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Incendiar la ciudad

El peruano Julio Durán llama a preguntar, a enfrentar al otro y a pelear en los cuentos de ‘¿Y quién eres tú para juzgarme?’.

/ 20 de agosto de 2017 / 04:00

Leer es una gran manera de viajar. También es una gran manera de recordar. ¿Qué es el recuerdo si no un viaje fugaz a algún lugar que, estando, ya no está? Cuando leía los cuentos de ¿Y quién eres tú para juzgarme?, de Julio Durán, recordaba un viaje que emprendí cuando tenía 17 años. No era mi primer viaje solo, pero sí era la primera vez que viajaba al extranjero. El destino era Lima. No conocía mucho. Apenas había leído La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, y sabía algo, muy poco, de lo que había sido Sendero Luminoso por lo que se publicaba en los periódicos. Era la Copa América, recuerdo, y, junto a eso, lo que más me llamaba era la posibilidad de conocer el mar que, cuando lo vi por primera vez, me pareció maravilloso. Por otra parte, Lima también me sorprendió, me pareció inmensa. Toda la población de Bolivia cabría allí, en esa gigante mancha urbana enclavada en la arena.

Recuerdo la bruma persistente, recuerdo ciertas diferencias entre los distritos que hacen a la ciudad. Miraflores, donde tuve la fortuna de estar alojado, no es como La Victoria ni Barranco es idéntico a Chorrillos. Si toda ciudad —animal, monstruo— es espejo de otra ciudad, entonces todas las ciudades son una sola gran ciudad que encarcela a la especie humana.

Podríamos acercarnos un poco e intentar hallar paralelismos con lo que conocemos. Calacoto, para quien sabe observar, está más cerca de Miraflores que de La Ceja de El Alto, que quizás se aproxime más a La Victoria. Chasquipampa y Sopocachi estarían igualmente alejados. Para notar estos detalles no hace falta ninguna iluminación, bastan apenas las ganas de caminar y de observar, que es lo que alguien que aspira a ser un buen escritor debe hacer todo el tiempo. Y Julio Durán es un buen observador y me animaría a decir que es un gran caminante. Y que el sitio donde él prefiere caminar es el centro de Lima, que se parece nomás a nuestro centro paceño, edificios viejos, edificios modernos, buses, ruido, vida, habitantes de Sopocachi y La Ceja compartiendo las calles.

Uno de los cuentos más significativos del conjunto de relatos que se agrupan en el libro que presentamos esta noche es La forma del mal. Lo leí en el PumaKatari que me llevó de Chasquipampa a la Camacho y de vuelta de la Camacho a Chasquipampa porque es un cuento de esos que tienen más de 50 páginas. Cuando lo leía tenía la impresión de estar en una combi que ha salido del centro limeño para llegar al Jirón de La Unión y que luego se dirigía a Ate Vitarte.

Las voces de los personajes son las que le dan cuerpo a la narración, a través de las conversaciones podemos entender qué es lo que sucede en sus vidas. Un niño, el mejor alumno de su clase, muere asesinado por sus compañeros. El cobrador de una combi suele golpear a su esposa, quien ya está harta de recibir pocos soles para el alimento diario. Dos colegas de trabajo, habitantes de distintos barrios limeños, uno cercano al centro y otro donde todavía no llegan ciertas comodidades, discuten sobre cómo es mejor vivir. Una escena de este cuento que me parece conmovedora y que podría resumir el espíritu del libro es la pelea que sucede en el interior de la combi entre el cobrador y un maestro de escuela bajo de la excusa de una mísera moneda de veinte céntimos de más en el pasaje.

Y es que ¿Y quién eres tú para juzgarme? es una pelea constante. Entre ricos y pobres. Entre serranos y costeños. Entre mujeres y hombres. Entre mujeres y mujeres. Quien vive en las entrañas de una ciudad inmensa debe aprender a pelear. Obviamente no todas las peleas suceden a puñetazo limpio como la que ha tumbado al maestro y al cobrador en el suelo de la combi. La mayor parte de las veces son las palabras las que están encerradas dentro de un puño invisible que solo la lengua alcanza a desplegar.

