La década de 1990 dejó un inconfundible olor a cigarro Astoria. Y por encima de las arriesgadas maniobras para sobrevivir a los placeres de la juventud, una rica experiencia: con suficientes excesos, incursiones en el circuito de pandillas de nombres exóticos (Singapur, Triple K, Locos, Lipstick) y encuentros violentos con el miserable y grandilocuente submundo del alcohol y la droga.

Así recuerdo algunas de las deslumbrantes actividades extracurriculares de mi fecunda y espléndida temporada en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), donde militantes orgullosos de agrupaciones de izquierda rivalizaban entre sí y plantaban estandartes partidarios en feudos ganados a golpe de discurso y palo. Imágenes que todavía repican en mis oídos. Tiempo algo parecido al furibundo mosh y al desfigurado coreo de Sex and violence (épica canción de postpunk de la banda The Exploited).

Si esta historia fuera una trampa de la mente o un juego de palabras, de igual modo saltaría una sospecha. Pese a que a veces la escritura de una descripción cruza por la censura de hechos comprometedores, no quiero dar rienda suelta a consignas amorales ni demostrar la decencia o indecencia de aquel cercano pasado.

De algún modo mi voz insinúa la forma y el color, los caprichos y extravagancias, el detrimento y la erosión de la esperanza. ¿Acaso no pasan cosas como éstas en otras épocas? ¿No son el final de la adolescencia y la juventud más temprana días de líos y sinrazones, citas entre compinches y amores convertidos en juramento y hazañas a la luz de la luna llena? No me gusta esta ropa, mi cabello es salvaje, digamos que me esfuerzo en vano, echo de menos el colegio, gestos o ademanes nada persuasivos, gritos, ¡bazofia hoy y mañana!, ¡el futuro no existe!

Para mejorar el tono de estos recuerdos sin rumbo, imagino las horas de ocio y no olvido los besos bajo la copa de los árboles de los jardines del campus central de la UMSA. Con los minutos, me abstengo de insinuar el resultado desagradable de mis pensamientos, en un intento de distinguir entre el camino estrecho y el ancho. Para darme una atmósfera, por un largo rato presto atención al tranquilo alboroto del atardecer, reclinado en la baranda metálica de un balcón.

Pobre de mí que confío en llevar al lector hacia una versión romántica de la vida universitaria; en cambio, en las primeras líneas de esta tosca remembranza tumbé de un puntapié el sueño de regresar al paraíso como el narrador apasionado de una fotografía descolorida.

Contar algo, sin ostentación, de pie o sentado, con una sonrisa, contar un chiste que complazca al auditorio (en una farra), satisfacer la exigencia y hacerlo de nuevo, con la misma gracia, estas son cualidades de Jorge (Coco) Quispe que más recordé tras dejar la universidad.

Sin embargo, por algo la justicia divina me lanza una sobria mirada: en la UMSA, hubo un Coco acostumbrado a compartir sus experiencias como reportero. Mientras yo aún dibujaba con el dedo una trayectoria errática del futuro, Coco procuraba sembrar en nosotros evidencias de su ajetreado trabajo en programas deportivos radiales, empleo de salario bajo y tardes de domingo en la cobertura periodística de partidos de fútbol.

Si bien con estas palabras evoco al Coco laborioso, no desatiendo mi deseo de alabar al amigo elocuente, porque desde la primera oración estoy en la senda que me conduce a Andares de un reportero (Editorial 3600), su primer libro, que refrenda su condición de narrador nato; cualidad insinuada en la carrera de Comunicación Social de la UMSA y en aventuras y desventuras en aquella década prodigiosa, al amparo de la prolífica e irreverente juventud, vulnerables a las influencias (¿quién no lo está?), ocupados en andar rápido y correr hasta estrellarnos, ¿prueba de la intención de no querer estar demasiado tiempo en un mundo sin futuro ni revoluciones posibles?

Confieso que muchas veces me sentí desahuciado. Coco quizá compartió un temor parecido. Lo normal es que hoy nadie coincida con mi apreciación. Pues de ocurrir lo contrario, ¿quién quedaría a cargo de alimentar la esperanza? Inquietud que desaparecía de los jardines de la UMSA, cuando Coco volvía a contar ese chiste.

Su esmerada narrativa a menudo nos sacaba del sopor. Y aunque en las calles podíamos perder más que la inocencia, su puntería para hacernos reír dejó este feliz recuerdo, que no es una falaz aproximación al origen de su vocación de narrador, sino una curiosa manera de señalar un antecedente inequívoco de su crónica periodística, centrada en personas sin lustre político partidario.

Con el grato motivo de la publicación de Andares de un reportero, pongo sobre la mesa estos retazos de un lugar de la ciudad de La Paz que sigue apilando anhelos y frustraciones de adolescentes y jóvenes perseguidos por la incertidumbre. Si miento, ¡que me lleve el Coco!