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Clamores y Susurros

La OSN cierra el jueves el ciclo de las sinfonías de Beethoven con la ‘Novena’, un prodigio musical y un canto por la igualdad y la hermandad.

/ 21 de mayo de 2017 / 04:00

La música de Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770 -Viena, 1827) resuena a través de siglos y culturas con clamores que nos hablan del arte para todos y de que la música, a pesar de ser compleja, cuando es auténtica, perdura y no solo eso, conmueve. Suenan a pesar de los recortes presupuestarios para la cultura, de las concepciones utilitarias y elitistas del arte; y claro, de la ignorancia. Un pequeño ejemplo: ¿Qué pasó durante y después de los regímenes Reagan y la Dama de Hierro en Inglaterra? Las escuelas públicas tenían orquestas y los alumnos tocaban instrumentos sinfónicos. Eso fue quebrado y la globalización desde entonces ha forjado generaciones pragmáticas de oyentes y dirigentes que hoy en día se alejan del arte.

No es posible: nos han hecho creer que la música clásica, el arte abstracto y la literatura son artículos suntuarios para elegidos. Que en las escuelas quedan bandas —con el horroroso término “de guerra” cuando son incompletas— y no orquestas; y qué diferencia de sensibilidad se forja escuchando solamente bandas. Y a pesar de ello, está esa necesidad humana por el arte, que Beethoven supo comprender. Y claro, las orquestas sinfónicas siguen subexistiendo en todas partes del mundo, y no solamente acompañando rockstars, sino tocando las tres bes, y algunas emes, y otras haches también: Bruckner, Beethoven, Bramhs, Haydn, Mahler. Y por supuesto miles de anónimos compositores locales. Siempre al borde del colapso por la falta de apoyo gubernamental, como nuestra Orquesta Sinfónica Nacional (OSN), que no obstante se las arregla para tocar el ciclo completo de las sinfonías de Beethoven, actividad que ciertamente viene ocurriendo hace más de un siglo en todo el mundo.

  • Escritos. Un fragmento de la partitura la ‘Novena Sinfonía’ retocada y dirigida por Gustav Mahler. Foto: pinterest.com

Beethoven nos dejó un mensaje imperecedero aquella noche del 22 de diciembre de 1808. Fue un invierno de aquellos (si no tenías calefacción, olvídate), imaginemos estar en el mítico Theater an der Wien —el lugar en el que Mozart estrenó La flauta mágica— con 2.800 personas expectantes (imaginemos: nuestro Teatro Municipal cabría enterito ahí dentro). ¿Qué pasó?, un músico dijo adiós a su carrera como concertista a causa de su sordera. Beethoven interpretó aquella noche nada menos que cuatro horas de sus más recientes creaciones; ojo, en un teatro considerado como popular. Fue sin duda alguna un acontecimiento magnífico: el Cuarto concierto para piano, La quinta, bendecida luego por el Sanctus de la misa en do mayor, La sexta, y para rematar: La Fantasía Coral (para piano, orquesta y coro). La gente aguantó semejante festín sonoro.

La música —y no solamente “la popular”— es para todos, nos sigue susurrando el sordo de Bonn; quien en este mismo teatro se atrevió a estrenar, para el pueblo y no la aristocracia, su monumental Tercera, el Tercer concierto para piano y Leonora. No creo que el público de aquellos conciertos estuviera formado en apreciación musical y menos en análisis formal y armónico. Beethoven no produjo música fácil, sencillamente creó para su audiencia un pensamiento musical auténtico. Pensamiento basado en el concepto de un tema que engloba varias ideas musicales que unifican toda la obra sobre la base de sus transformaciones y que, además, genera incluso los contrastes necesarios para renovar la percepción de la estructura musical.

  • Una página del manuscrito de la primera página del IV movimiento de la ‘Novena’. Foto: pinterest.com

Durante este tiempo que se extendió por casi 20 años el compositor estuvo gestando su Novena hasta que un año antes de que Bolivia naciese como república, el 7 de mayo de 1824, ya avejentado, la estrenó en otro escenario imponente: el Kärntnertortheater de Viena, con un aforo de 2.400 butacas. Lleno total. Otra vez los esquemas saltaron por los aires: era inconcebible que una sinfonía durara más de una hora y para colmo concluyera con coro mixto y cuatro solistas vocales.

