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Vuelta a la esencia

Con el documental ‘Quinuera’, Ariel Soto penetra en la fascinación del color, en el rito, y en el dinero como hacedor de retornos.

/ 16 de julio de 2017 / 04:00

Un afiche grande de Quinuera todavía duerme en un galpón de la calle Ecuador en Cochabamba. Lo olvidamos cuando nos conocimos con Ariel y nos emborrachamos tanto que el cine pasó a ser detalle añadido de una inmensa y colectiva ficción de alcohol.

Muestro a mis hijas desde el automóvil plantas y les digo que es quinua salvaje, en Denver. Parece al menos, o de la misma familia. Luego están las granjas en el valle de San Luis, Colorado, y una historia de al menos dos variedades creadas en laboratorio universitario, dicen, y patentadas como locales. Se habló de robo cultural. Aun así, en los Safeway o Whole Foods de esta región montañosa, la quinua que se vende muestra a Bolivia como lugar de origen.

Usan quinua para hacer vodka, y ya me extiendo fuera de las fronteras continentales de América. En cacerolas con carne y en mínimos, y minimalistas, platos gourmet. La vendía yo, en 1992, en un delicatesen que tuve en Lakewood, que fue ciudad de Golda Meir. Lo único que sabía preparar con la receta de mi abuela, de los arcanos aymaras de Inquisivi y Ayopaya: ch’aqe de quinua. Cuando los clientes probaban la sopa, volvían; ni idea tenían de qué se trataba. Preguntaban “¿qué son esas cosas como gusanitos?”. Hoy la quinua, “quinoa” en su más suave pronunciación chilena, que es la que ha pegado, es un lujo exigido a aquellos que se precien de pertenecer a la élite del nuevo futuro.

Entonces comienza el director a filmar en Alota, villorrio de la provincia Enrique Baldivieso (Potosí), bien metida como una cuña en Nor Lípez. Otro mundo. Las tomas de paisaje son largas; no se miden las distancias. Asoman nevados como pezones lácteos o cerros pelados al fondo de un paisaje lunar. La gente de Alota no se apresura. El porvenir para ellos existe en calidad de ganancia de lo que pueden producir. Sin embargo, eso no alterará sus vidas significativamente. La dinámica es otra.

El cura y productor de quinua del lugar toma su bicicleta y se adentra en la pampa. El individualismo recalcitrante y vanidoso de los que en Occidente pueden pagarse el lujo de consumirla (es cara) pareciera diluirse acá. Están los de siempre y los que retornan. Uno emigra porque está caído y es una redención volver, encontrar en el punto de partida lo que se fue a buscar y casi seguro nunca existió afuera. Y el uno es aquí colectivo, con lo bueno y lo malo que de ello resulte. Se trabaja en conjunto, se aporta en grupo, se discute y decide en muchedumbre. Se festeja, sacrifica, alcoholiza y llora en multitud.

La quinua crece impávida. Verde aquí, ora en plantitas osadas ante el frío o en penachos enterrados de un color descollante en el yermo. Más tarde, cuando la quinua se seque y comience a desgajarse, los verdes cambian a ocres, amarillos, sepias, morados, violetas, púrpuras, rojos, rosados, azules, negros. Como un paisaje pintado por Signac. Hermoso… y muy solo. Los hombres cortan, cosechan, hacen trilla con las ruedas de una camioneta, arrojan al viento el polvo y recolectan la semilla.

El documental de Soto cuenta historias humanas, tres con una primaria, familiares, porque de eso se trata, de la vuelta a la esencia, a los valores culturales, a la identidad que exige padres y vástagos. Eso logra el proyecto de un beneficio a ganar, de dinero que transforma la tristeza en alegría y la miseria en ventaja.

No está mal, y no lo juzga el documentalista tampoco, dorar la terrestre necesidad de sobrevivir con cierta ideología que hable de ancestros, religiones, partidos o creencias. Que todo no sea tan nimio como un par de monedas, como treinta denarios…

El retorno al origen tiene que buscar su propia retórica. Difícil reconocer que da uno marcha atrás porque se equivocó, no sabía o no hubo oportunidad para el sosiego, la bonanza, la paz pudiente y contante. Lo ideal es hacerlo porque de pronto allí donde no había nada, o lo había y no valía, algo ha adquirido notoriedad y precio. Nadie deja su casa de simple cansancio. Aunque a veces.

