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EL camino PERTURBADO

El siglo XXI ha perturbado el camino del arquitecto. La caída de los grandes relatos y la insurgencia de revoluciones políticas o digitales han desmantelado los conceptos que por siglos sostenían la figura del arquitecto. Este nuevo tiempo, verdaderamente revolucionario, está destruyendo a ese demiurgo intocable de las artes.

Muchos síntomas de esta debacle son evidentes. Uno de ellos: nuestro errático comportamiento. Nos dejaron los héroes de la modernidad y pasamos a deambular por la posmodernidad y el recurso de la historia; por millonarias inversiones con estrellas del mercado global; y ahora, por una discutible “arquitectura para los pobres”.

A pesar de esos vericuetos, propios de una disciplina en crisis, persiste en este nuevo milenio la figura del arquitecto ególatra y ensimismado. Por todo ello, debemos vislumbrar nuevas maneras de ser arquitecto y nuevas formas de relacionamiento social y profesional. Dos fuerzas están zarandeando a los arquitectos diseñadores en la parte andina boliviana. Son dos fuerzas arremolinadas y contrapuestas que nublan las ideas y enmarañan el oficio: la revolución tecnológica global y la instauración de un estado pluricultural.

La revolución tecnológica ha transformado el conjunto de los saberes y los modos de hacer arquitectura. A decir del filósofo Jesús Martín-Barbero, esta transformación de los conocimientos y las profesiones se explica con dos fenómenos: el descentramiento y la deslocalización. Con el primero, “el saber se sale de los libros y de la escuela. El saber se sale ante todo del que ha sido su eje durante los últimos cinco siglos: el libro.

Un proceso que no había tenido casi cambios desde la invención de la imprenta sufre hoy una mutación de fondo especialmente con la aparición del texto electrónico”. El segundo fenómeno, la deslocalización, “difumina tanto las fronteras entre las disciplinas del saber académico como entre ese saber y los otros que ni parten de la academia ni se imparten ya en ella exclusivamente”.

En esa línea, los saberes especializados, en el reino excluyente y absoluto de los arquitectos, ya no tienen mayor impacto en la sociedad. Vivimos una época donde las propuestas de la arquitectura heroica están rebasadas por la diversidad, casi infinita, de los mensajes electrónicos. Junto a esa pluralidad desbocada las profesiones que nos rodean están diluyendo sus fronteras y desmantelando los muros del reino de la arquitectura.

Esta revolución del conocimiento ha transformado el modo de hacer arquitectura. Disponemos de herramientas que abaratan costos, simplifican procesos y reducen tiempos. Tanto el software como el hardware han revolucionado, en apenas dos décadas, la manera de concebir la arquitectura. Asimismo, el acceso en tiempo real a la red global incide radicalmente en esos modos y en todo el sistema que los sostiene: clientes, comitentes, tecnologías, presupuestos…

En el campo o en la ciudad cualquiera, a través de internet y los teléfonos inteligentes, puede tener en sus manos una biblioteca interminable del saber arquitectónico: un Aleph borgiano sin límite alguno. Paralelamente al cúmulo de conocimientos de la red vivimos la dictadura de las imágenes, la llamada Iconocracia. Con la proliferación icónica y sus ilimitadas posibilidades se socializan los estilos, se simplifican los diseños, se envician las autorías hasta, casi, prescindir de los profesionales. Se está universalizando la posibilidad de hacer arquitectura.

ALTERACIONES. Esta revolución digital está formando estudiantes y jóvenes profesionales que uniforman y homogenizan sus propuestas. Pero, más allá de cuestiones de estilo, existen incertidumbres mayores. Los programas del diseño paramétrico se aproximan a resolver problemas prescindiendo de autores. Estamos ante los umbrales de un mundo regido por la inteligencia artificial; y así lo adelanta Martín-Barbero: “Con el computador ya no estamos ante la relación exterior entre un cuerpo y una máquina, sino frente a un nuevo tipo de relación: una aleación entre cerebro e información”.

Esta situación ha generado la obsolescencia de escuelas y facultades de arquitectura. En esos centros aún se conservan los paradigmas y las posturas de los héroes de la modernidad: el genio individual, la idea platónica, el boceto lúcido, etc. El sociólogo alemán Ulrich Beck ubica a esa obsolescencia en las “categorías zombi”; categorías del pensamiento que proceden “del horizonte vivencial del siglo XIX, de la primera modernidad”. Debemos reconocer el valor de esta revolución y su proyección en el tiempo; pero también debemos debatir sobre las amenazas de una globalización acrítica e irreflexiva.

En 2009 se instauró en Bolivia la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional, y con ella se reconoce nuestra pluriculturalidad. Con la nueva Carta Magna se funda la organización política y jurídica de varias naciones en un solo estado reconociendo y protegiendo la pluralidad étnica y cultural. Este imprescindible e impostergable avance histórico de una sociedad con mayoritaria población indígena nos interpela e incita, a su manera, a buscar nuevos comportamientos profesionales.

