Friday 19 Apr 2024 | Actualizado a 11:28 AM

Silencio, memoria, herrumbre

Los encuentros y los desplazamientos por los laberintos del mundo andino marcan la obra del pintor Alfredo La Placa, recientemente fallecido.

/ 10 de enero de 2017 / 18:41

Como todo arte de trascendencias interiores, el de Alfredo La Placa tiene que ver, ante todo, con el mundo: con las cosas, los seres y las formas del mundo, es decir, con las realidades del mundo. De ahí la poderosa atracción que ejerce la sobriedad detenida de esas construcciones que por momentos dejan de ser pictóricas para incorporarse a ámbitos gobernados por los sentidos y por una materia sólidamente resuelta que se revela en oquedades, en inscripciones líticas, en edades incalculables.

Como todo criador de amuletos y ocarinas, me someto a la realidad de esas visiones que sugiere el arte de La Placa y me dejo conducir, manso, atento, por esos laberintos tejidos de herrumbre y antigüedad, presentes pero siempre lejanos. Así como el mundo se transforma día a día, sorprendiéndonos en sus giros insondables, así también sorprende esa particular concepción circular, siempre volviendo sobre sus pasos, nombrándose a sí misma pero recreándose trazo a trazo, en una actitud de reposo febril y sostenido que, sin precipitaciones, nombra e inventa el mundo cuantas veces sea necesario.

Mucha razón debe asistir a los críticos y entendidos cuando se refieren a que las construcciones de La Placa se organizan a partir de representaciones no vinculadas a la realidad tangible. Pero esta obra también se expone en visiones y claridades de un mundo de cosas, seres e hilos invisibles que se mueven silenciosamente, que transitan por espacios reservados a la cautela y al murmullo, espacios en los que el roce leve y la fricción de los cuerpos son signos de la más insigne y objetiva de las vitalidades.

El mundo y la naturaleza están hechos de miradas; la de La Placa presta primordial atención a esa realidad agazapada, finamente articulada, que es la realidad invisible de su obra. Esta determina cualquier otra porque no sería concebible la naturaleza de las cosas de no ser por esos filamentos de sigilo que se mueven en el interior de lo tangible y que lo hacen posible. Por eso la representación de la realidad visible en la obra de La Placa solo puede ser imaginada por los signos dispersos de su realidad interior, toda vez que es únicamente en ella donde lo real se hace verdaderamente perceptible.

  • Sumak Orko’ (2007). Fotos: Pedro Querejazu

Lo que hace verdadero a un artista es esa suma de encuentros, de sal y lava, de muertes, de aislamientos y nacimientos, de uniones y azares, de desencuentros y negaciones, es decir, de viajes y travesías interminables e impredecibles a que su obra nos convoca. Urge descifrar esos viajes, abrirlos, descubrirlos.

Se trata de una tarea de encantamientos y espejismos, de seducciones y apariciones a que nos someten las obras de artistas como La Placa. Éstas tienen en sí, dispersas, una infinitud de objetos, de cosas, de herramientas que nos permiten hacernos a la mar o al sueño o al fuego, sin temor, o con el solo temor de no regresar nunca más: llaves que abran o cierren; formas dispuestas que nos permitan cruzar o detenernos; trozos atravesados de arpillera que nos induzcan al próximo misterio o inicien tramados de retazos futuros; geografía de ángulos; una sombra, una aguja, una estrella de mar incrustada para siempre en una piedra de origen.

Me asombran las mutaciones de esta obra mutante. Vaya uno a saber lo que pasaría por su alma cuando concibió aquellos óleos de principios de los 60, en madera y cartón prensado, en los que las formas aún se negaban a ser formas, pretendiéndose arena, desintegrándose como una argamasa infructuosa. Asombra la manera en que, años después, pone la primera placa de metal, la primera tuerca, allí donde se hacen ya imprescindibles las junturas y las formas, que se buscan hasta tocarse porque ya es preciso tocarse o, quizás, porque él mismo ya siente que urge el tacto entre las cosas.

Aquí se da inicio a una obra de construcciones en transformación permanente que dirige sus sentidos hacia los encuentros y los desplazamientos. De pronto, las formas comienzan a moverse como lentas sombras danzantes, como se puede mover apenas en la arena un animal recién dado a luz.

