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En la ruta

El último libro de Gary Daher, ‘Jardines de Tlaloc’, lleva al lector por un viaje de profunda espiritualidad.

/ 30 de julio de 2017 / 04:00

Como ya se ha dicho muchas veces, encontrarse con la página en blanco y dar comienzo a un texto es un acto fundacional. Y lo es también escoger el poema con el que se abrirá el libro, pues ese acto conlleva la decisión incontrastable de introducir al lector en el imaginario que, a la postre, se irá configurando a lo largo del texto. Desde esa confirmación diremos que no se puede leer Jardines de Tlaloc, el último libro de Gary Daher, sin sentir el halo de profunda espiritualidad que subyace desde su primer poema. Desde los primeros versos se comienza a configurar un imaginario rico en evocaciones místico-rituales proveniente de diversas culturas y saberes, tanto de la mitología greco-romana como de la mesoamericana y andina, e incluso del Islam.

Tlaloc, como “Deva Azteca” del elemento agua, y como potencia cósmica del universo, vinculado con el fluir y los ciclos y ritmos de todas aquellas formas que la contienen —la lluvia, los mares, los océanos, los ríos, los arroyos, las fuentes, los manantiales, los glaciares, e incluso las aguas subterráneas— es el arquetipo perfecto para hacernos comprender que el agua no es solo una forma química sino también un elemento del alma; un fluir, un trayecto, un camino. Un viaje amniótico, íntimo, esencial y purificador que nos introduce en lo esencial y saca de nosotros lo trascendental, necesario para llegar a la negación de sí mismo.

Así, este viaje, tal como se evidencia en Jardines de Tlaloc, no es un viaje cualquiera, pues supone la autoconfrontación y la renuncia. El libro se nos abre con un par de poemas profundamente conmovedores: Condena y Cartas quemadas, en los que Daher realiza una suerte de mea culpa literario, primero, y de desprendimiento de la materialidad, después; mas no de su memoria —pasado—, a la que recurre con sobriedad y mesura, brindándonos hermosos poemas que, sin lugar a dudas, se alejan de la palabra feble y la banalidad, tal como lo señala el propio poeta en la presentación personal contenida en una de las solapas del libro.

Condena

Todo lo que he escrito / territorio donde se guarecieron los horrores / borrones permitidos y erratas / la enorme sarta de palabras enlazadas en discursos febles / cada letra / cada frase / en cada mancillada hora / cada caída en la vanidad de la literatura / la enfermedad del verbo mal dicho / las estúpidas blasfemias / y el onanismo de las verborreas eróticas / tanto exceso de lenguaraces voces / todo aquello / con puntos y comas / todo es responsabilidad mía. / Y más / todavía sin embargo / las larvas creadas en cada lector / por causa de mi precipitada y torpe mano. / De todo aquello / de todas esas manchas / soy el único culpable (…)

Cartas quemadas

Las has guardado tanto tiempo / que solo huelen a escándalo / una tras una nos hablan de otros días / de deseos inimaginables y lejanos (…) / Quemadas en el patio / ya no significan nada / solamente el carbón de los años (…)  / Las fotografías también / encargadas a la feracidad de la tierra / se multiplicarán en la memoria (…) / siempre traicionera / será hoy por hoy / nuestra única playa incierta.

En el segundo cuerpo del libro Daher nos introduce al mundo de La otra edad. Los cuatro poemas que conforman este cuerpo nos remiten a tres pronombres simples —él, yo, y ellos— cargados de significaciones complejas. El “él”, al parecer alusivo a su abuelo; al militar que a finales del siglo XIX llegó desde el Líbano, Beirut, y que en medio de la selva amazónica —Beni— se transformó en relojero. En realidad el poeta nos refiere a sus orígenes libaneses y cristiano-maronitas que, poco a poco, se van perdiendo, en la última luz de la memoria, / pues / la sangre nada consigna (…) aunque / (…) Raramente / en el silencio llega / una añoranza del árabe.

El “yo”, se refiere al propio joven Daher en el año en el que presumiblemente comenzara a escribir, tal como lo reseña el poema Joven de 1970:

Soñaste alguna vez / joven de 1970 / reclinarte a escribir este poema / sobre un blanco papel / papel que aún no te pertenece / mudo como el futuro / entre los libros que jamás leíste / pensando en las mujeres / que todavía no amaste / marchito quizás / a medias / como los aerolitos / sin rumbo / quemándote contra la tierra.

Así surge su recorrido, con la negación de sí mismo y, de ahí en adelante, el camino de la obra se convertirá  también en el camino del poeta.

Para los que hayan seguido la obra de Gary Daher, Jardines de Tlaloc no es un libro más. Por el contrario, es, por así decirlo, su obra fundacional. Y lo es porque desde la discursividad del yo poético que lo sustenta es el más declarativo, el más evidentemente propio, el más claro en su intención, pues en él se desnuda ante todos, con la valentía de quien ha optado por el camino de la renuncia y la negación. Y esta resulta la única vía posible para la verdadera construcción de la realidad mística y, por consiguiente, del renacer esperado.

