Un anciano descansa en una mecedora en el porche de su casa, enfrente de la vivienda donde en 1927 nació Gabriel García Márquez, reconstruida y convertida en museo. Sus recuerdos se mezclan con las leyendas que rodean al premio Nobel y a su mundo. Le llama Gabo y Gabito. En Aracataca, en el interior de la Costa Caribe de Colombia, las conversaciones sobre el escritor, fallecido en 2014, acaban girando en torno al sentimiento de pertenencia y la sonoridad. La primera tiene que ver con el origen de Cien años de soledad, publicado por la editorial Sudamericana en Buenos Aires el 5 de junio de 1967. La segunda es una reflexión sobre la importancia de las palabras. El pueblo natal de García Márquez tiene un nombre especialmente vibrante pero él eligió otro, Macondo, para relatar las historias de los Buendía.

Carlos Nelson Noches, de 86 años, rememora los viajes de Gabo entre Santa Marta —capital del departamento del Magdalena— y Aracataca. Cada vez que regresaba en tren a la casa que dejó junto a su familia para mudarse a Sucre cuando era un niño, pasaba por la finca bananera de la United Fruit Company. “Vio la tablilla que decía Finca Macondo. Se le quedó impreso ese nombre. Él me dijo a mí que ese era un nombre sonoro. Pero macondo también es un árbol corpulento. Hubo un pueblito aquí que se llamaba Macondo, hay un arroyo que se llama Macondo”, asegura el señor Noches sobre el mítico pueblo.

La mejor forma de conocer la zona es de la mano de Rafael Darío Jiménez, escritor y responsable de la casa museo de García Márquez. Su biografía novelada sobre el abuelo del escritor, La nostalgia del coronel, está hilada a partir de los relatos de los vecinos y es un ejemplo de cómo la memoria colectiva puede caminar entre la realidad y la ficción, en el terreno del realismo mágico.

“Cien años de soledad resulta la metáfora más visible sobre Latinoamérica. Esa familia Buendía está en todos los países nuestros”, opina Jiménez. Y aún hoy existen personajes con la vida por ese universo. “Aquí hubo un neerlandés que abrió un hostal, y como se llamaba Tim Aan’t Goor, entonces le dijimos ‘no hombre, tú te llamas Tim Buendía’ y se quedó Tim Buendía”. Uno más de la familia.

Gabo construyó despacio sus personajes. “Se pueden encontrar muchos vestigios de Cien años de soledad en El Heraldo de Barranquilla, sobre todo en su columna Las jirafas”, apunta el escritor colombiano Álvaro Suescún. “Las dos primeras, escritas en junio de 1950, se llaman El hijo del coronel y La hija del coronel, refiriéndose a Aureliano Buendía y a Remedios la Bella. Ya eran personajes que estaban estructurados y que fue desarrollando poco a poco”.

Esas figuras habitan el legendario Macondo, cuyo origen sigue siendo objeto de debate. El director de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, Jaime Abello Banfi, es uno de los máximos expertos de la vida y la obra del escritor. Hace unas semanas llegó a una aldea perdida en medio de la antigua finca bananera. El cartel que recibe al visitante avisa: “Bienvenidos al verdadero Macondo”. Aunque no hay registros históricos ni abundan las pruebas documentales, sus habitantes aseguran que se fundó hace dos siglos. Lo que es cierto es que ahora sí se llama o se hace llamar así. “Este pueblo está desconectado de la trascendencia mundial de su nombre”, reflexiona Abello.

Unos niños juegan en sus calles sin asfaltar. Primero se asoma a la puerta Julián Mejía, coordinador de la escuela, que llama a la líder social de la población, Vilma Arenilla. “Cuando uno lee la historia de Gabo se da cuenta de que se ve reflejado el pueblo de nosotros. Habla del río de aguas diáfanas y ese río lo tenemos. De unas rocas como huevos de aves, también lo tenemos. Las mariposas amarillas también se dan aquí en cierto tiempo”, dice. Con todo, al margen de las hipótesis sobre la supuesta existencia de un Macondo real, esta comunidad, al igual que Aracataca, vive marcada por el Macondo de la ficción. “Nos visitan bastantes extranjeros”, señala Milena Cifuentes, trabajadora de la casa museo. El viaje en búsqueda del imaginario de García Márquez es un espejo que sigue ahí 50 años después.

