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La lupa del antiguo testamento

Sherlock Holmes y Auguste Dupin son los padres modernos de la novela policiaca, pero la pasión por la muerte y el misterio tiene raíces históricas muy profundas.

/ 9 de julio de 2017 / 04:00

Sherlock Holmes es el detective más famoso de la historia. De hecho, su “Elemental, querido Watson”, frase que nunca pronunció, se ha convertido en el lema casi fundacional dedicado a la literatura policiaca. Pero no es ni de lejos el primer investigador. El periodista Michael Sims analiza sus orígenes en un reciente ensayo, Arthur and Sherlock, Conan Doyle and the creation of Holmes (Londres, Bloomsbury, 2017). El detective victoriano está inspirado directamente por Joseph Bell, uno de los profesores del escritor escocés en la facultad de medicina en Edimburgo, que mostraba una enorme capacidad deductiva: con contemplar a un enfermo, era capaz de sacar muchas conclusiones. Pero, más allá de la influencia directa de la sabiduría de su maestro, Doyle se inspiró en los profundos cambios sociales de su tiempo y en un género, la novela de misterio, que empezaba a cobrar impulso entre los lectores.

El primer relato de Sherlock Holmes, Estudio en escarlata, se imprimió en 1887 aunque transcurre en 1881, cuando Londres era la capital del mundo y vivía una revolución técnica de insospechadas consecuencias, en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Las aventuras de Holmes se prolongan en una época en la que se generalizaron la electricidad, los coches de combustión o los transportes públicos.

Otros descubrimientos tenían aplicaciones muy claras en el oficio de Holmes. Por ejemplo, el hallazgo de la hemoglobina permitía distinguir los restos de sangre de otro tipo de manchas. De hecho, cuando los lectores conocemos al detective, no solo es capaz de deducir la profesión y la experiencia bélica de Watson en Afganistán, sino que está trabajando en un laboratorio de química, precisamente con el objetivo de ser capaz de identificar con claridad la sangre. En esa época también arrancaron los experimentos con las huellas dactilares. En el siglo XIX comenzó a organizarse la policía como la conocemos actualmente. Sims recuerda que François Vidoq fundó en Francia la brigada de la Sûreté en 1811 y que en los años treinta los bobbies uniformados empezaron a patrullar las calles del Reino Unido.

Pero Conan Doyle, que acabó creyendo en las hadas y el espiritismo al final de su vida, como si necesitase un hueco para la fantasía en ese mundo que se iba haciendo cada vez más técnico, no se inspira solo en la revolución industrial y en los avances de la medicina. También bebe de fuentes literarias anteriores, algunas sin duda sorprendentes.

Los crímenes de la calle Morgue, publicada por Edgar Allan Poe en 1841, es considerada la primera obra policiaca de la historia, con Auguste Dupin como protagonista. También se cita a menudo La piedra lunar, la inmensa novela de Wilkie Collins, que vio la luz en 1861. 150 años después de su publicación, sigue siendo una obra sorprendente, divertida y profundamente moderna, que más que adelantarse a su tiempo, abrió una nueva época en la literatura. También están las novelas de Émile Gaboriau y su comisario Lecoq, a las que se refiere el propio Holmes en los libros. La primera edición data de 1867.

En su búsqueda de las influencias que marcaron a Conan Doyle, Sims va más allá en el tiempo y considera que el médico escocés fue un buen lector de Voltaire y de su Zadig, una novela humorística y de crítica social sobre un filósofo de la antigua Babilonia, que utiliza el método deductivo. Pero antes de Zadig, nos explica Sims, estuvo el Libro de Daniel, “que según los estudiosos modernos data del siglo II o III antes de nuestra era”, señala el periodista. “Como en Los crímenes de la calle Morgue, Daniel resuelve un misterio en una habitación cerrada”, expresa Sims.

El profeta judío se encuentra, como su pueblo, exiliado en Babilonia. En un momento, el rey Ciro le pregunta la razón por la que no adora al dios Bel y Daniel replica que no cree en ídolos falsos, fabricados con las manos. El monarca le dice que el suyo es un dios vivo porque todas las noches le dejan comida y vino en una habitación sellada y por la mañana no están, lo que es una prueba de su existencia. Y el rey, bastante enfadado con Daniel, asegura que si no es capaz de demostrar que alguien come y bebe por la noche, le ejecutaría por impío.

¿Qué hizo Daniel para no perder la cabeza y demostrar la falsedad del dios babilónico? Cubrió con ceniza la habitación. A la mañana siguiente, llegó con el rey y comprobó que el sello no había sido tocado. Sin embargo, al entrar en la estancia, se encontraron con huellas en la ceniza, que mostraban claramente que por una puerta secreta entraban los sacerdotes y se comían y bebían todas las ofrendas. “Daniel proporciona el tipo de narrativa que llevó a los lectores a las obras de Arthur Conan Doyle, al reemplazar lo que realmente ha ocurrido por lo que pensamos que ha ocurrido. También reivindica la importancia de las evidencias físicas”, agrega Sims. Sí, la novela policiaca nació en el Antiguo Testamento.

 

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La extinción de los otros humanos

Los neandertales conformaron la especie ‘homo’ más cercana a la actual. Desaparecidos hace unos 40.000 años, su final plantea varias interrogantes sobre el presente.

/ 17 de septiembre de 2017 / 04:00

Hace 70.000 años, un pequeño grupo humano, dos o tres individuos, pescó unos cuantos mejillones, se acercó a un abrigo rocoso, encendió un fuego y, mientras se comía los moluscos, se dedicó a tallar piedras. Las huellas de aquella escena quedaron fosilizadas y esto ha permitido su reconstrucción a los científicos que trabajan en dos yacimientos arqueológicos del peñón de Gibraltar, las cuevas de Vanguard y Gorham. Es un momento muy cercano, familiar, aunque a la vez muy alejado. Y no solo en el tiempo: aquellos humanos no eran sapiens como nosotros. Como neandertales, pertenecían a una especie humana distinta. Sus últimos miembros vivieron en este rincón del sur de Europa. Junto a otros yacimientos peninsulares, como El Sidrón en Asturias, estas cuevas han contribuido a transformar la imagen de aquella especie que habitó durante cientos de miles de años en Europa: la arqueología ha revelado que no fueron unos homínidos brutos y apenas dotados de razón, como se les ha descrito muy a menudo, sino unos seres muy parecidos a nosotros aunque, a la vez, distintos, y no solo anatómicamente.

Los neandertales tenían la capacidad del lenguaje, enterraban a sus muertos, eran solidarios con aquellos que no podían valerse por sí mismos, se decoraban con plumas y conchas, comían de todo (hasta atún y focas), e incluso se ha encontrado en Gibraltar un dibujo geométrico (aunque ninguna representación de animales o cosas) que indicaría que eran capaces de plasmar un pensamiento simbólico. Nuestra cercanía a esos otros humanos agranda el mayor misterio que les rodea: ¿por qué desaparecieron? Aunque la pregunta clave es aún más inquietante: ¿por qué ellos se fueron y nosotros seguimos aquí?