Así la quinua que de milenario rito y alimento, por gusto de gringos, pasó a ser senda que permite vivir, adelantar, y quizá de la bicicleta saltar a la moto y rompiendo escalas. Porque en medio del misticismo ancestral penetra inmisericorde la modernidad.

Gracias al duro trabajo, a los incansables días de cava, siembra, cosecha, augurio de lluvia, sequía o lo que fuere de la gente del altiplano, al rictus amargo o la sonrisa, a la apuesta total de alto riesgo, al vasito de alcohol vertido sobre el terrón, en Norteamérica y Europa bellas muchachas de pantalón corto y blusa pegada a las tetas corren sudorosas a tomar un néctar de quinua y amaranto. Son felices. Les han dicho que el producto que consumen es “gentil” con quienes lo producen. Significa, a calzón quitado, que en lugar de un dólar les dan dos a los labriegos. Bueno, las jóvenes piensan ser parte de la revolución global y la gente lejos, en la tangente del aparato de consumo, mejora un poco.

Quinuera es un lujo de posibilidades y elucubraciones. A partir de la formidable fotografía y un sobrio guion al que sigue la cámara, Ariel Soto Paz ha soltado el velo del fin del mundo.

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Elis Regina y la noche

‘¿Te gusta vivir aquí?’: el reloj apenas avanza, yo voy retrasándome y ya he disparado tres tiros.

/ 20 de agosto de 2017 / 04:00

Parecía acabar a las 07.30, la noche. Juntamos los últimos pedazos del atún con ajonjolí. Nana Caymmi canta Solamente una vez, en español. Decidimos sin embargo incursionar en la subcultura norteamericana de las cosas de segunda mano. Teníamos 45 minutos para peinar el terreno todo. Comenzamos con vasos cerveceros, altos, delgados trepando a anchos. Hay hermosos vasos aquí, dice Armando y seguimos. Tropezamos con un poco algo de lo inimaginable. Sugerí que el mundo había cambiado, que las tiendas de segunda después del auge del internet se acabaron como centros de descubrimiento. No queda el asombro de levantar cuadros tirados y encontrarse con litografías de Isabey. Era, y alrededor también, otra época.

Enciendo el motor. Llovizna. El verde del capó se diluye en la noche. Si no fuese por la luz de los reflectores delanteros diría que volamos en una suerte de alfombra mágica. Y viene la pregunta de mi hermano, justo cuando tocan las nueve: ¿y te gusta vivir aquí?

Más de 25 años. Hay dos niñas que entraban ambas en mis brazos y que hoy discurren sobre historia y sociología mientras voy retrasándome, quedando atrás, en la despensa, en los anaqueles como un vaso cervecero cualquiera, etiquetado irlandés o bostoniano. Pero no he escrito todavía el libro que quiero. Discurro por el crimen de las últimas páginas y lavo la sangre igual a si se tratara de pintura. Leo a Leonardo Oyola, allí en Misiones, o Corrientes, y me hubiese gustado escribir así. Pero esa vitalidad para el eructo, el vómito hecho arte, no es que se haya perdido sino que pasó a segundo grado, de segunda —otra vez—, como tienda de basuritas.

Me gustaba; me gustó; ya no.

Sou caipira pirapora, vocaliza Elis Regina. Esta mujer más triste que la noche, más densa que la luna. Y la he elegido para acompañar el estrecho espacio entre las diez y medianoche, resquicio donde desaparece el infinito. Todo el día he estado rodeado de mujeres suicidas, de heroicas drogas que matan mujeres y de voces de mujer perteneciendo al futuro. Acaricio el revólver que Emilio Losada en la Sevilla asqueada dice que cargo en sus sueños de poeta. Lo acaricio, lo giro, lo juego de yo-yo y lo disparo contra un espejo. El ruido del cristal imita llanto; sollozo cuando se esparce ya cansado. Vuelvo a disparar y soplo el caño para creerme personaje de historieta. Elis Regina canta, o chora.

