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Piel que no se arrugará

Debo confesar dos cosas, la primera que no es lo mío escribir y ser crítico de ningún arte ni expresión cultural, y me gustaría que se escriba y critique mucho más de las cosas que suceden en nuestra ciudad. Y la segunda es que tal vez por intoxicación de la décadas de los 80 y 90, es que gusto y disfruto mucho más de las maneras tradicionales de las artes plásticas —como el dibujo, la pintura y los grabados— que las instalaciones, los happenings y otros híbridos del arte conceptual. Por ejemplo, creo que el dibujo es el camino más rápido para dialogar con sensibilidades artísticas o, por poner otro ejemplo, muchas instalaciones y objetos, si no están muy por encima de lo habitual y con perfección técnica en la construcción, me suelen dejar un sabor a engaño y a veces a timo.

Son gustos personales. Nacen tal vez por ver que la mayor de las veces en el arte conceptual —las instalaciones, y muchos los objetos que se presentan en salones y galerías— el ingenio, la chispa o la astucia de una sola idea quieren disfrazarse de genio, talento y temperamento, acción que se ve inmersa, quizás, en la paradoja de que el arte conceptual exige lo mejor del artista, su mejor performance en algo destinado a lo efímero.

Por todo eso es que voy —como un señor del siglo pasado, con mucho miedo— a las inauguraciones plásticas, al cine y al teatro. Más aún ahora que presiento estamos en un periodo de devaluación de las expresiones artísticas, donde la cultura aguanta todo y los medios de comunicación —cuando la toman en cuenta por razones prácticas— suelen confundir la pizza con la pasta y se mezclan todas las cosas: “revolcaos en un merengue, y en un mismo lodo todos manoseaos” como en el tango Cambalache.

En cambio, cuando entré, cargado de todos mis miedos y prejuicios, al Centro Cultural de España en La Paz a visitar la exposición de Andrés Bedoya, Presente, me invadió un buen sentimiento, una satisfacción plena de ver que en cada obra hay un trabajo detrás, un tiempo de maduración, una apuesta, una reflexión y una búsqueda; pero que todo eso solo es el cimiento del trabajo, porque el resultado no es solamente técnico, laborioso, que convoca a la razón, sino que cada obra habla con lo que debe hablar el arte, toca los sentidos, provoca e invita a evocar a cada espectador territorios propios e íntimos. Es decir, para ser más precisos, grita con voz propia, como debe hacer la obra de arte.

Y tengo la sospecha que algunas de las obras expuestas en Presente, por su contundencia, formarán parte de las obras clásicas del arte en nuestra sociedad, como lo fueron aquellas sillas ensangrentadas con vendas y la serie de dibujos hechos a lápiz sobre madera de gente amordazada gritando que Roberto Varcárcel y Gastón Ugalde presentaron a finales de los años 70 en el Museo Nacional de Arte. Porque las obras de Bedoya son de las que orillan las fronteras de la vida y la muerte, transitan entre la presencia y el olvido, entre el placer y el dolor, entre lo tradicional y lo nuevo.

Sobre todo quedará en mi memoria —e imagino que en la de muchos— la obra hecha con clavos sobre una piel, que muestran un extraño encuentro entre el duro metal ordenado y pulcro y el pedazo de cuero natural, libre y frágil. O el inmenso gobelino mortuorio hecho con cabellos negros que muestran no solo un símbolo de la muerte sino un objeto de arte que la evoca. Y las masiva presencia de llauris, pulcramente ordenados sosteniendo una cascada de cáscaras de naranja, que es una de las más sólidas reflexiones sobre el objeto de arte y sobre el tiempo que se haya visto antes en esta ciudad. Todas ellas son obras que van a persistir, obras que calan hondo en quien las cata.