El libro se inaugura con una pregunta, con un golpe que no solo está dirigido al personaje interlocutor, por supuesto, sino también al lector, no solo al peruano, también al boliviano: ¿Por qué tengo que querer al país si somos un país pobre?, corresponde al cuento titulado, no en vano, Dos preguntas. No en vano, porque en los cuentos de Julio Durán siempre hay dos preguntas principales, dos preguntas que dan vueltas mientras suceden los hechos narrados, un golpe y un contragolpe y es a partir de esas dos preguntas que, como sucede en todo buen artefacto de ficción, surgen las demás preguntas, las que inevitablemente se hace quien lee.

La otra pregunta del cuento al que me estoy refiriendo se la formula el narrador, un fotógrafo —un pituco, un jailón, como los conocemos aquí, compren el libro y pasen a leer El país de pituco, una introspección que hace un ejemplar de esta especie— citadino golpeado por la pregunta de un campesino de la sierra, que es ésta: ¿Qué debo hacer si un día toca mi puerta? ¿Qué hacer si ese otro ciudadano de mi país que parece más extranjero que un extranjero auténtico, el que vive lejos de mi hogar, de mi comodidad, el que vive allá en lo rústico, en casas de adobe, el sucio, decide tocar un la puerta de su bonito hogar? Y se contesta el mismo personaje: a veces, debo confesarlo, me arrepiento de haberle dado mi dirección y mi teléfono. Otras veces siento que no tenía opción.

Y es que no hay opción. De eso hablan los cuentos de Durán. Hablan de que las preguntas difíciles, cuya respuesta se aleja cuanto más ahondas en ella, deben hacerse. No hay opción, todos debemos vivir aquí. No hay opción, para ver otros mundos no hace falta viajar tanto, hace falta caminar y observar. Y preguntar, claro. Y pelear. Y al pelear incendiar la ciudad. Incendiar la ciudad se llama la primera novela de Julio y pienso que el título no tiene por qué estar alejado de ¿Y quién eres tú para juzgarme?, que al final un escritor, dicen, escribe un solo libro toda su vida. Pelear para que la ciudad se reduzca a cenizas. Esa ciudad inmortal, por siempre fénix. Para que de las cenizas todo empiece de nuevo una vez más.

  • Rodrigo Urquiola es escritor

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6 años en una carpa

La vigilia de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad recuerda un pasado doloroso que aún no se desvanece.

/ 10 de octubre de 2018 / 04:01

Seis años, un mes y quince días. En el popular paseo de El Prado de La Paz, a la altura del Ministerio de Justicia, hay un reloj que marca el tiempo con una velocidad particular y que, a diferencia de otros de la sede de gobierno, lleva la esperanza de detenerse en algún momento, al finalizar aquello que esperan quienes han hecho suyo el mecanismo de este cronómetro.

Hay otros relojes en la ciudad, como el del puente de la Pérez Velasco, que por prolongados meses estuvo detenido y que tal vez por eso ahora ya casi nadie mira para saber la hora (se han hecho más confiables los celulares). Si bien para el reloj de la Pérez Velasco su detenimiento ha significado su derrota, que el reloj que está en frente del Ministerio de Justicia se detenga —por manos de sus impulsores, claro— significará una victoria.

Una victoria como la que se quiso mostrar cuando se ajustó el reloj del edificio de la Asamblea Legislativa Plurinacional, que avanza hacia la izquierda —“al revés”, dirían algunos—. Aunque en palabras del excanciller David Choquehuanca, “el reloj del sur revaloriza la cultura propia”, un símbolo del actual orden gubernamental.

Quizás hay algo en común que estos dos aparatos tienen con el que se ha instalado en el céntrico paseo paceño: las personas que atraviesan estos lugares parecen no tener el tiempo suficiente para detenerse a observar y escudriñar su naturaleza, quienes sí lo hacen suelen ser turistas armados de cámaras fotográficas y sonrisas despreocupadas. Y si bien el reloj de la Pérez Velasco puede haber dejado de ser un artefacto útil, tanto el de El Prado como el de la plaza Murillo pretenden transformarse en algo más que símbolos.

