Elis Regina y la noche
‘¿Te gusta vivir aquí?’: el reloj apenas avanza, yo voy retrasándome y ya he disparado tres tiros.
Parecía acabar a las 07.30, la noche. Juntamos los últimos pedazos del atún con ajonjolí. Nana Caymmi canta Solamente una vez, en español. Decidimos sin embargo incursionar en la subcultura norteamericana de las cosas de segunda mano. Teníamos 45 minutos para peinar el terreno todo. Comenzamos con vasos cerveceros, altos, delgados trepando a anchos. Hay hermosos vasos aquí, dice Armando y seguimos. Tropezamos con un poco algo de lo inimaginable. Sugerí que el mundo había cambiado, que las tiendas de segunda después del auge del internet se acabaron como centros de descubrimiento. No queda el asombro de levantar cuadros tirados y encontrarse con litografías de Isabey. Era, y alrededor también, otra época.
Enciendo el motor. Llovizna. El verde del capó se diluye en la noche. Si no fuese por la luz de los reflectores delanteros diría que volamos en una suerte de alfombra mágica. Y viene la pregunta de mi hermano, justo cuando tocan las nueve: ¿y te gusta vivir aquí?
Más de 25 años. Hay dos niñas que entraban ambas en mis brazos y que hoy discurren sobre historia y sociología mientras voy retrasándome, quedando atrás, en la despensa, en los anaqueles como un vaso cervecero cualquiera, etiquetado irlandés o bostoniano. Pero no he escrito todavía el libro que quiero. Discurro por el crimen de las últimas páginas y lavo la sangre igual a si se tratara de pintura. Leo a Leonardo Oyola, allí en Misiones, o Corrientes, y me hubiese gustado escribir así. Pero esa vitalidad para el eructo, el vómito hecho arte, no es que se haya perdido sino que pasó a segundo grado, de segunda —otra vez—, como tienda de basuritas.
Me gustaba; me gustó; ya no.
Sou caipira pirapora, vocaliza Elis Regina. Esta mujer más triste que la noche, más densa que la luna. Y la he elegido para acompañar el estrecho espacio entre las diez y medianoche, resquicio donde desaparece el infinito. Todo el día he estado rodeado de mujeres suicidas, de heroicas drogas que matan mujeres y de voces de mujer perteneciendo al futuro. Acaricio el revólver que Emilio Losada en la Sevilla asqueada dice que cargo en sus sueños de poeta. Lo acaricio, lo giro, lo juego de yo-yo y lo disparo contra un espejo. El ruido del cristal imita llanto; sollozo cuando se esparce ya cansado. Vuelvo a disparar y soplo el caño para creerme personaje de historieta. Elis Regina canta, o chora.
11.21. Todavía pesa el ron del domingo. Saber por qué fiesteamos. Porque no estábamos como los de arriba escapados de Siria incendiada ¿o sí? O los califas de extensa índole y corto pene ya no pueden alcanzarnos. Saludo a madre e hija armenias, vecinas sonrientes de piscina en Norteamérica, de hamburguesa justo al lado por 69 centavos. También sonreiría yo. Querría borrar para siempre las calles, los antepasados, el cerro Sinjar, los dioses. Luego de aquello nada, ni la tumba de mis padres ni la luna que goteaba sobre el cerro santo como tintura de cúrcuma.
11.23. Dos minutos. Una brújula cuelga debajo de llaves coloniales pueblerinas, recolectadas en intrascendentes excursiones. ¿Echaría atrás mi recuerdo como mis vecinos de arriba? Gritan los niños a veces y sobre la noche de la pradera gringa vuelve a correr el jinete sin cabeza. ¿O soy yo el que grito y el refugiado? El reloj apenas avanza y ya he disparado tres tiros. Arrojo los otros tres al basurero y observo las semillitas de ajonjolí que se pegan al bronce. Miro la oscuridad. Hasta el foco de la puerta de entrada se quemó. Sou caipira, insiste Elis, y le digo que lo mismo, que mi historia la inventaron para ponerme espaldas y hombros antes de lanzarme al ruedo.
Medianoche. Supuestamente el tiempo expiró. El primer minuto deduzco ser el de la muerte, pero a las doce y tres sigo enfrente del ordenador y el gmail apila fotos y nombres de novias en los extremos del mundo que se ofrecen para venir a compartir el lecho de un barbado canoso, que no viejo, que no. A alguna me gustaría decirle que más que conocerla preferiría ver Krasnodar, antes que Donald Trump incendie el mundo y los campos salvajes a orillas del Dniester pasen a flotar como humo.
Intervalo de horas. Desasociarme de lo que la luz descubre. No pongo, ni hay, rosas amarillas alrededor para excitar la imaginación. Escribo de noche, con cerrado entorno que termina en el fin de un foco de 75. Ya que no hay cueva, que si la hubiera, allí estaría, tomándome esta leche diluida en agua que sabe a vacío. Pasan nombres de ciudades. Zhitomir, recuerdo, 1648 y 1942, la tragedia no respeta siglos.
Cierro con cuidado los bordes carmesíes de la bolsa de basura y la saco al patio. Ligia, Marco, Omar duermen. Tres cucarachas discurren con amistad acerca de las bondades de la humedad. Limpio las balas que saqué del basurero y apunto. Con una mato tres… cucarachas y soplo: revolución mexicana.
Pan francés, miel orgánica. Sobre la mesa los objetos se confabulan para eliminar la noche. Por ahí hierve el café. Elis agoniza en el zaguán, ni el suave portugués la salva. Saudosa maloca: cabaña tristona, hogar tristeante, dormitorio tristoso. La caldera grita como el tren al sur, el tren de las once, el tren del trabajo. Casi las seis. Me quedan dos minutos para despertar y ninguna bala.