Una recreación de lo que se cree era un momento de convivencia familiar neandertal.

“Estas cuevas son muy generosas, nos acercan al día a día de los neandertales. La escena de los mejillones no puede ser más humana: dos personas junto al fuego, que comen y, a la vez, trabajan un poco. Por eso es tan emocionante”, señala Geraldine Finlayson, que, junto a su marido, Clive, director del Museo de Gibraltar, lleva 27 años dirigiendo la excavación de aquellas grutas con un equipo internacional en el que también trabajan un gaditano y un neozelandés afincado en Liverpool. Clive es, además, autor de un excelente ensayo sobre la evolución humana, El sueño neandertal (Crítica). Batidas ahora por el mar, en la vertiente oriental del Peñón, hace miles de años esas cuevas se encontraban a unos cuatro kilómetros tierra adentro, con un paisaje similar al de la actual Doñana y un excepcional clima cálido en Europa cuando el resto del continente vivía periodos glaciales.

Declaradas en 2016 Patrimonio de la Humanidad de la Unesco por su extraordinario valor arqueológico, en Vanguard y Gorham han aparecido todo tipo de restos relacionados con los neandertales, aunque solo un indicio humano: un diente de leche de un ejemplar de cuatro o cinco años de hace unos 50.000 años encontrado a principios de julio. Dado que la presencia de los neandertales allí se prolongó durante 100.000 años, es tal vez el mejor lugar del mundo para tratar de comprender la vida material y simbólica de esta especie. De hecho, las cuevas han recibido el apodo de neandertalandia.

El nombre de neandertales viene del valle de Neander, en Alemania, donde se descubrieron algunos de los primeros restos. Se trata de una especie humana que vivió en Europa, desde el extremo sur del Mediterráneo hasta Siberia, y en algunas zonas de Oriente Próximo. Aunque muchos datos siguen discutiéndose y, como ocurre siempre con el estudio de la prehistoria, nuevos descubrimientos pueden cambiar el panorama, la mayoría de los científicos cree que evolucionaron desde una especie anterior de homínidos hace unos 250.000-300.000 años (algunos expertos hablan de 400.000). Su misteriosa desaparición, hace unos 40.000 años (otro equipo, el de los Finlayson discrepa y cree que hubo neandertales en Gibraltar hasta hace 28.000), coincide con la llegada a Europa desde África de los sapiens, nuestra especie.

En cualquier caso, el consenso científico nos habla de una especie que habitó Europa durante un periodo larguísimo: unos 200.000 años como mínimo. Para hacernos una idea de esta dimensión, baste recordar que nuestra civilización, que arranca con la agricultura, solo tiene 10.000 años; Altamira se pintó hace unos 15.000 y la pirámide de Keops se construyó hace 4.500. Los neandertales lograron sobrevivir todo ese tiempo adaptados a unas condiciones climáticas variables y en ocasiones tremendamente frías (inviernos como los siberianos en todo el continente), pero se desvanecieron en un espacio de tiempo relativamente breve.

“En la extinción de las especies nunca hay una sola causa, aunque casi siempre existe una por encima: la degradación del medio”, explica el español Antonio Rosas, director del Grupo de Paleoantropología del Museo Nacional de Ciencias Naturales y autor del libro de divulgación Los neandertales (Catarata). “En el caso de los neandertales se trata de un fenómeno multifactorial”, prosigue Rosas. “En un periodo especialmente frío, los bosques desaparecen, algo que ocurrió durante el último máximo glacial. Es muy posible que ese deterioro climático y ecológico influyese en la extinción. El número de efectivos era muy bajo y muy variable. Además, llegaron poblaciones nuevas, con una tecnología distinta y un aparato cultural muy potente”. Aquellas poblaciones somos nosotros, los sapiens. Los hombres modernos comenzaron a entrar en contacto con los neandertales hace unos 70.000 años en Oriente Próximo: los sapiens llegaban desde África y ellos desde Europa, en busca de tierras cálidas ante un periodo glacial especialmente intenso.

En un armario refrigerado detrás de la mesa del despacho del paleoantropólogo Rosas se guarda la mayor colección de restos óseos neandertales de la Península, pertenecientes a 13 individuos de la cueva de El Sidrón. Después de más de una década excavando, y tras haber encontrado 2.100 restos humanos, el trabajo de laboratorio sigue dando frutos. Gracias a esos vestigios se confirmó que eran caníbales —por los cortes en los huesos—, pero también se descubrió hace unos meses, por el estudio del sarro dental, que se medicaban: un individuo con un doloroso absceso masticó corteza de álamo, una fuente natural de ácido salicílico, el ingrediente analgésico de la aspirina.

Un equipo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig (Alemania), dirigido por el biólogo sueco Svante Pääbo, secuenció el genoma neandertal en 2010, lo que llevó a descubrir que pese a tratarse de dos especies diferentes, se produjeron hibridaciones entre neandertales y sapiens en Oriente Próximo hace 70.000 años. El resultado de esos encuentros sexuales es que los humanos no africanos tenemos entre un 2% y un 4% de genes neandertales que han contribuido, por ejemplo, a una mayor resistencia a ciertas enfermedades infecciosas.

“Los neandertales nos fascinan porque nos recuerdan demasiado a nosotros”, explica el biólogo mallorquín Lluís Quintana-Murci, director de la Unidad de Genética Evolutiva Humana en el Instituto Pasteur de París. “Es una mezcla de miedo y curiosidad, de amor y odio, porque somos nosotros mismos, pero a la vez no”. “Nos apasionan porque en el árbol filogenético humano es la criatura más cercana a los hombres y, al mismo tiempo, es diferente. Es otra humanidad, como si encontrásemos extraterrestres inteligentes”, señala el paleoantropólogo francés Jean-Jacques Hublin, director del Departamento de Evolución Humana del Instituto Max Planck. Él dirige el equipo que ha realizado uno de los descubrimientos más extraordinarios de los últimos años, que ha desplazado el nacimiento de nuestra especie desde Etiopía hace 195.000 años hasta la cueva de Jebel Irhoud (Marruecos) hace 300.000. “Cuando hablamos de los neandertales, nos movemos entre dos caricaturas. Por un lado son presentados como hombres-mono muy primitivos, una especie de chimpancés escapados de un zoo. Pero también hay otra caricatura: decir que son como nosotros, que no hay diferencias”.

