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Letras espirituosas

‘Manual para mujeres de la limpieza’, de Lucia Berlin, se convierte en el último gran ejemplo de la literatura surgida entre borbotones de alcohol y frustración.

/ 21 de mayo de 2017 / 04:00

Culpa, miedo, vergüenza. Infancias terribles, relaciones complejas, vértigos existenciales. Sensibilidades afiladas, penumbras de decepción, relámpagos de euforia.

Genios vivaces, genios incompletos, creadores rotundos en la paradoja de su autodestrucción. Escritores de raza en el ahogo de redactar el catálogo de sus frustraciones, bebedores por fe y por alimento. ¿Cuándo y por qué resolvieron encontrar en el fondo del vaso el engaño, la audacia, el olvido? ¿Qué y acaso quién les hizo beber sin mesura el fermento de su desolación?

El vínculo entre literatura y alcohol funda una específica antología de biografías truncadas y de renglones curvos. A veces los propios autores —desde Bryce Echenique hasta Bukovski— han escrito explícitamente sobre su alcoholismo, otras han modelado sus personajes en el fango de su perturbación: Truman Capote, Raymond Chandler, Jack Kerouac, Juan Carlos Onetti, Tennessee Williams.

Echo Spring era el modo con que uno de los personajes más conseguidos del dramaturgo sureño —el atormentado Brick, a quien ya solo podemos imaginar con los ojos transparentes de Paul Newman— nombra el armario en el que guarda las botellas de bourbon que aplacan su amargura. De este pasaje de La gata sobre el tejado de zinc toma la periodista británica Olivia Laing el título de su magnífico ensayo acerca de la condición alcohólica de seis notables escritores contemporáneos. El viaje a Echo Spring desmenuza las vidas espirituosas de John Berryman, Raymond Carver, John Cheever, F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y el mencionado Tennessee Williams.

Traumas, conflictos sexuales, identidades heridas aparecen en la semblanza de cada uno de ellos. La autora escudriña las causas, reconoce los síntomas, analiza las afinidades. Con pulso estadístico concluye que “La mayoría de estos seis hombres tenían —o creyeron tener— una pareja de progenitores totalmente freudiana: una madre autoritaria y un padre débil. Todos vivieron atormentados por el desprecio que sentían hacia sí mismos y cierta sensación de ineptitud. Tres de ellos fueron profundamente promiscuos, y casi todos experimentaron conflictos e insatisfacción respecto a su sexualidad. La mayoría murió cuando rondaba la mediana edad, y las muertes que no fueron suicidios tendieron a estar directamente relacionadas con la vida dura y aciaga que llevaron. En ocasiones, todos intentaron dejar el alcohol, con más o menos esfuerzos, pero solo dos consiguieron, a edad avanzada, desintoxicarse”.

En fin, parece el preludio de la biografía de un conjunto de seres marginados y sin embargo se trata de creadores de primera magnitud. “Cuatro de los seis estadounidenses que han ganado el Premio Nobel de Literatura eran alcohólicos”, afirma Laing, revelando que su media docena de autores es solo un minúsculo botón de muestra en una lacerante conexión. Es el pasadizo en que se cruzan el talento demiúrgico y la consunción lenta y desesperada.

Muy ilustres escritoras sufrieron también los estragos del alcoholismo. Como Patricia Highsmith, como Maragret Duras, como Alejandra Pizarnik. Y como Lucia Berlin, cuyo conjunto de relatos Manual para mujeres de la limpieza ha sido objeto de edición más de una década después de su fallecimiento.

En realidad los relatos que componen esta obra de sorprendente título conforman una unidad y, como en una Rayuela inmoderada, podrían leerse en un orden voluble. Todos ellos narran fragmentos de la estrepitosa existencia de la autora: su madre y su abuelo misántropos y beodos, tres maridos y un puñado de hijos, la vida de postín en Santiago de Chile, la geografía descarnada de Nuevo México, la grave enfermedad de su hermana, su espalda doliente y maltrecha, sus oficios dispares desde limpiadora hasta operadora telefónica y auxiliar de enfermería. Se trata de una memoria a sorbos, un sagaz autorretrato que abarca patetismo sin remedio. Aborto, soledad, escarnio, depauperación: “Vi hijos y hombres y jardines en mis manos”.

