La nueva editorial Dum Dum (un nombre elegido en honor a Hilda Mundy), presentó la reedición de la novela Eisejuaz, de Sara Gallardo, el pasado lunes en La Paz. Gallardo fue una notable escritora y periodista argentina, autora de novelas y cuentos para niños, que falleció en 1988 y publicó este libro en 1971. Es de notar y de celebrar los esfuerzos como el de la inventora de esta recién nacida casa de los libros, la escritora cruceña Liliana Colanzi, que aportan a abrir el medio editorial a nuevas iniciativas.

La novela en cuestión es un desafío maravilloso, pues propone un sujeto absolutamente singular que no se agota ni en su ser mataco ni en su ser “un elegido de Dios”. Se trata de alguien que escapa de toda identidad que detenga el fluir de su corazón, todo agua o todo río. Al hacerlo, aunque recuerda todos los tópicos del indigenismo latinoamericano y del misticismo español, trastoca esos rasgos para ir a un más allá, uno que nos recuerda lo irreductible de todo ser humano a sus rasgos más visibles o percibidos por los demás. Ni su dios ni él acatan normas. Eisejuaz, el personaje, solo obedece a su llamado, que resulta ilegible para nuestras categorías culturales. Me atrevo a decir que desde esta escritura se puede releer o replantear las maneras en que se ha representado a la población indígena: justamente en masa o en prototipo.

Optar por la misión exige, en este caso, una profunda lucidez de su pertenencia al mundo mataco que no es su escape, ni es su negación, sino lo contrario. Supone hacer una reafirmación de lo místico como extremo sitio de existencia en un mundo que lo ha devastado: “mienten al paisano, usan al paisano, olvidan al paisano. Ya lo sabemos. Ya lo hemos visto. No importa. Hay una sola ayuda: ese que alimenta los corazones”.

Este mesianismo, sin embargo, no es todo virtud, de hecho advierte “aquí un barro haré con la maldad, un barro con mis pies, una planta nacerá, la cortaré; una flor echará, la quemaré. Se acabó el tiempo de nosotros, pero no importa”. El mundo arrasado del paisano ha atestiguado desde el tiempo cíclico el acabose para los suyos y su mundo; eso ya ha pasado y sin duda volverá a pasar, pero no importa en la medida en que renacerá del barro, de la tierra, del resabio, así como Eisejuaz resurgirá desde o con la escoria del cuerpo muerto de Paqui.

Se debe resaltar el lenguaje de la novela, tan perturbador e inquietante como el mundo del que nos habla, donde el bien radica al lado del mal y viceversa. En esta lengua intervenida por la superpuesta gramática de varias otras, por las connotaciones de diversas culturas y por un razonamiento alejado de los hábitos, reside una de las novelas más entrañables sobre “el otro” que llevamos dentro y que miramos, con recelo, desde afuera. Es en la lengua donde las esencias se aparecen como formas; es ahí donde el nombre propio puede ser malgastado o el destino definido. Cosa grave el lenguaje y asunto de responsabilidades mayores.

Los blancos adjetivan, desprecian, determinan, son condescendientes —“no hay que ser huraño, hijo”—, siempre hablan. Cuando oran es en pro de reafirmar su poder, son incapaces de dirigirse a Eisejuaz sin usar el “ustedes” (siempre en plural), sin entender la particular subjetividad con la que hablan, reduciendo ésta a un arquetipo (ustedes que no se visten, ustedes que no se bañan, ustedes que no trabajan, ustedes que tienen vicios, ustedes que comen gente…). Los otros indígenas no comprenden al personaje, le reclaman, se quejan, lo juzgan, se ríen o lo aconsejan. El Maligno y sus mensajeros lo tientan, lo desprecian, lo maldicen. Los mensajeros del bien le dan señales, lo esquivan, lo alientan.

Dios calla la mayor parte del tiempo. Cuando habla, le pide a Eisejuaz sus manos, para cuidar a Paqui, para velar por la misteriosa fosa común donde finalmente bien y mal cumplen. Cuando habla, le deja dormir temprano. Eisejuaz ora, monologa, reniega de su lengua, de su destino y de su suerte; masculla un lenguaje y exiliando de su corazón la sangre de la ira, se silencia.

Finalmente, la novela cuestiona nuestra manera de creer en la dicotomía que separa barbarie de cultura, pues los protagonistas, Paqui y Eisejuaz, se encargan de revelar lo imprevisto por la lógica de oposiciones: toda cultura encierra su barbarie. Tal vez, y también por ello, tocar este mundo es mirar muy al fondo de lo que creemos comprender y juzgar cuando, en verdad, solo rozamos por sus bordes, muy lejanos a su sentido profundo y vital.

Maravillosa casualidad la que llevó el libro hasta Liliana Colanzi o hasta mi persona. Pero seguro un milagro esperable si prestásemos oído a la sigilosa manera en que las palabras encuentran a sus lectores, ojalá a los que esto leen.