durante tantos años” y “admitir que todo va mejor”. Deberíamos hacer caso a los Beatles, que nos enseñaron que la música sirve para soñar con los ojos abiertos.

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El inventor del Rock

Chuck Berry, fallecido a los 90 años, introdujo en el género la guitarra eléctrica y la esencia contestataria y crítica.

/ 2 de abril de 2017 / 04:00

Querido Sr. Berry permíteme decirte que, a pesar de nuestros altibajos, ¡te adoro!, tu trabajo es tan hermoso, tan maravillosamente atemporal, sigo sin palabras. Confío en que no hagan a otro como tú, no podría soportar la emoción”. Así le escribió Keith Richards a Chuck Berry después de una conflictiva actuación conjunta, cuando Berry cumplió 60 años y tenía al rolling stone a cargo de la banda de apoyo. Y resultan llamativas las palabras si se toma en cuenta lo mal que terminaron simplemente porque Charles Anderson Berry —así se llamaba en los papeles— cambió el orden y los tonos a su antojo, tirando al tacho todo lo ensayado, para enojo de Keith, quien en su autobiografía expresó su profunda decepción. Este hecho resume de alguna forma la vida y trascendencia de Chuck Berry, que puede caber en una frase: “No le pidas a su comportamiento la gloria que logra en su música”.

No es una exageración afirmar que Chuck Berry inventó el rock n roll, porque si bien el ritmo ya existía él le puso la guitarra eléctrica y la esencia contestataria y cínica, en canciones de textos irónicos, burlones y desafiantes. Encontró en el rock n roll la mejor forma de expresar su enojo por ser un talentoso músico negro discriminado en un mundo blanco. Sin embargo fue capaz de vencer y hasta dominar ese panorama y terminó no solo por ser uno de los protagonistas claves a lado de Elvis, Jerry Lee Lewis o Little Richard, sino que se convirtió en fuente de inspiración para que generaciones se suban al turbulento tren del rock.

Tampoco se exagera si se dice que no habría Beatles ni Rolling Stones si no fuese por Chuck Berry. Ambas bandas comenzaron interpretando sus temas y se hicieron famosos mundialmente por ellos. Rock n Roll Music, Roll Over Beethoven o Carol, tocados por esos chicos británicos invadían las listas de preferencias en Europa y Norteamérica mientras Chuck cumplía una condena de cárcel en Indiana.

Mujeriego y seductor, Berry había contratado para uno de sus locales, sin saberlo, a una chica de 14 años. El fiscal vio una incitación a la prostitución y el músico enfrentó un juicio con todas las de perder en un país donde la justicia se mide por el color de la piel. La condena de cinco años se rebajó a tres por el comportamiento racista al que había caído el juez, y el astro terminó cumpliendo dos años. Según sus colegas el tiempo entre rejas le hizo hosco, desconfiado y reservado.

No era la primera vez que caía en prisión, a los 18 estuvo tres años en una correccional por robo. En su juventud Berry era capaz de todo con tal de no sufrir las dificultades que su padre carpintero habría de pasar llevando el sustento a su casa de San Luis, en el golpeado Estados Unidos de los años 30. Tras este primer encierro Chuck ingresó a un instituto estético de donde salió talentoso peluquero. Pudo haber continuado en el oficio instalando su propio negocio y más aún con esposa e hijo a mantener, pero la música lo tenía cautivado desde que aprendió a tocar la guitarra de forma autodidacta, lo que le dio su estilo único e innovador.

En los primeros 50, Berry ganó terreno en el rhythm and blues con el grupo Sir. John Trio. Pero cuando en 1954 el disck jokey Alan Freed presentó el disco Rock Around the Clock, de Bill Haley, con el nombre de rock n roll supo que ahí estaba la veta del éxito. Tomó su guitarra y partió a Chicago para mostrar su material al sello Chess, donde de inmediato captaron el potencial editando su primer sencillo, Maybellene (julio de 1955), que velozmente llegó al número uno del género. Así Chuck se convirtió en un nombre clave del nuevo género, con discos y sobre todo canciones determinantes, como la emblemática Rock n Roll Music, y compartiendo autorías con el nombrado Alan Freed.