Y sed, y alcohol, y urgencia. A borbotones. Como en Inmanejable, relato en el que narra sus tretas para recibir el día en estado de embriaguez. Como en Perdidos, donde los pacientes de un centro de desintoxicación contemplan un combate de boxeo que se vuelve en metáfora de sus respectivas derrotas. Como Y llegó el sábado, que invoca el milagro de la escritura en el sofoco de la reclusión.

Pese al dramatismo de los temas, Lucia Berlin alivia el desasosiego del lector con un estilo en absoluto hiperbólico. Las descripciones son serenas, pausadas, dotadas de una fascinante capacidad de observación y en ocasiones de un inesperado sentido del humor: “a porrazos y a bofetadas”, “y a mí que me zurzan”.

“En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados”. Así comienza uno de los 43 relatos que componen esta póstuma selección, así de bellamente puede expresarse la agonía de la adicción. Beber, escribir, dos maneras inexorables de enfrentarse al mundo: negro sobre blanco.

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Amores que matan

La serie ‘Narcos’ es convulsa y adictiva como la vida de Pablo Escobar, el hombre que vivió y murió a caballo entre la plata y el plomo.

/ 25 de junio de 2017 / 04:00

No nos interesa el embrujo de las drogas, nos desagrada cualquieratisbo de crueldad, procuramossortear la confusión y el desorden. Pero algún hechizo ha de tener el caos, o al menos en su expresión artística, porque nuestra fornida memoria cinematográfica se alimenta de un rimero de escenas que nos fascinan pese a su membrana violenta. El lenguaje de los bajos fondos, los códigos de honor, los ritos de iniciación, las traiciones a flor de piel,
la vida sin escrúpulos, despiertan en nosotros una instintiva sugestión muyajena al anhelo cotidiano de sosiego.

Sus protagonistas son codiciosos, inmisericordes, sanguinarios. Pero es habitual que sus creadores les insuflen de una humanidad contradictoria. Son almas de dinamita que, sin embargo, conservan una devoción mayúscula por su familia. Es su afán desmedido de protección lo que les lleva a la delincuencia, aunque tal afán resulta, paradójicamente, su único resorte de redención.

A través de diversos recursos narrativos como la inclusión de imágenes y referencias reales o la voz en off de un agente de la DEA con la misión de su derrota, se van reconstruyendo los hechos y se va esculpiendo la imagen temible de Escobar desde sus inicios. La fundación del cártel, su complicidad
con su primo Gustavo, el afán de blanquear su imagen alimentando una carrera política que le lleva a ocupar fugazmente un escaño en la Asamblea Nacional. En aquel tiempo Escobar iba amasando una de las grandes fortunas del mundo, y concitaba la simpatíade los humildes quienes le consideraban
el “Robin Hood paisa”.

Su poder era tan inmenso que se ofreció a pagar la deuda externa de Colombia y —con presiones que incluyeron el secuestro colectivo— doblegó la resistencia del gobierno del presidente Gaviria hasta lograr que se anulara el tratado de extradición a las penitenciarías norteamericanas de los encausados por narcotráfico: “mejor una tumba en Colombia que una celda en Estados Unidos”. Como contrapartida del acuerdo, Escobar decidió entregarse, pero reconociendo solo algunas de sus fechorías. Cumplió una singular condena en La Catedral, una prisión construida por él mismo desde la que, custodiado por sus propios hombres, seguía dirigiendo sus tenebrosas operaciones.

Si la primera temporada de Narcos narra el paulatino ascenso, la segunda se detiene en la súbita caída. La presión policial y la heterodoxa organización criminal denominada Los Pepes, a veces en oscura alianza, fueron acorralando a un Escobar cuya muerte tenía un precio. A su alrededor apenas
permanecían sus leales, así como su esposa, madre, e hijos. Es la familia venerada, a la que observa a través de  un telescopio desde su reclusión y por la que llega a hacer arder un manojo de billetes a fin de calentar el hogar.

