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Joaquín Sabina vivir para cantarlo

Su música forma parte de la banda sonora de tres generaciones. Tras siete años de silencio, reaparece con ‘Lo niego todo’, en el que funde lo confesional con el sarcasmo.

/ 19 de marzo de 2017 / 04:00

Seis gatos, una mesa de billar, sombreros, cajas antiguas, una primera edición de Madame Bovary, el traje de grana y oro con restos de sangre que le regaló José Tomás… Su casa, un edificio antiguo en pleno centro de Madrid al que le ha ido ganando plantas, podría visitarse como un gabinete de curiosidades, recuperadas por alguien que ha dado varias vueltas al mundo con “alma de chamarilero”. Joaquín Sabina (Úbeda, 1949) recibe en el sofá con su atuendo de eterno adolescente, su paquete de Ducados y un chupito de tequila bien frío que, al terminar la charla, se habrá multiplicado por cinco.

Ha vendido 10 millones de discos y cuenta con un público que adora su música y sus vicisitudes existenciales pese a que el paso del tiempo lo ha encerrado en su casa, donde recibe a los amigos. Bueno, recibe o cancela cita, porque tiene fama de ser el mejor cancelador del mundo. Guasón, incontinente verbal y mujeriego, puede permitirse el lujo de dormir cuando siente sueño y comer cuando tiene hambre. Ya no sale solo por miedo a perderse (“es que tengo mucho peligro”) y porque la cosa se ha complicado con las selfis y el afecto de los seguidores empeñados en demostrárselo, lo mismo en Madrid que México, Buenos Aires o La Habana. Hace más de una década que los amigos noctámbulos no disponen de la llave del domicilio. Jimena Coronado (la Jime, como llama a la mujer que le salvó la vida) cambió la cerradura sin contemplaciones. Desde que dejó de perder gloriosamente la vida en los bares, la fotógrafa peruana ejerce de amante y madre vigilante. Viaja a su lado incluso en las giras. Acaso sea ella la venus latina que le dio la extremaunción.

Pero la tranquilidad y la felicidad doméstica “con minúsculas” no favorecen la expresión artística. A sus 68 años, Sabina sabe que la vejez no resulta sexy, especialmente para los amantes del rock. Después de siete años de silencio musical, sentía que la desgana había hecho mella en su trabajo como compositor. Contar lo largas que son las resacas cuando entras en esa etapa de la vida en la que ya formas parte de la población de riesgo “no le importa a nadie un carajo”. Hacer discos le parecía casi un trabajo de oficina, le faltaba emoción e inspiración para escribir y grabar. Cada vez que escucha alguna canción antigua suya que le gusta, piensa que ya es incapaz de hacer una como esa. Sin embargo, el nuevo disco parece haberle devuelto cierto optimismo, ha recuperado la alegría de cantar sus temas, algo que no le sucedía desde que grabó 19 días y 500 noches (1999), su trabajo más sólido.

Antes de arrancar con Lo niego todo, el decimoctavo disco de estudio de su carrera, publicado este viernes, decidió mirarse al espejo y hacerle burla al “juglar del asfalto”, al “profeta del vicio” que anunciaban los titulares de los periódicos hasta provocarle arcadas. Quería negarlo todo, incluso la verdad, y para transformar ese universo viejuno en el sonido de Sabina, con la rima y el adjetivo justo, decidió formar un trío ¡laboral! Buscó frescura en un compositor joven como Leiva, cantante de Pereza, que se ocupó de la producción, y la rima de un poeta amigo como Benjamín Prado, su escudero más fiel. “Toda la vida he tenido encima eso de envejecer con dignidad. Hay una canción que escribí cuando tenía 20 años que dice que envejecer con dignidad es una blasfemia. Somos una generación que se plantea envejecer sin dignidad, seguir siendo jóvenes aunque por dentro estuviéramos hechos mierda”.

Y ahí está sentado, haciendo honor a su leyenda de superviviente, completamente recuperado de una operación de divertículos. Solo cuando se encuentra de promoción, como ahora, recibe o se pliega a los horarios que imponen las galas. Latinoamérica primero y luego España podrán verlo durante los próximos meses.

La expectación que genera su vuelta al ruedo ha superado todas las previsiones: las entradas se agotaron al poco de ponerse a la venta. Sabina arranca la gira a pelo. Sin médico personal, ni pruebas de sonido. En el camerino necesita un espejo y hacer gárgaras con sal y limón para preparar la voz. Un detalle que, dada su fama, le ha jugado malas pasadas. “Tenía un poco en un platito y creían que me estaba metiendo cocaína. La sal ayuda a generar saliva y que no se quede la boca como una alpargata. En las primeras canciones se me pega la lengua al paladar y te viene muy bien un poco… Me lo dijo la Caballé, y ¡claro, si te lo dice la Caballé…!”. Bueno, un poco de sal y, si acaso, un par de tequilas: “La mejor bebida del mundo para cantar”.

Hasta ahora, no ha hallado una terapia para cuidarse en esos días de nervios y locura de la gira. “El primer concierto suele ser bastante malo, luego mejora.