  • Obra sin título de 2015. Fotos: Pedro Querejazu

Y entonces el viaje comienza a tocar los ángulos de las formaciones pétreas, a desplazarse hacia la austeridad de los muros viejos, de las ruinas, de la estructura de los metales, es decir, hacia la configuración de un mundo andino interior, un viaje inconcluso porque los mundos auténticos se reproducen infinitamente y no terminan jamás.
El encuentro con las representaciones simbólicas del universo andino marca a fuego lento esta obra. Es como si a partir de ese contacto se comenzara a tejer una dimensión del espacio geográfico alrededor de los objetos del mundo andino y es como si ese mundo empezara a construirse desde los objetos en movimiento, los volcanes, el agua, los espejismos, los vientos, pero también las piedras rituales, la magia, la noche.

La serie de los Cosmoaconteceres, quizás una de las más entrañables en la obra de La Placa, desarticula la rigidez y solemnidad de las formas materiales y reorganiza el cosmos a través de un diálogo íntimo y sereno entre resolanas, celajes, visiones acuáticas y formaciones rocosas. Es la irrupción del tiempo en su dimensión diurna y nocturna, incorporándose al espacio, su lugar natural.

A partir de ese ordenamiento el universo de La Placa asiste al nacimiento de imágenes antropomorfas innominadas de los Andes, sugeridas, susurradas, como todo en su obra, que comienzan a incrustarse entre los ventisqueros como huellas y pedernales indelebles, casi imperceptibles, inevitablemente presentes, que nos recuerda la exclamación desasosegada del poeta: “Piedra en la piedra, ¿el hombre dónde estuvo?”.

  • Composición’ (1965). Fotos: Pedro Querejazu

Todo en esta obra tiene una memoria antigua; todo está usado, gastado por el hábito de la vigilia y los misterios de los sueños, pero nada está deteriorado porque nada está expuesto al transcurso lineal del tiempo ni a la escisión entre la forma y la vida. De ahí que para La Placa el espíritu y el alma de las cosas y los cuerpos sean la insobornable unidad que hace posible la contemplación transformadora de la realidad total del mundo andino. Se trata de un trabajo de piedras que golpean y se acomodan en su caída, de un lenguaje atemporal que anuncia la multiplicación, de una intuición no dirigida, un retorno a los antiguos.

Así te vas haciendo, Alfredo La Placa, caracol colectivo; así nos permites una lectura interior de la región que habitas y construyes a partir de sus hilachas, de sus infiernos sagrados, de los nudos reversibles de tu soledad necesaria, de los signos genitales en que se desplaza la memoria de tu mirada, potosino.

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Silencio, memoria, herrumbre

Los encuentros y los desplazamientos por los laberintos del mundo andino marcan la obra del pintor Alfredo La Placa, recientemente fallecido.

/ 10 de enero de 2017 / 18:41

Como todo arte de trascendencias interiores, el de Alfredo La Placa tiene que ver, ante todo, con el mundo: con las cosas, los seres y las formas del mundo, es decir, con las realidades del mundo. De ahí la poderosa atracción que ejerce la sobriedad detenida de esas construcciones que por momentos dejan de ser pictóricas para incorporarse a ámbitos gobernados por los sentidos y por una materia sólidamente resuelta que se revela en oquedades, en inscripciones líticas, en edades incalculables.

Como todo criador de amuletos y ocarinas, me someto a la realidad de esas visiones que sugiere el arte de La Placa y me dejo conducir, manso, atento, por esos laberintos tejidos de herrumbre y antigüedad, presentes pero siempre lejanos. Así como el mundo se transforma día a día, sorprendiéndonos en sus giros insondables, así también sorprende esa particular concepción circular, siempre volviendo sobre sus pasos, nombrándose a sí misma pero recreándose trazo a trazo, en una actitud de reposo febril y sostenido que, sin precipitaciones, nombra e inventa el mundo cuantas veces sea necesario.

Mucha razón debe asistir a los críticos y entendidos cuando se refieren a que las construcciones de La Placa se organizan a partir de representaciones no vinculadas a la realidad tangible. Pero esta obra también se expone en visiones y claridades de un mundo de cosas, seres e hilos invisibles que se mueven silenciosamente, que transitan por espacios reservados a la cautela y al murmullo, espacios en los que el roce leve y la fricción de los cuerpos son signos de la más insigne y objetiva de las vitalidades.

El mundo y la naturaleza están hechos de miradas; la de La Placa presta primordial atención a esa realidad agazapada, finamente articulada, que es la realidad invisible de su obra. Esta determina cualquier otra porque no sería concebible la naturaleza de las cosas de no ser por esos filamentos de sigilo que se mueven en el interior de lo tangible y que lo hacen posible. Por eso la representación de la realidad visible en la obra de La Placa solo puede ser imaginada por los signos dispersos de su realidad interior, toda vez que es únicamente en ella donde lo real se hace verdaderamente perceptible.