Los muertos no necesitan hielo

José Emperador


La fruta, la leche, los huevos y el pescado se conservan mejor en el frío. Pero a los muertos de la familia o de la comunidad, los cercanos, los muy queridos o muy temidos, les conviene el calor y la humedad. Como a sus historias, tan fabulosas que no importa que sean reales o inventadas. Esta es una evidencia que comprende sin mayor reflexión cualquiera que conozca alguna de las costas del Caribe.

Allí el sol del mediodía, el salitre abrasivo, los guisos con habichuelas, la música atronadora, el tabaco, las peleas de gallos y el guarapo o el ron se unen y crean un ambiente bochornoso y sedante, perfecto para que alguien diga: “ven acá, que te voy a hacer el cuento de Fulano”. A partir de ese momento entre narrador y escuchante se crea un mundo que en cualquier otro lugar sería de locos pero aquí, no. Porque la intensa vida que les rodea no es suficiente para los caribeños y necesitan inventarse otra, poblada por vivos pero sobre todo por muertos. También la viven intensamente y es aún más desatada, a puro ritmo de tambores, sudor y caderas generosas, lo mismo en Paraguaná que en Jacmel, en el Cibao, en Guayabal o en Aracataca.

Esa falta de proporciones, esa exageración, retumba en la familia Buendía y en Macondo. Porque solo llevando bajo la guayabera y por generaciones la desmesura del Caribe, como la lleva García Márquez, se puede “hacer el cuento” de Cien años de soledad o poner a una novela el título de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. En ese clima el prodigio no se descubre, no se cuenta ni se narra: se hereda de los viejos y se convive con él día y noche. La novela, el cuento, existe aunque no se vea ni se lea porque se escucha en donde haya un par de sillas o de hamacas y una botella.

El escritor español Antonio Muñoz Molina confesaba hace años que el constante más difícil todavía de García Márquez le fascinó en su juventud, pero que después su “sobreabundancia verbal” llegó a agotarle. Tanta intensidad, tanto realismo mágico, la maravilla cada tres páginas, a veces no se digieren bien. Depende de cada cual. Es lo que tienen los genios y, en general, los caribeños, esa gente a la que se le puede ocurrir comenzar una novela de una manera tan rotunda y tan insinuante: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel. Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.

La belleza de la vida plena

Claudio Ferrufino-Coqueugniot / Escritor

Pues cómo ha cambiado el mundo. Ahora, en mis cincuentas, ando perdido porque el suelo que pisaba en mis veintes no existe más. Parafraseando a Nicanor Parra ¿o era Neruda? diría que “no soy el mismo del año 20”. Por supuesto que no, porque esa fecha, que traía con dramas propios una vida que en su dureza conllevaba ideales, no existe más. Y no son, o no solo, los años.

Aclaremos. El libro icono de Gabriel García Márquez no era en propiedad uno sobre ideales, ni sobre política a pesar de la historia de cien años dentro de otra historia de mil días, y otra y otra acumuladas hasta desvanecer las líneas que dividían la realidad de la ilusión, o el drama del sueño. Pero era algo sólido, el recuerdo, siendo etéreo como es por lo general. Pero ya no.

Habitamos, dentro de nuestras tristes, atávicas y pobres prácticas, lo cibernético. La humedad de la sangre pesa menos que ayer, sin que el retrato del mundo que habitamos haya mejorado un ápice. Nos hacen creer que sí; nuestros intereses están en el espacio exterior simbólico, en una nube, no tanto aquí, como si lo dramático del universo convulso no contara lo suficiente, como si fuera un mal sueño en medio de la futura felicidad universal.

Digresiones confusas para alegar que Cien años de soledad es un libro que debe leerse como documento a la belleza de la vida plena, plagada de odios, muertes y desaires, donde al menos parece que las riendas están bajo nuestras manos y que pase lo que pase intentamos no perder la capacidad del asombro y el goce que nos depara. Páginas-rastros de un mundo que fue, afirmándolo no con la usual nostalgia que el presente debe al ayer, sino como manilla salvadora ante una muerte desesperada, acelerada en un mundo que se ha recreado casi como una paranoia vil, sin memoria.