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Morbo con ‘La guerra del papel’

El autor del último Premio Nacional de Novela contesta a la crítica de Manuel Vargas en estas mismas páginas y la tilda de ‘amarillista’

/ 14 de mayo de 2017 / 04:00

A finales de los 60 Lacan y Foucault se dedicaron —implícitamente— al menos una docena de seminarios y discursos de críticas, réplicas y dúplicas repartidas en tandas semanales acerca del psicoanálisis, dando pie a una intensa reflexión que encaminó varias corrientes. Hoy estamos lejos de repetir esos debates, más que el halago de recibir una mala opinión en el periódico muy a la manera de un post de Facebook (Tendencias 9.4.17), en el que se lleva a la hoguera —nunca mejor dicho— a un cúmulo de papeles resguardados bajo el título de La guerra del papel, de cuya autoría me declaro culpable. El máximo agravio, no obstante, diría que está en el diagramado de esas páginas 2–3 que corta groseramente las fotografías hechas por un colega, además de entramarlas en un dañino fondo celeste del que me acuso alérgico, sin decir nada del collage mal encajado en el recuadro derecho. Así de superficial es la crítica que en esas páginas escribe Manuel Vargas, quien se reduce a la forma y no al contenido de la mencionada obra, Premio Nacional de Novela. Apelo a esta réplica no porque Vargas haga escarnio de mi obra (está en su derecho), sino porque su “método” es harto cuestionable.

El señor Vargas con su artículo Todo bonito tiene su feo publicado tendenciosamente en este mismo suplemento, ha inaugurado lo que yo llamaría la “crítica amarillista”, es decir, aquella que se escandaliza porque agita su zona de confort llena de sillones y libros de cabecera bien encuadernados, especulando sobre lo que ni siquiera ha terminado de leer (Vargas acepta solo haber leído hasta la página ochenta y tantos) y exagerando sobre la apariencia de un libro sin apenas haber entendido de qué trata. Qué diría Vargas y quienes piensan como él de otras obras más complejas que he ejercitado sin el afán de ahuyentar —como señala— a la ya reducida mancha de lectores que hay en nuestro país, o de los anaqueles de libros raros que atesoro por su valor visual y lingüístico, o de la pésima caligrafía que ya varios me han dicho que tengo. Quizás abundaría en supuestos a partir de la turbación que le causa que “se escriba difícil” en un país tercermundista y analfabeto, como parece sugerir.

Costal de mi harina, pues a mi modo de ver no es posible cultivar la crítica cuando no se ha leído ni siquiera la quinta parte de un libro. Resultan de ahí los criterios antojadizos y prejuiciosos que he tomado la prudencia de responder un mes después, ya que nadie se ha animado a contrastar los chismeríos y habladurías del señor Vargas. En lo formal, solo me voy a referir a un par de detalles que Vargas manipula con saña, como el calado en la tapa. Debo aclarar que ese pormenor fue obra de un error imprentil cuya circunstancia asentí, considerando que el libro abría bien así, poniendo en abismo mi autoría que se desdice cuando uno arrastra la solapa. Eso mismo hace el libro en todo su interior con escrituras, recortes y grafías que lectores más “humildes” —como los libros que dice Vargas guardar en su velador— han logrado penetrar, ¡hasta dos veces!, y con quienes he tenido conversaciones sobre pasajes de la novela que les han impactado, sin que para ellos haya sido necesario haber hecho calistenia con Faulkner o Lezama Lima. Un macurcado Manuel Vargas debió entonces leer La guerra del papel de una sentada, digerir el exótico menú antes que solo vomitar las palabras que apunta en su texto, el cual voy a tomar como un entremés literario más a los que nos tiene acostumbrados en sus cuentos, que sí he leído y que sí me gustan.

