En los albores de su texto La lengua de Adán (publicado por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia), Emeterio Villamil de Rada procede a extirpar cualquier especulación netamente filológica respecto a su obra, aduciéndole a ésta un carácter sobre todo antropológico. No es que no resida filología alguna entre sus páginas, sino que ésta se encuentra incorporada a modo de herramienta y no de fin, como es el caso de lo antropológico. Este objetivo se traduce en un origen humano común, residente en la fe del autor en los libros bíblicos sobre el periodo edénico donde se narra la vida de los ascendientes primeros del hombre: Adán y Eva.

Para hallar este paradisiaco lugar donde se encontraría la génesis del hombre, Villamil recurre al lenguaje para que le auxilie y le sirva de guía en esta azarosa búsqueda; a través de él desea rastrear y conocer la historia que lo conduzca hacia este destino. Los documentos escritos serán sus mayores aliados: fidedignas pruebas del recorrido humano a través del tiempo y del espacio gracias a los cuales retornará, virtual e imaginariamente, al Edén y descubrirá los secretos que allí le aguardan. Hará un viaje en retro, con el coche puesto en reversa, caminando hacia atrás, como un arrepentido hombre que escruta tras las aguas de su pasado.

Con demostraciones geográficas y zoológicas, apoyado en los testimonios de algunos estudiosos versados en el asunto, afirma que la cuna de toda vida se halla en América, así como el principio de la humanidad, encarnado en el hombre andino, más específicamente, en el individuo aymara. De ello se concluye que la lengua aymara sería la esencial del mundo entero.

Nicolás Acosta explica la elección de los aymaras y no, por ejemplo, de los quechuas, aduciendo que ese pueblo no sería más que una sucesión de la cultura aymara. El origen antropológico del mundo se hallaría, pues, en Sorata.

Tras todo este razonamiento, Villamil se dispone a estudiar la lengua aymara. En este proceso, lo primero que llama su atención son las formas básicas que lo componen: sus raíces lingüísticas no varían a pesar de la multiplicidad de palabras que de ellas se desprenden; conservan su esencia a pesar de las transformaciones modulares. Admirado por esta inalterabilidad, no dudará en ver en este rasgo una de las pruebas fehacientes que demuestra la conexión entre el aymara y la lengua que Dios dio a sus hijos en el paraíso detallado en el Génesis; lenguaje que nombra las cosas tal cual son, sin margen de error.

Dichas raíces contienen por sí mismas significación y no son puros sonidos sueltos esperando ser algo más con el añadido de otras palabras o sílabas, como ocurre en otros idiomas. Esta independencia mostraría cierta estructura básica y lógica del lenguaje que Villamil evidencia a través de un análisis analógico y fonético, relacionando estas raíces aymaras con palabras de otras lenguas. Esta metodología será criticada por Javier Mendoza debido a su insuficiencia demostrativa, que resalta, entre otras cosas, en el olvido histórico del lenguaje, esto es, la carencia de etimología, registro activo (semántico) de cualquier idioma.

Villamil reflexiona sobre el aymara y las otras lenguas solo a través de su horizonte hermenéutico, sin recurrir a otras perspectivas culturales, desconectando así el verbo de su contexto más próximo. A pesar de ello, el desprevenido Villamil infiere un esparcimiento del aymara a todas las lenguas.
Esta característica de despliegue corroboraría la hipótesis de la originalidad e idoneidad de la lengua, reivindicándola como madre de todas las demás, fecunda y potencialmente expandible… creadora. Esta unidad que sirve como base para cualquier idioma es análoga, en palabras de Luis H. Antezana (2010), a la lingüística vigente en el siglo XX, con lo que Villamil se habría adelantado por algunos años a la aparición de esta corriente. Para la Lingüística, la arquitectura del lenguaje sería algo más abstracto, que no reside concreta y visiblemente en una lengua, sino que subyace a todas; mientras que para Villamil esta estructura se encuentra en una lengua específica, el aymara, y es totalmente patente en él. Consecuentemente, los demás lenguajes no serían más que una continuación suya.

Villamil rechaza que el lenguaje edénico haya sido creado por el hombre. Su compleja disposición no permite lanzar tal teoría, pues el verbo no es producto de lo material o circunstancial, sino que debe ser legado forzosamente por Dios. No porque el humano no pueda hacer maravillas con alguna materia, sino porque simplemente será el artesano que trabaja con un elemento ya dado. Así, el aymara no podría ser invención sino materia prima, y las demás lenguas tan solo creaciones o modificaciones.

Y es que existe cierta disposición humana a contener ese lenguaje primerísimo, a acogerlo según cierta facultad innata que Villamil denomina “lógica lingüística”, una suerte de posibilidad divina inserta en cada sujeto. Esta estructuración se compagina con una imagen comparativa que el autor evoca: un árbol de la lengua, cuyas partes (tres) se suceden lógica y consecutivamente: la potencialidad para hablar (lógica lingüística), que sería la semilla; el verbo (aymara), ya oral ya escrito, que corresponde a la raíz; y los demás idiomas a las ramas, el tronco y las hojas. Al respecto nos dirá Mauricio Souza, autor del estudio introductorio de la nueva edición, que el razonamiento e intención del libro se resume espléndida y adecuadamente en esta figura botánica.

Si bien Villamil de Rada deseaba mostrar en las páginas de su libro la certidumbre máxima de la humanidad para así poner fin al relativismo moderno vigente en su época, su investigación no se relega al plano lingüístico sino que se expande hacia uno más existencial y universal que es el del hombre y toda forma de vida en general; con lo cual su finalidad se contornea pretenciosa e inmensa, holística e integradora, casi bordeando el horror de cierto totalitarismo simpático y cálido, entusiasta y juvenil, bello y, quizá, no imposible.

  • Ana Cecilia Ballerstaedt es licenciada en filosofía y letras