11.21. Todavía pesa el ron del domingo. Saber por qué fiesteamos. Porque no estábamos como los de arriba escapados de Siria incendiada ¿o sí? O los califas de extensa índole y corto pene ya no pueden alcanzarnos. Saludo a madre e hija armenias, vecinas sonrientes de piscina en Norteamérica, de hamburguesa justo al lado por 69 centavos. También sonreiría yo. Querría borrar para siempre las calles, los antepasados, el cerro Sinjar, los dioses. Luego de aquello nada, ni la tumba de mis padres ni la luna que goteaba sobre el cerro santo como tintura de cúrcuma.

11.23. Dos minutos. Una brújula cuelga debajo de llaves coloniales pueblerinas, recolectadas en intrascendentes excursiones. ¿Echaría atrás mi recuerdo como mis vecinos de arriba? Gritan los niños a veces y sobre la noche de la pradera gringa vuelve a correr el jinete sin cabeza. ¿O soy yo el que grito y el refugiado? El reloj apenas avanza y ya he disparado tres tiros. Arrojo los otros tres al basurero y observo las semillitas de ajonjolí que se pegan al bronce. Miro la oscuridad. Hasta el foco de la puerta de entrada se quemó. Sou caipira, insiste Elis, y le digo que lo mismo, que mi historia la inventaron para ponerme espaldas y hombros antes de lanzarme al ruedo.

Medianoche. Supuestamente el tiempo expiró. El primer minuto deduzco ser el de la muerte, pero a las doce y tres sigo enfrente del ordenador y el gmail apila fotos y nombres de novias en los extremos del mundo que se ofrecen para venir a compartir el lecho de un barbado canoso, que no viejo, que no. A alguna me gustaría decirle que más que conocerla preferiría ver Krasnodar, antes que Donald Trump incendie el mundo y los campos salvajes a orillas del Dniester pasen a flotar como humo.

Intervalo de horas. Desasociarme de lo que la luz descubre. No pongo, ni hay, rosas amarillas alrededor para excitar la imaginación. Escribo de noche, con cerrado entorno que termina en el fin de un foco de 75. Ya que no hay cueva, que si la hubiera, allí estaría, tomándome esta leche diluida en agua que sabe a vacío. Pasan nombres de ciudades. Zhitomir, recuerdo, 1648 y 1942, la tragedia no respeta siglos.

Cierro con cuidado los bordes carmesíes de la bolsa de basura y la saco al patio. Ligia, Marco, Omar duermen. Tres cucarachas discurren con amistad acerca de las bondades de la humedad. Limpio las balas que saqué del basurero y apunto. Con una mato tres… cucarachas y soplo: revolución mexicana.

Pan francés, miel orgánica. Sobre la mesa los objetos se confabulan para eliminar la noche. Por ahí hierve el café. Elis agoniza en el zaguán, ni el suave portugués la salva. Saudosa maloca: cabaña tristona, hogar tristeante, dormitorio tristoso. La caldera grita como el tren al sur, el tren de las once, el tren del trabajo. Casi las seis. Me quedan dos minutos para despertar y ninguna bala.

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Elis Regina y la noche

‘¿Te gusta vivir aquí?’: el reloj apenas avanza, yo voy retrasándome y ya he disparado tres tiros.

/ 20 de agosto de 2017 / 04:00

Parecía acabar a las 07.30, la noche. Juntamos los últimos pedazos del atún con ajonjolí. Nana Caymmi canta Solamente una vez, en español. Decidimos sin embargo incursionar en la subcultura norteamericana de las cosas de segunda mano. Teníamos 45 minutos para peinar el terreno todo. Comenzamos con vasos cerveceros, altos, delgados trepando a anchos. Hay hermosos vasos aquí, dice Armando y seguimos. Tropezamos con un poco algo de lo inimaginable. Sugerí que el mundo había cambiado, que las tiendas de segunda después del auge del internet se acabaron como centros de descubrimiento. No queda el asombro de levantar cuadros tirados y encontrarse con litografías de Isabey. Era, y alrededor también, otra época.

Enciendo el motor. Llovizna. El verde del capó se diluye en la noche. Si no fuese por la luz de los reflectores delanteros diría que volamos en una suerte de alfombra mágica. Y viene la pregunta de mi hermano, justo cuando tocan las nueve: ¿y te gusta vivir aquí?