Una desasosegada contradicción interna de quien maneja los resortes de la sociedad bajo el desafiante “plata o plomo”, destruye en vuelo un avión de
pasajeros, o es capaz de abatir a palos a uno de sus socios por una ligera sospecha de robo. Es que hay amores que matan, patrón.

Naturalmente, la eclosión de las series no es ajena a este fenómeno. The Wire y Breaking bad nos sobrecogieron —además de por su originalidad,
guiones, y realización— por la recreación de unos personajes vulnerables y un mundo sórdido en el que de nuevo los lazos familiares resultaban determinantes.

Como en tantas obras precedentes, Walter White conculca las buenas prácticas en el impulso deproteger a su mujer embarazada y a
su hijo discapacitado, a los que acaba arruinando moralmente. Nada muy lejos de la ética de doble filo que practicaba la saga Corleone.

Esa fibra evidentemente patológica que ondula entre el amor a los propios y la aversión a los ajenos anima Narcos, la producción estadounidense que en 20 episodios distribuidos en dos temporadas recrea la crónica de sucesos del celebérrimo Pablo Escobar. Una serie convulsa y adictiva con el toque brasileiro que aportan la dirección entre otros de José Padilha (Tropa de élite) y el papel protagonista que desempeña Wagner Moura con un excéntrico acento bahiano que se contrapesa con una escalofriante manera de mirar y de callar.

En realidad, la serie empieza narrando el auge del negocio de las drogas, explicando sus orígenes andinos y su infausta llegada a las selvas de Colombia y de allí al mercado en alza de Estados Unidos. Los comunistas del M-19, los guerrilleros de ideario marxista-leninista de las FARC y los anticomunistas de
la Autodefensa componían un enjambre furioso al que se agregaron los cárteles de Cali y Medellín.

Hijo de esta ira fue Pablo Escobar, eje del relato que va trazando Narcos.

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Letras espirituosas

‘Manual para mujeres de la limpieza’, de Lucia Berlin, se convierte en el último gran ejemplo de la literatura surgida entre borbotones de alcohol y frustración.

/ 21 de mayo de 2017 / 04:00

Culpa, miedo, vergüenza. Infancias terribles, relaciones complejas, vértigos existenciales. Sensibilidades afiladas, penumbras de decepción, relámpagos de euforia.

Genios vivaces, genios incompletos, creadores rotundos en la paradoja de su autodestrucción. Escritores de raza en el ahogo de redactar el catálogo de sus frustraciones, bebedores por fe y por alimento. ¿Cuándo y por qué resolvieron encontrar en el fondo del vaso el engaño, la audacia, el olvido? ¿Qué y acaso quién les hizo beber sin mesura el fermento de su desolación?

El vínculo entre literatura y alcohol funda una específica antología de biografías truncadas y de renglones curvos. A veces los propios autores —desde Bryce Echenique hasta Bukovski— han escrito explícitamente sobre su alcoholismo, otras han modelado sus personajes en el fango de su perturbación: Truman Capote, Raymond Chandler, Jack Kerouac, Juan Carlos Onetti, Tennessee Williams.

Echo Spring era el modo con que uno de los personajes más conseguidos del dramaturgo sureño —el atormentado Brick, a quien ya solo podemos imaginar con los ojos transparentes de Paul Newman— nombra el armario en el que guarda las botellas de bourbon que aplacan su amargura. De este pasaje de La gata sobre el tejado de zinc toma la periodista británica Olivia Laing el título de su magnífico ensayo acerca de la condición alcohólica de seis notables escritores contemporáneos. El viaje a Echo Spring desmenuza las vidas espirituosas de John Berryman, Raymond Carver, John Cheever, F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y el mencionado Tennessee Williams.