Las diferencias son, primero, anatómicas. Su frente prominente, que dibuja una especie de visera sobre los ojos, o su ancha nariz no pasarían inadvertidas. Tampoco su estructura ósea, mucho más maciza que la nuestra, ni su corpulencia. Sin embargo, su cerebro era más grande que el de los humanos modernos. Dependían, como nosotros, de una cultura material para su supervivencia y tenían la misma mutación en el gen FoxP2, asociada en los humanos al habla. Eso significa que disponían de la capacidad anatómica y genética para el lenguaje, y los expertos creen muy difícil que coordinasen para tantas actividades sociales sin algún tipo de comunicación.

La forma en que se cree lucían los homo sapiens.

Muchos de esos descubrimientos se han realizado en laboratorios, pero primero hay que encontrar los vestigios de su presencia. Y para ello existen pocos lugares tan importantes como las cuevas en las que vivieron los últimos neandertales. Acceder a Vanguard y Gorham requiere un permiso porque hay que cruzar una zona militar británica. Existe un cupo para visitas turísticas que gestiona el Museo de Gibraltar. Para llegar es necesario bajar (y lo peor, volver a subir) 344 escalones hasta la cueva. Cuando el mar está bravo, lo que ocurre a menudo, el acceso a Gorham es imposible. No así a Vanguard. “Los descubrimientos realizados han contribuido a cambiar la imagen de los neandertales. Lo que consideramos moderno ya aparece aquí”, explica Clive Finlayson.

Una excavación de este tipo se realiza con pinceles y con pequeñas paletas, manejados por un equipo multidisciplinar. Se avanza muy lentamente, en diferentes niveles, y luego en el laboratorio se trilla minuciosamente lo que se descubre: restos de carbón que indican hogueras, huesos de animales que pueden ayudar a la datación o a determinar el tipo de alimentación y plantas que permiten recomponer el paisaje. Los coprolitos de hienas —las heces fosilizadas—, muy frecuentes, son también una mina de información. En las cuevas de Gibraltar solo faltan los huesos —menos el diente hallado en julio—. En otros yacimientos de la Península se han encontrado restos humanos: las colecciones más completas han aparecido en El Sidrón y en la sima de las Palomas (Murcia).

El retrato que se extrae de esas últimas poblaciones de neandertales es el de una sociedad compleja. Pero, al igual que no pasaron a la costa africana mientras que los sapiens atravesaron 100 kilómetros de mar abierto para alcanzar Australia, nunca superaron ciertas limitaciones tecnológicas. Los neandertales cazaban con lanzas de contacto, escondiéndose, no habían inventado el arco o las lanzas que se arrojaban desde la distancia. Tenían pensamiento simbólico y se decoraban el cuerpo, pero no produjeron el arte figurativo característico de los sapiens. Al igual que nosotros, dominaban el fuego, procesaban los alimentos y, sobre todo, sobrevivieron en un ambiente inimaginablemente hostil. Conocían a fondo el entorno en el que vivían, como demuestra su manejo de la corteza de álamo para el dolor o su consumo de criaturas marinas. ¿Es superior nuestra tecnología o solo diferente? La llegada de los humanos modernos a Australia y América coincidió con extinciones masivas de megafauna, lo que prueba que nuestros inventos plantean enormes problemas, como queda claro con lo que está ocurriendo en el planeta desde la revolución industrial.

El diente de leche hallado en julio.

“¿Qué es una especie humana?”, se pregunta Antonio Rosas. “Nos hemos creído durante mucho tiempo que los sapiens somos superiores. Durante gran parte de la historia, el concepto de humanidad no incluía a otras poblaciones, basta con ver lo que se decía y escribía en la época del colonialismo. Ellos habían desarrollado todos los atributos que consideramos humanos y, sin embargo, no son iguales a nosotros. Es una humanidad diferente, seguramente con una psicología distinta. La inteligencia es una potencialidad, una capacidad para aprender, que se manifiesta de diferentes maneras”. El paleontólogo Clive Finlayson señala por su parte: “Las diferencias con nosotros son culturales y la cultura material no es un indicador de inteligencia. ¿Eran menos inteligentes que nosotros en el Renacimiento porque no tenían internet? ¿Eran menos inteligentes mis abuelos porque no tenían aviones?”.

Su habilidad técnica, su capacidad para adaptarse a diferentes ambientes, su larguísima presencia en hábitats cambiantes hace todavía más profundo el misterio de su desaparición. Los estudios genéticos trazan un panorama con muy pocos individuos en un espacio muy grande. Una cifra aceptada es la de 30.000 neandertales en Europa (algunos expertos hablan de 100.000). Cuando una población así sufre una crisis, por motivos climáticos o porque disputan unos recursos escasos con otra especie cuya tecnología es más eficaz, su supervivencia se convierte en muy frágil. Tal vez, sencillamente, no superaron una de esas crisis y los grupos dispersos, sin contacto, se extinguieron poco a poco.

Sin embargo, resulta imposible esquivar un dato: ellos se van cuando llegamos nosotros. “Su desaparición está ligada a la llegada de los hombres modernos”, señala Jean-Jacques Hublin. “Fueron reemplazados y en parte absorbidos por los sapiens. El problema no es por qué desaparecieron los neandertales, sino por qué los hombres modernos conocieron esa expansión planetaria. Todas las formas humanas que se encontraron a su paso fueron extinguiéndose”.

El descubrimiento de varios cráneos de neandertal a mediados del siglo XIX se produjo más o menos cuando Darwin estaba a punto de publicar El origen de las especies. De hecho, el científico tuvo en sus manos un cráneo encontrado en Gibraltar en 1848. Esos restos probaban que habían existido otros humanos diferentes. Ahora las preguntas que nos plantean los neandertales son diferentes, pero igualmente significativas. ¿Por qué desaparece una especie? ¿Qué nos convierte en humanos? ¿La tecnología nos hace superiores? Y, en tiempos de cambio climático, resulta especialmente importante preguntarse hasta qué punto es posible sobrevivir a una transformación drástica en el medio ambiente. Aquellos otros humanos cambiaron una vez nuestra forma de ver el mundo y está ocurriendo de nuevo. El lugar donde sobrevivieron los últimos neandertales es ahora una cata en el suelo húmedo de la cueva de Gorham, donde un grupo internacional de arqueólogos excava pacientemente, mientras otros científicos escrutan restos milimétricos en un laboratorio. Tratan de entender quiénes fueron esos otros humanos y, por lo tanto, quiénes somos nosotros

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Los neandertales conformaron la especie ‘homo’ más cercana a la actual. Desaparecidos hace unos 40.000 años, su final plantea varias interrogantes sobre el presente.