A don Manuel (a quien le pareceré un párvulo haciendo sus primeros garabatos), sin duda le dista esta escritura como a Zola le distaba el surrealismo literario. Entendible por donde se lo vea. Y esto no tiene que ver con escuelas —que yo haya estudiado en la carrera de Literatura, como tilda un renegado Vargas— sino a la forma que ambos tenemos de encarar la literatura. Como escritor que soy, me interesa enfrentarme al lenguaje de la escritura como algo más trascendente que simplemente utilizarlo para contar ciertas bonanzas. Y no es que “mi escuela” me haya maleducado, pues en Casa Montes no te enseñan a escribir o a forjar un estilo, ahí te inculcan a ser críticos ante la realidad del lenguaje. Por eso para mí, lo repito, es más importante entender el mundo a través de la escritura que contar ciertos vericuetos a partir de ella.

Claro, a un escritor gustoso de los “bailecitos” como don Manuel, las epístolas de La guerra del papel debieron sonarle a Black Metal, y es que algo de eso tiene por las atmósferas oscuras y el ruido poético que infieren, válido en todo caso para expresar problemáticas humanas como la enfermedad, la guerra y la muerte, tal cual me ha señalado un camarada metalero que va en más de la mitad del libro K., un homónimo del personaje central de mi novela al que Vargas ni escudriña, me hizo notar —tras releer la novela— que es “en extremo cruda, como el mundo que se avecina”. Otro lector apuntó, en cambio, que ésta parece haber sido concebida para un público mujeril y quizás vinculado a la poesía, como se sugiere en los cierres de cada carta que es lo poco que rescata Vargas. Esto último es muy posible, porque el otro Vargas, Rubén, a quien tuve la suerte de enseñarle algunos borradores de la novela, reaccionó en su momento con cierta revelación, lo mismo que Mónica Velásquez, poeta de cepa. Y bueno, admito que hay también a quienes les ha costado leerla, pero no por ello han hecho un berrinche público o se han rasgado las vestiduras en nombre de la “verdadera literatura” o del “libro en su estado puro”.

Antes que una novela, La guerra del papel es un pastiche: lo apunto en la primera página, si es que de hacer un análisis desde las solapas se trata. En consecuencia, es un ejercicio con una escritura que —ya lo han dicho— resultará de estilo decimonónico, atemporal y paródico para algunos… futurista y poético para otros. Lo cierto es que en ese ejercicio caligráfico y de maquetería encuentro yo una posición ante el lenguaje. Los recuadros calados, por eso mismo, apelan a una inter, o mejor dicho paratextualidad, que pone en diálogo dos perspectivas de la trama. Eso sí, no apelo al humor y mantengo un registro acorde al drama que se suscita, abúlico y desgarrador. Quizás por esto, desde una óptica populista, la novela no es solo mala y aburrida, sino además subliminal e infame, por poner un par de adjetivos a su hechura de lenguaje reciclado, lleno de tipografías, tachaduras y troquelados.

De hecho, pienso que si La guerra del papel hubiese sido una escultura o una pintura, don Manuel se hubiera fijado en el marco muy barroco o en el clavo que chuecamente lo sujeta, cuando importa la estética que propone el lienzo, el cual evidentemente puede gustar o no, pero siempre desde una posición argumentada. Es más, alguna vez quisieron catalogar a mi libro dentro del arte–objeto, aunque sostengo que sigue la línea de un trabajo con el lenguaje —ergo, literatura—, cuya máxima transgresión quizás sea su ininteligibilidad para cierto universo de lectores.

No siento haber tomado un riesgo o haberme aventurado en sofisticaciones vanguardistas. La escritura de La guerra del papel me exigía esto, así como su contrahechura paródica —La guerra del agua, que publiqué poco después— me exigía satirizar todo este embrollo con una historia cuerda de estilo manueliano, en times new roman, en formato de bolsillo, con dedicatoria y reseña, como expliqué en una nota que se publicó en enero. Cuando en ese artículo, titulado La parodia editorial, aludía al fracaso de La guerra del papel, me refería no al bodrio con el que Vargas califica a la obra, más bien me detenía en un asunto administrativo, el del circuito editorial que casi obliga —como a don Manuel— a vender a lo correveidile, paso a paso, boca a boca (lo cual valoro), pues las editoriales formales son a veces selectivas y poco ingeniosas al acercarse a un lector.

