La fritanga y los petardos
El español Miguel Sánchez-Ostiz ofrece en ‘Chuquiago, deriva de La Paz’ una crónica sobre la ciudad sin mirarla como extranjero.
Cuándo, carajo? ¡Ahora, carajo!”, de ahí el título de este artículo, de las interminables movilizaciones, del movimiento y la permanente estática. Subiendo, bajando, en peregrinación y búsqueda; en inercia. Multitudes y olores. Pis y fritanga. Pajpakus y ladrones, contrabandistas. Poetas suicidas y el vientre indescifrable de la ciudad que no se ve, estómago que deglute, sombra que caga. San Francisco. Gente, en olas; gente que desaparece sin rastro y menos gloria, que quizá se eternice en el mentado misterio, mitad racista mitad esotérico, de que los aymaras ponen cuerpos, vivos o fríos, en los cimientos de las edificaciones que se multiplican, en aras de la insaciable boca antigua que dicen india pero que más parece simbiosis de terrores de todas las razas entremezcladas. Villa de ritos.
Mientras tanto cae bien un chicharrón en las afueras de los aluviales bordes de Pampahasi, con camote y papa humeante, y llajua fuerte rozando fuego, mirando a lo lejos la garganta de Uta Pulpera, la de los autoinmolantes, similar en lo macabro al bosque japonés de Aokigahara, allí donde la vida no vale nada.
Comienza el libro con un epígrafe de Saenz, de La piedra imán. Saenz que va a trashumar estas páginas, igual que Viscarra, y Arturo Borda para un casi epílogo de vellos erizados, con bagaje de oscuridades y versos soberbios, con la casaca formada de retazos que tenía Mariano Baptista en su oficina, y que vi yo, mucho después, en una silla donde una modista (supongo) la reparaba. El saco de Saenz, el que todavía visten, a veces, los k’epiris del mercado Calatayud de Cochabamba, sus aparapitas.
Cronista, Sánchez-Ostiz, de una muy vieja escuela que vino adosada a los caballos y la espada. Que destruyó mientras enamoraba las piedras sacrificadas. Que se quedó aunque se fuera. Por eso van nueve veces que el también poeta recurre a La Paz como al éxtasis de su calma, al calorcillo tan humano, febril y hasta hediondo, de un mundo que jamás fue vencido, que se ajustó a las nuevas condiciones que la historia exigía y moldeó a su invasor a su gusto y semejanza. Hay poderes más profundos que el poder de mandar, son aquellos del alma, del embrujo imposible de aliviar. El gran escritor navarro ya no puede vivir lejos de sus coqueras, de las mesas con hechizos, de la sospecha de las bocas innombrables de la ciudad colonial, de los lazarillos, que terminan siendo amigos, que vapulean sus sentidos en excursiones intensas. Sahumerios que atraviesan espejos, líneas borradas, ni tiempo ni distancia y, en paradoja, la convicción de presente y pasado sin siquiera mirar hacia el futuro.
En la belleza del valle de Baztan (ese mismo de los Goyeneche), en su Navarra natal, el escritor extraña el río subterráneo de La Paz, recuerda la riada, el Ekeko, los platillos carnavalescos debajo del puente Abaroa, los diablos y Los Kjarkas borrachos cantando la noche entera en el piso de arriba, lo que le induce a decir melancólico: “Debí subir”. Debió, debió, porque el frenesí boliviano ya es suyo, porque su identidad va más allá de los papeles, de policías y fronteras. Pertenece a los sartenes de las cocineras del Lanza, el Merlán, a yatiris y reciris, a ciegos que leen en plomo derretido su nave ya encallada a orillas del lago. De huaquero pasó a huacorretrato. De allí no se puede salir.
¿Es La Paz la ciudad de la incoherencia? Pregunta que me hago yo, no el autor. También me pregunto si no es este el libro más importante que se ha escrito sobre la ciudad, de no ficción aunque ficticias parecen las situaciones y los seres. En realidad no importa. Lo que sí aseguro es que no son páginas de extranjero, de fotógrafo, de gringo con ánimo perdonavidas. Miguel Sánchez-Ostiz recorre sus memorias con infatigable afecto; los hijos de los que él habla, a veces materiales y otras ilusiones, esperpentos, enanos, beldades y flores no lo inquietan ni en la peor de sus fealdades o méritos. Se ha sentado a recordar y en su recuerdo a amar. No es Malcolm Lowry en trágica inmolación ante lo mexicano, más bien Eisenstein, si conciben la diferencia.
Tugurio de La Muerte, el Bocaisapo, El Lido. Insondables y míticos. Leyenda de oscuridad que desnuda el autor; la entiende pero no la persigue como fin, como estampa turística o “maldita”. La narra según la vio, la oyó, percibió. La Paz es esa vieja que en el cementerio de La llamita arranca pingajos de una tumba y se los guarda (necrofagia saenciana), mientras refleja rosado al Illimani, el perfecto achachila.
Ciudad de entrañas. El indio y España hundidos en el mismo hoyo, empiernados por eternidad, sin comprenderse pero amantes que se odian y sin el otro no pueden vivir. No necesitan siquiera parir mestizos: ya el aire es mestizo, azul radiante.
Aparte de la muchedumbre enmascarada, hierática o carcajeante del pueblo está la otra ciudad tirada al sur. O al centro, en cafés y tertulia. Anota el navarro nombres prominentes que moldean su espíritu, que hablan de ella e intentan calificarla, explicarla. Digo en la contratapa que de los paceños el que se busque aquí, en esta amplia crónica paceña, ha de seguro encontrarse, desde Armando Soriano leyendo sonetos, hasta el poeta músico Pablo Mendieta Paz. Nisttahuz, Mariano Baptista, Recacoechea, Cárdenas, el arquitecto Calderón, los prohombres de la casa de Alberto Crespo Rodas, H.C.F. Mansilla, René Arze, los hermanos Rocha Monroy, Beatriz Rossells, Cingolani, Édgar Arandia, Gastón Ugalde, tantos otros. Y Ricardo García Camacho, amigo y guía, poeta en este viaje al principio de la noche.