Todas las determinaciones que se adoptan en cualquier gobierno son complejas porque no solo se asumen “a nombre y en representación del pueblo”, sino porque deben ser pertinentes, tanto en sus motivaciones como en el momento, el lugar y en la manera en que se implementan. Estos son criterios que deberían siempre prevalecer a la hora de tomar decisiones, y sobre todo cuando éstas afectan el patrimonio urbano y arquitectónico de una ciudad, como es el caso que me motiva a escribir este artículo.

La construcción del edificio denominado La Casa Grande del Pueblo se ubica en el centro histórico de La Paz, en la manzana más emblemática de la ciudad, a la que pertenecen el Palacio Presidencial (Palacio Quemado) y la Catedral Metropolitana, dos edificaciones con frente a la plaza Murillo, la principal plaza paceña. Y se trata de una ciudad a la que valoro mucho, porque la he caminado desde hace más de 47 años. La manzana en referencia está limitada por las calles Socabaya (antigua Calle de las Herrerías), al norte; la calle Ayacucho, al sur; la calle Potosí, al occidente; y la calle Comercio (que define uno de los bordes de la plaza Murillo), al oriente.

La Casa Grande del Pueblo constituye un edificio de enormes proporciones que ocupa más de un cuarto de manzana, para cuya construcción se tuvo primero que dar paso al derrocamiento de antiguas edificaciones de valor patrimonial de mesurada escala, estilo neoclásico, austera morfología y usos domésticos que armonizaban con el contexto urbano y arquitectónico del centro histórico de la ciudad.

Sin duda, La Casa Grande del Pueblo pudo resolverse de otra manera, por ejemplo interviniendo las antiguas edificaciones patrimoniales de la misma manzana o de otras del centro histórico que están en muy mal estado y que, con buenos proyectos de rehabilitación y reciclaje, podían resolver las demandas del nuevo programa de las dependencias gubernamentales. De esta manera no solo se hubiera resuelto la demanda del nuevo proyecto, sino que se hubiera potenciado todo el centro histórico de La Paz y sus viejas edificaciones, con una intervención ejemplar, respetuosa y funcional.

Pero no, en lugar de la opción horizontal, mesurada y respetuosa del patrimonio, había que optar por la opción más agresiva y atentatoria: la opción vertical, la impronta fálica, estridente y agresiva. Estamos frente a una conducta que no es nueva, ya que la misma ha sido parte de diversos procesos en los que el “marcar territorio”, “dejar huella” o “que se vea”, es parte del ejercicio del poder, del equívoco envilecimiento que todo poder provoca en los sujetos débiles de espíritu.

No podemos olvidar que casi todos los procesos de colonización y de dominación también asumieron estas perversas conductas cuando tomaron la determinación de destruir templos o monumentos de los pueblos dominados como parte de un lenguaje comunicacional del poder. Toda América indígena vivió esta experiencia a partir de 1492, también las colonias europeas en Asia y África; y, los propios pueblos y ciudades europeas —sobre todo las polacas— con el advenimiento del fascismo en los años 40 del siglo pasado. Parecería que estos fenómenos, cuyo origen se da en procesos de colonización y dominación, prevalecen en democracia. Grave constatación.

¿Acaso en democracia no existen leyes o instituciones encargadas de proteger y velar por la protección y preservación del patrimonio? ¿Acaso no hay procedimientos que avalen y determinen lo que es posible o no es posible hacer en áreas patrimoniales? Acaso no existen voces calificadas (Colegio de Arquitectos, Instituto Nacional de Patrimonio, Unesco, por ejemplo) que deberían manifestarse frente a semejantes barbaridades?

Algunos dirán que ya es tarde o que ya nada se puede hacer. Yo creo firmemente que no es así. Porque no solo resulta inadmisible que este hecho se haya producido, sino que debería existir toda una acción ciudadana y cultural que impida que el atentado llegue a culminarse. Acción a la cual, por supuesto, me sumo como ciudadano de América y profesional de la Arquitectura.

La ejecución de La Casa Grande del Pueblo significa que existe un explícito desconocimiento y desprecio de los valores de la historia y de la cultura —no solo de la nación boliviana— la misma que nos pertenece a todos (más allá de que seamos bolivianos o no, originarios o no). También por detrás de esta determinación existe un mensaje soterrado: para los gobernantes de turno el patrimonio destruido no es patrimonio porque no es su patrimonio. Por tanto no solo hay que destruir las preexistencias que expresan otros dominios, sino que se deben crear nuevos referentes que expresen su “nueva” y “revolucionaria” presencia, para lo cual siempre habrá aquellos que se prestan —por sus mezquinos intereses económicos— para fungir como los “arquitectos del rey”.

Me resulta triste constatar que la falta de madurez, de respeto al pasado y a la cultura de los pueblos, además de la falta de visión de futuro, sean parte de las conductas del socialismo del siglo XXI y de sus principales protagonistas. Sus logros —porque los hay— se enturbian y envilecen con estas determinaciones, que más saben a bravuconadas de sujetos inmaduros que a política de Estado o de estadistas, quienes necesariamente deberían entender que siempre hubo un antes y habrá un después.