Pero al parecer tales performances han caído en saco roto, pues hay quienes ven en estas acciones solo “distractivos” a una problemática (la lectura en Bolivia) que tiene bemoles, según ellos, “más importantes”. En todo caso, si bien la literatura puede ser entendida como un pasatiempo que deba divertir —para don Manuel la única vía parece ser el hazmerreír y las ocurrencias de una “vida digna de contarse”—, considero yo que la literatura testamenta mucho más del quehacer humano, incluidos el ostracismo o el hastío, que son acaso los estados a los que ha ingresado la lectura de Vargas con mis epístolas. Probablemente esa carencia lo haya despistado como para no advertir que de entrada La guerra del papel se asume como una serie de “cartas encontradas” (no escritas por el autor, si se quiere) y en el transcurrir de un tiempo futuro que por eso mismo se permite estas licencias de un lenguaje en crisis: tecnicismos, neologismos, silencios a la manera de borrones y páginas en blanco o en braille.

Ahora bien, en la única parte en la que don Manuel Vargas se anima a analizar una cita textual, confunde al escribidor con quien en realidad dicta, procedimiento que por “obviedad” se entiende desde las primeras cartas y monólogos. De ahí que creo que el título que Vargas se pone —el de opinador— define a cabalidad su labor y el raudo acercamiento que ha tenido a La guerra del papel. Sin decir del mérito que le resta al jurado que debió, según él, encandilarse con el organicismo de la novela. Debo decir, pues, en desmedro de ciertas calumnias, que desde su presentación La guerra del papel incluyó esos “artificios” ajustados lo más posible al formato de la convocatoria; eso sí, en medio de todas esas botellas con escritos que se lanzan al mar de los concursos literarios, pues la mía alcanzó lectores a quienes les sugirió algo diferente y no el ¡socorro! que a don Manuel.

Por último, no creo que La guerra del papel sea el camino que la literatura boliviana deba o haya de tomar, pero sí es un punto de inflexión que permite precisamente reflexionar sobre el asunto del lenguaje en nuestra sociedad cuyo imaginario literario aún está teñido de “vinos y velas” como Vargas cita de mi propio texto. Considero, en todo caso, que —como en el rock— nuestra literatura precisa munirse de una actitud ante el lenguaje escrito, desde donde fuere. Como lo hacen Alisson Spedding, Vadik Barrón o Adolfo Cárdenas por ejemplo, porque a esas historias que aún hay por escribir lo visual–spot se las está tragando. Por mi parte no pienso hacer huelga de brazos caídos o aducir demencia por haber creado a este “monstruo”. Queda radicalizarme porque —como bien decía el legendario Mortis— toda revolución comienza en uno mismo. Es lo último que voy a escribir al respecto, pues a estas alturas ya hay dos libros míos que se superponen a este Premio de 2015, cerrando las perspectivas de una obra que debe andar por sí sola, con voz propia.

POST–MORBUS. Precisamente el psicoanálisis lacaniano determinaría el sentimiento inverso que Manuel Vargas parece manifestar como el del “deber cumplido”. Dice él que aún tiene el libro a la vista, aunque ya no es tema pendiente y no volverá a abrirlo. Le insto, entonces, a dejar que su ejemplar pase a otras manos, sobre todo sabiendo que ya no hay disponibles de ese primer tiraje. Los libros deben circular, no guardarse como fetiches necrofílicos. Saludo en todo caso el ejercicio que Tendencias promueve permitiendo estos debates que falta hacen en todo el quehacer artístico. Aunque apunto, ya en el espacio de las anécdotas, que ciertos lectores tampoco debieron entender lo que don Manuel escribió en su artículo de opinión, porque algunos me felicitaron por esa doble página que creyeron alabanciosa, y que a estas alturas va a cuenta de las anécdotas que va sumando esta mi guerra del papel y que bien sopesaré en tanto cuadre con mis ficciones y escritos post–mortem.

