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La atmósfera sumergida

Todo comenzó cuando me puse a flotar por las páginas de Cosechar tempestades, (El Cuervo, 2016), del poeta chuquisaqueño Julio Barriga. ¿Desde qué extraña inmersión escribirá Julio Barriga? ¿A qué órbita alucinante e insospechada lo llevará su soledad obscena, casi sagrada, como él la llama? Cada escritor se expresa desde una rara atmósfera, la suya, que es como la condición de su escritura, algo que lo precede. En ella se suspenden el resto de los asuntos cotidianos. En ocasiones, sucede que el lector entrelaza su plano de existencia con la atmósfera del escritor, y entonces se produce un encuentro.

La palabra libro es otra manera de llamar a los encuentros. Leyendo Cosechar tempestades entendí que no hay necesidad de titular los poemas. Leyendo Cosechar tempestades me di cuenta de que la tempestad ya había pasado, pero en cambio coseché un nuevo amigo. El mexicano Juan Villoro dice que lo más importante de un libro son las manos que lo reciben. Esto desplaza la atención hacia el afuera del libro, se enfoca en el acto que promueve, que ya no es algo solitario sino que habla de los vínculos. En esa línea, lo sustancial del libro son las asociaciones anónimas que ocasiona sin que nadie más que el propio lector las reconozca. Pero el lector que se baña con ese regalo deviene generoso inevitablemente, por eso comparte. El libro que ha sido encuentro entre una atmósfera y un plano se torna joya preciada para aquel que lo ha descubierto. Difícilmente pasará de manos, pero en cambio el libro se convertirá en pasadizo hacia otra hilera de libros, para él y para los que lo rodean.

No sé si leer y escribir sean casi la misma cosa, como aseguran algunos facilitadores en sus talleres caseros. El que escribe testimonia en su escritura sus modos de lectura, de eso no me cabe duda; y para algunos la lectura es un ejercicio de antesala de la escritura. Así pues, en mi caso, testimoniaré que no se puede leer los fantásticos versos de Barriga sin sentirse casi poseído por una extraña fuerza que te lanza al papel para expulsar tus propios versos locos y nublados. Leer es flotar y suspenderse, en cambio escribir es sumergirse y desintegrarse. Ambas cosas se unen en el acto del pensamiento, que es el final y es el origen.

Escribir es volver a pensar, y no se lleva al pensamiento hasta su última consecuencia mientras no se le haya hecho pasar la prueba de ponerlo en el papel. Al escribir se reevalúa lo que se creía que se pensaba, de modo que siempre se anda en tierra movediza.

No existen pensamientos fijos en el reino sumergido del escritor porque en esa locación todo se configura con calma y en consonancia con lo que pide el movimiento. De hecho, hasta donde se sabe, no puede ningún artista ni escritor jactarse de actuar con plena voluntad y a consciencia en ese reino sumergido. El modo en que se asocian las ideas ahí abajo rebasa la comprensión humana, todo parece ocurrir por conexiones inalámbricas subterráneas, es decir, por atracciones y repulsiones magnéticas, por afinidad de frecuencias entre las cargas de los mismos pensamientos, dejando al tiempo que madure lo que se ha ingresado en la maquinaria, sean éstas vivencias, recuerdos de infancia, nostalgias presentes, deseos locos, migas de pan, bocetos delirantes, lecturas cruzadas. Mientras se escribe sobre una mesa, por debajo el mundo se está reorganizando, partículas se están movilizando sin que nos hayamos enterado. Cuando se dice “por debajo”, nos referimos al “adentro”, en la profundidad que le corresponde a cada quien. Cada uno tiene la capacidad de flotación que su profundidad le merece.

En las sociedades contemporáneas, qué difícil es conocer la propia profundidad cuando todos los estímulos disparan en tantas direcciones, ensanchando la frazada de nuestra atención, pero disminuyendo la capacidad de ahondar. Pero se puede profundizar hacia los costados. Sygmunt Bauman nos ha hablado de la condición líquida del pensamiento, de las relaciones y de la vida contemporánea en general. Él filosofa sobre la liquidez como lo momentáneo, frágil, ligero, disperso. Su noción de lo líquido es lo que nosotros entendemos que se mueve en el plano de la flotación. La levedad de Kundera. Daría la impresión de que un poco de sequedad le vendría bien a este mundo, un poco de desierto sin oasis, pero no se crea que excavar hacia abajo es la única forma de profundizar: a veces conviene más buscar en otra parte.

Una de las palabras que revolotea en Barriga es la de “abismo”. Al abismo no se llega por línea directa. Y es el abismo lo que te mira cuando te montas en la ola, porque la ola viene desde un fondo atemorizante para tocarte por unos instantes.

Julio Barriga es ahora el título de su propio poemario, su nombre ha devenido otra cosa más que alusión a una persona, es un faro que sonríe desde Tarija, para mí es el oxímoron llevado a su extremo poético, una travesura del que anda en bicicleta por una línea quebrada, mientras los versos continúan llegando desde otro planeta, en este libro infinito que nos ha regalado.

Ciudad, abismo donde incontados seres

Se precipitan a un existir vacío

De colmena, de hormiguero

Obedientes a ignotos colectivos

Ciudad hecha de todos, ciudad de nadie

Suma de un millón de soledades

Elevada a la x potencia

Ni paz ni soledad ni compañía

Imágenes se fugan y atropellan

Huyendo de su centro

Estados alterados que hacen de toda vida

Un instante final y eterno

Viajes q     cuanto más lejanos

Más nos cercan a un secreto lugar.

(Poema de Cosechar tempestades).