Cuando se camina por El Prado es inevitable no advertir —poco antes de arribar al Ministerio de Justicia desde la Pérez Velasco— el rostro dibujado en blanco y negro del asesinado y desaparecido líder del Partido Socialista (PS-1) Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuya mirada parece fijarse en quien se acerca, mientras las palabras “verdad – justicia – reparación – no más impunidad”, pintadas en colores rodeando su faz, parecen gritar algo que va más allá de su significación.

En este lugar, donde los ocasionales transeúntes se ven casi obligados a descender a la calzada para circular, se ha instalado una carpa que ocupa un espacio de entre seis y siete metros de longitud y más o menos dos de ancho. Delgados y amplios pedazos de cartón prensado y venesta unidos entre sí forman las paredes delanteras y transversales de la “estancia”. Las paredes traseras, que limitan con las jardineras, son calaminas sostenidas en pie gracias a aparentemente ligeras vigas de madera clavadas de manera horizontal sobre un pequeño cimiento de ladrillos pegados con cemento. El techo también está armado con calaminas de zinc, de él penden tres focos encargados de iluminar cuando la luz natural se desvanece.

La carpa está dividida en tres partes: la central es la más grande, en dirección a la iglesia María Auxiliadora está el dormitorio, y donde se halla pintado el retrato de Quiroga Santa Cruz es una minúscula cocina con una pequeña mesa cuadrada que sirve de comedor. El dormitorio está cubierto por fuera con plásticos de color blanco, para proteger el lugar de las intempestivas y a veces furiosas lluvias paceñas; un colchón y unas cuantas frazadas acompañan al tambaleante foco que le corresponde. En la cocina hay una pita donde se cuelga ropa y en la parte más alta yace extendida una bandera boliviana envejecida con pedazos faltantes en el rojo y el amarillo, mientras que en el verde se nota más la presencia de un polvo que no se pudo quitar.

Quien quiere visitar este lugar ingresa por la parte central, la más grande e importante de la carpa, a través de una breve puerta que es todo el acceso al mundo exterior y allí hay una mesa grande, otra pequeña y varias sillas. En las paredes cuelgan recortes de periódicos, fotografías de víctimas y victimarios frente a frente, las demandas que los tienen en esta permanente espera y una cruz que lleva dentro de sí los nombres de quienes han fallecido a lo largo de esta vigilia. Este lugar es la entraña del reloj que marca, ahora: seis años, un mes y dieciséis días.

La tortura

Una mano anciana a la que le falta un dedo cuelga el letrero junto a una bandera boliviana —otra menos maltratada por el tiempo y con un escudo de la patria en medio— allí donde está la puerta de ingreso; el letrero es la pantalla que marca el tiempo transcurrido. Seis años, un mes y diecisiete días. El avance de las manecillas del reloj no se detiene.

“Escapar, desaparecer, eso ha sido toda mi vida”, dice Julio Llanos Rojas, antes, por 1964, dirigente minero en Colquiri y ahora, en esta carpa que es, podría decirse, la oficina central de la Plataforma de Luchadores Sociales Contra la Impunidad, presidente de una asociación de personas de la tercera edad que, como él, esperan justicia. “He vivido momentos muy dramáticos”, acota, con un suspiro mitad cansancio mitad tristeza, “momentos que no me gusta relatar, pero que a usted se los voy a contar”.

Llanos cierra los ojos como si los párpados se le hubieran hecho muy pesados, se toma la nuca la cabeza calva (que todavía tiene algunos cabellos canos rodeando las orejas) con ambas manos y está listo para hundirse, una vez más, en la memoria que le hace agachar la mirada para contar su verdad. Abre los ojos de nuevo y algo ha sucedido más allá del enrojecimiento de la esclerótica, parecen haberse empequeñecido, las pupilas levemente dilatadas emergen de la oscuridad a la repentina luz. Muestra su mano izquierda a la que le falta la mitad del dedo medio y dice: “De esto también voy a hablar”.

Cuenta que después del golpe de René Barrientos, en noviembre de 1964, se vio obligado a escapar de la mina de Colquiri por miedo a represalias. Estuvo escondido en Cochabamba hasta agosto de 1965. Llegó a pie a la ciudad de Oruro para luego salir exiliado del país e ir a China, donde se preparó militarmente para organizar una resistencia contra las dictaduras. Atrás dejó a su familia. Retornó a Bolivia en 1966 y vivió en la clandestinidad hasta 1969, cuando fue detenido.