A propósito, como buen atrapaficciones que soy, un día me encontré con Manuel Vargas en la calle (de ese encuentro viene esta réplica) y lo noté algo incómodo con mi presencia. Debió creer que le daría un puñetazo como el que le dio Vargas Llosa a Gabo por un tema de faldas, pero no: lo saludé con un abrazo de colegas, le regalé mi nuevo librito, aunque no logró dar una explicación a lo que quejonamente había escrito. Eso sí, algo de verdad dijo antes de escurrirse entre el gentío: “Es que solo quería impulsar tu novela”. La alza de ventas del libro de las últimas semanas gracias a los más morbosos, además de una llamada para reeditar la novela en el exterior, le dan la razón.

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La parodia editorial

Escritor y a la vez ‘pajpaku’, el último Premio Nacional de Novela se lanza a las calles con su experimento ‘La Guerra del Papel versus La Guerra del Agua’.

/ 5 de febrero de 2017 / 04:00

Considerando —comienzo en gerundio, para crear ese efecto de continuidad, a medio año de haber ganado el Premio Nacional de Novela— que no se ha escrito crítica alguna sobre La Guerra del Papel. Papeles de Funebrero y Cuerpos del Futuro, me lanzo a la faena no siendo el más indicado en hacerlo, por mi contigüidad con el autor, el intercambio de lecturas que hemos hecho y mi plena identificación con su obra.

En efecto, a una prudente distancia del galardón entregado en peculio y de la tortuosa publicación del libro durante la última FIL, me he puesto a reflexionar sobre las aventuras y desventuras que ha sobrellevado en ese lapso, tanto en su engendro editorial como en su poco menos que escandalosa difusión y su desenlace fantasmal ante el escaparate de lectores.

No he releído la novela, lo confieso, pues algunos ya la han calificado de libro objeto antes que literatura. Por eso mismo, quizás, arriesgándome a una crítica destructiva valedera he optado por un experimento más perverso que hacer un análisis sesudo de la obra en cuestión: he escrito otra, bajo las mismas pautas conceptuales, pero haciendo parodia de todo el circuito editorial, imprentil, marketinero y visual (no lector) al que al parecer está entregado esto que otrora llamamos literatura.

Para ello me he valido de una observación sistemática, de mediciones y de la formulación de hipótesis alrededor de este experimento que, bajo método científico, ha arrojado resultados muy interesantes a ser considerados por el circuito editorial y por los académicos de número.

Complot. La Guerra del Papel corrió la (mala) suerte de toparse con otra novela de gran escala, aquella publicada en fascículos periódicos entre febrero y junio del año pasado, y denominada El caso Zapata, como de hecho tituló el libro que procedió a una suerte de telenovela, viñetas de todo corte y una vasta hemerografía, con no pocos papeles y memoriales aún por descubrir. Como buen seguidor de Eloy Martínez y sus ejemplares Novela de Perón y Santa Evita, debo admitir mi admiración estilística por El caso Zapata: fuentes documentadas al colmo, personajes bien construidos, sobre todo su personaje central y su villano, y por último un manejo magistral del suspenso que aún hoy nos tiene a algunos en vilo. Además, esta ópera de la no-ficción (me permito introducirlo al género), ofrece hoy mismo nuevas y renovadas lecturas que alimentarán —como todo buen libro— a los lectores que requieran retomar el caso.