El poeta nos abre un mundo propio, pero a la vez compartido. Sin duda, estamos frente a un hito fundamental en su obra. Si alguna vez, para algunos, quedaron dudas sobre la intención de Daher de encarnar la poiesis como opción de vida, Jardines de Tlaloc disuelve tales dudas, haciendo de este trabajo una experiencia determinante en su larga actividad literaria. Sin lugar a dudas, habrá un antes y un después en la poesía de Gary Daher, que estará marcado por aquello que él mismo señala en el poema La ruta:

Así / paso a paso vas / en busca del agua salvadora / y mientras el cuerpo pierde la sombra / en el camino se va uniendo / uno a uno con la arena.

Resulta evidente que Daher está en la ruta, y que sus versos están escritos con una mezcla esencial de agua-tinta y arena. Sí, el Deva Azteca está ahí, presente, en cada verso del libro.

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Jóvenes que toman la palabra

El Premio Franz Tamayo reconoce al narrador Rodrigo Urquiola y a la poeta Esperanza Yujra.

/ 6 de agosto de 2017 / 04:00

Enhorabuena

La 44 versión del Concurso Municipal de Literatura Franz Tamayo ha dejado en evidencia que la creación poética en Bolivia sigue viva y vital. Soy un convencido de que el poeta solo puede escribir desde lo que es y desde su propio mundo de vida, utilizando para ello su cuerpo como instrumento. Soy un convencido, también, de que el acto de la lectura opera de un modo distinto. La lectura presupone un acto de interpretación y diálogo entre la episteme del lector y el yo poético del texto, es decir, la voz del poema; no la del poeta. Es en ese acto signado por la interpretación y el diálogo donde se concreta la obra de arte: la poesía.

Así, cuando leo poesía o cualquier otro texto no trato de encontrarme con el poeta ni mucho menos lograr una comunión con él; sino más bien quiero dejarme interpelar por el texto y esa voz propia y singular que escucho cuando la leo. No busco nada a priori, nada a cambio, sino simplemente dejarme sorprender por lo que tiene que decirme. Si esa voz no me interpela, sin no me dice nada o me dice muy poco, el texto puede llegar a no interesarme, por muy bien escrito que esté, por mucha estructura que presente e, incluso, por la exquisitez formal en el uso del lenguaje que exista en él.

Por el contrario, la aparición de voces que digan algo nuevo —utilizando para ello un lenguaje distinto o poco ortodoxo— nos permite adentrarnos a nuevos campos de significación y a nuevas realidades, a nuevos modos de decir, en suma. Es esta contradicción permanente o encuentro simultáneo —según como se quiera interpretar— lo que le da vitalidad a la literatura.

La nómada, de Esperanza Yujra Gómez, y Sarcoma, de Édgar Soliz Guzmán, ganadores del primero y segundo lugar, respectivamente del Franz Tamayo de poesía, han materializado, una vez más, esta contradicción-encuentro en el ámbito de este concurso literario.

Lejos de pensar la polaridad como negativa, habrá que reconocer que ésta siempre estará presente en la creación poética. Ahora queda esperar la publicación conjunta de ambas propuestas, para que los amantes de la poesía formen su propio criterio. Enhorabuena.

El devorador de historias

Erick Ortega

En Oruro la vida es duro”, dice El Papirri, y el Rodrigo Urquiola sonríe chuecamente, como solo él sabe hacerlo. El Rodri es pues el típico mago que agarra los chuños secos y los convierte en manjares. Es sensible, pero no con la connotación enclencle y sensiblera de la palabra, es sensible porque capta y entiende su entorno. Todo ve y todo escucha para escribir su siguiente cuento o novela. Y si no la escribe no importa, él mismo es una suma de anécdotas sobre dos pies.

Para este bolivarista a morir que coqueteó —¿coquetea?— con el periodismo no existe el género de la noticia. Todo es crónica para él. Tiene una mirada extraordinaria de lo que lo rodea, un realismo mágico chasquipampeño que le ha permitido nutrirse de historias para plasmarlas en libros. Ya lleva dos de cuentos, dos novelas y una obra de teatro.

La política, los temas sociales y esas vainas no forman parte de su narrativa. Escribe de soledades, malas compañías, tristezas, familias rotas, animales endemoniados, de cosas que realmente conmueven.

Como sus obras son parte de cómo es él y para demostrar que es un todoterreno veamos parte de su currículo: embolsador en dos supermercados, duró tres días atendiendo en unos Gyros y otras dos semanas trabajó en un laboratorio. “Hacía aspirinas o algo así”, comenta al recordar sus años vestido de blanco. Vendió libros en ferias del libro de La Paz, Cochabamba y Tarija. También fue transcriptor, editor de libros, atendía una librería… “Mi único trabajo decente fue el de La Razón”, aclara. Se metió a tres carreras universitarias y dejó las tres. Nunca le hizo falta el cartón académico. Es literato sin acabar su carrera y periodista sin tener el título. En ambas canchas ha demostrado solvencia.

Pero que nadie crea que es inconstante. Al contrario, lleva una década detrás del premio Franz Tamayo y recién lo consiguió… y va por más.

Porque, después de todo, su verdadera razón (después del Bolívar) es la palabra. Y si de palabras se trata hay una que lo obsesiona y lo pinta de cuerpo entero… una ambivalente porque tiene solo dos letras, una consonante ubicada en el extremo final del abecedario y la vocal en el comienzo… es el resumen de sus ambivalencias: “wa”.

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