Al llegar a este punto de la narración, la voz de Llanos, como antes lo hiciera su mirada, se quiebra. Ha repetido innumerables ocasiones su historia, pero es como si cada vez que lo hiciera fuera la primera que la recuerda. Nuevamente las manos van a la cabeza, se posan en la calva como si quisieran evitar un posible estallido.

“Había un Benavides, uno que dirigía”, dice; el quiebre en la voz ha sido domado, las manos reposan otra vez sobre sus muslos, pero un par de lágrimas escapan de sus ojos. “Este Benavides le pidió 500 dólares a mi esposa. No des ese dinero, le dije a ella, a través de un contacto que teníamos. Pero ella consiguió algo y dio ese poco”. Un atisbo de bronca vieja consigue borrar más lágrimas que se aproximan. Llanos cuenta que lo sacaron en una vagoneta y que dieron varias vueltas por la plaza Murillo. Cuando el coche se detuvo, vio a sus tres hijos varones y a su compañera de vida. “Esos son tus hijos, ¿no ve?, me dijo ese Benavides”, prosigue su relato, “¡carajo, nunca más los vas a ver!, gritó”.

Después le pusieron una bolsa en la cabeza y lo llevaron a la zona Sur para interrogarlo. Llanos vuelve a mostrar su mano izquierda. Relata que había “un señor Lanza”, un paramilitar que estaba borracho y armado con una bayoneta. En medio del vaho alcohólico, Lanza se puso a jugar con el filo de su arma. Le ordenó a Llanos que extendiera los dedos y se tapó los ojos mientras probaba suerte con la mano del prisionero y su bayoneta sobre una mesa. En uno de esos movimientos, el filo de la cuchilla encontró el dedo medio, que quedó colgando de la mano sangrante del cautivo.

No cuesta imaginar el grito de dolor del herido en medio de una oscura habitación llena de suciedad, el grito retumbando en las paredes húmedas de la prisión, los rostros impávidos de los demás soldados. Cuando lo retornaron a su celda, Llanos intentó curarse o, por lo menos, evitar una infección con lo único que tenía disponible, orines suyos y de sus camaradas arrestados. Un día después, otro paramilitar, al ver que el dedo le colgaba, lo llevó al médico. No quedaba otro remedio que la amputación y, aparte de eso, ingentes cantidades de yodo sobre la herida era toda la solución posible.

“Pero hay más cosas”, insiste Llanos, “para contarlo todo haría falta más tiempo”. “Las torturas”, repite, y lleva, una vez más, ambas manos a la calva, pero en esta oportunidad chocan con sus sienes como si se tratara de platillos, de esos que usan los músicos en el Carnaval de Oruro o en Gran Poder, atrapando una cabeza y resonando a pesar de ella, “tantas torturas”.

Quiere decir algo más, recapitula las veces que estuvo detenido: “Seis”, dice usando la mano la mano izquierda, el dedo ausente también es un número. “La última vez estuve cuatro meses en San Pedro”.

Cuenta de cuando sus dos hijos estudiaban en la escuela Max Paredes —no quiere hablar del tercero que murió en circunstancias “que no sé si ahora me animaré a contarle”—. Los niños lloraban y la directora del establecimiento les preguntó qué les hacían, ellos respondieron que su padre estaba preso por ser comunista. Relata que llamaron a su esposa y le dijeron: “Señora, aquí no entran comunistas”, y expulsaron a los niños del centro educativo.

Vivían en inmediaciones del mercado Hinojosa y los niños no dejaban de llorar. Con el casero que les alquilaba la habitación sucedió algo similar y éste también le advirtió: “Señora, se van ahorita porque vienen los agentes y violan a mis hijas”.

“Después, nuestra casa estaba en medio de un canchón”. Llanos fuerza una risa y vuelve a pronunciar la palabra “casa”, rectifica: “Vivíamos en un cuartucho, eso no era una casa, no. Un día nos avisaron que venían los tiras. Yo alisté mi pistola”. Hace una pausa y explica, en un tono de voz distinto: “Así era en la dictadura, era mi vida o la del otro”, y continúa, recobrando el tono anterior: “Alisté mi arma y se la di a mi hijo. Ellos patearon la puerta y, cuando mi hijo los vio se orinó. Hasta sus 22 años seguía orinándose en los pantalones cada noche”. Las manos extendidas vuelven a golpear en las sienes la cabeza que recuerda, como castigándose por el esfuerzo. “Ya no quiero hablar”, dice. “Ese trauma con mis hijos, ¿acaso se puede pagar?”