Más de 25 años. Hay dos niñas que entraban ambas en mis brazos y que hoy discurren sobre historia y sociología mientras voy retrasándome, quedando atrás, en la despensa, en los anaqueles como un vaso cervecero cualquiera, etiquetado irlandés o bostoniano. Pero no he escrito todavía el libro que quiero. Discurro por el crimen de las últimas páginas y lavo la sangre igual a si se tratara de pintura. Leo a Leonardo Oyola, allí en Misiones, o Corrientes, y me hubiese gustado escribir así. Pero esa vitalidad para el eructo, el vómito hecho arte, no es que se haya perdido sino que pasó a segundo grado, de segunda —otra vez—, como tienda de basuritas.

Me gustaba; me gustó; ya no.

Sou caipira pirapora, vocaliza Elis Regina. Esta mujer más triste que la noche, más densa que la luna. Y la he elegido para acompañar el estrecho espacio entre las diez y medianoche, resquicio donde desaparece el infinito. Todo el día he estado rodeado de mujeres suicidas, de heroicas drogas que matan mujeres y de voces de mujer perteneciendo al futuro. Acaricio el revólver que Emilio Losada en la Sevilla asqueada dice que cargo en sus sueños de poeta. Lo acaricio, lo giro, lo juego de yo-yo y lo disparo contra un espejo. El ruido del cristal imita llanto; sollozo cuando se esparce ya cansado. Vuelvo a disparar y soplo el caño para creerme personaje de historieta. Elis Regina canta, o chora.

11.21. Todavía pesa el ron del domingo. Saber por qué fiesteamos. Porque no estábamos como los de arriba escapados de Siria incendiada ¿o sí? O los califas de extensa índole y corto pene ya no pueden alcanzarnos. Saludo a madre e hija armenias, vecinas sonrientes de piscina en Norteamérica, de hamburguesa justo al lado por 69 centavos. También sonreiría yo. Querría borrar para siempre las calles, los antepasados, el cerro Sinjar, los dioses. Luego de aquello nada, ni la tumba de mis padres ni la luna que goteaba sobre el cerro santo como tintura de cúrcuma.

11.23. Dos minutos. Una brújula cuelga debajo de llaves coloniales pueblerinas, recolectadas en intrascendentes excursiones. ¿Echaría atrás mi recuerdo como mis vecinos de arriba? Gritan los niños a veces y sobre la noche de la pradera gringa vuelve a correr el jinete sin cabeza. ¿O soy yo el que grito y el refugiado? El reloj apenas avanza y ya he disparado tres tiros. Arrojo los otros tres al basurero y observo las semillitas de ajonjolí que se pegan al bronce. Miro la oscuridad. Hasta el foco de la puerta de entrada se quemó. Sou caipira, insiste Elis, y le digo que lo mismo, que mi historia la inventaron para ponerme espaldas y hombros antes de lanzarme al ruedo.

Medianoche. Supuestamente el tiempo expiró. El primer minuto deduzco ser el de la muerte, pero a las doce y tres sigo enfrente del ordenador y el gmail apila fotos y nombres de novias en los extremos del mundo que se ofrecen para venir a compartir el lecho de un barbado canoso, que no viejo, que no. A alguna me gustaría decirle que más que conocerla preferiría ver Krasnodar, antes que Donald Trump incendie el mundo y los campos salvajes a orillas del Dniester pasen a flotar como humo.

Intervalo de horas. Desasociarme de lo que la luz descubre. No pongo, ni hay, rosas amarillas alrededor para excitar la imaginación. Escribo de noche, con cerrado entorno que termina en el fin de un foco de 75. Ya que no hay cueva, que si la hubiera, allí estaría, tomándome esta leche diluida en agua que sabe a vacío. Pasan nombres de ciudades. Zhitomir, recuerdo, 1648 y 1942, la tragedia no respeta siglos.

Cierro con cuidado los bordes carmesíes de la bolsa de basura y la saco al patio. Ligia, Marco, Omar duermen. Tres cucarachas discurren con amistad acerca de las bondades de la humedad. Limpio las balas que saqué del basurero y apunto. Con una mato tres… cucarachas y soplo: revolución mexicana.

