Hay un tono que se repite en las obras de Juan de Recacoechea, una mirada más allá de los convencionalismos morales, de los valores burgueses, de lo “políticamente correcto”. Sus ojos, no exentos de cierto cinismo, aciertan casi siempre en lo más relevante de la condición humana. El autor es —no hay pérdida posible en la cuestión— no solo un devoto de los grandes de la novela negra como Hammett, Chandler, Himes o Vázquez Montalbán, sino es quien mejor ha comprendido el alma del género y de ello da cumplido testimonio American Visa, como su mejor expresión.

Mario Álvarez, el protagonista de la obra, como todo antihéroe nace y muere en el desencanto —o debería— incluso a despecho de un final que Recacoechea probablemente ha reescrito varias veces. Es fácil adivinar desde las primeras páginas que la Ítaca de Álvarez no es alcanzable y que este Odiseo criollo naufragará en el consulado americano, pero como no hay novela negra sin un crimen e igual que en el poema de Kavafis, lo que aquí importa es el camino. Para ello nos conduce a hacer como lectores una inmersión descarnada y entrañable en una ciudad de claroscuros, construida en esta historia a través de una disección implacable de tipos humanos que no son otra cosa que el retrato íntimo de un conglomerado de personajes que permiten dibujar el perfil de lo paceño.

Si se quisiera escoger un paradigma de la novela de la ciudad, se pensaría muy probablemente en Felipe Delgado de Saenz, la narración clásica sobre la ciudad, incluso en Periférica Boulevard de Cárdenas. Pero American Visa no le va a la zaga. Recacoechea camina las calles, rincones de artilleros alcoholizados, noches apenas iluminadas por focos rojos llenos de moscas en burdeles de poca monta, basurales en los que es posible percibir colores, olores y texturas, una dinámica ruidosa y vital de calles como la Illampu o la Tumusla, o el eje fundamental del tejido citadino que es la plaza Pérez Velasco y la explanada de San Francisco. Se cruza con las polleras bamboleantes de las bailarinas del Gran Poder y con taxistas malhumorados.

 

Precisamente el humor en sus ácidas e inteligentes líneas, acompaña la narración. En un par de trazos describe afectos y desafectos, caracteriza a hombres y mujeres de las calles, de la pensión, de las oficinas públicas y privadas, de las casas de tolerancia, de los bares, de los comercios… pone en claro la honda huella del racismo o simplemente la subjetividad tormentosa del provinciano de clase media que llega a la gran ciudad para poder redimirse.

Álvarez sabe que está condenado, no aspira al éxito, no cree en otra cosa que en una pequeña ventana incierta. Su punto de partida es la del alma derrotada que, sin embargo, no acompaña con la autoflagelación. Las cosas son lo que son, parece decir nuestro personaje que, de modo sutil e impensado, planificará una acción que sellará su suerte. La novela sigue con rigor el desarrollo clásico en el que cada personaje es una vida marginal, un desencuentro, una frustración, desde el exarquero del viejo equipo de fútbol Chaco Petrolero, que espera un cargo político producto del compadrerío y la corrupción, hasta el amable anciano asmático que vive de comerse a Tolstoi y otros clásicos que desangra de tanto en tanto de su vieja biblioteca personal.

Como corresponde, Álvarez encuentra a una prostituta que mezcla una ética particular incuestionable con su sórdido y agotador trabajo sexual. A la vez se embelesa de una bella joven burguesa que será una ilusión, un simple referente platónico, lo inasible, la evidencia del lugar que ocupa en esas capas de periferia en las que se mueve, a despecho de haber vestido con esmero el único traje decente que ha conservado para intentar su aventura inútil de conseguir la visa americana.

La novela negra juega siempre a caballo entre el destino trágico propuesto por los dramaturgos griegos y el realismo devastador. Vence siempre una mirada a pecho abierto de la naturaleza humana. En última instancia la corrupción y el crimen son parte intrínseca de cada uno de nosotros, su consecución es una probabilidad que nos habita.