Tengo mis manías, no veo el escenario hasta que salgo a cantar y ya no hay más remedio. Me da tanto miedo que si me pongo a probar sonido no lo haría”. Justo antes de saltar a la arena se pelea consigo mismo diciéndose que es un viejo arrastrado y que a sus dos hijas les dará vergüenza oírle. “Siempre crees que los vas a defraudar. Te salva que, aunque estés mal, a ellos les va a parecer bien porque la música posee una capacidad de transmisión enorme”. Luego se pone el bombín y al toro. “Superviviente, sí, no me cansaré de celebrarlo. Viví para cantarlo”.

En su nuevo testamento vital, resumido en 12 temas, no podía faltar un clásico: el desamor. Postdata arranca como un corrido, con la voz de Sabina recitando más que cantando, para desembocar en los acordes del rock. “La poesía no acepta ese punto cursi que tan bien encaja en una canción. Y yo no solo no huyo de ese punto, sino que lo busco a conciencia. La letra debe tener rabia, servir de hombro para el que llora, ser solidaria con el que sufre y algo más que nadie sabe lo que es y es lo que importa, la magia”. Compuso temas memorables sobre el desengaño, que ya forman parte de la banda sonora de tres generaciones. Era virgen hasta que una periodista de la revista Dunia le afeó que no incluyera ese registro sentimental en su discografía. Arrancó con Así estoy yo sin ti, se aficionó y le “empezaron a dejar mujeres”.

Sabina tiene ahora un sueño, conseguir que Postdata, esa canción “con un aire a José Alfredo”, como sucede con dos temas antiguos (Y nos dieron las diez y Camas vacías), pase a formar parte del repertorio de los mariachis. “Me las cantan muchas veces sin saber que soy yo. Uno incluso me dijo que Y nos dieron las diez la había compuesto su cuñado”. El sueño sería completo si además la acaban interpretando, como parte del repertorio, las orquestas de los pueblos. “Esa es la cosa más emocionante” que le ha pasado a alguien que no soñó con el éxito. En sus sueños de adolescente ni una vez se le pasó por la cabeza ser cantante.

“Pensaba que acabaría dando clases de literatura española en un instituto machadiano y que los fines de semana crearía una gran obra incomprendida por la mayoría”. Pero el destino lo arrastró en otra dirección. “Fui okupa en Londres cuando no existía esa palabra en español y vivía de tocar en los bares”. Completó su escuela en La Mandrágora, el local madrileño donde, pitillo a pitillo, con su amigo Javier Krahe, aprendió a dignificar las letras. “¿Qué otra cosa podía hacer con mi voz rota?”. Nunca imaginó que iba a cantar en el Royal Albert Hall de Londres o en el Olympia de París, donde debuta este año. Asume que sus letras se han literaturizado porque en la última época se ha juntado más con poetas que con músicos. “Mis canciones se han intelectualizado, incluso, excesivamente. En este disco, teniendo cuidado de no perder rigor, he tenido que desintelectualizarme”.

Le sigue gustando este oficio que propone viajar a lugares jamás soñados, arropado por un idioma que hablan 500 millones. “He actuado en Nueva York varias veces y, la primera vez, sales y saludas con un ‘good night, New York’, luego dices buenas noches porque el público pide que le hables de tú. Así de importante es nuestra lengua. En Tel Aviv metí 6.000 personas y todos eran argentinos y uruguayos. Eso te hace apreciar mucho el idioma que tienes”.

Fuera de los focos, desde el observatorio de su casa, busca el contacto con las cosas que suceden leyendo un par de periódicos al día y haciendo zapping. No sabe qué es una red social, ni usa internet (si necesita algo se lo pide a Jime), pero parece muy seguro de que las cosas que realmente merecen la pena acaban saliendo en el papel. “Sé que me pierdo algo, que internet supone una revolución mayor que la imprenta, pero no tengo tiempo. Internet distrae mucho. Estoy muy contento de no usar teléfono móvil”.

No pierde el tiempo con los tuits, pero lee todas las cartas que le mandan aunque no contesta ninguna. Tras esas líneas de groupies agradecidos ha detectado que las que llegan de Latinoamérica están mucho mejor escritas que las de aquí. “Incluso la de la chica de 20 años con fantasías literarias que te habla desde Argentina te cita a Borges o a Cortázar frente a la española, que parece muy limitada con el uso del idioma”. Algo que achaca a los rigores de la inmersión lingüística, aunque personalmente le gusta cantar en catalán.

Contagiado por el espíritu de los poetas líricos (“Felipe Benítez Reyes, Luis García Montero…”) con los que veranea, prosigue la búsqueda de primeras ediciones para su colección de incunables. “Es una pasión sobrevenida. Antes leía mucho, pero carecía de ese prurito, cuando me fui a Londres dejé tirada la biblioteca y a la inversa. Pero hará unos 20 años, con el grupo de Rota, al que le importaba mucho las primeras ediciones, me puse un poco de broma para joderlos y luego me enganché”. La última en llegar a la biblioteca fue Madame Bovary, alineada junto a manuscritos de García Lorca o de Borges.

