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El rostro oculto

José Ballivián se maneja en las distancias largas y en las cortas. Acaba de volver del encuentro más público, más famoso y tal vez el más grande del arte en todo el mundo, la Bienal de Venecia, donde expone en el pabellón boliviano, y ya se ha embarcado en un proyecto íntimo y recogido en la galería Persona, que se puede visitar hasta el 5 de agosto. De la instalación y la explosión de colores de allá ha pasado aquí al dibujo en blanco y negro, en lápiz sobre papel, en una exposición sin título. Dos maneras muy diferentes de tratar básicamente los mismos temas, basados siempre en la fusión de las culturas, del pasado, del presente, de lo que ve por las calles de La Paz y de todo lo que él lleva bien adentro.

Hablar sobre la obra propia siempre resulta complicado. Muchos artistas suelen recurrir a un guion que ya tienen elaborado para satisfacer a quien le escucha con una letanía de frases cerradas, normalmente llenas de conceptos fáciles de explicar y de comprender. Ballivián, en cambio, reconoce de entrada lo difícil que es para él describir lo que hay en los nueve dibujos de esta exposición. “Miro a las paredes y sigo dándole vueltas”, dice. “¿Qué diablos es esa señora cargando a su hijo muerto? Trabajo sabiendo y no sabiendo lo que realmente quiero decir, como si quisiera engañarme. Yo hago arte porque lo disfruto, porque me da placer, pero las piezas también sirven de vehículo para muchas cosas que te están carcomiendo por dentro, para sacarse un peso de encima, así que decir que es placer… es una contradicción”.

En los dibujos —agrupados en series y realizados expresamente para esta exposición— y las dos pinturas que cuelgan de las paredes de Persona predominan los pasamontañas, una herramienta para ocultar los rostros de quienes quedan fuera de los márgenes de la estética y el discurso dominantes. No se dejan ver porque la mayoría no quiere verlos.

Así, la ausencia de la cara acerca a la persona y al personaje. Y también al pasado y al presente porque, según dice el director de la galería, Galo Coca, “hace un juego muy interesante con los rostros que están dentro del semitemplete subterráneo de Tiwanaku y los asemeja a los personajes anónimos de la ciudad, como los lustrabotas, los tirilleros”. Unas personas dadas de lado que necesitan ser reivindicadas, para lo que Ballivián recurre a un recurso tradicionalmente reservado a los santos: el pan de oro y el pan de plata. “Así he querido darles cierta gloria, hacerlos un poco sublimes. Aunque las máscaras también se podrían ver como una referencia a mí mismo, a lo que escondo”.

Todo en blanco y negro, en grafito. Una forma de demostrar el arte contemporáneo no es solo instalación, video arte o performance. Hay quienB  se olvida de lo básico que resulta del dibujo a lápiz y de la fuerte carga conceptual y emocional que éste puede tener si se sabe realizar con expresividad, a mano alzada, con trazo libre y dominando la técnica. El director del Museo Nacional de Arte, José Bedoya, asegura que el dibujo de Ballivián “no es ni mucho menos un simple entrenamiento para otras cosas sino que es un instrumento de expresión independiente y completo, funciona por sí mismo y forma una parte importante del cuerpo de su obra”.

En esta exposición muestra dibujos realizados sobre un soporte tradicional, el papel, pero Ballivián se encuentra ahora inmerso en el tatuaje. También es dibujo, solo que sobre piel y realizado con otra técnica: en lugar del lápiz o la plumilla se utiliza la aguja, ya sea manualmente o con una máquina. Y que no se expone en una galería: “parte del encanto es que el tatuaje es una obra que va moviéndose por la calle y como artista lo veo mucho más fresco, es como pasar a otra habitación”, asegura. Porque el tatuaje lo ha habido siempre y probablemente en todas las culturas, pero en los últimos tiempos se ha popularizado de tal manera que ha perdido la complejidad y riqueza de mensajes y configuraciones estéticas que tenía.

Ballivián, como otros artistas jóvenes en todo el mundo, busca volver a dotarlo de un significado profundo, tanto al dibujo como producto final y como a todo el ritual que conlleva desde el momento en que el artista tiene la idea, cuando la desarrolla y hasta que finalmente la plasma en un cuerpo. En el tatuaje, como en toda su obra, trabaja con la iconografía andina, y rescata a los Kataris, al halcón, Tiwanaku… “pero todo con mi toque, todo estilizado”, dice. Y siempre dejando de lado las máquinas, utilizando solo la aguja —“es más romántico”— para sentir la creación y las modificaciones sobre persona en cada golpe.

Técnicamente nada tienen que ver estos dibujos sobre papel o sobre piel con la instalación de sobre el waka waka que aún se exhibe en Venecia. Pero en el tema sí se pueden establecer conexiones. Los dos toros de la Bienal representan el choque de las culturas, lo que se aprecia a simple vista en que están enfrentados y en que uno lleva máscara de cuero y otro no. En apariencia los toros no están acabados, quedaron incompletos, con los hilos de las costuras del cuero tirados por el piso. “Es representar que el mestizaje está rodando y construyéndose constantemente, por eso esa idea de que la obra no se termina, que puede seguir, para que vaya adelante e incorporando cosas nuevas”. Novedades que no tienen por qué ser de creación reciente sino que en casos se recuperan del pasado y ayudan a adivinar el futuro. Un futuro que ya se puede ir captando en lo cholo, lo mestizo, lo híbrido, en el choque de culturas que se representa en los canales de Venecia pero se vive en las calles de La Paz, en los rostros de personas anónimas que construyen su cultura a pesar de, o gracias a, llevar sus rostros ocultos.