Lo cierto es que nuestras ficciones se ven opacadas por la realidad amarillista y morbosa que venden los medios de comunicación y La Guerra del Papel no fue la excepción. Comparado con los novelones de nuestros políticos y los entretelones de nuestros futbolistas, el Premio Nacional de Novela puede verse reducido a un worst seller editorial, que traduce por un lado el desinterés total de la gente por la lectura a menos que sea de fácil consumo, como el whatsApp.

Pero por el otro también es evidente el naufragio editorial en medio de estas aguas. En este último caso me incluyo, si es que apostar por una novela futurista, de lenguaje epistolar complejo y de sofisticada edición fue un riesgo que jamás debió correr nuestro mundillo literario. De hecho, temo que muchos compraron el libro por cierta extravagancia, aunque siempre intenté que no lo tomasen como un arte objeto, sino como la literatura que en definitiva es: una escritura trabajada hasta el cansancio, el manejo clave de un mapa de la ficción para crear el efecto de verosimilitud y el abordaje de problemáticas que en algo atañen a nuestra humanidad.

Está claro que lo que la gente prefiere hoy leer son situaciones cotidianas de cierto encanto o frenesí. Me lancé a llevar adelante un experimento que lo confirmara. Así, escribí otra novela —más tirando a teatro callejero que a drama lírico— sobre un tema coyuntural, la escasez de agua, aunque con menos detenimiento que su antecesora —se escribió en solo 40 días— y bajo el mismo rótulo de la primera, “La Guerra del…”, con Oswaldo Calatayud Criales como autor homónimo. El resultado: una sátira en 13 actos titulada La Guerra del Agua, texto sin mayor pretensión que la de ese experimento que puso sobre la misma balanza parámetros distintos tanto en su creación, edición, impresión y difusión. En suma, un remedo de los libros populares de bolsillo con títulos rimbombantes y que, por naturaleza, tienden al lugar que todo autor sublima: la piratería.

  • Marketing. Calatayud vendiendo en un microbús de La Paz. Foto: Juan Carlos Usnayo

La exactitud del método me obligó a ejercitar pruebas en tubos de ensayo similares pero bajo parámetros de hipótesis contrarias: Si La Guerra del Papel (LGDP) se presentó con honores y brindis, La Guerra del Agua (LGDA) tuvo un marco humano menos glamuroso: un pajpaku —yo mismo— gritando en la calle y orquestando esta performance ante los transeúntes anónimos. Los 300 ejemplares de tiraje en edición de bolsillo, papel sábana y copyleft de ésta, contra los 1.000 libros de la galardonada y toda la parafernalia de la edición ISBN de aquélla hablan de sus desemejanzas. Ni decir de la difusión de LGDP tuvo que ver con booktrailers, promociones y consignaciones, y la de LGDA se dio en un contacto tú a tú en lugares públicos como la Feria 16 de Julio o la Pérez Velasco, los micros, semáforos y teleféricos que, en definitiva, hablan de una parodia editorial en todo sentido: no solamente romper los esquemas de difusión y distribución de una obra, sino además sorprender a un lector que —celular en mano— no se lo esperaba.

Y es que a mi parecer en nuestro país el “lector objeto” está mal formulado: aún pensamos que leer al Premio Nacional es una obligación para con la cultura general (ergo, debería haber vendido tantos millones de libros como bolivianos hay en el país); aún creemos que la vasta lectura es una condición sine quanum para pasar por inteligente (cuando podríamos tranquilamente pensar en que lo es también que la gente sepa resolver logaritmos o realizar una epicrisis); aún pensamos que por escribir “sin ache” se va a acabar el mundo (y por eso nunca ahondamos en los discursos, nos conformamos con ser alfabetos).

Es decir, somos superficiales en nuestra perspectiva del arte y de la cultura, de uno y de otro lado. (En defensa de los conservadores, tendré yo mismo que decir que la lectura te enseña precisamente a leer la realidad y la vida en toda su dimensión, aunque hemos hecho de ese ritual también un protocolo de consumo que pasa por comprar libros caros, consumir historias banales y manejar discursos prefabricados. Por eso tartamudeamos al pensar, nos expresamos con muletillas y nuestras acciones también tienen errores ortográficos).