Siempre le ayudó más un buen libro que una buena canción. Buen lector y mejor contador de historias, Sabina señala el traje de José Tomás, enmarcado en la vitrina del salón. Una broma entre él y el torero a raíz de Purísima y oro, una canción antigua dedicada a Manolete. “Me reprendió porque Manolete murió vestido de palo rosa y oro, que, a mi juicio, es más feo. Entonces el tipo, como nos queremos mucho, se hizo ese traje y después de dos tardes en Madrid y brindarme un toro me lo regaló, manchado con sangre”. A esa colección se unió otro de Talavante. Y acaba de hacer el cartel taurino de la feria de Olivenza, en el que se ve un picador y una lista de nombres, desde Goya hasta Picasso, porque la historia de España no se entiende sin la fiesta, “no discuto con los antitaurinos, son muy ignorantes pero están ganando la batalla”. Tampoco responde a los fanáticos que piden el boicoteo para un músico que actúa en Israel: “Los pecados nacionales son el cainismo y el sectarismo, y lo que dejamos de disfrutar por ello”.

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Rubén Darío y la hija del jardinero

La relación entre el poeta nicaragüense, casado, y Francisca Sánchez, con la que tuvo cuatro hijos, enfrentó a la pareja a los convencionalismos de inicios del siglo XX

/ 1 de junio de 2014 / 04:00

El argumento parece calcado de las novelas románticas del siglo XIX. La relación sentimental entre Francisca Sánchez, hija del jardinero del Palacio Real, y el poeta Rubén Darío (1867-1916) fue un folletín decimonónico. La novela  La princesa Paca (Plaza & Janes) recrea un idilio que duró 16 años (se conocieron en 1899 y se despidieron en el puerto de Barcelona en 1914) y del que nacieron cuatro vástagos. La novela desvela la vida de una mujer valiente que se enfrentó a los convencionalismos de la época para vivir con el hombre que amaba. Hasta ahora, los biógrafos del poeta la habían tachado de analfabeta y mantenida, pero bajo su inspiración escribió Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas. La compleja relación sentimental (él estaba casado con una nicaragüense apodada la Garza morena) se aliña en el libro con pinceladas del sustrato político y literario de la época. Junto a personajes como Emilia Pardo Bazán, Valle-Inclán, Azorín, Ramiro de Maeztu y los hermanos Machado, que lo reverenciaban como el gran maestro del simbolismo moderno, la novela recrea también la figura del poeta como pionero y defensor de lo que denominó como la patria del idioma. La lengua, decía entonces, era el único puente capaz de sortear todos los océanos. Una idea que Carlos Fuentes redefinió un siglo más tarde como el territorio de la Mancha.

La peculiar pareja se conoció en los jardines del Palacio Real, la mañana en que el poeta presentó sus credenciales a la reina María Cristina que ejercía como regente de Alfonso XIII. El poeta, que en ese momento iba acompañado de Valle-Inclán, uno de sus grandes amigos españoles, ya había publicado Azul y ejercía en Madrid como corresponsal de La Nación de Buenos Aires. En el caso de la pareja se puede hablar de un flechazo. Él estaba casado con Rosario Murillo, de la que se dice que coqueteaba con la magia negra, la santería y la macumba. El autor de Prosas profanas nunca consiguió divorciarse de ella pese a que el poeta influyó notablemente para que en Nicaragua se aprobara una ley del divorcio, que se conoció como la ley Darío.

Para completar el folletín, la novela la firman la periodista Rosa Villacastín (nieta de Francisca Sánchez) y el escritor Manuel Francisco Reina. Como heredera universal del poeta nicaragüense, su compañera guardó en un baúl durante décadas cartas, manuscritos, facturas, colaboraciones periodísticas, recetas de comida centroamericana y hasta los cuadernos con tapas de hule en los que aprendió a leer y a escribir. Entre los documentos se guardaban, entre otros manuscritos, los originales de Salutación del optimista y otros poemas cuya publicación se adelantó en algunas revistas de la época y que luego fueron reunidos en Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas, cuidadosamente editados por su amigo Juan Ramón Jiménez. Todo el material (6.000 documentos) fue donado en 1956 a la Universidad Complutense de Madrid, pero en poder de la nieta quedaron algunas de las cartas que su abuela quiso conservar y que guardó durante 50 años como recuerdo de esa relación. Algunas de esas misivas, en las que el poeta se refiere a ella como coneja y se despide como Tatay (papaíto), se hacen públicas ahora, acompañando la novela. A través de las cartas, se siguen las idas y venidas de la política nicaragüense, plagada de intrigas, pero también las presiones políticas y los problemas económicos de una de las grandes figuras literarias del XIX al XX.

PRÍNCIPE. La propia Villacastín, que fue criada por su abuela hasta los 16 años y conocía de primera mano la aventura que había vivido al lado del Príncipe de las letras hispanas, catalogó todo el material para la universidad durante años. Desde el principio, los autores descartaron la idea de reunir todo el material en una biografía. A su juicio una novela pesa más y llega a un público más amplio. “He cumplido un sueño”, contó la periodista al referirse al libro en el que rinde homenaje a una mujer “arriesgada”. “Su gran mérito, aparte del amor, fue dotarle de una estabilidad de la que había carecido desde niño. Supo adaptarse a la difícil vida que supone compartirlo todo con un genio”. Como compensación en ese equilibrio que se establece entre las parejas, Darío se convirtió en su Pigmalión. La transformó en una mujer refinada y le enseñó las cuatro reglas. “Hasta ahora los biógrafos del poeta se referían a ella como una mantenida y una analfabeta, pero esa imagen se rompe en la novela”, añade Manuel Francisco Reina.