  • Sumak Orko’ (2007). Fotos: Pedro Querejazu

Lo que hace verdadero a un artista es esa suma de encuentros, de sal y lava, de muertes, de aislamientos y nacimientos, de uniones y azares, de desencuentros y negaciones, es decir, de viajes y travesías interminables e impredecibles a que su obra nos convoca. Urge descifrar esos viajes, abrirlos, descubrirlos.

Se trata de una tarea de encantamientos y espejismos, de seducciones y apariciones a que nos someten las obras de artistas como La Placa. Éstas tienen en sí, dispersas, una infinitud de objetos, de cosas, de herramientas que nos permiten hacernos a la mar o al sueño o al fuego, sin temor, o con el solo temor de no regresar nunca más: llaves que abran o cierren; formas dispuestas que nos permitan cruzar o detenernos; trozos atravesados de arpillera que nos induzcan al próximo misterio o inicien tramados de retazos futuros; geografía de ángulos; una sombra, una aguja, una estrella de mar incrustada para siempre en una piedra de origen.

Me asombran las mutaciones de esta obra mutante. Vaya uno a saber lo que pasaría por su alma cuando concibió aquellos óleos de principios de los 60, en madera y cartón prensado, en los que las formas aún se negaban a ser formas, pretendiéndose arena, desintegrándose como una argamasa infructuosa. Asombra la manera en que, años después, pone la primera placa de metal, la primera tuerca, allí donde se hacen ya imprescindibles las junturas y las formas, que se buscan hasta tocarse porque ya es preciso tocarse o, quizás, porque él mismo ya siente que urge el tacto entre las cosas.

Aquí se da inicio a una obra de construcciones en transformación permanente que dirige sus sentidos hacia los encuentros y los desplazamientos. De pronto, las formas comienzan a moverse como lentas sombras danzantes, como se puede mover apenas en la arena un animal recién dado a luz.

  • Obra sin título de 2015. Fotos: Pedro Querejazu

Y entonces el viaje comienza a tocar los ángulos de las formaciones pétreas, a desplazarse hacia la austeridad de los muros viejos, de las ruinas, de la estructura de los metales, es decir, hacia la configuración de un mundo andino interior, un viaje inconcluso porque los mundos auténticos se reproducen infinitamente y no terminan jamás.
El encuentro con las representaciones simbólicas del universo andino marca a fuego lento esta obra. Es como si a partir de ese contacto se comenzara a tejer una dimensión del espacio geográfico alrededor de los objetos del mundo andino y es como si ese mundo empezara a construirse desde los objetos en movimiento, los volcanes, el agua, los espejismos, los vientos, pero también las piedras rituales, la magia, la noche.

La serie de los Cosmoaconteceres, quizás una de las más entrañables en la obra de La Placa, desarticula la rigidez y solemnidad de las formas materiales y reorganiza el cosmos a través de un diálogo íntimo y sereno entre resolanas, celajes, visiones acuáticas y formaciones rocosas. Es la irrupción del tiempo en su dimensión diurna y nocturna, incorporándose al espacio, su lugar natural.

A partir de ese ordenamiento el universo de La Placa asiste al nacimiento de imágenes antropomorfas innominadas de los Andes, sugeridas, susurradas, como todo en su obra, que comienzan a incrustarse entre los ventisqueros como huellas y pedernales indelebles, casi imperceptibles, inevitablemente presentes, que nos recuerda la exclamación desasosegada del poeta: “Piedra en la piedra, ¿el hombre dónde estuvo?”.

  • Composición’ (1965). Fotos: Pedro Querejazu

Todo en esta obra tiene una memoria antigua; todo está usado, gastado por el hábito de la vigilia y los misterios de los sueños, pero nada está deteriorado porque nada está expuesto al transcurso lineal del tiempo ni a la escisión entre la forma y la vida. De ahí que para La Placa el espíritu y el alma de las cosas y los cuerpos sean la insobornable unidad que hace posible la contemplación transformadora de la realidad total del mundo andino. Se trata de un trabajo de piedras que golpean y se acomodan en su caída, de un lenguaje atemporal que anuncia la multiplicación, de una intuición no dirigida, un retorno a los antiguos.

Así te vas haciendo, Alfredo La Placa, caracol colectivo; así nos permites una lectura interior de la región que habitas y construyes a partir de sus hilachas, de sus infiernos sagrados, de los nudos reversibles de tu soledad necesaria, de los signos genitales en que se desplaza la memoria de tu mirada, potosino.

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