Pan francés, miel orgánica. Sobre la mesa los objetos se confabulan para eliminar la noche. Por ahí hierve el café. Elis agoniza en el zaguán, ni el suave portugués la salva. Saudosa maloca: cabaña tristona, hogar tristeante, dormitorio tristoso. La caldera grita como el tren al sur, el tren de las once, el tren del trabajo. Casi las seis. Me quedan dos minutos para despertar y ninguna bala.

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La fritanga y los petardos

El español Miguel Sánchez-Ostiz ofrece en ‘Chuquiago, deriva de La Paz’ una crónica sobre la ciudad  sin mirarla como extranjero.

/ 6 de agosto de 2017 / 04:00

Cuándo, carajo? ¡Ahora, carajo!”, de ahí el título de este artículo, de las interminables movilizaciones, del movimiento y la permanente estática. Subiendo, bajando, en peregrinación y búsqueda; en inercia. Multitudes y olores. Pis y fritanga. Pajpakus y ladrones, contrabandistas. Poetas suicidas y el vientre indescifrable de la ciudad que no se ve, estómago que deglute, sombra que caga. San Francisco. Gente, en olas; gente que desaparece sin rastro y menos gloria, que quizá se eternice en el mentado misterio, mitad racista mitad esotérico, de que los aymaras ponen cuerpos, vivos o fríos, en los cimientos de las edificaciones que se multiplican, en aras de la insaciable boca antigua que dicen india pero que más parece simbiosis de terrores de todas las razas entremezcladas. Villa de ritos.

Mientras tanto cae bien un chicharrón en las afueras de los aluviales bordes de Pampahasi, con camote y papa humeante, y llajua fuerte rozando fuego, mirando a lo lejos la garganta de Uta Pulpera, la de los autoinmolantes, similar en lo macabro al bosque japonés de Aokigahara, allí donde la vida no vale nada.

Comienza el libro con un epígrafe de Saenz, de La piedra imán. Saenz que va a trashumar estas páginas, igual que Viscarra, y Arturo Borda para un casi epílogo de vellos erizados, con bagaje de oscuridades y versos soberbios, con la casaca formada de retazos que tenía Mariano Baptista en su oficina, y que vi yo, mucho después, en una silla donde una modista (supongo) la reparaba. El saco de Saenz, el que todavía visten, a veces, los k’epiris del mercado Calatayud de Cochabamba, sus aparapitas.

Cronista, Sánchez-Ostiz, de una muy vieja escuela que vino adosada a los caballos y la espada. Que destruyó mientras enamoraba las piedras sacrificadas. Que se quedó aunque se fuera. Por eso van nueve veces que el también poeta recurre a La Paz como al éxtasis de su calma, al calorcillo tan humano, febril y hasta hediondo, de un mundo que jamás fue vencido, que se ajustó a las nuevas condiciones que la historia exigía y moldeó a su invasor a su gusto y semejanza. Hay poderes más profundos que el poder de mandar, son aquellos del alma, del embrujo imposible de aliviar. El gran escritor navarro ya no puede vivir lejos de sus coqueras, de las mesas con hechizos, de la sospecha de las bocas innombrables de la ciudad colonial, de los lazarillos, que terminan siendo amigos, que vapulean sus sentidos en excursiones intensas. Sahumerios que atraviesan espejos, líneas borradas, ni tiempo ni distancia y, en paradoja, la convicción de presente y pasado sin siquiera mirar hacia el futuro.

En la belleza del valle de Baztan (ese mismo de los Goyeneche), en su Navarra natal, el escritor extraña el río subterráneo de La Paz, recuerda la riada, el Ekeko, los platillos carnavalescos debajo del puente Abaroa, los diablos y Los Kjarkas borrachos cantando la noche entera en el piso de arriba, lo que le induce a decir melancólico: “Debí subir”. Debió, debió, porque el frenesí boliviano ya es suyo, porque su identidad va más allá de los papeles, de policías y fronteras. Pertenece a los sartenes de las cocineras del Lanza, el Merlán, a yatiris y reciris, a ciegos que leen en plomo derretido su nave ya encallada a orillas del lago. De huaquero pasó a huacorretrato. De allí no se puede salir.