Traumas, conflictos sexuales, identidades heridas aparecen en la semblanza de cada uno de ellos. La autora escudriña las causas, reconoce los síntomas, analiza las afinidades. Con pulso estadístico concluye que “La mayoría de estos seis hombres tenían —o creyeron tener— una pareja de progenitores totalmente freudiana: una madre autoritaria y un padre débil. Todos vivieron atormentados por el desprecio que sentían hacia sí mismos y cierta sensación de ineptitud. Tres de ellos fueron profundamente promiscuos, y casi todos experimentaron conflictos e insatisfacción respecto a su sexualidad. La mayoría murió cuando rondaba la mediana edad, y las muertes que no fueron suicidios tendieron a estar directamente relacionadas con la vida dura y aciaga que llevaron. En ocasiones, todos intentaron dejar el alcohol, con más o menos esfuerzos, pero solo dos consiguieron, a edad avanzada, desintoxicarse”.

En fin, parece el preludio de la biografía de un conjunto de seres marginados y sin embargo se trata de creadores de primera magnitud. “Cuatro de los seis estadounidenses que han ganado el Premio Nobel de Literatura eran alcohólicos”, afirma Laing, revelando que su media docena de autores es solo un minúsculo botón de muestra en una lacerante conexión. Es el pasadizo en que se cruzan el talento demiúrgico y la consunción lenta y desesperada.

Muy ilustres escritoras sufrieron también los estragos del alcoholismo. Como Patricia Highsmith, como Maragret Duras, como Alejandra Pizarnik. Y como Lucia Berlin, cuyo conjunto de relatos Manual para mujeres de la limpieza ha sido objeto de edición más de una década después de su fallecimiento.

En realidad los relatos que componen esta obra de sorprendente título conforman una unidad y, como en una Rayuela inmoderada, podrían leerse en un orden voluble. Todos ellos narran fragmentos de la estrepitosa existencia de la autora: su madre y su abuelo misántropos y beodos, tres maridos y un puñado de hijos, la vida de postín en Santiago de Chile, la geografía descarnada de Nuevo México, la grave enfermedad de su hermana, su espalda doliente y maltrecha, sus oficios dispares desde limpiadora hasta operadora telefónica y auxiliar de enfermería. Se trata de una memoria a sorbos, un sagaz autorretrato que abarca patetismo sin remedio. Aborto, soledad, escarnio, depauperación: “Vi hijos y hombres y jardines en mis manos”.

Y sed, y alcohol, y urgencia. A borbotones. Como en Inmanejable, relato en el que narra sus tretas para recibir el día en estado de embriaguez. Como en Perdidos, donde los pacientes de un centro de desintoxicación contemplan un combate de boxeo que se vuelve en metáfora de sus respectivas derrotas. Como Y llegó el sábado, que invoca el milagro de la escritura en el sofoco de la reclusión.

Pese al dramatismo de los temas, Lucia Berlin alivia el desasosiego del lector con un estilo en absoluto hiperbólico. Las descripciones son serenas, pausadas, dotadas de una fascinante capacidad de observación y en ocasiones de un inesperado sentido del humor: “a porrazos y a bofetadas”, “y a mí que me zurzan”.

“En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados”. Así comienza uno de los 43 relatos que componen esta póstuma selección, así de bellamente puede expresarse la agonía de la adicción. Beber, escribir, dos maneras inexorables de enfrentarse al mundo: negro sobre blanco.

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Más humor sutil e inteligente

Les Luthiers vuelven a desatar un aluvión de ingenio en su último espectáculo, ‘Chist’, una antología en la que siempre late el espíritu de David Rabinovich

/ 28 de marzo de 2016 / 04:00

Qué se puede decir del célebre y famoso compositor Lajos Himrenhazy que no se haya dicho antes?.. ¿O qué, sí se haya dicho?”. Así comienza Marcos Mundstock, uno de los hilarantes gags de Les Luthiers, el ahora sexteto argentino del que también es difícil decir algo nuevo a pesar de que a ellos pertenece el monopolio de la novedad, la sorpresa rimada, el resorte del último hallazgo. Incluso cuando como en su actual espectáculo, Chist, que han presentado en Madrid durante el mes de marzo, el repertorio mira hacia atrás en forma de antología.