A diferencia de varios de sus colegas, como Elvis, Berry escribía sus canciones y las distinguía armándolas como piezas integrales de melodía y ritmo pero donde el texto cumplía un rol fundamental. En su histórica Johnny B. Goode, una de las canciones más aclamadas de todos los tiempos, apela a su propio recorrido para contar de un talentoso joven guitarrista que sueña con ser una estrella. Y quizá porque este era el anhelo de tantos, se convirtió en uno de los temas más versionados de la historia del rock: John Lennon, AC/DC, The Who, Aerosmith, Prince, Santana, Green Day son algunos de los muchos que no se han podido resistir a interpretarla. Además, Berry le dio un uso protagónico a la guitarra con introducciones cautivantes que fueron definitivas para su estilo y el de una generación de guitarristas clave del desarrollo posterior del rock como Richards, George Harrison, Eric Clapton y Ritchie Blackmore.

A fines de los 50 el fenómeno del rock n roll se desmoronó por el escándalo de la Payola —sistema por el cual disk jokeys, como Freed, recibían dinero para convertir temas en hits—, por la muerte de algunos ídolos como Buddy Holly y Richie Valens y por cuestionamientos morales a otros como Jerry Lee Lewis —que se casó con su prima de 13 años— y al propio Berry y su caso de prostitución.

Ninguno de los ídolos de los 50 volvió a la primera fila. Pero Berry fue de los pocos que se mantuvo en escena, principalmente porque sus temas interpretados por otros le dieron los royalties necesarios para vivir sin tropiezos financieros. Siguió compartiendo con los músicos más importantes del rock, fue galardonado constantemente, volvió a meterse en líos y siguió tocando y actuando por todo el mundo.

En 2017, a sus 90 años, se proponía lanzar un nuevo disco con canciones inéditas. Y en todo este tiempo su nombre se fue consolidando como ícono, hasta el punto de producir una frase que algunos atribuyen a Lennon y otros a Richards: “Si tuviera que renombrar el Rock n Roll, lo llamaría ‘estilo Chuck Berry’”.

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Lo viejo suena como nuevo

En ‘Blue & Lonesome’ los Rolling Stones sorprenden tocando lo que han tocado siempre, con un Jagger inmenso a la voz y a la armónica.

/ 27 de diciembre de 2016 / 15:04

En medio de un panorama lastrado por la repetición y el reciclaje, el gran mérito de una banda de rock actual está en sorprender. Y lo que de verdad asombra es que lo haya logrado el mayor de los grupos de rock, el que desde hace décadas está permanentemente bajo los focos y, además, sin ofrecer mucha novedad porque toca lo que, en el fondo, ha tocado siempre: blues. El nuevo disco de los Rolling Stones, Blue & Lonesome, sorprende gratamente y demuestra que poco importa la edad a la hora de grabar un buen disco.

Los Rolling Stones han hecho blues durante toda su larga carrera; es más, el vínculo formado por la dupla histórica de Mick Jagger y Keith Richards tuvo como nexo precisamente discos de bluesmen norteamericanos. Keith se acercó a Mick por primera vez en una estación de trenes en 1961 cuando lo vio con unos discos de Muddy Waters bajo el brazo. Hicieron amistad de inmediato por la afinidad de gustos. De estos surgió una química instantánea capaz de vencer todo exabrupto entre ellos… y sí que los han tenido: muchos y muy fuertes porque la convivencia tiene eso. Pero el nexo sigue tan fuerte como hace medio siglo, una sintonía que deriva directamente del amor por el blues y por quienes lo inventaron: “Este álbum es un homenaje a nuestros favoritos, la gente que nos impulsó. Ellos fueron la razón por la que empezamos una banda”, explica Jagger.