Rubén Darío mezcló periodismo y diplomacia a lo largo de toda su vida, lo que le llevó a ser un gran viajero. Su primera profesión le dio para vivir más que pertenecer al cuerpo diplomático, que a cambio le permitió visitar casi todo el continente americano y Europa. Tanto viaje hizo que pocas veces estuviera presente en los nacimientos de sus hijos: si con Francisca Sánchez tuvo cuatro —dos murieron de bebés, otro con tres años y solo el pequeño, Rubén Darío Sánchez, sobrevivió a la pareja—, con sus dos esposas precedentes tuvo sendos vástagos. Ese ir y venir provocó una ingente cantidad de cartas entre Darío, su familia y sus amigos, en especial con Paca.

Un baúl azul

EFE – Madrid

Un baúl azul permaneció durante años en la buhardilla de la casa en la que vivió su infancia Rosa Villacastín, en el que su abuela guardaba 17 años de su vida, los que compartió con el poeta Rubén Darío y que ahora la periodista ha novelado en un homenaje a una mujer “muy valiente” que saltó barreras por amor.
“¿Quién es ese señor, Rubén Darío?”, recuerda Rosa Villacastín que preguntó a su abuela cuando tenía nueve años y comenzó a escuchar su nombre, a lo que ella, Francisca Sánchez, contestó: “ha sido el gran amor de mi vida”.

El baúl azul contenía cerca de 6.000 documentos entre cartas, objetos y manuscritos que Francisca Sánchez conservaba de su vida con el poeta. Estos documentos, que fueron cedidos por Francisca Sánchez al Estado español, fueron catalogados por Rosa Villacastín en los años 80 y han servido de base para la novela La princesa Paca de la que la periodista es coautora junto al novelista, poeta, guionista, crítico literario y dramaturgo Manuel Francisco Reina.

Era un libro “que tenía que escribir, es un homenaje a mi abuela porque moralmente todo lo que soy se lo debo a ella”, asegura Villacastín que recuerda a su abuela como una mujer “muy valiente, que saltó barreras” porque Rubén Darío era “el amor de su vida”.

“Mi abuela dio un hogar a Rubén Darío, el que no había tenido hasta entonces”, señala Villacastín, que explica que para Francisca, su relación con el poeta fue “un cuento de hadas”: “venía de una familia muy humilde y conoció a un hombre que era tan exótico…”, aprendió a leer y a escribir de la mano del poeta y de la de su amigo Amado Nervo.

El baúl azul acompañó a Francisca en todos sus viajes porque “era su vida” y acabó en la buhardilla de la casa de Ávila en la que vivió con su pareja posterior, su marido, el abuelo de Rosa Villacastín, un hombre muy culto que admiraba a Rubén Darío.

Su abuela fue siempre reacia a abrir el baúl y no lo hizo hasta que la también poeta Carmen Conde la visitó en su casa junto con su marido y le dijo: “Francisca, solo venimos a acompañarle”, frase que hacía referencia al poema que Darío le dedicó y que acababa con el verso “Francisca Sánchez, acompáñame”.

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Rubén Darío y la hija del jardinero

La relación entre el poeta nicaragüense, casado, y Francisca Sánchez, con la que tuvo cuatro hijos, enfrentó a la pareja a los convencionalismos de inicios del siglo XX

/ 1 de junio de 2014 / 04:00

El argumento parece calcado de las novelas románticas del siglo XIX. La relación sentimental entre Francisca Sánchez, hija del jardinero del Palacio Real, y el poeta Rubén Darío (1867-1916) fue un folletín decimonónico. La novela  La princesa Paca (Plaza & Janes) recrea un idilio que duró 16 años (se conocieron en 1899 y se despidieron en el puerto de Barcelona en 1914) y del que nacieron cuatro vástagos. La novela desvela la vida de una mujer valiente que se enfrentó a los convencionalismos de la época para vivir con el hombre que amaba. Hasta ahora, los biógrafos del poeta la habían tachado de analfabeta y mantenida, pero bajo su inspiración escribió Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas. La compleja relación sentimental (él estaba casado con una nicaragüense apodada la Garza morena) se aliña en el libro con pinceladas del sustrato político y literario de la época. Junto a personajes como Emilia Pardo Bazán, Valle-Inclán, Azorín, Ramiro de Maeztu y los hermanos Machado, que lo reverenciaban como el gran maestro del simbolismo moderno, la novela recrea también la figura del poeta como pionero y defensor de lo que denominó como la patria del idioma. La lengua, decía entonces, era el único puente capaz de sortear todos los océanos. Una idea que Carlos Fuentes redefinió un siglo más tarde como el territorio de la Mancha.

La peculiar pareja se conoció en los jardines del Palacio Real, la mañana en que el poeta presentó sus credenciales a la reina María Cristina que ejercía como regente de Alfonso XIII. El poeta, que en ese momento iba acompañado de Valle-Inclán, uno de sus grandes amigos españoles, ya había publicado Azul y ejercía en Madrid como corresponsal de La Nación de Buenos Aires. En el caso de la pareja se puede hablar de un flechazo. Él estaba casado con Rosario Murillo, de la que se dice que coqueteaba con la magia negra, la santería y la macumba. El autor de Prosas profanas nunca consiguió divorciarse de ella pese a que el poeta influyó notablemente para que en Nicaragua se aprobara una ley del divorcio, que se conoció como la ley Darío.