¿Es La Paz la ciudad de la incoherencia? Pregunta que me hago yo, no el autor. También me pregunto si no es este el libro más importante que se ha escrito sobre la ciudad, de no ficción aunque ficticias parecen las situaciones y los seres. En realidad no importa. Lo que sí aseguro es que no son páginas de extranjero, de fotógrafo, de gringo con ánimo perdonavidas. Miguel Sánchez-Ostiz recorre sus memorias con infatigable afecto; los hijos de los que él habla, a veces materiales y otras ilusiones, esperpentos, enanos, beldades y flores no lo inquietan ni en la peor de sus fealdades o méritos. Se ha sentado a recordar y en su recuerdo a amar. No es Malcolm Lowry en trágica inmolación ante lo mexicano, más bien Eisenstein, si conciben la diferencia.

Tugurio de La Muerte, el Bocaisapo, El Lido. Insondables y míticos. Leyenda de oscuridad que desnuda el autor; la entiende pero no la persigue como fin, como estampa turística o “maldita”. La narra según la vio, la oyó, percibió. La Paz es esa vieja que en el cementerio de La llamita arranca pingajos de una tumba y se los guarda (necrofagia saenciana), mientras refleja rosado al Illimani, el perfecto achachila.
Ciudad de entrañas. El indio y España hundidos en el mismo hoyo, empiernados por eternidad, sin comprenderse pero amantes que se odian y sin el otro no pueden vivir. No necesitan siquiera parir mestizos: ya el aire es mestizo, azul radiante.

Aparte de la muchedumbre enmascarada, hierática o carcajeante del pueblo está la otra ciudad tirada al sur. O al centro, en cafés y tertulia. Anota el navarro nombres prominentes que moldean su espíritu, que hablan de ella e intentan calificarla, explicarla. Digo en la contratapa que de los paceños el que se busque aquí, en esta amplia crónica paceña, ha de seguro encontrarse, desde Armando Soriano leyendo sonetos, hasta el poeta músico Pablo Mendieta Paz. Nisttahuz, Mariano Baptista, Recacoechea, Cárdenas, el arquitecto Calderón, los prohombres de la casa de Alberto Crespo Rodas, H.C.F. Mansilla, René Arze, los hermanos Rocha Monroy, Beatriz Rossells, Cingolani, Édgar Arandia, Gastón Ugalde, tantos otros. Y Ricardo García Camacho, amigo y guía, poeta en este viaje al principio de la noche.

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Periodista y escritor de mucha pegada

El colombiano Alberto Salcedo Ramos, que visitará la FIL, logra una obra maestra en ‘La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé’, una crónica sobre la vida del más grande boxeador de su país.

/ 30 de julio de 2017 / 04:00

Recuerdo ese diciembre del 71 cuando, pegados a Radio Nacional, escuchábamos, mi padre, Armando y yo, la victoria de Nicolino Locche sobre Kid Pambelé. La cercanía con Argentina nos tenía parcializados y festejamos de acuerdo. Pambelé lo noquearía el 73. No dispongo memoria de la fecha. Era diciembre, lo sé porque amenazaba la Navidad, que a los once años que eran los míos guardaba caricias. El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé ha sido mi único, y formidable, acercamiento a Alberto Salcedo Ramos. No diré que basta ni sobra, sino que fue lo necesario para conocer a un escritor, periodista, de mucha talla. Esta crónica sobre la vida del más grande boxeador que tuvo Colombia es una obra maestra, en periodismo y en literatura.

Siguiendo la gran tradición norteamericana de la crónica, Salcedo Ramos presenta en este libro la imagen de Antonio Cervantes, Kid Pambelé, bajo la multifacética mirada del tiempo, la multitud y la distancia, rica en verbo mas escasa en retórica, tratando de descubrir la verdad fuera del sortilegio literario, consiguiendo, sin embargo, algo que excede aquello que consideramos periodismo y que se adentra en la escritura como forma artística, aun exenta de vericuetos, tropos y metáforas. Una parábola, lo dicen por ahí en el libro, fue lo que creó, profundamente humana y con sonrisas en medio del más feroz drama, aquel que hace caer al individuo de cima a sima, el mismo artificio, quizá inevitable, que desbarrancó a Lucifer. “Mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo”, le hace a este decir Milton y, aunque no se mencione, podría atribuirse al pegador que sigue viviendo en la ilusión de su grandeza pero se maneja a la perfección, y hasta goza, en el submundo del averno. Permanece campeón para siempre, siendo la única forma de lograrlo en la invención que trae consigo el desastre, en la creatividad superviviente del fin. Son notas personales, no del autor.