Después de 11 años sin publicar, los Stones vuelven con un disco capaz de poner en figurillas el término “nuevo” porque a la vez es viejo, ya que reúne un conjunto de temas muy parecidos a los que tocaban a principios de los 60, cuando Richards y Jagger formaban parte del grupo Boy Blue y los Blue Boys y compartían luces con Blues Incorporate, donde tocaba Brian Jones, futuro miembro del grupo.

La pareja que luego firmaría algunos de los temas más importantes de la historia de rock es la misma que la de aquellos fanáticos que llenaron de blues su primer repertorio, cuando debutaron en el Marquee Club de Londres en julio de 1962, bautizando la banda con el título de un tema de Muddy Waters: The Rolling Stones. Y también son los mismos Rollings Stones que una década después convertidos en las “Satánicas majestades” del rock, siempre encontraban espacio entre los hits de su largo repertorio para incluir sentidos blues, como aquel extraordinario Love in vain, derramado en su fatídico concierto de Altamont de 1969, que empezó como una fiesta de entrada libre y terminó con la muerte de un fan, apuñalado al pie del escenario.

El blues Little Red Rooster, de Willy Dixon, estuvo desde el principio y también en los turbulentos 80, llenos de excesos y giras multitudinarias. Tampoco faltó blues en los 90, cuando los Stones volvieron a sentir el gusto de tocarlo en un pequeño local, logrando uno de sus más disfrutables discos: Stripped. Por eso no es sorprendente que a estas alturas sigan dándole al blues: lo hacen porque lo dominan, pero también porque les devuelve a la razón básica que explica que lleven tanto tiempo en esto.

Esa debe ser la causa de que solo necesitaran tres días para grabar Blue & lonesome, en el que dejaron a un lado su propia creatividad para reencontrarse con viejos blues de sus héroes de juventud, como Howlin Wolf, Dixon o Little Walter, y para rescatar algunos otros, como All of your love, una canción nacida en 1967, cuando ellos ya estaban rodando por el mundo.

Y aunque todo parece viejo, Blue & Lonesome suena fresco y nuevo porque conserva e incluso refuerza la capacidad que un buen blues tocado con las tripas siempre ha tenido  para seducir a oídos jóvenes. Los Stones lo consiguen a través de un requisito imprescindible en toda la música y tal vez más en ésta: el disfrute. Si algo se evidencia de entrada es que tanto Jagger, Richards y Charlie Watts como el insolvente Ronnie Wood han hecho el disco primero para ellos, degustándolo a plenitud, en cada nota, porque este es el sonido que los mantiene vivos y juntos. Lo mismo que ocurrió con Eric Clapton, quien después de llevarse todos los grammys de 1992 realizó un disco solo de blues que reafirmaba que era lo que mejor sabía hacer y, además, lo que más le gustaba. Como ahora los Stones, quienes dejan a un lado todo, incluso su propia composición, para empaparse de blues. Y, claro, no es casual que Clapton sea invitado estelar en dos temas de este disco: se trata de un maestro pero, más simplemente, es un buen amigo porque comparte con ellos el vicio… por el blues.

Pero si alguien se lleva la flor en este disco es Jagger, quien a los 73 años está cantando mejor que nunca o, al menos, el blues le sale mejor que nada. Mick sorprende con una voz potente y sentida pero, además, con un admirable manejo de la armónica, de forma que quien se puede considerar el paradigma del frontman de una banda de rock demuestra que más allá de sus poses y piruetas de escenario es, sobre todo, un buen músico.

El tema que le da título al álbum es un viejo blues que Richards encontró entre los discos olvidados de Walter Jacobs, de quien dice: “Probablemente haya sido el mejor tocador de armónica de todos los tiempos”. Como fanático suyo que es, el guitarrista se entusiasma recordando: “Lo encontraron en un cubo de basura después de su muerte, ¡hombre!, supongo que eso es el blues”… y cierra el comentario con su sonrisa socarrona de pirata.

Contrariamente a la trágica muerte de Jacobs es poco probable que Blue & lonesome termine en un basurero, como ocurrirá con muchos discos de rock actual. Ocupará un buen lugar en la discografía de los Rolling Stones porque se trata de un disco encomiable de principio a fin, lleno de sentimiento y disfrute, producto de la pasión de cuatro viejos rockeros que inventaron y siguen teniendo la fórmula magistral para convirtir lo viejo en nuevo.