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Hace 70.000 años, un pequeño grupo humano, dos o tres individuos, pescó unos cuantos mejillones, se acercó a un abrigo rocoso, encendió un fuego y, mientras se comía los moluscos, se dedicó a tallar piedras. Las huellas de aquella escena quedaron fosilizadas y esto ha permitido su reconstrucción a los científicos que trabajan en dos yacimientos arqueológicos del peñón de Gibraltar, las cuevas de Vanguard y Gorham. Es un momento muy cercano, familiar, aunque a la vez muy alejado. Y no solo en el tiempo: aquellos humanos no eran sapiens como nosotros. Como neandertales, pertenecían a una especie humana distinta. Sus últimos miembros vivieron en este rincón del sur de Europa. Junto a otros yacimientos peninsulares, como El Sidrón en Asturias, estas cuevas han contribuido a transformar la imagen de aquella especie que habitó durante cientos de miles de años en Europa: la arqueología ha revelado que no fueron unos homínidos brutos y apenas dotados de razón, como se les ha descrito muy a menudo, sino unos seres muy parecidos a nosotros aunque, a la vez, distintos, y no solo anatómicamente.

Los neandertales tenían la capacidad del lenguaje, enterraban a sus muertos, eran solidarios con aquellos que no podían valerse por sí mismos, se decoraban con plumas y conchas, comían de todo (hasta atún y focas), e incluso se ha encontrado en Gibraltar un dibujo geométrico (aunque ninguna representación de animales o cosas) que indicaría que eran capaces de plasmar un pensamiento simbólico. Nuestra cercanía a esos otros humanos agranda el mayor misterio que les rodea: ¿por qué desaparecieron? Aunque la pregunta clave es aún más inquietante: ¿por qué ellos se fueron y nosotros seguimos aquí?

Una recreación de lo que se cree era un momento de convivencia familiar neandertal.

“Estas cuevas son muy generosas, nos acercan al día a día de los neandertales. La escena de los mejillones no puede ser más humana: dos personas junto al fuego, que comen y, a la vez, trabajan un poco. Por eso es tan emocionante”, señala Geraldine Finlayson, que, junto a su marido, Clive, director del Museo de Gibraltar, lleva 27 años dirigiendo la excavación de aquellas grutas con un equipo internacional en el que también trabajan un gaditano y un neozelandés afincado en Liverpool. Clive es, además, autor de un excelente ensayo sobre la evolución humana, El sueño neandertal (Crítica). Batidas ahora por el mar, en la vertiente oriental del Peñón, hace miles de años esas cuevas se encontraban a unos cuatro kilómetros tierra adentro, con un paisaje similar al de la actual Doñana y un excepcional clima cálido en Europa cuando el resto del continente vivía periodos glaciales.

Declaradas en 2016 Patrimonio de la Humanidad de la Unesco por su extraordinario valor arqueológico, en Vanguard y Gorham han aparecido todo tipo de restos relacionados con los neandertales, aunque solo un indicio humano: un diente de leche de un ejemplar de cuatro o cinco años de hace unos 50.000 años encontrado a principios de julio. Dado que la presencia de los neandertales allí se prolongó durante 100.000 años, es tal vez el mejor lugar del mundo para tratar de comprender la vida material y simbólica de esta especie. De hecho, las cuevas han recibido el apodo de neandertalandia.

El nombre de neandertales viene del valle de Neander, en Alemania, donde se descubrieron algunos de los primeros restos. Se trata de una especie humana que vivió en Europa, desde el extremo sur del Mediterráneo hasta Siberia, y en algunas zonas de Oriente Próximo. Aunque muchos datos siguen discutiéndose y, como ocurre siempre con el estudio de la prehistoria, nuevos descubrimientos pueden cambiar el panorama, la mayoría de los científicos cree que evolucionaron desde una especie anterior de homínidos hace unos 250.000-300.000 años (algunos expertos hablan de 400.000). Su misteriosa desaparición, hace unos 40.000 años (otro equipo, el de los Finlayson discrepa y cree que hubo neandertales en Gibraltar hasta hace 28.000), coincide con la llegada a Europa desde África de los sapiens, nuestra especie.

En cualquier caso, el consenso científico nos habla de una especie que habitó Europa durante un periodo larguísimo: unos 200.000 años como mínimo. Para hacernos una idea de esta dimensión, baste recordar que nuestra civilización, que arranca con la agricultura, solo tiene 10.000 años; Altamira se pintó hace unos 15.000 y la pirámide de Keops se construyó hace 4.500. Los neandertales lograron sobrevivir todo ese tiempo adaptados a unas condiciones climáticas variables y en ocasiones tremendamente frías (inviernos como los siberianos en todo el continente), pero se desvanecieron en un espacio de tiempo relativamente breve.

“En la extinción de las especies nunca hay una sola causa, aunque casi siempre existe una por encima: la degradación del medio”, explica el español Antonio Rosas, director del Grupo de Paleoantropología del Museo Nacional de Ciencias Naturales y autor del libro de divulgación Los neandertales (Catarata). “En el caso de los neandertales se trata de un fenómeno multifactorial”, prosigue Rosas. “En un periodo especialmente frío, los bosques desaparecen, algo que ocurrió durante el último máximo glacial. Es muy posible que ese deterioro climático y ecológico influyese en la extinción. El número de efectivos era muy bajo y muy variable. Además, llegaron poblaciones nuevas, con una tecnología distinta y un aparato cultural muy potente”. Aquellas poblaciones somos nosotros, los sapiens. Los hombres modernos comenzaron a entrar en contacto con los neandertales hace unos 70.000 años en Oriente Próximo: los sapiens llegaban desde África y ellos desde Europa, en busca de tierras cálidas ante un periodo glacial especialmente intenso.

En un armario refrigerado detrás de la mesa del despacho del paleoantropólogo Rosas se guarda la mayor colección de restos óseos neandertales de la Península, pertenecientes a 13 individuos de la cueva de El Sidrón. Después de más de una década excavando, y tras haber encontrado 2.100 restos humanos, el trabajo de laboratorio sigue dando frutos. Gracias a esos vestigios se confirmó que eran caníbales —por los cortes en los huesos—, pero también se descubrió hace unos meses, por el estudio del sarro dental, que se medicaban: un individuo con un doloroso absceso masticó corteza de álamo, una fuente natural de ácido salicílico, el ingrediente analgésico de la aspirina.

Un equipo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig (Alemania), dirigido por el biólogo sueco Svante Pääbo, secuenció el genoma neandertal en 2010, lo que llevó a descubrir que pese a tratarse de dos especies diferentes, se produjeron hibridaciones entre neandertales y sapiens en Oriente Próximo hace 70.000 años. El resultado de esos encuentros sexuales es que los humanos no africanos tenemos entre un 2% y un 4% de genes neandertales que han contribuido, por ejemplo, a una mayor resistencia a ciertas enfermedades infecciosas.