Lectores. El experimento me llevó a lidiar con la inquietud y curiosidad de la gente de a pie, en contraposición a la falsa alcurnia de las presentaciones de libros oficiales. Si apelamos a algo de estadística, habrá que decir que en un conteo a boca de urna —a boca de libro— contabilicé que apenas 1 de cada 10 lectores de

La Guerra del Papel habían acabado el libro al cerrar el 2016. Del grupo que no la había terminado, la mitad la dejó a medias y la otra mitad ni la comenzó. Coincide en este último grupo aquellos que en su momento exigieron un autógrafo que, a la postre, sería lo único que leerían de sus 399 páginas.

En cuanto a La Guerra del Agua, sus 155 páginas fueron consumidas activamente por quienes la compraron, desde el título, con el que se identificaban por ser de una problemática latente. Las historias —de coyuntura en su gran mayoría— obedecían al lenguaje popular y a situaciones tragicómicas que algún psicoanalista diría que tienden a la catarsis. El mismo hecho de crear un formato de bolsillo y una edición de 10 bolivianos regada sobre un nailon en el suelo rompió el hielo que suele existir entre lectores y autores. Algunos se acercaron, ojearon el librito y hasta intercambiaron criterios con el autor, algo quizás impensable en un medio literario anquilosado en sus escalafones.

Pero la validación de esta primera hipótesis precisaba de una contraprueba. Entonces tomé el tubo de ensayo A y puse a La Guerra del Papel ante los mismos reactivos. La conducta de la gente fue tajante: me miraban en medio del tráfico de autos y de gente como un falso profeta hablando sobre el final del papel: desconfianza, recelo y hasta rechazo. El pesado volumen —incluso en ámbitos menos deprimidos como las cercanías de la Universidad o El Prado— causó repulsión, más aún cuando hojeaban el libro y dejaban que su ceño se frunza en gesto desdeñoso y adverso. Esto confirmó una segunda hipótesis: la gente no le presta atención a los problemas hipotéticos sino a los coyunturales; no le importa más que el hoy y ahora, y eso es constatable en nuestra apatía ante los problemas medioambientales. Por eso mismo LGDA se vendió como pan caliente, en cambio LGDP es aún un prospecto de ciencia ficción.

Haber entrado en contacto con estos niveles de complot y con estos públicos fue sin duda una experiencia que confirmó mis sospechas de que hacer literatura en Bolivia es inviable si continuamos extrapolando la dimensión de sus autores como musos de la verdad y la de sus lectores como pseudoconsumidores de letras.

No me refiero a bajar la calidad de la literatura a niveles comestibles, sino más bien a ser creativos en los circuitos de difusión, donde el libro encarne un espacio de reflexión y no solo de recreación, donde se genere principios de autoanálisis y no de chismerío, donde forjemos el espíritu pensante de nuestra humanidad.

Decidí escribir esto cuanto antes, porque la novela ya resultará anticuada para cuando lean en su tapa Premio Nacional de Novela 2015. Con todo, ése es el fin de una novela futurista: que día a día se dirija, inexorablemente, a quedar obsoleta, lo cual sin duda sucederá con La Guerra del Papel en 2033, tiempo en que sus pronósticos se cumplan uno a uno (la segunda guerra del agua, entre otras), hipótesis futuras que quedarán derramadas en la vorágine virtual, cuando el papel —este periódico incluido— sea tan innecesario como la crítica.

‘La Guerra del Papel’ se consigue

en las librerías o en la Editorial

3600 y ‘La Guerra del Agua’, en la

revistería de la Pérez, en el

‘tantakatu’ o al teléfono 705-24621.

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