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RULFO RESUENA

Hay algo que trasciende cualquier efeméride sobre Juan Rulfo, de cuyo nacimiento se cumplieron este martes 100 años: el poso de su obra en el México actual, que avanza por un 2017 marcado por el repunte de la violencia, la consolidación del mal endémico de la corrupción y una sensación de búsqueda a sí mismo en el que surgen dos cuestiones: ¿Qué queda del México de Rulfo hoy? ¿Qué tiene aún que decir Rulfo a los mexicanos hoy?

“Del México rural de Rulfo queda Rulfo, como del mundo griego antiguo queda Homero. Una desgracia de no saber griego antiguo es no saber a qué suena Homero. Una desgracia de no saber español mexicano es no saber cómo resuena Rulfo”, responde a la primera de las cuestiones Héctor Aguilar Camín, periodista y escritor. “Su obra no tiene edad. El México de ayer, de hoy y de mañana es el México de Rulfo. Rulfo lo recreó y en algún sentido lo creó”, ahonda el historiador Enrique Krauze.

Pocos en México, o más bien nadie, se han atrevido hasta ahora a alzar la voz para cuestionar la obra de Rulfo, como ha podido ocurrir con otros autores. “Es incuestionable y una prueba de ellos es la cantidad de lecturas y reacciones que provoca aún”, opina el escritor Antonio Ortuño, reciente ganador del Premio Ribera de Duero. Ortuño ve en algunos de los narradores contemporáneos —Yuri Herrera, Emiliano Monge o Fernanda Melchor— “resonancias rulfianas”. En este sentido, Monge es contundente sobre qué queda del México de Rulfo hoy: “Todo. La desigualdad, la hidra del desprecio, el tiempo detenido, la pobreza como sello de clausura. Somos ese país donde el progreso ha sido tan solo una forma más del despojo. El abandono del México rural y el deterioro imparable del México gobernado como tierra de caciques siguen siendo los mismos que Rulfo fotografió, escribió y entendió mejor que cualquiera”. El autor de Las tierras arrasadas cree que “en pleno siglo XXI, México permanece extraviado entre un pasado que no ha sabido digerir y una modernidad que no calza con su horma”.

Para Jorge Volpi, el México que refleja Pedro Páramo aún pervive. “Quizás los pueblos de Jalisco y Colima ya no se hallen en ese estado de abandono, pero basta redirigir la mirada hacia Guerrero o Chiapas para observar lo mismo que él atestiguó en su tierra. Y, por supuesto, el autoritarismo de entonces se mantiene, en muchas medidas, en nuestro presente”.

La vigencia de la obra de Rulfo es indudable para Krauze. “En cada página hay un toque de piedad, de misericordia, de compasión. También de crueldad ciega, de aridez, de silencio. Su novela se iba a llamar Los murmullos. México (el subsuelo de México) murmura en sus cuentos. Muertos y vivos susurran sus murmullos en sus páginas”, profundiza el historiador cuando se le pregunta por qué tiene que decir Rulfo a los mexicanos hoy en día.

Aguilar Camín recurre de nuevo a los clásicos para realzar el mensaje del autor: “Le dice a los mexicanos de hoy lo que dicen los mitos: la verdad de un mundo ido que no se ha ido. Lo que el Edipo de Sófocles le dice al Edipo de Freud, y lo que ambos nos dicen a nosotros”. “Como todo clásico, porque Rulfo ya lo es, nos habla tanto de su tiempo como del nuestro”, profundiza Volpi. “Hoy vivimos otro momento marcado por la ira y la rabia por los agravios de los años que corren justo entre la publicación de Pedro Páramo y nuestros días. A caballo entre dos tiempos, agotados y desesperanzados, nosotros también podríamos ser retratados como esos muertos vivos o vivos muertos de Rulfo. Pero, desde luego, hay mil cosas más que Rulfo nos sigue diciendo a los mexicanos, y a todos los lectores que se atreven a entrar en sus páginas y a sorprenderse con su lenguaje y su forma y sus silencios”, añade.

Antonio Ortuño, que admite haber transitado del rechazo adolescente —“en Guadalajara es una suerte de culto laico”— al respeto enorme, cree que, como ocurre con Gardel y los aficionados del tango, “Rulfo cada vez escribe mejor”. Aunque advierte: “En México tendemos a endiosar a las personas acríticamente. Parte de la desgracia de autores como Carlos Fuentes fue esa: la muralla de caravanas que iba rodeando su paso, en vida, pasó a una suerte de hartazgo. De momento, se habla poco de él. No pasó eso con Rulfo, porque tenía otro talante. Pero puede pasarle a su figura y su obra. Corremos el riesgo de repetir tanto que Rulfo es un símbolo de la mexicanidad que quizá acabemos convirtiéndolo en el nuevo Frida Kahlo. La obra de Rulfo va más allá. Es un autor fundamental del idioma”.
Emiliano Monge cree que la vigencia del mensaje de Rulfo se encuentra en aquello que dijo desde el principio y que los mexicanos no han “querido o sabido asimilar: que la violencia es un escenario, el gran escenario donde se ha dirimido y se dirime, todavía hoy, la mexicanidad”.

Aún así, para Monge lo importante no es lo que Rulfo aún tenga que decir, sino lo que ya dijo a los mexicanos, pero no supieron, o no quisieron, escuchar. “¿Cómo explicar, si no, que la mayor ficción de nuestra lengua, en la que nos hablan los muertos desde sus tumbas, preconfigurara con tal exactitud la realidad que hoy determina y explica a este país, es decir, la de un territorio retacado de fosas comunes? Más de medio siglo antes de que México empezara a enterrar a sus habitantes en las arenas del olvido y la impunidad, Rulfo enterró allí a sus personajes. ¡Y no supimos leer todo lo que con esto nos estaba advirtiendo!”.