Se afirma que el periodista, cronista, narrador de prensa, debe mantener una impoluta relación con sus personajes. Quizá esto vale para el reportaje inmediato, en el que no debe contar la subjetividad del relator para contar los hechos tales y como son, los protagonistas sin máscara; pero encuentro en esta notable obra colombiana no subjetividad pero sí alta empatía.

Más que perceptible, siento, la relación de Salcedo con Cervantes, a pesar de que quiere el primero exprimir los detalles que sostengan un relato verosímil. Como un hombre de más de cincuenta —tal vez la edad tenga de todos modos su peso— yo sí pongo mi alta dosis subjetiva y leo en las páginas lo que quiero leer con tres décadas al menos de nostalgia. Por eso considero a El oro y la oscuridad el libro más cercano a la literatura que a otra cosa. No discrepo con la información bien desarrollada ni con su cronología; no dudo en que lo dicho sea verdad, pero es que el estilo da para más, da para creerse uno mismo una historia que de tan rica parece ficticia, o parábola, según anotamos antes, o mito.

O es que el personaje tiene, incluso en su más desvencijada humanidad y miseria, el porte y el talante de un héroe antiguo, un Prometeo reacio a ser encadenado y que sufre al mismo tiempo la calma como la borrasca. En algún momento el personaje se rebela contra el autor y lo encara. Prueba de que estas son notas de sangre y piel.

Cuenta Salcedo Ramos lo que contara a su vez el presidente Betancur: que llegado García Márquez a un agasajo, alguien dijo que llegaba “el hombre más importante de Colombia”, a lo que Gabo respondió: “¿Dónde está Pambelé?”. Nacido Antonio Cervantes en San Basilio de Palenque, tierra de comida y baile como no hace mucho fue festejada en el mundo. De color. Su nombre suena en cumbias y vallenatos —“Palenque, la tierra linda de Pambelé”—. Gozaba, Pambelé, con el escritor y lo azuzaba para que terminase “su” libro. Un volumen dedicado exclusivamente a su persona y su gloria —que de lado habría él seguro de dejar lo penoso del descenso—, el clímax urgente de una vida que de sufrir se fue a gozar y que de gozar cayó al abismo sin al parecer darse cuenta de ello el afectado. De algún modo, Alberto Salcedo Ramos, hasta narrando la infinitud de la desgracia luego de la bonanza, ha fundido en hierro un Kid Pambelé intocable, indestructible. Páginas con un dejo de bíblicas, maestras, entusiastas y generosas. El personaje en su laberinto, y con él el pintor-cronista, ese apóstol del infierno para alegría nuestra.

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El platillero de banda

Los ternos brillosos, las cabriolas y la música son la síntesis de un mestizaje que se sobrepone al tiempo, nos renueva y nos devuelve atrás.

/ 11 de junio de 2017 / 04:00

Cierta vez me preguntaron qué me hubiese gustado ser. Pensaron que mi opción de quién, más que de qué, estaría entre Günter Grass y García Márquez, pero no. Contesté que platillero en una banda. ¿No lo oyeron? Platillero, haciendo piruetas con los platos dorados, girándolos entre mis manos como si fuesen mariposas, en la celebración del Señor del Gran Poder, o del Gran Joder, vamos. Lo recordé este amanecer lluvioso —llueve menos que en Macondo— mientras la casetera tocaba La Motilona, cumbia de Los Alegres Diablos. Chas, chas, que aquí viene el ritmo, platillo en la cabeza, media vuelta, giro y contragiro, arriba, con los dedos, igual a los negros basquetbolistas norteamericanos que de la pelota hacen un mundo que da vueltas sin parar.