La larga espera

Mientras Llanos contaba esta experiencia, desde el exterior llegaba el sonido de las risas y el escándalo de los colegiales que acababan de salir de clases, estrépito que se acoplaba con naturalidad al permanente ruido de los automóviles, la gran mayoría vehículos del transporte público que no cesan de atravesar esta arteria de la ciudad en todo el día.

Es inevitable recordar una nota del noticiero de Bolivisión: “Carpas provocan molestia en El Prado”, donde el reportero entrevista a varios jóvenes. “Incomoda porque queremos pasear”, afirma una universitaria, “queremos caminar bien, pero le da un mal aspecto”. Otra joven dice: “Estorba a las personas extranjeras, a las personas que vienen a visitar La Paz, que es una ciudad maravilla, da mala imagen”.

indiferencia y la frivolidad de los tiempos modernos es avasalladora. Surge la pregunta: “Y las personas que caminan por aquí, los estudiantes, por ejemplo, ¿alguna vez les preguntan qué es lo que ocurre en la carpa o por qué están aquí?”.

Contesta Llanos: “Claro que sí, y nosotros recibimos a todos, también visitamos colegios, decir que hemos ido a 100 es poco. También hemos ido a la Universidad Policial y hasta al Colegio Militar a contar cómo nos hacían dormir sobre la bosta de los caballos, pensábamos que no íbamos a salir vivos de ahí. A ver andá a decirle eso a un militar en su casa, pero hemos salido, son otras generaciones”.

Acota Victoria López: “Hasta vino a visitarnos el famoso El Killer, pero yo le voy a contar eso más adelante”.

Llanos dice que cuando empezó esta vigilia frente al Ministerio de Justicia, allá por marzo de 2012, la población era mucho más solidaria con ellos, inclusive la Iglesia, pero que, poco a poco, con el transcurrir del tiempo, han ido olvidándolos, y muestra una caja donde tintinean varias monedas, “pero todavía hay quienes vienen y nos colaboran con su aporte”.

El tiempo nunca se detiene para un sencillo artefacto que pretende medirlo con exactitud, el gris reloj marca: Seis años, un mes y dieciocho días.
Victoria López, bajo la pronta penumbra de un nuevo anochecer, enumera: “Lo que le pedimos al Estado es ineludible y es constitucional: restitución, indemnización, rehabilitación, satisfacción y garantías de no repetición. Muchos creen que estamos aquí por unas cuantas monedas, pero nuestro pedido va más allá, lo que pedimos es que se investiguen los crímenes y se castigue a los culpables”.

La voz de Victoria es firme, sus palabras medidas y bastante ordenadas, como si estuviera leyendo un texto que nunca se aparta de su mirada, los ojos observan al interlocutor casi sin parpadear. Ella también tiene una historia de sufrimiento que contar, el peso de la memoria la obliga a hablar luego de haber enumerado las demandas de los ancianos que van hacia los siete años de espera en estas carpas.

Cuenta que era estudiante universitaria y dirigente de la Federación Universitaria Local (FUL) de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), además de miembro del Partido Comunista Marxista Leninista, cuando sucedió el golpe de Hugo Banzer el 21 de agosto de 1971, acción que —afirma— “arremetió contra la juventud. Debemos recordar que se bombardeó y se cerró por dos años la UMSA, no podemos olvidar que los universitarios fuimos quienes más resistimos (a la dictadura) junto a los trabajadores mineros”.

De pronto la voz firme y clara que contaba su historia se oscurece un poco: “La primera vez que me detuvieron fue con mi madre y con mi hermana menor, que tenía seis o siete años. Vivíamos en Sopocachi Alto en unos dos cuartos y los paramilitares allanaron la casa, destrozaron las cosas y se llevaron algunas de valor. A mí me llevaron a una oficina del Ministerio de Gobierno y me dijeron que esperara en un sillón. Escuchaba gritos de dolor provenientes de un cuarto vecino. Luego salió un joven sostenido por dos soldados, tenía el rostro ensangrentado, casi irreconocible, pero yo lo reconocí, era el compañero universitario Juan Carlos Rossell”.

