Vuelta a la esencia
Con el documental ‘Quinuera’, Ariel Soto penetra en la fascinación del color, en el rito, y en el dinero como hacedor de retornos.
Un afiche grande de Quinuera todavía duerme en un galpón de la calle Ecuador en Cochabamba. Lo olvidamos cuando nos conocimos con Ariel y nos emborrachamos tanto que el cine pasó a ser detalle añadido de una inmensa y colectiva ficción de alcohol.
Muestro a mis hijas desde el automóvil plantas y les digo que es quinua salvaje, en Denver. Parece al menos, o de la misma familia. Luego están las granjas en el valle de San Luis, Colorado, y una historia de al menos dos variedades creadas en laboratorio universitario, dicen, y patentadas como locales. Se habló de robo cultural. Aun así, en los Safeway o Whole Foods de esta región montañosa, la quinua que se vende muestra a Bolivia como lugar de origen.
Usan quinua para hacer vodka, y ya me extiendo fuera de las fronteras continentales de América. En cacerolas con carne y en mínimos, y minimalistas, platos gourmet. La vendía yo, en 1992, en un delicatesen que tuve en Lakewood, que fue ciudad de Golda Meir. Lo único que sabía preparar con la receta de mi abuela, de los arcanos aymaras de Inquisivi y Ayopaya: ch’aqe de quinua. Cuando los clientes probaban la sopa, volvían; ni idea tenían de qué se trataba. Preguntaban “¿qué son esas cosas como gusanitos?”. Hoy la quinua, “quinoa” en su más suave pronunciación chilena, que es la que ha pegado, es un lujo exigido a aquellos que se precien de pertenecer a la élite del nuevo futuro.
Entonces comienza el director a filmar en Alota, villorrio de la provincia Enrique Baldivieso (Potosí), bien metida como una cuña en Nor Lípez. Otro mundo. Las tomas de paisaje son largas; no se miden las distancias. Asoman nevados como pezones lácteos o cerros pelados al fondo de un paisaje lunar. La gente de Alota no se apresura. El porvenir para ellos existe en calidad de ganancia de lo que pueden producir. Sin embargo, eso no alterará sus vidas significativamente. La dinámica es otra.
El cura y productor de quinua del lugar toma su bicicleta y se adentra en la pampa. El individualismo recalcitrante y vanidoso de los que en Occidente pueden pagarse el lujo de consumirla (es cara) pareciera diluirse acá. Están los de siempre y los que retornan. Uno emigra porque está caído y es una redención volver, encontrar en el punto de partida lo que se fue a buscar y casi seguro nunca existió afuera. Y el uno es aquí colectivo, con lo bueno y lo malo que de ello resulte. Se trabaja en conjunto, se aporta en grupo, se discute y decide en muchedumbre. Se festeja, sacrifica, alcoholiza y llora en multitud.
La quinua crece impávida. Verde aquí, ora en plantitas osadas ante el frío o en penachos enterrados de un color descollante en el yermo. Más tarde, cuando la quinua se seque y comience a desgajarse, los verdes cambian a ocres, amarillos, sepias, morados, violetas, púrpuras, rojos, rosados, azules, negros. Como un paisaje pintado por Signac. Hermoso… y muy solo. Los hombres cortan, cosechan, hacen trilla con las ruedas de una camioneta, arrojan al viento el polvo y recolectan la semilla.
El documental de Soto cuenta historias humanas, tres con una primaria, familiares, porque de eso se trata, de la vuelta a la esencia, a los valores culturales, a la identidad que exige padres y vástagos. Eso logra el proyecto de un beneficio a ganar, de dinero que transforma la tristeza en alegría y la miseria en ventaja.
No está mal, y no lo juzga el documentalista tampoco, dorar la terrestre necesidad de sobrevivir con cierta ideología que hable de ancestros, religiones, partidos o creencias. Que todo no sea tan nimio como un par de monedas, como treinta denarios…
El retorno al origen tiene que buscar su propia retórica. Difícil reconocer que da uno marcha atrás porque se equivocó, no sabía o no hubo oportunidad para el sosiego, la bonanza, la paz pudiente y contante. Lo ideal es hacerlo porque de pronto allí donde no había nada, o lo había y no valía, algo ha adquirido notoriedad y precio. Nadie deja su casa de simple cansancio. Aunque a veces.
Así la quinua que de milenario rito y alimento, por gusto de gringos, pasó a ser senda que permite vivir, adelantar, y quizá de la bicicleta saltar a la moto y rompiendo escalas. Porque en medio del misticismo ancestral penetra inmisericorde la modernidad.
Gracias al duro trabajo, a los incansables días de cava, siembra, cosecha, augurio de lluvia, sequía o lo que fuere de la gente del altiplano, al rictus amargo o la sonrisa, a la apuesta total de alto riesgo, al vasito de alcohol vertido sobre el terrón, en Norteamérica y Europa bellas muchachas de pantalón corto y blusa pegada a las tetas corren sudorosas a tomar un néctar de quinua y amaranto. Son felices. Les han dicho que el producto que consumen es “gentil” con quienes lo producen. Significa, a calzón quitado, que en lugar de un dólar les dan dos a los labriegos. Bueno, las jóvenes piensan ser parte de la revolución global y la gente lejos, en la tangente del aparato de consumo, mejora un poco.
Quinuera es un lujo de posibilidades y elucubraciones. A partir de la formidable fotografía y un sobrio guion al que sigue la cámara, Ariel Soto Paz ha soltado el velo del fin del mundo.