Para completar el folletín, la novela la firman la periodista Rosa Villacastín (nieta de Francisca Sánchez) y el escritor Manuel Francisco Reina. Como heredera universal del poeta nicaragüense, su compañera guardó en un baúl durante décadas cartas, manuscritos, facturas, colaboraciones periodísticas, recetas de comida centroamericana y hasta los cuadernos con tapas de hule en los que aprendió a leer y a escribir. Entre los documentos se guardaban, entre otros manuscritos, los originales de Salutación del optimista y otros poemas cuya publicación se adelantó en algunas revistas de la época y que luego fueron reunidos en Cantos de vida y esperanza, los cisnes y otros poemas, cuidadosamente editados por su amigo Juan Ramón Jiménez. Todo el material (6.000 documentos) fue donado en 1956 a la Universidad Complutense de Madrid, pero en poder de la nieta quedaron algunas de las cartas que su abuela quiso conservar y que guardó durante 50 años como recuerdo de esa relación. Algunas de esas misivas, en las que el poeta se refiere a ella como coneja y se despide como Tatay (papaíto), se hacen públicas ahora, acompañando la novela. A través de las cartas, se siguen las idas y venidas de la política nicaragüense, plagada de intrigas, pero también las presiones políticas y los problemas económicos de una de las grandes figuras literarias del XIX al XX.

PRÍNCIPE. La propia Villacastín, que fue criada por su abuela hasta los 16 años y conocía de primera mano la aventura que había vivido al lado del Príncipe de las letras hispanas, catalogó todo el material para la universidad durante años. Desde el principio, los autores descartaron la idea de reunir todo el material en una biografía. A su juicio una novela pesa más y llega a un público más amplio. “He cumplido un sueño”, contó la periodista al referirse al libro en el que rinde homenaje a una mujer “arriesgada”. “Su gran mérito, aparte del amor, fue dotarle de una estabilidad de la que había carecido desde niño. Supo adaptarse a la difícil vida que supone compartirlo todo con un genio”. Como compensación en ese equilibrio que se establece entre las parejas, Darío se convirtió en su Pigmalión. La transformó en una mujer refinada y le enseñó las cuatro reglas. “Hasta ahora los biógrafos del poeta se referían a ella como una mantenida y una analfabeta, pero esa imagen se rompe en la novela”, añade Manuel Francisco Reina.

Rubén Darío mezcló periodismo y diplomacia a lo largo de toda su vida, lo que le llevó a ser un gran viajero. Su primera profesión le dio para vivir más que pertenecer al cuerpo diplomático, que a cambio le permitió visitar casi todo el continente americano y Europa. Tanto viaje hizo que pocas veces estuviera presente en los nacimientos de sus hijos: si con Francisca Sánchez tuvo cuatro —dos murieron de bebés, otro con tres años y solo el pequeño, Rubén Darío Sánchez, sobrevivió a la pareja—, con sus dos esposas precedentes tuvo sendos vástagos. Ese ir y venir provocó una ingente cantidad de cartas entre Darío, su familia y sus amigos, en especial con Paca.

Un baúl azul

EFE – Madrid

Un baúl azul permaneció durante años en la buhardilla de la casa en la que vivió su infancia Rosa Villacastín, en el que su abuela guardaba 17 años de su vida, los que compartió con el poeta Rubén Darío y que ahora la periodista ha novelado en un homenaje a una mujer “muy valiente” que saltó barreras por amor.
“¿Quién es ese señor, Rubén Darío?”, recuerda Rosa Villacastín que preguntó a su abuela cuando tenía nueve años y comenzó a escuchar su nombre, a lo que ella, Francisca Sánchez, contestó: “ha sido el gran amor de mi vida”.

El baúl azul contenía cerca de 6.000 documentos entre cartas, objetos y manuscritos que Francisca Sánchez conservaba de su vida con el poeta. Estos documentos, que fueron cedidos por Francisca Sánchez al Estado español, fueron catalogados por Rosa Villacastín en los años 80 y han servido de base para la novela La princesa Paca de la que la periodista es coautora junto al novelista, poeta, guionista, crítico literario y dramaturgo Manuel Francisco Reina.

Era un libro “que tenía que escribir, es un homenaje a mi abuela porque moralmente todo lo que soy se lo debo a ella”, asegura Villacastín que recuerda a su abuela como una mujer “muy valiente, que saltó barreras” porque Rubén Darío era “el amor de su vida”.

“Mi abuela dio un hogar a Rubén Darío, el que no había tenido hasta entonces”, señala Villacastín, que explica que para Francisca, su relación con el poeta fue “un cuento de hadas”: “venía de una familia muy humilde y conoció a un hombre que era tan exótico…”, aprendió a leer y a escribir de la mano del poeta y de la de su amigo Amado Nervo.

El baúl azul acompañó a Francisca en todos sus viajes porque “era su vida” y acabó en la buhardilla de la casa de Ávila en la que vivió con su pareja posterior, su marido, el abuelo de Rosa Villacastín, un hombre muy culto que admiraba a Rubén Darío.