“Los neandertales nos fascinan porque nos recuerdan demasiado a nosotros”, explica el biólogo mallorquín Lluís Quintana-Murci, director de la Unidad de Genética Evolutiva Humana en el Instituto Pasteur de París. “Es una mezcla de miedo y curiosidad, de amor y odio, porque somos nosotros mismos, pero a la vez no”. “Nos apasionan porque en el árbol filogenético humano es la criatura más cercana a los hombres y, al mismo tiempo, es diferente. Es otra humanidad, como si encontrásemos extraterrestres inteligentes”, señala el paleoantropólogo francés Jean-Jacques Hublin, director del Departamento de Evolución Humana del Instituto Max Planck. Él dirige el equipo que ha realizado uno de los descubrimientos más extraordinarios de los últimos años, que ha desplazado el nacimiento de nuestra especie desde Etiopía hace 195.000 años hasta la cueva de Jebel Irhoud (Marruecos) hace 300.000. “Cuando hablamos de los neandertales, nos movemos entre dos caricaturas. Por un lado son presentados como hombres-mono muy primitivos, una especie de chimpancés escapados de un zoo. Pero también hay otra caricatura: decir que son como nosotros, que no hay diferencias”.

Las diferencias son, primero, anatómicas. Su frente prominente, que dibuja una especie de visera sobre los ojos, o su ancha nariz no pasarían inadvertidas. Tampoco su estructura ósea, mucho más maciza que la nuestra, ni su corpulencia. Sin embargo, su cerebro era más grande que el de los humanos modernos. Dependían, como nosotros, de una cultura material para su supervivencia y tenían la misma mutación en el gen FoxP2, asociada en los humanos al habla. Eso significa que disponían de la capacidad anatómica y genética para el lenguaje, y los expertos creen muy difícil que coordinasen para tantas actividades sociales sin algún tipo de comunicación.

La forma en que se cree lucían los homo sapiens.

Muchos de esos descubrimientos se han realizado en laboratorios, pero primero hay que encontrar los vestigios de su presencia. Y para ello existen pocos lugares tan importantes como las cuevas en las que vivieron los últimos neandertales. Acceder a Vanguard y Gorham requiere un permiso porque hay que cruzar una zona militar británica. Existe un cupo para visitas turísticas que gestiona el Museo de Gibraltar. Para llegar es necesario bajar (y lo peor, volver a subir) 344 escalones hasta la cueva. Cuando el mar está bravo, lo que ocurre a menudo, el acceso a Gorham es imposible. No así a Vanguard. “Los descubrimientos realizados han contribuido a cambiar la imagen de los neandertales. Lo que consideramos moderno ya aparece aquí”, explica Clive Finlayson.

Una excavación de este tipo se realiza con pinceles y con pequeñas paletas, manejados por un equipo multidisciplinar. Se avanza muy lentamente, en diferentes niveles, y luego en el laboratorio se trilla minuciosamente lo que se descubre: restos de carbón que indican hogueras, huesos de animales que pueden ayudar a la datación o a determinar el tipo de alimentación y plantas que permiten recomponer el paisaje. Los coprolitos de hienas —las heces fosilizadas—, muy frecuentes, son también una mina de información. En las cuevas de Gibraltar solo faltan los huesos —menos el diente hallado en julio—. En otros yacimientos de la Península se han encontrado restos humanos: las colecciones más completas han aparecido en El Sidrón y en la sima de las Palomas (Murcia).

El retrato que se extrae de esas últimas poblaciones de neandertales es el de una sociedad compleja. Pero, al igual que no pasaron a la costa africana mientras que los sapiens atravesaron 100 kilómetros de mar abierto para alcanzar Australia, nunca superaron ciertas limitaciones tecnológicas. Los neandertales cazaban con lanzas de contacto, escondiéndose, no habían inventado el arco o las lanzas que se arrojaban desde la distancia. Tenían pensamiento simbólico y se decoraban el cuerpo, pero no produjeron el arte figurativo característico de los sapiens. Al igual que nosotros, dominaban el fuego, procesaban los alimentos y, sobre todo, sobrevivieron en un ambiente inimaginablemente hostil. Conocían a fondo el entorno en el que vivían, como demuestra su manejo de la corteza de álamo para el dolor o su consumo de criaturas marinas. ¿Es superior nuestra tecnología o solo diferente? La llegada de los humanos modernos a Australia y América coincidió con extinciones masivas de megafauna, lo que prueba que nuestros inventos plantean enormes problemas, como queda claro con lo que está ocurriendo en el planeta desde la revolución industrial.

El diente de leche hallado en julio.

“¿Qué es una especie humana?”, se pregunta Antonio Rosas. “Nos hemos creído durante mucho tiempo que los sapiens somos superiores. Durante gran parte de la historia, el concepto de humanidad no incluía a otras poblaciones, basta con ver lo que se decía y escribía en la época del colonialismo. Ellos habían desarrollado todos los atributos que consideramos humanos y, sin embargo, no son iguales a nosotros. Es una humanidad diferente, seguramente con una psicología distinta. La inteligencia es una potencialidad, una capacidad para aprender, que se manifiesta de diferentes maneras”. El paleontólogo Clive Finlayson señala por su parte: “Las diferencias con nosotros son culturales y la cultura material no es un indicador de inteligencia. ¿Eran menos inteligentes que nosotros en el Renacimiento porque no tenían internet? ¿Eran menos inteligentes mis abuelos porque no tenían aviones?”.

Su habilidad técnica, su capacidad para adaptarse a diferentes ambientes, su larguísima presencia en hábitats cambiantes hace todavía más profundo el misterio de su desaparición. Los estudios genéticos trazan un panorama con muy pocos individuos en un espacio muy grande. Una cifra aceptada es la de 30.000 neandertales en Europa (algunos expertos hablan de 100.000). Cuando una población así sufre una crisis, por motivos climáticos o porque disputan unos recursos escasos con otra especie cuya tecnología es más eficaz, su supervivencia se convierte en muy frágil. Tal vez, sencillamente, no superaron una de esas crisis y los grupos dispersos, sin contacto, se extinguieron poco a poco.

Sin embargo, resulta imposible esquivar un dato: ellos se van cuando llegamos nosotros. “Su desaparición está ligada a la llegada de los hombres modernos”, señala Jean-Jacques Hublin. “Fueron reemplazados y en parte absorbidos por los sapiens. El problema no es por qué desaparecieron los neandertales, sino por qué los hombres modernos conocieron esa expansión planetaria. Todas las formas humanas que se encontraron a su paso fueron extinguiéndose”.