En American Visa Recacoechea no puede escapar a la tentación, cosa que el lector agradece, de referirse a Mishima o a London, o a sus admirados autores de género y alternar la dureza del lumpen con una sofisticación que no es sino el disfraz de lo implacable. Tampoco puede ceder al regusto malicioso de darnos una pincelada de la otra La Paz, la de la zona Sur. La construcción narrativa, incluso en la necesidad de caracterizar a la víctima del crimen, podría haber prescindido de esa escena casi surrealista de la fiesta de los “decentes”, pero el escritor sucumbe a la tentación y en un par de páginas, primero en una librería y luego en medio de una fiesta y un descampado, describe personajes, estilos, perfumes, miserias, futilidades y frivolidades con las que se completa el cuadro de las piezas del juego novelesco.

Hay en la obra algo de corte de los milagros, de la vida de El Lazarillo de Tormes, de Crimen y Castigo y, por fin, hay también o por ello mismo, un profundo toque de humanidad. Si aquella frase tan manida de que “solo el amor salva” es verdadera, nuestro autor —en el momento de mayor desazón— apuesta por ello y le da un giro inesperado a lo que debió ser la muerte anónima de un personaje anónimo en la ciudad.

 

American Visa es un retrato en el que se unen la forma y el fondo. Las almas no se describen en la complejidad de sus meandros interiores, sino en los cuerpos y en las frases, en el punzante bisturí de la ironía, en los contornos perfectos de un rostro, de una silueta, de una sexualidad. Álvarez es, en algún sentido, el propio autor atrapado en su sofisticado conocimiento de la cultura, en su lado oscuro bien sazonado en alcohol, el de los huislulus o el de la chicha tibia, en la cerveza que se fermenta en el cuerpo, en la vida de burdel, en ciertos rasgos del esperpento descrito en esos tipos humanos escupidos en el cacareo artificioso de los despreciados travestis comiendo anticuchos en Las Velas.

Saber narrar es de lo que se trata, contar bien una historia, caracterizar bien a un personaje, revelar el otro lado de una ciudad, dar la vuelta del derecho y el revés las almas de sus habitantes. Eso es lo que Recacoechea hace con destreza, eso es lo que le da fuerza y atractivo a American Visa, el dominio del género y la fascinación por ese camino a los infiernos en los que están también los seres puros. ¿Quién es, a fin de cuentas, Mario Álvarez? No una “víctima del sistema”, sino uno de muchos capaz de hacer cosas que jamás habría soñado. Desde su inicial ingenuidad, desde el desengaño de marido cornudo, desde el injusto desapego con el que se vincula con Blanca a través del sabor de su piel y lo intenso de su vitalismo, desde la ilusión embobada de la niñita bien que lo obnubila, hasta el giro de ciento ochenta grados que da su vida en el bar regentado por Yujra, recordando a aquel legendario boxeador sesentero que se llamó Cornelio Yapura…

No es pues, no puede ser, una novela ni moral ni con moraleja. El deber ser de una obra como ésta es recoger la vida tal como es, aceptar que es lo que se puede y se debe esperar. Está a contracorriente de la utopía y la esperanza, aunque las dos últimas páginas son también un legítimo intento de redención o de salida, ante las puertas clausuradas del “american dream” que no es otra cosa que el último intento de Álvarez por sobrevivir.

Recacoechea establece un nexo entre ciudad y personajes, los funde en una sola realidad y va sacando progresivamente las máscaras de cada uno. A fin de cuentas y, esto es lo más notable de la historia, no hay remordimientos, no hay culpa, no hay cuentas que dar, ni hay vuelta atrás, lo que hay es un devenir de situaciones que se deben resolver en sí mismas. No hay mejores ni peores, solo almas que buscan su propia resolución en tanto responden a sus impulsos esenciales. Así, Blanca es una aparición, una flor en el cenizal, así don Antonio es un exotismo en la pensión del barrio, así Gardenia es una mezcla curiosa de sensibilidad y conciencia de la discriminación en el contexto de una sociedad de talante provinciano.

Recacoechea es un gran narrador, desprejuiciado y cáustico. De las páginas de esta novela sale el retrato en el que la distancia y el afecto íntimo por el vientre de la ciudad dan como resultado un fresco exacto de su fuerza y su miseria, lejos, muy lejos, del costumbrismo y de la inevitable tentación de redibujar la urbe por su contexto geográfico y la presencia dominante de la gran montaña. Para el autor bucear en las pegajosas aguas subterráneas de sus habitantes, es lo más relevante.

  •  Carlos D. Mesa es expresidente de la República e Historiador