Su abuela fue siempre reacia a abrir el baúl y no lo hizo hasta que la también poeta Carmen Conde la visitó en su casa junto con su marido y le dijo: “Francisca, solo venimos a acompañarle”, frase que hacía referencia al poema que Darío le dedicó y que acababa con el verso “Francisca Sánchez, acompáñame”.

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Aquel rubio de ALBACETE

Juan Ramírez de Lucas enamoró a Federico García Lorca el último año de su vida. Aquel joven de 19 años pudo ser el inspirador de los encendidos ‘Sonetos del amor oscuro’

/ 5 de agosto de 2012 / 04:00

¿Qué tamaño debe tener el amor para ser amor? ¿Quién inspira una obra y cómo se forja el personaje que evoca un sentimiento? Beatriz Portinari o Felice Brauer vivían en la mente de Dante y en la de Kafka. Sabemos que los sonetos de El rayo que no cesa no iban dirigidos únicamente a Josefina Manresa, la mujer de Miguel Hernández; que Maruja Mallo y María Cegarra también fueron musas del poeta y eso no modifica su valor literario; al contrario, añade datos para la construcción de los parámetros de la intraliteratura. La vida sentimental de Federico García Lorca podría equipararse con alguno de los dramas que escribió. El amor que no pudo ser recorre la obra del autor de Bodas de sangre, pero la pasión, convertida en luz y en armonía, se desborda en sus Sonetos del amor oscuro, unos versos cuya redacción comenzó en 1935, meses antes de ser asesinado, y que permanecieron inéditos durante casi 50 años, dos fechas significativas en la novela negra en que se ha convertido su vida, pero conocemos realmente quién los iluminó.

La historia nunca acaba de escribirse y ahí radica uno de sus atractivos. A la antología poética de Lorca ahora le falta un romance ocasional y con aire popular. Está escrito en redacción primera y única, probablemente con un lápiz azul y rojo de dos puntas: “Aquel rubio de Albacete / vino, madre, y me miró. / ¡No lo puedo mirar yo! / Aquel rubio de los trigos / hijo de la verde aurora, / alto, solo y sin amigos / pisó mi calle a deshora…”. Hace unos meses no se conocía este poema, escrito en el reverso de una factura de Academia Orad del 1 de mayo de 1935 y dedicado a Juan Ramírez de Lucas. Hasta hace un par de meses, los estudiosos de la obra lorquiana señalaban a Rafael Rodríguez Rapún, secretario de La Barraca, con el que el poeta vivió una relación sentimental frustrada, como el gran inspirador de los Sonetos del amor oscuro, pero la última carta de la que se tiene constancia de Lorca, un poema inédito y el testimonio del crítico de arte Juan Ramírez de Lucas, que obra en poder de su familia, sugieren matizar determinados aspectos: ¿Rodríguez Rapún fue el gran inspirador o hubo más musas?

En el último año de su vida, Lorca andaba loco por un muchacho con el que pensaba viajar a México. Su amiga la actriz Margarita Xirgu llegó a mandarle el pasaje, pero el poeta aplazó la travesía hasta conseguir el permiso paterno para viajar con su amigo de 19 años. Mientras el menor languidecía en Albacete ante la negativa paterna, el poeta le escribió la que luego se convertiría en su última carta de la que se tiene conocimiento, fechada el 18 de julio de 1936, el mismo día del alzamiento nacional. Lo llamaba Juanito y se despedía con un cariñoso e íntimo “de este gordinflón que tanto te quiere”. Entre la fecha del poema y la data de la carta habían transcurrido 14 felices meses. Es probable que alguna migaja de aquella pasión quedara en alguno de los encendidos versos en los que destaca la juventud del destinatario y la edad del poeta: “No me dejes perder lo que he ganado / y decora las aguas de tu río / con hojas de mi Otoño enajenado”.

La mayor parte de los protagonistas de esta historia han muerto. Quedan algunos amigos, pocos, y todas esas cosas que nos sobreviven como las cartas, los cuadros, los poemas o los edificios que nos cobijaron. Como el antiguo club Anfistora, donde se conocieron García Lorca (Fuente Vaqueros, 1898-Víznar, 1936) y Juan Ramírez de Lucas (Albacete, 1917-Madrid, 2010), que ahora forma parte de las dependencias del Ministerio de Cultura.

ENSAYOS. En la casa de las siete chimeneas se preparaban entonces los ensayos de Peribáñez y el comendador de Ocaña. Con apenas 18 años, Ramírez de Lucas compaginaba los estudios de administración pública con su soñada vocación artística. Alto, rubio, hijo de un médico forense y con ganas de comerse el mundo, Ramírez de Lucas encontró en el Madrid republicano la libertad a la que todo joven aspira. Cuando los presentó Pura Ucelay, él sabía muy bien quién era el poeta.

A los 37 años, Lorca se encontraba en el momento de plenitud de su carrera. Empezaba a ser traducido a otras lenguas; Nueva York, Buenos Aires y La Habana se habían rendido a sus pies; preparaba el estreno de Yerma en el Teatro Español con Margarita Xirgu en el escenario, con invitados como Unamuno, Valle-Inclán y Benavente, y acababa de clausurar el proyecto de La Barraca, tras recorrer los pueblos de España durante tres años interpretando obras de teatro.