El descubrimiento de varios cráneos de neandertal a mediados del siglo XIX se produjo más o menos cuando Darwin estaba a punto de publicar El origen de las especies. De hecho, el científico tuvo en sus manos un cráneo encontrado en Gibraltar en 1848. Esos restos probaban que habían existido otros humanos diferentes. Ahora las preguntas que nos plantean los neandertales son diferentes, pero igualmente significativas. ¿Por qué desaparece una especie? ¿Qué nos convierte en humanos? ¿La tecnología nos hace superiores? Y, en tiempos de cambio climático, resulta especialmente importante preguntarse hasta qué punto es posible sobrevivir a una transformación drástica en el medio ambiente. Aquellos otros humanos cambiaron una vez nuestra forma de ver el mundo y está ocurriendo de nuevo. El lugar donde sobrevivieron los últimos neandertales es ahora una cata en el suelo húmedo de la cueva de Gorham, donde un grupo internacional de arqueólogos excava pacientemente, mientras otros científicos escrutan restos milimétricos en un laboratorio. Tratan de entender quiénes fueron esos otros humanos y, por lo tanto, quiénes somos nosotros

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La obra de Orwell se sitúa entre los libros más vendidos en EEUU desde que llegó el nuevo presidente que, como la novela, adapta la verdad a sus propósitos.

/ 12 de febrero de 2017 / 04:00

Cuando escribió 1984, George Orwell no pensaba en una sociedad futura, sino en el presente. Su distopía no pretendía ser una metáfora, sino una descripción de los totalitarismos del siglo XX, sobre todo del estalinismo. Sin embargo, este libro, escrito en 1948, se ha convertido de nuevo en un punto de referencia en la era de Donald Trump, donde la posverdad y los “hechos alternativos” se han apoderado de la política. La novela del escritor británico, nacido en 1903 y fallecido en 1950, se ha alzado entre los libros más vendidos en Estados Unidos en Amazon, el gigante digital del comercio on-line.

El fenómeno es intenso. Un portavoz de la editorial Signet Classics, que publica actualmente 1984 en Estados Unidos, señaló a la radio pública NPR que desde la toma de posesión del 45º Presidente de EEUU, “las ventas se habían incrementado un 10.000%”. Ocupaba el puesto número uno en la lista de best-sellers de amazon.com (con más de 4.000 comentarios) y se encontraba en el número 16 en la lista de más vendidos en amazon.es.

“No es que Estados Unidos se haya convertido en Oceanía”, el país donde transcurre 1984, explica Alex Woloch, profesor de Literatura en la Universidad de Stanford (EEUU) y autor de Orwell: Writing and Democratic Socialism (Harvard University Press). “No se ha suprimido la libertad de expresión, ni se ha impuesto la censura ni tampoco un sistema de vigilancia masiva, ni se llevan a cabo ejecuciones por motivos políticos, no es eso”, prosigue. “Pero el nacionalismo de Trump, su retórica autoritaria y, por encima de todo, su agresiva ignorancia de la verdad ha hecho saltar todas las alarmas, sobre todo su deslegitimación de sus enemigos. Todo eso nos lleva a Orwell y a la forma en que insistía en que las mentiras son mentiras y en que los hechos importan”.

Orwell habla en su libro de una neolengua y su protagonista trabaja en el Ministerio de la Verdad, que se ocupa de establecer lo que es falso y lo que es verdadero. Los hechos son definidos por el Estado, no por los ciudadanos. Son conceptos que resultan bastantes inquietantes en la actualidad, en un momento en que una de las principales asesoras de Trump, Kellyanne Conway, la que ha sido su jefa de campaña y consejera del presidente en la Casa Blanca, ha acuñado el concepto de “hechos alternativos”, que consiste básicamente en negar las evidencias empíricas, como ya ha ocurrido con la polémica sobre el número de personas que asistieron a la toma de posesión.

Uno de los comentarios sobre el libro en Amazon, escrito el 23 de enero, decía: “Hoy Kellyanne Conway anunció que nos estaban proporcionando hechos alternativos. Son sombras de un pasado que cambia mientras se controla el presente. Tenemos que estar preparados para la fiesta como si estuviésemos en 1984”. El director de The Washington Post, Martin Baron, recordó en una conferencia la relevancia de la obra del novelista y ensayista británico al señalar que los “hechos alternativos” le recuerdan a 1984: “El partido te pide que rechaces lo que ven tus ojos y escuchan tus oídos”.

Con Orwell, el Ministerio de la Verdad se ocupa de establecer los hechos que deben ser ciertos para unos ciudadanos constantemente vigilados por el Gran Hermano —una de las muchas intuiciones de Orwell en el libro es la omnipresencia de la televisión, que no solo se usa para ver, sino también para ser vistos—. La neolengua, que sirve para simplificar la forma en que se expresan los ciudadanos y así evitar sentimientos y pensamientos no deseados, es definida así por Orwell al final del libro: “El propósito de la nueva lengua no era solo proporcionar un medio de expresión a la visión del mundo y los hábitos mentales de los devotos del Socing [la ideología dominante en el mundo orwelliano], sino que fuese imposible cualquier otro modo de pensar. La intención era que cuando se adoptara definitivamente la neolengua y se hubiese olvidado la vieja lengua, cualquier pensamiento herético fuese inconcebible, al menos en la medida en el pensamiento que depende de las palabras”.

Otros conceptos acuñados por Orwell en su novela son la policía del pensamiento, el doble pensar o la mutabilidad del pasado. También describe lo que llama los “dos minutos de odio”, que tienen profundos ecos en los venenosos discursos o tweets dirigidos a cualquiera que piense diferente o que sea diferente del presidente Trump. Esos “dos minutos de odio” consisten en ofrecer a todos los ciudadanos la imagen del archienemigo del Estado, Goldstein al que nadie ha visto nunca, que defendía conceptos aberrantes como “la libertad de expresión, la libertad de prensa, el derecho de reunión y el derecho de opinión”.

No es la primera vez, ni de lejos, que 1984 vive un boom por su capacidad para reflejar la realidad. En 2013, cuando se produjeron las revelaciones de Edward Snowden sobre el espionaje masivo de EEUU, la novela también saltó a las listas de más vendidos. En el prólogo a la edición española, Umberto Eco escribe: “El libro es un grito de alarma, una llamada de atención, una denuncia, y por eso ha fascinado a millones de lectores en todo el mundo”. Seguramente, ni el propio Orwell sospechaba en 1948 hasta dónde y hasta cuándo iba a prolongarse la vigencia de su obra.

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Sexta extinción

La desaparición de algunas especies, a diferencia de las anteriores, sería causa  de la mano del hombre.

/ 29 de enero de 2017 / 04:00

Uno de los relatos más importantes de la ficción contemporánea se titula El gran silencio, está protagonizado (y contado) por un loro y apenas supera las cuatro páginas. Su autor es Ted Chiang, un informático estadounidense que, con un puñado de reveladoras narraciones, entre ellas la que inspiró el filme La llegada, ha sido capaz de tocar nuestras fibras más sensibles. El pájaro-narrador vive junto al telescopio de Arecibo, en la selva de Puerto Rico, dedicado a tratar de captar un sonido inteligente proveniente del espacio exterior, escrutando lo que se denomina “el silencio del universo”.