Mexicanos cotidianos

Personajes reales pero duros y risueños, como si salieran de ‘Pedro Páramo’ o ‘El llano en llamas’

Claudio Ferrufino-Coqueugniot – Escritor

Me ocurrió con los rusos, a pesar de que un buen porcentaje de los que llegaron a Denver en los 90 eran judíos, armenios, kazajos, rusos blancos. Miraba a esa gran población migrante que de pronto había venido a ocupar puestos de trabajo en la gloriosa era Clinton, donde el dinero fluía a patadas y “América” era esa del sueño y la leyenda. Llenaron posiciones menores, de peones por usar una palabra, aunque no era la suya labor agrícola. Hice amistad, devoré borsch con crema agria y eneldo; los catliets ucranios eran oblongas albóndigas de inolvidable sabor, tal vez debido a la cantidad de masa grasosa; dulce es la muerte.

Observándolos, me pregunté muchas veces si estos podían ser aquellos de febrero y octubre del 17. De indisciplinadas costumbres, poco aseo, escaso interés en lo que convenía al colectivo; parecía que no. Claro que los hechos sociales no se guían por minucias como las de la aversión al agua o la borrachera perenne que en los edificios de apartamentos de Valentia Street teníamos con vodka. Poco a poco me di cuenta que sí, descendientes directos de los milicianos subidos sobre los carros de asalto para escuchar a Dybenko. Es más, eran ellos, muchos pequeños y esmirriados, lejos de la idea que tenemos del ruso, los que habían correteado a los alemanes hasta Berlín.

Pues lo de los mexicanos vino a ser narración similar. Mi vicio con la cronología y los héroes, en medio de una masa que hacía de rodillo histórico que permitía descollar a los líderes, me llevó a observar a los vecinos, compañeros de trabajo, al vendedor de elotes con mayonesa y mostaza en las tardes de otoño; la vendedora de pan dulce, la tamalera, cuyos rasgos eran tan dulces y tan fieros como soldaderas entonces, y tan serios y cojonudos ellos, los machines, vendiendo helados hoy o como cuando morían en las cuerdas de Pancho Reatas, según le decían a Francisco Murguía, constitucionalista y carrancista, ayer.

No cabía duda: los mismos pelados de la revolución. Chaparros, en su mayoría, gente por la que la patronal gringa no apuesta un peso, tan insignificantes aparentan ser. No encontré sino en un par de ocasiones bigotazos clásicos entre los norteños; mucho bigotito tipo sobaco de niña denunciando la sangre india, el pueblo labrador, hacia el centro y hacia el sur. Por un lado, la humildad del que siempre ha sido pobre; por otro, el orgullo que caracteriza a su nación —en general— y que les hace despreciar la muerte por ser vieja poco cachonda y “jedionda”. Cuanto antes, mejor.

Los mexicanos de El llano en llamas vivían alrededor. Dichoso yo que trashumaba la gran literatura tocando a la puerta, escuchando el verbo, sin necesidad de acercarme a la academia. Leí a Rulfo entre los amigos coculenses de un Jalisco bordeando ya Michoacán. Sentí el polvo, lo olí, Sahuayo y Comala, un humo que se arrastraba desde el volcán de Colima para ennegrecer el cielo también pesado de cuervos. Pensé en Joaquín, mi padre, que me hacía leer a Martín Luis Guzmán a mis 10 años.

En un festín de tacos: al carbón, de carnita, lengua, tuétano y ojo, contemplé en un mexicano sesentón a Pedro Páramo. Se apoyaba en la baranda de un centro vecinal para fiestas, con un fondo de piscina, y echaba pausadamente chile casi guindo sobre la carne humeante. Le pregunté de dónde era; no quién porque lo sabía de antemano. “Gómez Balazo”, respondió casi con rictus mientras le chorreaba el ají de árbol por el costado canoso de la barba y se lamía los dedos ensuciados por las diminutas tortillas. “Un gusto”, y me alejé. Solo faltaba el traje negro y viento de angustia. Pero esto era Colorado y lo negro del crepúsculo no lo es tanto como al sur.

Por supuesto Gómez Balazo no existe. Bueno, sí, pero se llama Gómez Palacio, ahí entre Durango y Coahuila. Y no es que Pedro Páramo se burlase de mí, de allí venía, de la muerte, y no huía de ella sino que la trajo consigo para cuando llegue el tiempo de noviar y acostarse.

Si Macondo fue de lluvia, Jalisco de polvo fue. Al ventear, lo que se levanta del suelo y vuela por el aire puede ser fina arena, ceniza, pueden ser muertitos que fallecieron con sonrisa en labios porque se les frotó el cuerpo con vino, por donde entrarían las balas. O angustiados. O indiferentes, remojándose los labios mientras les acomodan la soga. Aquí van a morir valientes.

Claro que son los de la era revolucionaria. En la noche puedo sentir los pasos cortos de gente que llevó eternamente guaraches. Los de Rulfo, seguro, si parece que sus páginas se escriben alrededor, mientras cuecen carnitas de color naranja en discos metálicos.

Cada uno de ellos, los mexicanos cotidianos, los que te traen atole con tamarindo y tamal con epazote y son dicharacheros, maliciosos, reidores, llevan detrás, se les nota, muy poco miedo y harto de tragedia. También crueldad, lo he percibido. También piedad.