Esta apertura del abanico pluricultural acarrea, desde el punto del creador, múltiples descentramientos. Algunos de ellos se explican desde el mundo del arte. En Sobre la crisis del arte contemporáneo en Bolivia traté este tema y concluí en un hecho fundamental: la pérdida de sentido o la falta de vigor cultural en nuestras obras debido a la preeminencia de los movimientos políticos sobre las vanguardias artísticas.

En esa línea, la citada pluriculturalidad abre múltiples e imprecisos paradigmas culturales. Ya no existe el derrotero único, omnipresente y de corte occidental, que facilitó el accionar de generaciones de arquitectos aculturizados. Ahora coexisten múltiples derroteros. En arquitectura, un arte indolente al cambio, acostumbrado a seguir por imitación o mimesis las tendencias del centro, la pluriculturalidad instaurada en el país ha alterado su futuro. Los preconceptos del oficio como la universalidad del estilo, la atemporalidad, la exigencia geométrica o la vigencia de la obra de arte total han sido desmontados.

DUDAS. En los albores de esta revolución cultural, el panorama es difícil de digerir y la tarea de diseñar para una sociedad que busca afanosamente una síntesis cultural de lo plural y heterogéneo es confusa. Todo creador necesita un terreno fértil para sus ideas, un sitio estable donde fundar sus principios. Si el terreno es híbrido y complejo, las alternativas creativas para un profesional, unidireccional y monotemático, están plagadas de dudas e incertidumbres.

Ahora bien, ¿cómo afrontamos a esas fuerzas? Cebando nuestro acervo con propuestas como las del físico rumano Basarab Nicolescu o el filósofo y sociólogo francés Edgar Morin de pensamientos transdisciplinarios, de conocimientos relacionales y complejos.

En este tiempo milenarista, crispado por desavenencias ideológicas y descentramientos sociales, para ser arquitecto no basta con ser arquitecto. En primer lugar, el arquitecto debe ampliar su visión hacia un perfil culturalista. Más que productor-creador de formas y espacios debe ser activista cultural, un promotor de la construcción cultural de su región. Munido de un amplio bagaje de conocimientos, el arquitecto debe involucrarse con la sociedad pluricultural desde las cosmovisiones identitarias hasta las ramificaciones de la cultura universal. Debemos enfrentar las fuerzas arremolinadas de este tiempo en la perspectiva que sugiere el pensador hindú Arjun Appadurai: “El futuro como hecho cultural”.

Surgen planetariamente pensamientos que apuntan a un accionar múltiple; por ejemplo, el arquitecto inglés David Chipperfield habla del arquitecto como líder intelectual y el holandés Rem Koolhass se rinde ante el poder de la palabra. Todo ello surge ahora porque, a pesar del tiempo invertido en nuestra actividad proyectiva, de las infinitas horas frente a la computadora, no pudimos construir un espacio real de participación en la sociedad, construimos nuestra propia invisibilidad al no tener un liderazgo cultural e intelectual.

Entonces, si el perfil debe ser culturalista, ¿cómo encaramos el oficio a inicios de este siglo? Claramente expresado: debemos ser diseñadores y/o creadores multipropósito. El arquitecto no debe mantener el espacio restringido de trabajo del siglo XX: proyecto, edificio y construcción. Debe transformar su misión y visión hacia un productor multipropósito con capacidades para resolver los desafíos del diseño ambiental, incluso sobrepasando las fronteras hacia otros artes contemporáneos. Es imperativo tener capacidad de síntesis y abstracción para responder a cualquier escala de diseño o desafío creativo.

COLECTIVIDAD. Esta actividad transdisciplinaria y multipropósito se asocia con un accionar que hoy es ineludible: el trabajo colectivo. En respuesta a la complejidad de los problemas se están formando en el mundo grupos de trabajo de múltiples creadores y pensadores de diverso origen y reflexión, para el intercambio abierto y libre de ideas. Esa fuerza conjunta es la única capaz de originar masa crítica en una opinión pública tan heterogénea como imprevisible.

El divorcio de la arquitectura con el arte ha relegado nuestra adecuación al espíritu de los tiempos y ha formado profesionales desubicados e indolentes que desconocen su contexto y la estética como concepto local y universal. ¿Pero, podemos cualificar artísticamente a los estudiantes? La respuesta no depende exclusivamente de los arquitectos. Si el mundo del arte no resuelve la profunda crisis en que se encuentra muy poco podemos hacer desde la arquitectura. Dependemos del pensamiento y obra que se genera en el arte, más aún en un medio como el nuestro, donde la potencia y vitalidad del arte popular está arrasando a los creadores aislados.

Pero, y a pesar de esa sumisión del oficio, el trinomio cultura-diseño-arte podrá concebir nuevas propuestas y reencaminar la formación del arquitecto diseñador. Es posible. Con ese recurso enfrentaremos las fuerzas que, a contracorriente entre lo global y lo local, nos están zarandeando.