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Siento un optimismo injustificado

El periodista y escritor José Andrés Rojo nació en La Paz en 1958. Al comienzo de la adolescencia se trasladó a Madrid y más tarde entró a trabajar en el periódico El País. Dirigió la sección cultural y el suplemento cultural Babelia y ahora está en la sección de opinión, como responsable de las tribunas y escribiendo artículos y algunos de los editoriales del que puede que sea el periódico más influyente de los que se publican en español. Ha viajado otra vez a La Paz para presentar el miércoles su novela Camino a Trinidad en la librería Plural, que es su editorial en Bolivia. Antes ya había publicado la biografía de su abuelo, el general Rojo, con la que ganó el prestigioso Premio Comillas. En esta novela vuelve a mirar hacia atrás, pero de una forma distinta y ofreciendo muchas pistas sobre el presente y, tal vez, sobre el futuro.

— ¿Escribe usted como un historiador o como un novelista?

— Un poco de todo. Mis dos libros son como la cara y el revés. La biografía de mi abuelo es una exploración como historiador, siendo totalmente objetivo. Camino a Trinidad es una novela, también es una biografía, tiene parte de ensayo sobre filosofía y sobre historia… pero sobre todo es una novela. Porque para contar lo que quiero contar uso las historias que oigo y lleno con ficción los muchos huecos que quedan. Así, me invento como novelista para explorar lo que tengo de boliviano, o lo que me hace ser boliviano. Y la infancia es lo que me hace ser boliviano, yo aprendo a nombrar el mundo aquí. De aquel tiempo lo que más me influyó es la guerrilla de Teoponte, aunque no me he dado cuenta de eso hasta que he escrito el libro. Y también me marcó mucho Así habló Zaratustra, de Nietzsche, que es otro eje fundamental de esta novela.

— ¿Y cómo se relaciona Nietzsche con esa guerrilla?

— En el fondo, los dos grandes temas centrales de la novela son la obligación de ser bueno y el peso de la época en la que se vive. Son condicionantes muy difíciles de romper y que le van marcando a uno, sobre todo en la manera de percibir los valores, las emociones y las ideas. Los de Teoponte se van a la selva, a hacer la Revolución, sin tener un plan. Y no les importa porque están convencidos de que van a tener éxito simplemente porque son buenos según se entendía en la época. La consecuencia de ser buenos y nada más es que unos se matan, otros desaparecen… Y Nietzsche, que normalmente se asocia al nazismo, con la exaltación de la fuerza, para mí es un pensador frágil con una máscara de tipo duro. En realidad pelea locamente por ser alegre, por librarse de las ataduras, por llevar la vida que él quiere llevar y que no responde a lo que en su tiempo y en su lugar se entiende como ser bueno.

— ¿Esa idea de la Revolución ha quedado trasnochada?

— En el libro no pretendo sentar cátedra ni dar ninguna solución porque no lo tengo, pero sí intento encontrar un diagnóstico. Y ese es que la política entendida como una gran batalla entre el bien y el mal es terriblemente peligrosa. Nunca vas a conseguir el bien absoluto y, muchas veces, por buscar ese bien absoluto te metes en el mal absoluto, que son dos cosas que están perfectamente conectadas. La democracia es aburrida pero permite percibir la política como mejorable y es el único sistema que, si tiene instituciones fuertes, ofrece la posibilidad de cambiar las cosas sin tener que asomarse al desastre.

¿Y eso lo entenderán igual los lectores de acá y de allá?

— La gran incógnita para mí es cómo se lee el libro en España y en Bolivia, y me inquieta. Lo que más ilusión me ha hecho es que allá ha conectado con una generación más joven que la mía: los jóvenes me dan más opiniones a favor y han entendido más lo que quiero contar. Con los de mi misma generación tal vez haya sido más difícil.

Con el lector boliviano no sé qué pasará, es diferente al español. Bolivia ha vivido en los últimos años un profundo cambio, y si algo quisiera es que este libro dé algunas herramientas para romper las polarizaciones y generar un debate de ideas, valores y maneras de entender el mundo. Es defender la pluralidad, defender que las cosas son complicadas y no se les puede encontrar soluciones simples, que hay una amplia gama de grises que le dan riqueza a una sociedad. Muchas veces hay lecturas de negro y blanco, los malos y los buenos… creo que el mundo no es así y es perjudicial para una sociedad asentarse sobre esa idea. Si Bolivia quiere aprovechar lo bueno que tiene este proceso político en el que está debe preocuparse por mantener los matices y la pluralidad.

— ¿La política de extremos está ganando espacio en el mundo?

— En todos lados, pero especialmente en Europa estamos en un momento muy complicado. Vivimos en una crisis más dura que ninguna anterior. Y por eso vuelve la política entendida como épica, que tiene que identificar los unos contra los otros, los que somos buenos y los que no lo son. La época en la que vivimos parece intentar imponer que hay que terminar con esos valores que hemos construido en tanto tiempo, que han sido tan útiles y que se están quedando reducidos a la nada. Pero yo sigo teniendo mucho afecto a los valores ilustrados y liberales y a su evolución, que puede ser la socialdemocracia.

— Esa crisis ¿se llevará por delante a los medios de comunicación?

— Lo cierto es que ya no se reconoce el valor de los mediadores. Es algo nuevo y terrorífico que viene de internet, que te ofrece acceso a todo y te da toda autoridad. Pero esa supuesta soberanía te hace perfectamente maleable y utilizable. Así entramos en esas distopías tan terribles del gran hermano, el mundo feliz, que ahora tienen éxito porque reflejan el mundo verdadero más que antes. Y frente a esto los medios de comunicación no sabemos qué hacer. Nos enfrentamos a la dictadura del clic, que nos hace más dependientes de la publicidad porque al lector no se le puede cobrar nada por la cultura “todo gratis” de internet. Por eso tenemos que buscar la noticia-espectáculo, esa que tanto le gusta al tío Pepe de Camino a Trinidad. Es un periodista que sabe perfectamente lo que el lector quiere leer y se lo da, sin reparar en que sea verdad o no. Eso siempre ha funcionado en el periodismo, pero ahora está avanzando ese modelo de periodismo solo para cómplices. Yo no creo en él porque no te obliga a pensar. Frente a eso, mi posición es de optimismo injustificado: esto está fatal pero quiero pensar que aún hay ciudadanos libres y responsables, que quieren informarse y tener referentes.