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La vanguardia de la tradición

Cuando estaba a punto de realizar mi primer viaje a Buenos Aires, un amigo me recomendó: “puedes hablar de todo pero nunca hables mal de Maradona”. Su consejo se orientaba hacia el respeto por un país orgulloso de una riquísima cultura que aportó y aporta tanto al mundo. Un país seguro de sus referentes culturales y de su pasado de lucha y construcción migrante. Y Buenos Aires, la casi mítica ciudad europea en Latinoamérica donde habitan tantos cuentos de Borges y Cortázar, es un lugar que en nuestros recuerdos se viste de tango, huele a tango y suena a tango. Y es justamente ahí donde surge la transgresión desacralizadora de Astor Piazzolla, el compositor y bandeonista que decidió ser fiel a sí mismo juntando sus instintos estéticos vanguardistas con sus profundas raíces culturales.

Ser capaz de reinventarse es quizás uno de los retos con los que un artista tiene que lidiar de manera casi cotidiana. Mayor aún resulta el desafío de reinventar todo un discurso, todo un género, todo un lenguaje. Una empresa mucho más exigente y arriesgada para la que se requiere un espíritu atrevido, irreverente, incluso irrespetuoso, rebelde; es así como se desmarcan los progresivos. En la música es posible citar muchos ejemplos de genios irreverentes y otros genios que, como Mozart, no necesitaron transgredir ningún lenguaje para lograr la absoluta maestría de sus obras.

Temerario. En el siglo XX, cuando gran parte de la tendencia musical vanguardista se basó en la irreverencia, una de las más valiosas y auténticas manifestaciones de esta tendencia tuvo un perfume latinoamericano, específicamente argentino y concretamente porteño. No hablo del maravilloso aporte de Ginastera, quien pasó a los reduccionistas libros de historia de la música universal como un exótico caso de anacrónico nacionalismo. Hablo de un ejemplo de música viva porteña, un género nuevo acusado incluso de canibalismo y cuyas características pusieron en conflictos a musicólogos y a managers de tiendas de discos que aun hoy no están seguros bajo qué etiqueta —jazz, clásico, contemporáneo, tradicional, fusión— describir lo que, quizás por falta de mejores palabras, lo denominaron como Tango Sinfónico.

“En la Argentina, se puede cambiar todo menos el tango” es la denuncia y reclamo del maestro que invirtió sus días buscando la fidelidad a su contemporaneidad y a sus raíces. Su obra es la crítica a una sociedad obsesionada con el “todo tiempo pasado fue mejor”. Su música es una mirada auténtica, optimista, fresca y progresiva a su presente, una mirada que buscó conservar el carácter melancólico y dramático que caracteriza al tango pero a su vez lo mezcló con exploraciones armónicas, riesgos disonantes, temerarias expansiones contrapuntísticas y técnicas instrumentales extendidas como los glisados, el látigo y el grillo, efectos producidos con técnicas específicas en el violín.

El resultado de esas arriesgadas exploraciones es efectivo, y logró provocar mi fascinación la primera vez que escuché Adiós Nonino. Quedé melancólico y completamente seducido por una sonoridad fresca con aires de antaño, fue como ver mi retrato en tonos sepia y vistiendo el traje de mi abuelo.

Después de ese descubrimiento tuve otros tres inolvidables encuentros con este transgresor maestro: el primero, cuando me tocó dirigir una versión coral de Chiquilín de Bachín. Recuerdo el cargado y hasta exagerado dramatismo de algunas frases del poema de Horacio Ferrer —como “si la luna brilla sobre la parrilla, come luna y pan de hollín”— un texto de alto calibre dramático que sonaba del todo pertinente con la música. Recuerdo sentir que redescubrí el poder contextualizador de la música, algo que hasta antes solo lo viví en la ópera.

Mi siguiente encuentro con Piazzolla fue dirigiendo una versión para cuerdas de Oblivión. Una vez más el dramatismo logrado con pensantes y casi dolorosas figuras rítmicas propias del tango contrasta notablemente con una melancólica, extensa, sensual e intensa línea melódica. El resultado es nuevamente efectivo tanto para la orquesta como la audiencia que, pese a la distancia cultural —la tocábamos en Estados Unidos— quedó absolutamente conmovida.

Finalmente dirigí Tangazo, que transmite un sabor auténtico con contrastes muy característicos de su obra: una larga y dramática introducción contrapuntística y un final que desintegra la densidad musical lograda. Ambos, introducción y cierre, tienen un carácter oscuro y hasta pesimista que contrasta con un tango vigoroso lleno de efectos sonoros y rítmicos logrados con una orquestación pintoresca. El resultado es nuevamente genial, una obra que comunica claramente y a la que no se puede negar el carácter sensual.

Resulta fácil escuchar esta música a 25 años de que muriese su compositor. Da gusto dejarse seducir por ella para que nos conmueva y sugiera una metrópolis moderna y conectada con lo externo sin negar la sensualidad de un melancólico pasado. Escuchar a Piazzolla es escuchar a un Buenos Aires animado, irreverente, intenso y atrevido, cargado de imágenes e historias, de tradición y vanguardia.