  • Aporte. Eric Clapton lleva años de amistad y colaboración con los Rolling Stones, especialmente con Richards, y suma su sabiduría de ‘bluesman’ a  este disco. Foto: pinimg.com

El tiempo no estará siempre de su lado

José Emperador

Eric Clapton contó en una entrevista hace unos meses que, durante décadas, despreció a todo guitarrista que no dominara “el blues puro”. Ha tocado y sigue tocando con muchos colegas, y uno de los que más aprecia es Keith Richards, desde que en 1968 se unió a él y a John Lennon bajo el nombre Dirty Mac e interpretaron la canción Yer Blues dentro del show The Rolling Stones Rock and Roll Circurs. A lo largo de sus carreras, Richards y Clapton compartieron escenarios y excesos. Tras varios buenos sustos Clapton los dejó todos menos uno: el blues, que sigue contando entre los muchos que a su edad mantiene el guitarrista de los Stones.

Ahora, 48 años después de aquella mítica actuación, Clapton aporta a darle el ambiente necesario a Blue & Lonesome, un disco que, aunque estupendo, tiene un defecto que algunos considerarán grave: en ninguno de los temas canta Richards. Los Stones tocan como nunca, pero la banda queda en un cierto segundo plano porque los focos se centran en la armónica y en la voz de Jagger. El cantante alcanza un alto nivel, demostrando que su amplísima experiencia le ha enseñado que para convertirse en un gran intérprete de blues lo mejor es sacar lo que uno lleva realmente dentro y no intentar componer una caricatura de negro de Chicago que, al final —y por muy lograda que quede— siempre suena a falsete.

Pero, dicho esto, también es cierto que en el repertorio tampoco hubiese sobrado un poco de la maltratada garganta de Richards. Quienes la extrañen siempre pueden recurrir a Crosseyed Heart, el disco —también lleno de blues— que publicó en solitario hace poco más de un año y que se plantea como otro sentido y respetuoso homenaje a los pioneros del género y a sus guitarras, de los que Richards siempre se ha declarado no tanto un admirador como un heredero.

Resulta extraño ver a un guitarrista de rock que utiliza el capotraste, pero es que Richards no es normal en casi ningún sentido. Aprendió este recurso de los bluesmen antiguos del delta del Misisipi y lo adaptó para lograr ese sonido tan cortante pero tan expresivo y tan estoniano que da a sus temas una personalidad arrebatadora. El más famoso de estos es Happy —en el que Richards también canta—, del álbum Exile in Main Street (1972), tal vez el trabajo en el que la banda se muestra más cercana al blues, no ya tanto por cómo suena —también hay mucho country y mucho soul— sino por cómo se la siente: ácida, destemplada, rotunda, desbordada de energía, desafiante, exagerada en las actitudes.

Unos Rolling Stones incluso más bluesmen que los del álbum inmediatamente anterior, Sticky Fingers (1971), en el que jugó un papel clave Mick Taylor, el guitarrista fichado de los Bluesbreakers liderados por John Mayall, campeón del blues británico durante muchos años. En las selecciones que los expertos hacen de los mejores discos de blues de la historia normalmente aparece el que los Bluesbrakers grabaron en 1966 con un miembro extra en la banda: Eric Clapton.

Blue & Lonesome probablemente no llegue a levantar tanto entusiasmo como aquel disco, entre otras cosas porque en estos tiempos todo se ve y se escucha con una actitud menos apasionada y mucho más escéptica que en 1966. De todas maneras, para los amantes del blues, del rock y del espíritu que ambos géneros comparten, en este álbum de los Rolling Stones resulta un magnífico broche para un círculo que convenía cerrar ahora, por si acaso. Jagger y Richards lo saben: cantaban “El tiempo está de mi lado” en 1964, pero 10 años más tarde, quizás rectificando, decían: “El tiempo no espera por nadie y no esperará por mi”.