El malhumorado Beethoven volvía a un teatro después de una ausencia de ocho años para dirigir la obra. El concertino de la orquesta Michael Umlauf se hizo cargo advirtiendo a los músicos que no siguieran al maestro. Las dificultades técnicas fueron enormes, la orquesta del Kärntnertortheater tuvo que ser reforzada y fue necesario un coro de 90 personas para lograr un balance adecuado. Los ensayos —y ¿cuándo no?— fueron insuficientes y cuenta la crítica de la época que los solistas al no poder cantar sus partes se callaban, que no sonaban matices, que los músicos eran débiles… Al final nada de eso importó. La contralto solista Carolyn Unger tocó el hombro del maestro, lo giró tiernamente y le mostró el sostenido y atronador aplauso del público fascinado.

Desde entonces la obra fue el centro de la polémica. Verdi dijo después: “Todo iba bien hasta el cuarto movimiento”; Wagner y Mahler consideraban insuficiente la orquestación original y sin dudarlo aumentaron instrumentos y notas. No es un oratorio, no es una misa, no es una cantata ni una ópera, es una estructura sinfónica autónoma, altamente unitaria y además de ser buena música es un manifiesto por la igualdad y hermandad de los hombres: “Alle Menschen werden Brüder” (todos los hombres serán hermanos) dice el famoso verso del poema de Schiller Oda a la Alegría que se escucha en el IV movimiento. Ideal insoslayable para un Beethoven que fue testigo del siglo XIX, una época turbulenta, de ideas libertarias, de revoluciones, de atrocidades de la guerra, de incomprensión y de infranqueables diferencias entre clases sociales.

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Clamores y Susurros

La OSN cierra el jueves el ciclo de las sinfonías de Beethoven con la ‘Novena’, un prodigio musical y un canto por la igualdad y la hermandad.

/ 21 de mayo de 2017 / 04:00

La música de Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770 -Viena, 1827) resuena a través de siglos y culturas con clamores que nos hablan del arte para todos y de que la música, a pesar de ser compleja, cuando es auténtica, perdura y no solo eso, conmueve. Suenan a pesar de los recortes presupuestarios para la cultura, de las concepciones utilitarias y elitistas del arte; y claro, de la ignorancia. Un pequeño ejemplo: ¿Qué pasó durante y después de los regímenes Reagan y la Dama de Hierro en Inglaterra? Las escuelas públicas tenían orquestas y los alumnos tocaban instrumentos sinfónicos. Eso fue quebrado y la globalización desde entonces ha forjado generaciones pragmáticas de oyentes y dirigentes que hoy en día se alejan del arte.

No es posible: nos han hecho creer que la música clásica, el arte abstracto y la literatura son artículos suntuarios para elegidos. Que en las escuelas quedan bandas —con el horroroso término “de guerra” cuando son incompletas— y no orquestas; y qué diferencia de sensibilidad se forja escuchando solamente bandas. Y a pesar de ello, está esa necesidad humana por el arte, que Beethoven supo comprender. Y claro, las orquestas sinfónicas siguen subexistiendo en todas partes del mundo, y no solamente acompañando rockstars, sino tocando las tres bes, y algunas emes, y otras haches también: Bruckner, Beethoven, Bramhs, Haydn, Mahler. Y por supuesto miles de anónimos compositores locales. Siempre al borde del colapso por la falta de apoyo gubernamental, como nuestra Orquesta Sinfónica Nacional (OSN), que no obstante se las arregla para tocar el ciclo completo de las sinfonías de Beethoven, actividad que ciertamente viene ocurriendo hace más de un siglo en todo el mundo.