Sin embargo, el loro se pregunta por qué los humanos nunca han tratado de hablar con los seres de otras especies con los que comparten el planeta: “Hace cientos de años, mi especie era tan abundante que nuestras voces resonaban por todas partes. Hoy casi hemos desaparecido. Dentro de poco, la selva estará tan silenciosa como el resto del universo”. La desaparición de la fauna ha sido una pesadilla recurrente de la ficción —el título del libro de Philip K. Dick en el que se basa Blade Runner es ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? porque describe un mundo de megaciudades en el que no existen los animales—, pero ahora mismo es un proceso que ya está en marcha. Es lo que se llama la sexta extinción.

“Es el acontecimiento más importante de nuestro tiempo. La situación es muy seria. De hecho, no podría ser más seria”, explica Elizabeth Kolbert, una periodista estadounidense que ganó el Premio Pulitzer el año pasado por su libro titulado precisamente así, La sexta extinción (Crítica), que el presidente Barack Obama ha recomendado en numerosas ocasiones. “Es importante darnos cuenta de que algunos ecosistemas, como los arrecifes de coral, están entrando en colapso en estos mismos momentos”, agrega esta periodista de la revista The New Yorker. Y National Geographic, en un reciente artículo, planteó el asunto de forma todavía más dramática: “¿Sobrevivirán los humanos a la sexta extinción?”.

En los 4.000 millones de años que han pasado desde que estalló la vida en la tierra se han producido cinco episodios de extinción masiva de especies. El más famoso de todos ellos ocurrió hace 66 millones de años, en el Cretácico, cuando el impacto de un meteorito provocó la aniquilación de los dinosaurios y del 80% de las especies terrestres. Sin embargo, esta sexta extinción tiene una diferencia fundamental con las demás: nosotros somos los responsables. Desde el año 1500 se han extinguido 322 especies, pero en la actualidad el proceso está en plena aceleración. Anthony Barnosky, paleobiólogo de la Universidad de Stanford (Estados Unidos) y experto en el funcionamiento de ecosistemas, resume así la situación: “Si no tomamos medidas ante la crisis actual, los nietos de nuestros hijos vivirán en un mundo en el que tres cuartas partes de las especies que existen en la actualidad habrán desaparecido para siempre”.

En los océanos, prosigue Barnosky, muchos de los animales de los que nos alimentamos, como el atún, se habrán ido también. Un planeta en el que no existan en libertad los leones, los tigres, los rinocerontes, las jirafas o los elefantes, animales con los que la humanidad lleva soñando por lo menos desde que los pintó en las paredes de la cueva de Chauvet hace 33.000 años, es una posibilidad cada vez más real y cercana. Esa es también la conclusión de un equipo internacional de científicos, que publicó en octubre el informe Saving the World’s Megafauna (salvando a la megafauna del mundo) en la revista Bioscience de la Universidad de Oxford.

  • Supervivencia. La explotación de marfil es una amenaza para la supervivencia de los elefantes. Foto: nationalgeographic.com.es

Amenazados

Este trabajo concluía: “La mayoría de la megafauna de mamíferos se enfrenta a dramáticas contracciones de su ámbito geográfico y declives poblacionales considerables. Efectivamente, el 59% de los carnívoros más grandes y el 60% de los herbívoros de mayor talla están amenazados. Esta situación es particularmente crítica en el África subsahariana y el sureste de Asia, lugares que albergan la mayor diversidad de megafauna existente. El grupo de especies en riesgo de extinción incluye algunos de los animales más emblemáticos del mundo, como los gorilas, rinocerontes y los grandes felinos. Irónicamente, dichas especies van desvaneciéndose justo cuando la pone en evidencia, cada vez más, el papel tan esencial que desempeñan en los ecosistemas”.

Desde hace unos años se multiplican las investigaciones científicas de todo tipo de centros de estudios y universidades que trazan un panorama cada vez más inquietante. Por citar solo las más recientes, en octubre de 2016 el Foro Mundial para la Naturaleza (WWF, en sus siglas en inglés) publicó la última edición de su Living Planet Index, un informe bianual que mide 14.152 poblaciones de 3.706 especies, y concluía que entre 1970 y 2012 el mundo había experimentado un declive en un 58% de estos animales. Si la situación no mejoraba, WWF indicaba que en 2020 habrían desaparecido dos tercios de los animales salvajes con respecto a 1970.

Solo a principios de diciembre fueron publicados dos datos que muestran hasta qué punto la sexta extinción es un fenómeno global: la Lista Roja de especies amenazadas, que publica la Unión para la Conservación de la Naturaleza, el índice más utilizado y citado para medir los animales que se encuentran en peligro, indicó que más de la mitad de las rayas, tiburones y quimeriformes (un orden de peces cartilaginosos) del Mediterráneo —73 especies en total— se encuentran en riesgo de extinción.

La misma institución publicó el 8 de diciembre otro informe en el que señalaba que uno de los animales más icónicos y reconocibles, la jirafa, el mamífero más alto del mundo, está sufriendo “un devastador declive en sus poblaciones, debido a la pérdida de hábitats, las guerras civiles y la caza ilegal”. Su población global ha descendido en un 40% en 30 años. En total, esta Lista Roja incluye 85.604 especies, de las que 24.307 están amenazadas de extinción.

Parafraseando al gran Ennio Flaiano, podríamos decir que en este caso la situación es grave y además muy seria. Los caminos que toma la naturaleza cuando desaparecen especies son impredecibles, porque éstas dependen unas de las otras y, si una parte del sistema falla, es difícil saber cómo se reequilibrará. La mayoría de los científicos que estudian la sexta extinción llegan a la misma conclusión: se trata de un proceso en marcha, pero puede ser reversible. “No es demasiado tarde”, asegura Jonathan L. Payne, profesor asociado de la Universidad de Stanford (EEUU) y uno de los autores de otro informe, publicado en septiembre por la revista Science, que anunciaba una extinción “sin precedentes” de los grandes animales marinos.

El biólogo José Vicente López-Bao, investigador de la Universidad de Oviedo que participó en el informe Saving the World’s Megafauna, señala por su parte: “Las sociedades modernas deben demandar un mayor compromiso político en materia de conservación, lo que incluye respetar las decisiones adoptadas en los tratados y convenciones internacionales, coordinar esfuerzos y un mayor apoyo financiero a la conservación de la biodiversidad. De lo contrario, muchas poblaciones y especies corren el riesgo de no llegar al próximo siglo”.

Elizabeth Kolbert agrega: “Es obviamente demasiado tarde para muchas criaturas que ya se han extinguido o que se han visto reducidas a unos pocos individuos. Pero no lo es para millones de especies”. Preguntada sobre la influencia en este proceso de las posibles políticas del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump —que ha nombrado como jefe de la Agencia de Medioambiente a un negacionista del cambio climático, Scott Pruitt—, esta periodista responde: “Me temo que puede empeorar las cosas”.