Enamoradizo, muy apasionado y caprichoso, Lorca arrastraba tras de sí toda una corte de muchachos dispuestos a todo con tal de salir del anonimato, pero Ramírez de Lucas no fue un groupie. Llegó a la vida del poeta cuando la relación sentimental con Rodríguez Rapún se desmoronaba debido a su bisexualidad, aunque el trato de ambos fue siempre cordial.

La tesis de Manuel Francisco Reina, autor de Los amores oscuros, la novela que recrea la relación de la pareja, sostiene que ambos viajaron juntos a algunas ciudades, pero Ramírez de Lucas no pudo acompañarlo a Valencia al estreno de Yerma, en 1935, porque debía asistir ¡en Cuenca! a las prácticas de la Academia Orad. Ambos desplazamientos marcarían la vida de sus protagonistas. Precisamente en la capital del Turia, Lorca comenzó el borrador de unos sonetos a los que todavía no había puesto título. Escribía en hojas de papel de los hoteles por los que pasaba —uno de los primeros, titulado El poeta pregunta a su amor por la Ciudad Encantada de Cuenca, lleva el membrete del valenciano Hotel Victoria: “¿Te gustó la ciudad que gota a gota / labró el agua en el centro de los pinos?… ¿No viste por el aire trasparente / una dalia de penas y alegrías / que te mandó mi corazón caliente?”.

A medida que avanzaba en su escritura, se los recitaba a sus amigos. Vicente Aleixandre se refirió a ellos como un “prodigio de pasión, de entusiasmo, de felicidad, de tormento puro y ardiente”. Pablo Neruda los escuchó en la Casa de las Flores, la residencia en Madrid del poeta chileno poco antes de estallar la Guerra Civil, y concluyó que eran de “extraordinaria belleza”. Viajó con el borrador a Granada y siguió tachando y sustituyendo adjetivos, escondido en la buhardilla de la familia Rosales, de donde salió detenido y fue fusilado horas después.

Poeta en Nueva York se publicó cuatro años después de su muerte, pero los sonetos tardaron casi cinco décadas en hacerse públicos. El material sobre el que trabajó en los últimos días de su vida el autor de Llanto por Ignacio Sánchez Mejías les fue entregado por la familia Rosales a los Lorca antes de partir para el exilio.

No se conocen copias mecanografiadas, ni testimonios de sonetos que no se hayan encontrado, aunque parece que el sonetario proyectado tenía un alcance mayor. Los manuscritos de los Sonetos del amor oscuro, a lápiz y plagados de tachaduras y correcciones, se conservan en los archivos de la familia. Sólo se guardan borradores, y una copia en limpio de manos de Lorca fue entregada a la Universidad de Harvard. ¿Existió un manuscrito más complejo y definitivo? Algunos testimonios apuntan en esa dirección, pero no se han encontrado. Algunos se fueron publicando de forma salpicada hasta que, a finales de 1983, 250 amantes de la obra del poeta recibieron en sus domicilios una edición clandestina de los 11 sonetos. “Lo habían depositado en el buzón. Llegó en un sobre rojo, un cuadernito con sobre cubierta roja y sin remitente”, cuenta ahora Félix Grande, depositario de uno de aquellos ejemplares.

Hoy sigue siendo una incógnita quién los envió. “Inmediatamente llamé a Jesús Quintero, que ya hacía su programa de radio como El Loco de la Colina, y le conté que tenía un bombazo. Esa misma noche leímos los sonetos en las ondas y los comentamos”. La edición no venal podría haber sido sacada de una fotocopia de los sonetos puesto que presentaba errores de acentuación, pero tuvo el efecto maravilloso de precipitar su publicación. Cuatro meses después, el 17 de marzo de 1984, el diario Abc publicaba la primera edición oficial, en un pliego de 16 páginas de huecograbado. Las firmas de Fernando Lázaro Carreter, Miguel García Posada y un artículo de Manuel Fernández Montesinos, sobrino del poeta, acompañaban los sonetos.

COLABORADOR. Sorprendentemente, Ramírez de Lucas formaba parte del equipo periodístico de Abc, donde ejercía como colaborador de arte y arquitectura. Tras acabar la carrera en la antigua Escuela de Periodismo, llegó al diario de la mano de Luis Rosales, con el que se relacionó siempre y el único que estaba al tanto de su trato con Lorca. En el periódico desarrolló buena parte de su carrera y, seguramente, siguió muy de cerca todas las reuniones y cábalas que se llevaban a cabo en el despacho de Luis María Anson cuando se preparaba la publicación de los sonetos. Ramírez de Lucas nunca confesó su secreto. Mientras vivió su madre —falleció a los 101 años— mantuvo su promesa de silencio. Calló, pero algunas heridas no se cerraron.

Autor de numerosos títulos, en Arte popular, un volumen de tapas duras y fotografías a color publicado en 1976, se lee, además de una cita de Lorca, la dedicatoria a su madre y sus nueve hermanos, con los nombres de cada uno, pero choca la ausencia de la figura paterna. Algunos de sus hermanos lo apoyaron abiertamente, como Otoniel y Antonio. Con Carmen, pintora naif, pasaba largas temporadas en Mallorca, y con Dolores, monja de clausura, la complicidad fue tal que la religiosa guardó los documentos que le quedaban de aquella desgraciada relación con el poeta mientras luchaba en la División Azul.