  • Escritos. Un fragmento de la partitura la ‘Novena Sinfonía’ retocada y dirigida por Gustav Mahler. Foto: pinterest.com

Beethoven nos dejó un mensaje imperecedero aquella noche del 22 de diciembre de 1808. Fue un invierno de aquellos (si no tenías calefacción, olvídate), imaginemos estar en el mítico Theater an der Wien —el lugar en el que Mozart estrenó La flauta mágica— con 2.800 personas expectantes (imaginemos: nuestro Teatro Municipal cabría enterito ahí dentro). ¿Qué pasó?, un músico dijo adiós a su carrera como concertista a causa de su sordera. Beethoven interpretó aquella noche nada menos que cuatro horas de sus más recientes creaciones; ojo, en un teatro considerado como popular. Fue sin duda alguna un acontecimiento magnífico: el Cuarto concierto para piano, La quinta, bendecida luego por el Sanctus de la misa en do mayor, La sexta, y para rematar: La Fantasía Coral (para piano, orquesta y coro). La gente aguantó semejante festín sonoro.

La música —y no solamente “la popular”— es para todos, nos sigue susurrando el sordo de Bonn; quien en este mismo teatro se atrevió a estrenar, para el pueblo y no la aristocracia, su monumental Tercera, el Tercer concierto para piano y Leonora. No creo que el público de aquellos conciertos estuviera formado en apreciación musical y menos en análisis formal y armónico. Beethoven no produjo música fácil, sencillamente creó para su audiencia un pensamiento musical auténtico. Pensamiento basado en el concepto de un tema que engloba varias ideas musicales que unifican toda la obra sobre la base de sus transformaciones y que, además, genera incluso los contrastes necesarios para renovar la percepción de la estructura musical.

  • Una página del manuscrito de la primera página del IV movimiento de la ‘Novena’. Foto: pinterest.com

Durante este tiempo que se extendió por casi 20 años el compositor estuvo gestando su Novena hasta que un año antes de que Bolivia naciese como república, el 7 de mayo de 1824, ya avejentado, la estrenó en otro escenario imponente: el Kärntnertortheater de Viena, con un aforo de 2.400 butacas. Lleno total. Otra vez los esquemas saltaron por los aires: era inconcebible que una sinfonía durara más de una hora y para colmo concluyera con coro mixto y cuatro solistas vocales.

El malhumorado Beethoven volvía a un teatro después de una ausencia de ocho años para dirigir la obra. El concertino de la orquesta Michael Umlauf se hizo cargo advirtiendo a los músicos que no siguieran al maestro. Las dificultades técnicas fueron enormes, la orquesta del Kärntnertortheater tuvo que ser reforzada y fue necesario un coro de 90 personas para lograr un balance adecuado. Los ensayos —y ¿cuándo no?— fueron insuficientes y cuenta la crítica de la época que los solistas al no poder cantar sus partes se callaban, que no sonaban matices, que los músicos eran débiles… Al final nada de eso importó. La contralto solista Carolyn Unger tocó el hombro del maestro, lo giró tiernamente y le mostró el sostenido y atronador aplauso del público fascinado.

Desde entonces la obra fue el centro de la polémica. Verdi dijo después: “Todo iba bien hasta el cuarto movimiento”; Wagner y Mahler consideraban insuficiente la orquestación original y sin dudarlo aumentaron instrumentos y notas. No es un oratorio, no es una misa, no es una cantata ni una ópera, es una estructura sinfónica autónoma, altamente unitaria y además de ser buena música es un manifiesto por la igualdad y hermandad de los hombres: “Alle Menschen werden Brüder” (todos los hombres serán hermanos) dice el famoso verso del poema de Schiller Oda a la Alegría que se escucha en el IV movimiento. Ideal insoslayable para un Beethoven que fue testigo del siglo XIX, una época turbulenta, de ideas libertarias, de revoluciones, de atrocidades de la guerra, de incomprensión y de infranqueables diferencias entre clases sociales.

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Partituras de gran nivel

Gastón Arce gana el concurso nacional de composición Orlando Alandia Pantoja, en una edición que deja en claro la calidad de las nuevas generaciones

/ 18 de noviembre de 2016 / 16:45

Llegó un sobre enorme y emergieron poco a poco, partitura tras partitura, sonidos, ideas y mucho trabajo detrás de cada propuesta. Salvo un par de casos que no cumplían el reglamento, la primera impresión fue un definitivo salto cualitativo respecto de la versión anterior del concurso de composición Orlando Alandia, que fue concebido y organizado por el compositor boliviano Edgar Alandia. Este concurso bianual se ha convertido en un acicate real para todo compositor nacional, y a partir de esta versión es un indicador de que la composición en Bolivia ha llegado a un nivel muy bueno.

