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La palabra frente a las veleidades

El otro día, conversando con un amigo a propósito de la Gala de los Golden Globes, recordaba a mi maestro y mentor Óscar Soria Gamarra, para los amigos Cachito. Rememoraba cómo me había enamorado del cine a través de sus apasionados relatos, de su compromiso con esa aventura sacrificada y peligrosa, diría casi guerrillera, que emprendieron nuestros cineastas pioneros, y que estaba absolutamente desprovista de glamour, lejos de toda aspiración de desfilar por alfombras rojas y de obtener grandes laureles. Y, a pesar de eso, ellos lograron sin aspavientos estos galardones internacionales tan renombrados.

Basta recordar cómo relataba Jorge Ruiz cuando solicitó al gobierno del MNR la designación de Vuelve Sebastiana (1956) como película oficial de Bolivia en certámenes internacionales y recibió una negativa rotunda de un burócrata de la época, que consideraba que “una película sobre indios no puede representar al país”. Pero luego, con mucho escepticismo, enviaron la cinta a Uruguay al Festival de (Sodre) a través del que llamó Ruiz “una padrino mágico”, el embajador de Bolivia en Uruguay, Sanjinés Iriarte. Al pasar los días recibieron un cable que confirmaba que Vuelve Sebastiana se había convertido, por voto unánime, en la primera película boliviana en ganar un premio internacional.

Luego vendrían otros tantos premios en festivales internacionales muy prestigiosos para estos pioneros, como el Premio Joris Ivens a Revolución (1964), de Jorge Sanjinés. O la aclamación en Cannes a Ukamau (1967), calificándola de “obra maestra extrañamente bella y sutilmente poética” al otorgarle la Cámara De Oro en la Quinzaine du realizateur. La Espiga de Oro en Valladolid fue para Yawar Mallku (1969); el Premio OCIC en Berlín para El Coraje del Pueblo (1972); la Concha de Oro en San Sebastián para La Nación Clandestina (1998)… todos del maestro Sanjinés. Le tocará el turno a Antonio Eguino con Chuquiago (1977), que mereció dos Premios Especiales de Jurado, uno en Nantes y otro en Cartagena; igual que Mi socio, de Paolo Agazzi, se llevaría en 1983 el Premio Especial del Jurado en Cartagena.

Y estos solo son un pequeño ejemplo de otros tantos reconocimientos internacionales para estos cineastas de vanguardia por sus obras reconocidas mundialmente, cargadas de contenido social y político, de fuerza narrativa y estética. Por mucho tiempo fue la única presencia cultural contundente de nuestro país en el contexto internacional.

Las nuevas generaciones de cineastas bolivianos que se formaron de alguna manera allende las fronteras, tal vez portaron en su bagaje mayor sofisticación, igual pasión y una dosis menor de aventura. También traerían glorias internacionales. Cuestión de Fe (1995), de Marcos Loayza, inaugura una serie de galardones, como el de Mejor Ópera Prima en La Habana; o Zona Sur (2010), de Juan Carlos Valdivia, con Mejor Guion y Mejor Director en Sundance. Estos son solo algunos premios en diferentes eventos y festivales internacionales prestigiosos, hasta llegar a la fecha con la multipremiada Viejo Calavera (2016), del joven Kiro Russo, quien inicia su trayectoria con una Mención Especial del Jurado en el Festival de Locarno.

Con el nuevo año comienza la temporada de los festivales de cine. No exagero al decir que hay uno por día en cada rincón del planeta. Con ellos se reabre la polémica de algunos críticos que sostienen que muchos filmes en el mundo se hacen solo para el podio, dirigidos a “intelectuales festivaleros snobs” y no para el público: especialmente los elegidos en Cannes, Berlín, Venecia… Lo que es peor, los premios serían fruto de negociaciones cantadas de la industria de Hollywood, como los vilipendiados Oscar, Golden Globes, Bafta… Más allá si están en lo cierto o no, hay una doble moral respecto a juzgar los festivales y/o los premios: una mayoría tiene una actitud exterior de menosprecio a estas citas glamorosas, pero interiormente ansían lucirse en una red carpet. Y no hablemos de obtener una dorada estatuilla y ser reconocidos por millones de espectadores en el mundo. Pero, como en todo hay excepciones, también existen esos que honestamente lo rechazarían.

Los preconceptos y los prejuicios nos llevan a pensar que de un evento de Hollywood como los Golden Globe, no se puede esperar más que una ceremonia predecible, plagada de estrellas luciendo una elegancia estridente, con un show deslumbrante y técnicamente impecable, sin nadie que se salga del guion, y menos si es del establishment. Pues sí lo hizo la actriz Meryl Streep a tiempo de recibir el premio honorífico Cecil B. DeMille por toda su carrera. Al mejor estilo de una plataforma de la ONU, lanzó duras críticas en contra del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, sin pronunciar su nombre. Recordó cuando era candidato se burló de un periodista discapacitado: “El irrespeto invita al irrespeto, la violencia incita la violencia”.

También se refirió al valor de los inmigrantes recordando el origen de varios actores nominados, como Sarah Paulson, Sarah Jessica Parker, Amy Adams, Natalie Portman, Ruth Negga, Viola Davis, Dev Patel y Ryan Reynolds. “Así que Hollywood está lleno de extranjeros y gente de afuera y si los expulsamos a todos no tendremos nada que ver salvo fútbol americano y artes marciales mixtas, que no son artes”, sostuvo Streep. Y finalizó refiriéndose al valor de la prensa y la libertad: “Cuando los poderosos utilizan su poder para acosar a otros, todos perdemos. Y esto me lleva a la prensa, necesitamos a la prensa, que saque a la luz todas las humillaciones. Por eso los fundadores consagraron la prensa y sus libertades en nuestra constitución. Por eso pido a todos aquí que apoyemos a nuestros periodistas, ellos nos van a necesitar a nosotros para salvaguardar la verdad”. La honestidad intelectual en el arte y la autenticidad en la palabra no importa de donde provenga. Sea de África, Bolivia o Hollywood, merece un espacio de valoración, entendimiento y reflexión.