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El arte de cambiar

Bowie deja una obra musical y una estética integral imposibles de encasillar

/ 18 de enero de 2016 / 04:00

David Bowie era un transformista del arte, un malabarista de sensaciones, un saltimbanqui de la música, un mimo del sonido, un prestidigitador del rock y un bufón muy serio. Su telón cayó dejando una suculenta fortuna artística en una treintena de discos y 1.000 actuaciones enérgicas, y con su nombre bien escrito en varios capítulos de la historia del rock. Todo lo hizo siguiendo un mandato: cambiar constantemente.

A raíz de su fallecimiento varios periodistas exprimieron los archivos buscando hits que adornasen y musicalizasen su importancia, y se escucharon Space Oditty, el engañoso Let’s dance, Under pressure con Queen y su despedida, Blackstar, lanzado solo dos días antes de su partida. Esos resúmenes resultaron incompletos y reducidos porque David Bowie no era un par de hits, era una obra y una estética integral y sus canciones componen un cuerpo artístico amplio y complejo, pero sobre todo difícil de encasillar.

¿Era Bowie un revolucionario? Sí, pero desde el arte, para desafiar las normas morales, culturales y por tanto sociopolíticas sin ser nunca un aprovechador, un político o un profeta. Era un clarividente, con un ojo eternamente dilatado que le permitía avizorar los sonidos del futuro, logrando así adelantarse a lo que habría de retumbar próximamente.

Junto con Marc Bolan, Lou Reed y otros artistas escribió un nuevo capítulo de la historia del rock con el glam, a principios de los 70, cuando los hippies se pusieron corbata para ir a trabajar y Nixon celebraba su reelección. El glam le dio al rock un nuevo escenario: John Lennon dijo que era “rock con lápiz labial”. Y en labios masculinos se convertía en una transgresión que desde el arte abría una puerta a la expresión de un mundo con una sexualidad diferente.

Bowie se distinguió al descubrir, como quien encuentra la verdad con un ojo en el microscopio, que el rock era rock en la medida en que trascendía la música y estaba siempre arropado por la imagen y el sexo. Y a ello se abocó. Creó en 1972 al personaje  Ziggy Stardust, un hermafrodita que llegaba a la tierra como el mesías del rock para salvar al mundo condenado a la destrucción por su exitismo. ¿No es acaso esa la mejor descripción de los mitos del rock, de Jimmy Hendrix, Jim Morrison, John Lennon, Freddy Mercury y Kurt Cobain?

Bowie fue una de las mentes más lúcidas del rock, capaz de entender sus contradicciones y salir airoso de ellas. Pudo sobrevivir a las drogas, a los desfalcos financieros, a la fugacidad de las modas y a las clasificaciones. Era un adelantado al tiempo y por eso se adaptaba con tanta facilidad a “lo nuevo”. Conocía sus potencialidades, pero también sus limitaciones. Por eso se dio íntegramente en los años 60, editando prácticamente un disco por año; fue cauto en los 80 y los 90 editando solo cuatro discos; se frenó en la primera década del nuevo milenio lanzando solo dos álbumes, y tuvo tiempo de despedirse con otros dos en la segunda.

En cada época ofreció una imagen distinta, fresca y sorprendente en el escenario, convirtiéndose en el camaleón del rock. Lo hacía sabiendo que el cambio constante es la esencia del género. El propio Bowie lo había cantando en Changes: Extrañas fascinaciones, me fascinan / Los cambios están tomando el ritmo / Los estoy atravesando / Cambios (Volteo y enfrento lo desconocido) / Atentos, rock n’ rolleros / Pronto vais a haceros más viejos / El tiempo me puede venir a cambiar / Pero no puedo encontrar al tiempo.

El transformista, el malabarista, el saltimbanqui, el mimo, el prestidigitador y el bufón saben que su arte es resultado del cambio. David Bowie practicaba el cambio, aunque a la vez fuese consciente de que lo único que no se puede cambiar es la fatalidad del tiempo, incluso cuando se es un adelantado.

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