Los concursantes debían escribir, como resultado de un proceso creativo, una partitura para clarinete y orquesta de cuerdas. Escribir y no hacer una ficticia versión de audio que sale de un software de notación musical actual, como el Finale o Sibelius entre una variopinta oferta de productos similares.

Generalmente este audio es un subproducto de los paquetes de notación musical que está completamente alejado de la realidad sonora, porque muchas veces el uso de esta herramienta oculta vacíos formativos que se evidencian en lo compuesto y que queda lejos de las posibilidades de los músicos de carne y hueso: Este software o app no necesita respirar, no se cansa, no necesita cambiar de arcos o no se da cuenta cuando en el compositor usa los registros instrumentales de manera teórica creando sonoridades de balance ficticios. Es decir, la máquina no piensa musicalmente. Un intérprete sí, y tiene la sensibilidad y el poder de hacer realidad los códigos sonoros que yacen entre líneas, trayendo a la realidad el mundo imaginado que habita en la mente del compositor. Una partitura bien trabajada se defiende sola, y eso es lo que los jurados buscamos en cada obra.

Una a una las partituras fueron revelando a jóvenes llenos de ideas… aunque, bueno, algunos no tanto. Anónimos todos ellos, como debe ser en un concurso.

Se fatigaron libros, tablas de posiciones y sitios de internet buscando y comprobando, por ejemplo, los “multifónicos” —esos inusitados sonidos simultáneos que los instrumentistas del siglo XX descubrieron— de varias obras concursantes, y también se despacharon sendas consultas a clarinetistas de música contemporánea. Uno de los jurados, el español Jesús Villa-Rojo, reconocido compositor y clarinetista con varios libros escritos sobre los nuevos recursos del instrumento y sobre la notación contemporánea en su haber, dio un aval fundamental al concurso. Otro de los jurados, el clarinetista boliviano Jorge Aguilar, tocó las partes de clarinete de todas y cada una de las obras, se contactó con especialistas del clarinete del siglo XX europeo para aclarar dudas y trabajó las posiciones propuestas en las partituras en función de marcas y modelos del actual clarinete.

La cantidad de partituras presentadas alcanzó a 18, resultó una sorpresa grata. Sorpresa mezclada con un cierto escepticismo —“¿tantos?”—, impresión que poco a poco se fue convirtiendo en un placer. Las nuevas generaciones de compositores bolivianos traen consigo lo que un flamenco llamaría “duende”, “ese algo” que está latente en las partituras interesantes y que en el futuro seguro dará de que hablar, perdón dará cosas que oír y pensar. No contentos con esto revisamos si la escritura para cuerdas era idiomática y por último, lo más importante, si la notación reflejaba una propuesta creativa; en fin, si las ideas y los procesos confluían. Quedaron muchas partituras anónimas llenas de hallazgos sonoros trabajados a veces con soltura, a veces sin experiencia, pero con creatividad. La mayor parte de ellas, intuyo, es gracias al trabajo formativo que se hace en Casa Taller, que hoy en día se ha convertido en una gran alternativa para los jóvenes interesados en la composición.

En honor a la verdad, hay que decirlo, la impronta de Cergio Prudencio está latente en muchísimas partituras presentadas. Los procesos sonoros que manejan lo estático como recurso expresivo, el detalle en las elecciones tímbricas y el manejo del color instrumental que sostiene esta manera de escritura son prueba de esta afirmación. Puede percibirse en estas obras la influencia del trabajo pedagógico que Prudencio realizó durante décadas, desde la cátedra y desde praxis sonora, en la Orquesta Experimental de Instrumentos Nativos.

Todos los miembros del jurado coincidieron en el resultado. Una partitura resultó la ganadora porque reflejaba experiencia en el manejo de las ideas y los contrastes estructurales: Un día en la ciudad sagrada, obra escrita por el compositor Gastón Arce. La Mención de Honor es una obra llena de fascinantes sonoridades escrita por Alexander Choquehuanca, alumno de Casa Taller. Es una pena que el resto de las partituras permanezcan anónimas. No obstante, esperemos que los concursantes se animen a seguir escribiendo y, claro, a hacer escuchar el resultado de este buen hábito.

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