En muchos aspectos, Ramírez de Lucas buscó el acercamiento a las personas relacionadas con su antiguo amor. El poeta Juan de Loxa lo conoció en los años en que dirigía la casa museo de Lorca en Fuente Vaqueros. “Estuvo en casa muchas veces, pero nunca mencionó nada que pudiera hacer pensar que hubo una gran amistad entre ambos. Nos conocimos en el Círculo de Bellas Artes; lo encontré muy afable, con esa distancia de los señores de otra época que te hablan de usted.

Se notaba su admiración incondicional por su obra y sólo una vez, esto lo pienso ahora hilvanando ideas y atando cabos, lo noté muy impresionado”.

Fue cuando le habló de Eduardo Rodríguez Valdivieso, un chico de su misma edad, con el que Lorca había tenido una relación sentimental muy fuerte en Granada.

Se conocieron en una fiesta de disfraces, él vestido de arlequín y Lorca de pieza de dominó, y ahí surgió el flechazo. Durante casi 50 años mantuvo en secreto las maravillosas cartas que el poeta le escribió (“En Madrid hace un otoño delicioso, recuerdo con lejana melancolía, cuando yo era un adolescente y nadie me había amado todavía”), hasta que, poco a poco, fue liberándose de prejuicios y entregó la correspondencia a la Fundación García Lorca.

Como Loxa, muchos amigos aún no han asimilado su secreto. Ramírez de Lucas no daba la impresión de ser uno de esos tipos que ocultan algo en su pasado. El pintor Antonio López lo conoció hace “muchos años”. Le hizo una entrevista para una revista de arquitectura y el artista le regaló un dibujo: “Una cabeza de un perro que me sirvió para un cuadro que hice en 1963. Lo conservó hasta su muerte, pero ahora he visto que se ha subastado”. Como crítico reputado, Ramírez de Lucas llegó a hacerse con una buena pinacoteca. De las paredes de su vivienda, en la madrileña calle de Caballero de Gracia, muy próxima a la Gran Vía, además de la obra de López que ahora ha sido subastada por los herederos, colgaban un dibujo de Picasso, alguna pintura de Miró, Tàpies, Viola y Benjamín Palencia, entre otros.

A Ramírez de Lucas le gustaba hablar de todo lo que ocurría a su alrededor, era muy preguntón, pero casi nunca se refería a sí mismo. Apoyó periodísticamente a los integrantes del grupo El Paso, que marcó la vanguardia del arte español. Amigo de Torner, Zóbel, Sempere, Saura y Mampaso, participó también activamente en la creación del Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Marilyn, esposa del pintor Francisco Farreras, y Elke Stelling, viuda de Amadeo Gabino, lo describen como un señor muy especial, agradable y bien vestido, pero todo sin exagerar. Salía mucho y conocía a todo el mundo, pero siempre iba solo. Nunca faltaba a las exposiciones de las galerías Juana Mordó o Biosca, sobre las que pilotaba todo el movimiento artístico madrileño en esa época. Marilyn añade que en Nueva York, a mediados de los 60, conoció a Antonio, su hermano menor, psiquiatra de profesión. “Compartía piso con un traumatólogo cubano y, como los verdaderos habitantes de la ciudad, eran muy de invitar. Recuerdo unas fiestas en las que, además de los coros y danzas de no sé qué ciudad, participaban Nati Abascal, que empezaba su carrera como modelo”.

CRÍTICO. Manuel García Viñó lo conoció en la redacción de La Estafeta Literaria, una revista cultural de posguerra. Entró con una entrevista con Picasso. “Entonces yo trabajaba como redactor jefe, y aquella no fue la única sorpresa; luego entregaría otras con Brancusi y De Chirico. Viajaba mucho, enviaba crónicas de la Bienal de Venecia o el Festival de Cannes. Nosotros no podíamos costear los gastos, sólo el importe de las colaboraciones, según el número de páginas”. Redactor jefe y colaborador acabaron intimando. “Se le notaba su homosexualidad, pero siempre pensé que las maneras en que ello se traducía dotaban de mayor armonía sus modos. Juan era acariciante y olía a limpio. No me lo imaginaba corriendo ni despeinándose”.

El periodista y editor José Manuel Martín Cano lo trató casi hasta el final de su vida. Nunca dejó del todo Albacete. Por edad no pertenecían a la misma generación, pero la capital manchega no es tan grande como para que no se conozcan determinadas historias. Ahora, la mayor parte de la familia se ha trasladado a Madrid o a Mallorca, pero la gente, especialmente los de su generación, conocía “cosas” de su relación con Lorca, aunque cuando le preguntaban por ello no contestaba.

Sólo una de las muchas personas que han investigado la vida de Lorca descubrió esa relación secreta: Agustín Penón. Desde Granada, la escritora Marta Osorio, editora de Miedo, olvido y fantasía, la crónica de su investigación sobre el poeta, asegura que la única referencia sobre Ramírez de Lucas entre los papeles es la que incluyó en el libro. Tampoco ella encuentra la clave que aclare por qué dejó toda la documentación que obraba en su poder en una maleta sin atreverse a publicarla. “Descubrió una historia tan tremenda que nunca se repuso ni física ni mentalmente. Quedó enfermo. Era un Quijote, un tipo honesto que nunca sacó un duro con eso”. Como muchos de los protagonistas de esta historia.

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