Hace una pausa en su narración para recordar los lugares que se utilizaban como sitios de interrogatorio y de tortura, recobra el sobrio tono de voz y enumera: “Donde ahora es la Prefectura, también la casa de la calle Comercio esquina Ayacucho, las celdas subterráneas del Ministerio de Gobierno, también donde ahora se reúne la Asamblea Legislativa y todos los cuarteles. Así era, compañero periodista, el toque de queda desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana. Los paramilitares andaban en sus vehículos apresando a la gente, si alguien se animaba a protestar era apresado y torturado”.

Baja la mirada para volver a sus recuerdos, la voz firme vuelve a ensombrecerse. “Mi madre buscó ayuda en muchas partes para liberarme. Fue a visitar a Emma Obleas, la esposa de Juan José Torres, que también había tomado el poder por un golpe pero que era diferente, era de izquierda, incluso había restituido la mitad del salario que Barrientos había despojado a los mineros por su apoyo económico a la guerrilla del Che. Ella le dijo a mi madre que no podía hacer nada. No había iglesia, no había Derechos Humanos, no había nadie a quien recurrir. Nadie”.

Victoria detiene su relato. Se oyen voces de gente que camina por El Prado y los eternos bocinazos de los automóviles. Entonces prosigue, esta vez con un cambio más profundo en la entonación, aletargada pero no dubitativa. “Me torturaban tres o cuatro paramilitares en cada interrogatorio. Era una humillación terrible, manoseo a mis partes íntimas, golpes”, pausa su historia, “ellos querían nombres, pero yo no iba a delatar. Mi mayor preocupación era mi madre y mi hermana, decían que les estaban haciendo lo mismo que a mí. Así era también la tortura psicológica”.

La expresión de Victoria es similar a la de los demás ancianos que esperan resguardados por la fría sombra y el precario abrigo que les procura la carpa, una expresión de cansancio, de aburrimiento, pero también de fuerza a pesar de la edad avanzada, todos mayores de 80 años, a excepción de Victoria, que va por los 70.

“Era dirigente sindical cuando sucedió la dictadura de Luis García Meza”, prosigue su relato, como si no hubiera habido una pausa histórica entre un gobierno de facto y el otro, “siendo joven soporté las torturas de Banzer, pero con García Meza me torturaron de tal forma que ya no quería vivir. Estaba embarazada, eso les decía, ‘estoy esperando familia’, pero no les importaba. Me golpeaban y me violaban los tres o cuatro que me interrogaban”.

Victoria no puede contener un profundo suspiro, es imposible frenar las lágrimas, pero el relato conserva su sobriedad. “Ya había perdido al hijo que esperaba, ya nunca más pude ser madre, no tengo hijos, eso se lo debo a García Meza y a Arce Gómez que, recuerdo, personalmente se hacía cargo de las torturas hacia mi persona en el Ministerio de Gobierno. Ya no tenía ganas de vivir. Me dejaron inconsciente botada en la calle, alguien me llevó hasta el Hospital General y me registraron como NN. Lo peor fue que después tuve que firmar una declaración que decía que me trataron muy bien mientras estaba detenida, que me habían proporcionado medicamentos, lo contrario a lo que habían hecho, por mucho tiempo tuve que ir a firmar un libro de asistencia en el Ministerio de Gobierno”.

Luis Arce Gómez era el ministro del Interior durante el gobierno militar de García Meza (1980-1981), es recordado por palabras que quedaron grabadas con fuego en la atribulada historia nacional: “Todos aquellos elementos que contravengan el decreto ley tienen que andar con su testamento bajo el brazo, porque vamos a ser taxativos, no va a haber perdón”.

A su mando tenía grupos que habían sido instruidos por Klaus Barbie, el nazi criminal de guerra más conocido como El Carnicero de Lyon. La voz amenazante de Arce Gómez, registrada en videos de la época, todavía provoca escalofríos: “Las fuerzas de la ultraizquierda no se dan cuenta del poder que tiene este gobierno”.