  • La jirafa es otra de las especies amenazadas por el hombre (foto izquierda). Foto: abcanimales.com

Cambio

La humanidad lleva muchos siglos moldeando la tierra: basta con visitar las Médulas, en León, un paisaje que forjaron los romanos con sus explotaciones mineras, o imaginar la cantidad de desperdicios que producía Roma en su máximo esplendor, una ciudad en la que vivían 1 millón de habitantes en el siglo I, para darnos cuenta de nuestra capacidad para alterar el medio ambiente. Y los cambios empezaron seguramente mucho antes: un estudio publicado en noviembre por los profesores Jed Kaplan, de la Universidad de Lausana, y Jan Kolen, de la Universidad de Leiden, concluía que hace unos 20.000 años, en plena Edad de Hielo, los cazadores recolectores quemaron grandes extensiones de bosques y, por tanto, transformaron radicalmente su entorno. Sin embargo, nada es comparable al proceso en el que estamos sumergidos en la actualidad, pese a que algunos científicos mantengan que no es la primera extinción masiva causada por la humanidad.

El homo sapiens apareció hace unos 200.000 años en África y su expansión coincide con diferentes extinciones, sobre todo de la llamada megafauna prehistórica, desde los tigres dientes de sable hasta los mamuts. Cada vez más científicos consideran que nuestros antepasados fueron los responsables directos de la desaparición de estas especies. El debate está abierto porque también se produjeron enormes cambios climáticos, pero muchas evidencias apuntan a la acción humana.

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París aún alumbra

La ciudad de la luz, que generó incontables imágenes en la memoria de la humanidad, sigue siendo un imán para la cultura y la vanguardia a pesar de vivir un 2015 trágico

/ 4 de enero de 2016 / 04:00

Puede ser Audrey Hepburn en el mercado de sellos en Charada, un poema de Baudelaire, un cuadro de Sisley o Monet, una fila gigantesca de turistas ante la pirámide del Museo del Louvre, una canción de Yves Montand, Édith Piaf, de Juliette Gréco o la pegadiza melodía de Cole Porter I love Paris. O el beso de Robert Doisneau, una fotografía a la que debe mucho la leyenda de que la capital francesa es la ciudad del amor… París ha aportado un millón de imágenes a la memoria del mundo y es mucho más fuerte que los tópicos, que cualquier cursilería, que el Montmartre de Amélie, que los millones de turistas y la epidemia de las selfies. París es mucho más poderosa que el terror y que la violencia, que la oleada de atentados que padeció en 2016, más fuerte que el viernes de horror que costó la vida a 129 personas.

París ha sido una de las ciudades más valientes, innovadoras y sorprendentes del mundo, un imán para la cultura desde que albergaba una gran universidad en la Edad Media o desde que los vikingos se obsesionaron con su conquista, cuando era todavía solo una isla en el Sena. Ya lo escribió Enrique Vila-Matas en el título de uno de sus libros, París no se acaba nunca. Y Francis Scott Fitzgerald empieza uno de sus cuentos más bellos, Un penique gastado, retratando la brasserie Brix, que encarna la fascinación que esta ciudad despertó en la Generación Perdida cuando, como escribió Hemingway, París era una fiesta: podía pasar cualquier cosa, hasta viajar en el tiempo como le ocurre a los protagonistas de Medianoche en París, de Woody Allen.

Pero también ha crecido como una ciudad injusta y dura, rodeada de barrios en los que el control del Estado es testimonial y se han enquistado bolsas de pobreza. Una de las más bellas novelas parisienses transcurre en uno de esos barrios, Belleville, el máximo ejemplo del París multicultural, que ningún viajero debería dejar de visitar para comprobar la inmensa vida y energía que surge del mestizaje. La vida por delante, de Romain Gary, narra la historia de una mujer, Madame Rosa, que se dedica a cuidar al hijo de una prostituta. Ella es judía superviviente de Auschwitz; él, un niño árabe. Es el París de la pobreza y de la solidaridad, el de la vida dura de los millones de argelinos, tunecinos, marroquíes, vietnamitas, españoles, portugueses que buscaron una oportunidad en esta ciudad.

Gary era lituano, Charles Aznavour tiene origen armenio, Toulouse-Lautrec pertenecía a una familia de la aristocracia del sur de Francia, Emil Cioran era rumano, Fernando Arrabal es español. Una de las tumbas más visitadas del mundo pertenece al estadounidense Jim Morrison y se encuentra en el cementerio del Père-Lachaise… La alcaldesa, Anne Hidalgo, nació en Cádiz. París siempre ha tenido una capacidad enorme para atraer el talento de todo el mundo, desde los impresionistas hasta los simbolistas, los estructuralistas o los existencialistas que reinaron sobre la orilla izquierda del Sena.
Resulta imposible escoger solo una novela cuando hasta El código Da Vinci transcurre en París, y (algo bueno hizo por el arte) puso de moda una de sus iglesias más interesantes, Saint-Sulpice. Para un lector hispanohablante es inevitable quedarse con Rayuela, de Julio Cortázar, y ese arranque que sumerge al lector en la ciudad: “¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la Rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua”.

Y no son solo autores del pasado. Patrick Modiano, premio Nobel de Literatura en 2014, es uno de los grandes cronistas del París de la ocupación. El autor de Dora Bruder —un personaje que tiene allí su propio paseo— se muestra, sin embargo, crítico con la ciudad del siglo XXI. “A veces tengo la sensación de que París está cubierta de celofán y siento que, gracias a mis recuerdos, se ha convertido en algo imaginario”, declaró en una entrevista reciente con el diario británico The Guardian.

París no es solo una ciudad de acogida y de literatura. También es una urbe marcada por la violencia: en la matanza de San Bartolomé, en 1572, fueron asesinados miles de protestantes; la Comuna, la gran rebelión revolucionaria de 1871, acabó en un baño de sangre y represión. Carteles en las escuelas y en las calles recuerdan tanto a los niños judíos deportados por la policía de Vichy, que colaboraba con la Gestapo, como a los resistentes caídos durante la liberación de la ciudad. El terror político nació aquí tras la Revolución Francesa, cuando la guillotina de Robespierre cortó miles de cabezas en unas purgas cuyo eco de horror llega hasta Stalin.

Una película reciente de Volker Schlöndorff, Diplomacia, recoge un episodio muy famoso de la II Guerra Mundial, cuando el cónsul sueco convenció al gobernador alemán de que no podía cumplir la orden de Hitler de destruir la ciudad. No quería pasar a la historia como el hombre que privó al mundo de la belleza de París, algo que la posteridad nunca le perdonaría. La ciudad resistió a la aquella guerra como también sobrevivirá ahora a la barbarie yihadista. La cita es un poco manida, pero esta ciudad también puede subsistir a todos los tópicos: “Siempre nos quedará París”, como le dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca.

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