Contemplo las bandas, uno de los espectáculos impresionantes del universo, esa mixtura, de aparente caos en que multitud de instrumentos aúlla al mismo tiempo en angustiosa fraternidad. He pensado, leyendo novelas tradicionalistas y mirando fotos de las sociedades geográficas, que nos han registrado en la historia —a los bolivianos— como nativos taciturnos mirando el horizonte. Por detrás crece la hirsuta paja, se levantan peladas tetas/colinas de piedra implacable y un hato de llamas pasta en los confines del mundo. Pero Bolivia es país alegre, despiadado en el desenfreno, incluso entre aquellos taciturnos amoratados por el frío que cubren la melena de cabra debajo de chullos de lana con increíbles colores y diseños.

Tan alegre que me parece que la mejor representación del país, si tuviésemos que ponerle una concreta apariencia física, sería esa del platillero con un terno brilloso, blanco, gris metálico, rojo, algo chillón, discordante, que hace movimientos sensuales y cabriolas al mismo tiempo que produce música. Síntesis de un mestizaje que uno y otro lado tratan más que desdeñar, evitar.

Desde los platillos de la batería, que acompasan con suavidad las canciones y a veces se acarician con un ramillete, hasta los personales, algunos tan grandes como de un metro de diámetro; dorados, eso sí, porque hay que preciarse de una profesión sin duda más antigua que la de dar trasero por dinero, la de golpear dos objetos planos sin ritmo al principio y luego seguidos ya por otros sonidos que acompañan su básica y elocuente voz.

Cierto que el diablo, la diablada son imponentes, que cuando salen del socavón o de cualquier bar de la avenida Siles donde festeja el pasante, en medio de estruendo de cohetes, poca cosa se les puede comparar, pero si alguien no ha visto un platillero de Bolivia, tronado por el alcohol más que por la veneración del virginato o señorío, sudado en su piel de cobre que brilla con el agua, no ha visto nada. Porque si este platillero ya asimiló el infierno del ritmo y alucina con un opio, el de la música, que nos lleva a Baco o, más antiguo, al fuego mismo primigenio, nada lo podrá parar hasta que caiga rendido, sonido de metal al suelo, y duerma cubriéndose del sol con un plato que se calienta al rojo y lo despierta para continuar. ¿Dónde? Siempre hay dónde y siempre hay cuándo y nunca por qué. Como la patria que ríe pero no se la puede ver. Ni tampoco cuando llora.

Entrecierro los ojos porque no he dormido, no por veleidad de poetastro infeliz y exiliado que no soy. Por el sueño, y sabiendo que a través de él, de tanto pensar, de repetir una y otra un vinilo o un compacto inundado de platillos, he de convocar los fantasmas de ayer, cuando Bolivia pasaba penosamente de sociedad rural a esbozo urbano. Diablos, morenos, kusillos podrían ser los espectros de esa inevitable transformación. Si acaso la modernidad los acucia para renovar vestimenta, glorificar el milenio con aberraciones de mal gusto o lo que fuere, hay un espíritu que permanece incólume, anciano, que se sobrepone al tiempo y nos renueva a tiempo de devolvernos atrás.

Incluso en un entierro, cuando la banda toca un lento huayño de pena o ataca un bolero de caballos de guerra, suena el plato, espaciado, no enloquecido, de cuando en cuando, como una ráfaga de recuerdo con ruido de vidrio roto. Tubas, trombones, sensatos tambores apenas tocados y chas, chas, de a ratos, ya no el platillero con terno sino uno modesto, de camisa blanca, pantalón negro, avejentados zapatos de charol y olor a jabón de tocador con dejo de almizcle. Luego la pala deja caer la tierra encima del cajón, chas, chas, y el libro de horas se ha cerrado.

Platillero hasta el fin del mundo, obviando públicos y dioses, ensimismado, entusiasmado con dos soles amarrados a las muñecas como guantes de boxeo. Llevar el platillo a veces de sombrero, otra de abanico, y estrellarlo contra el otro y disfrutar como de cópula el temblor del bronce, mayor mientras mayor sea el diámetro, dorado porque tiene que ser, y fundido con sudor de herrero, gota de oro, pizca de plata y orín de burro.

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