Cuando se reúnen varios fervientes —esta parroquia no admite tibios ni simpatizantes— de Les Luthiers, la risa se afila y la memoria se dilata. La conversación se inflama de retruécanos, de calambures, de estrofas maliciosas, de un acento impostado que espantaría al propio Martín Fierro. Cuántas veces hemos imitado la voz de trueno de Marcos Mundstock, invocando las tropelías musicales de Johan Sebastian Mastropiero. Cómo gozamos cuando nos llega la noticia de una próxima gira y sin dudarlo reservamos tiempo y dinero con meses de antelación. Con qué desahogo nos vengamos de quienes nos relatan los pormenores de su servicio militar (“y el sargento, cuando estaba de guardia…”) y les recordamos las menudencias del día feliz, remoto y casi histórico en que algún sabio nos llevó a conocer el sarcasmo musical o la música sarcástica o el humor elegante o la burla exquisita de Les Luthiers.

SOBRIEDAD. Al principio les conocimos a través de los LP, los surcos más trillados en Cartas de color (“Mi nombre es Oblongo, que en dialecto Swahili quiere decir más largo que ancho”) o en la Cantata del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras (“Mastropiero era un apasionado de la investigación histórica; se pasaba largas horas en la biblioteca de la opulenta marquesa de Quintanilla, cuyos volúmenes le apasionaban”).

Entonces nos los imaginábamos entre disfraces y decorados exóticos, pero la llegada del aparato de video nos lo mostró en su sobriedad blanquinegra: traje oscuro, pajarita, y un fondo teatral neutro iluminado por el envés y el revés de la palabra. Bueno, y por los instrumentos musicales —que ellos mismos diseñan, fabrican, tocan— como la mandocleta, la desafinaducha o el tamburete. Y comprendimos que la sobriedad escénica forma parte de su identidad artística, de su maestría para revolver sin desordenar. Nunca hieren, nunca ofenden, aun cuando caminan por los alambres espinados de la política, del sexo, de la religión. La elegancia es en ellos, más que un atributo estético, una declaración de intenciones inmaculada pese a 49 años, 34 espectáculos, 173 piezas, y unos 700 personajes.

Chist, siempre el sentido doble en las expresiones, es el título de la antología que hemos podido disfrutar en Madrid. Diez piezas más una adicional —ésta a los sones del bolarmonio, artefacto musical de viento construido con 18 balones de vóley— suponen un recorrido por las edades de Les Luthiers; pero no por sus estilos, múltiples y heterodoxos desde su fundación. Bromato de Armonio, Muchas gracias de nada, Viejésimo aniversario, Unen canto con humor, son algunos de los espectáculos de los que se extraen los sketch que componen el programa. Y qué delicia volver a escuchar Manuel Darío, Canciones descartables, La bella y graciosa mozamarchose a lavar la ropa, Educación sexual moderna. Un aluvión de ingenio con los soportes musicales más variados: desde el madrigal y el gregoriano hasta el bolero y el rap. Y como novedad, la voz de barítono de Martin O’Connor, cuyo registro operístico enriquece la aplaudida La hija de Escipión (“Juana, ya sé que es tarde…”).

PRESENCIA. En verdad, la incorporación de O’Connor y de Horacio Tato tiene el arduo propósito de sustituir a Daniel Rabinovich, fallecido meses atrás. Aunque pidió expresamente que no se le brindara homenaje alguno, el recuerdo de su fibra cómica y su presencia afable planea durante toda la velada. Se apagó Daniel —y antes Gerardo Massana— pero su humor se diluye y late en el humor inmaculado del grupo.

Como hilo de su antología Les Luthiers recurren, en La comisión, a la denuncia del totalitarismo a través de la arbitraria modificación del himno patrio de una república tropical. En la conducta de dos políticos deshonestos y un compositor sin musa se destripan las prácticas de tan grotescos regímenes: la manipulación de la historia, el enriquecimiento injusto, la perpetuación en el poder. “He aquí el futuro que negamos a nuestros hijos. Perdón, que legamos a nuestros hijos”. Así de sutil puede llegar a ser la inteligencia.

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