Más de 10 años después, el 21 de abril de 1993, la Corte Suprema de Justicia de Bolivia condenó a 30 años de cárcel sin derecho a indulto al exministro por alzamiento armado, genocidio y delitos contra la libertad de prensa. Cárcel que cumple en el presidio de Chonchocoro, adonde también fue destinado el ya fallecido Luis García Meza tras un juicio de responsabilidades por los mismos delitos.

El día del golpe militar, el 17 de julio de 1980, en el denominado Operativo Avispón, se tomó la Central Obrera Boliviana (COB) y se hirió con una ráfaga de ametralladora a Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien, todavía con vida, fue llevado al Estado Mayor, el Gran Cuartel de Miraflores, para ser presuntamente incinerado.

Tanto García Meza como Arce Gómez coincidían en que ese asesinato se ejecutó por pedido del caído Hugo Banzer (1971-1978, de facto), contra quien Quiroga Santa Cruz pretendía iniciar un juicio de responsabilidades. También coincidieron en señalar que sus restos están enterrados en la cruceña hacienda San Javier, propiedad de Banzer, quien, en 1997, fue elegido presidente boliviano por vía democrática.

Arce Gómez incluso confesó ante medios de prensa que fue él en persona quien envió, en una caja, los restos del líder socialista en una avioneta con destino a Santa Cruz la misma noche del golpe.

García Meza indicó que quien disparó en contra de Quiroga Santa Cruz fue Froilán Medina, El Killer, quien fue atrapado en una casa en inmediaciones de la calle 35 de la residencial zona de Cota Cota de la ciudad de La Paz el 31 de enero de 2016.

La visita inesperada

El Killer era un suboficial del Ejército que había fungido como seguridad personal de Yolanda Prada, la esposa de Hugo Banzer. Fue enviado a Chonchocoro después de ser apresado. Sin embargo, hasta antes de su detención, se paseaba con total desenvoltura por las calles, llegando, incluso, a visitar a las víctimas de la dictadura en la carpa instalada frente al Ministerio de Justicia donde esperan por justicia, ahora, por: Seis años, un mes y dieciocho días.

“Se acercó aquí tres veces como se acercan otros ciudadanos”, cuenta Victoria López, hoy, una mañana de viernes. “Yo misma lo atendí y no lo reconocí, el tiempo también pasa para ellos”. Ella está de pie, observando una fotografía de Marcelo Quiroga Santa Cruz mientras mueve el azúcar de su taza de café. “El Killer nos preguntó si estábamos investigando a quienes habían cometido los crímenes de guerra y nosotros le respondimos, como a todos, no. Solo cuando lo apresaron supimos que él había estado aquí, sentado”.

“¿Vale la pena recordar la historia de nuestro sufrimiento?”, pregunta Victoria López y se responde: “Claro que sí, es nuestro testimonio”. “Somos la historia todavía viva de Bolivia”, dice Julio Llanos, “esa historia que varios afamados historiadores no se atreven a escribir”.
“Todo lo que tenemos es lo que nos ha pasado”, dice Julio César Sevilla.

“Yo ya no tengo esperanzas”, afirma otro de los sobrevivientes, un anciano que no ha querido contar su historia y que tampoco ha querido revelar su nombre, “pero estoy aquí”. “Claro que tenemos esperanzas”, responde Julio Llanos, “por eso estamos aquí. Y también estamos aquí para que nunca más se repita”.

“Las cosas tienen que cambiar”, opina Victoria López, “no puede ser esto”, y señala la fotocopia de una fotografía pegada en la pared donde se la ve a ella con una herida en la cabeza. “Esto me ha pasado hace poco”, cuenta, “cuando atacaron la carpa por primera vez, se ensañaron contra mi persona”.

“Creemos que han sido personas que están en este Gobierno”, dice Julio Llanos, “la Policía ha venido pero no han hecho ninguna investigación”. “Después han quemado la carpa”, añade Victoria López.

“Han rociado gasolina”, insiste Julio Llanos y señala hacia una mesa donde hay una máquina de escribir con las teclas chamuscadas, un teclado de computadora derretido y una impresora destrozada, luego hacia la fotocopia de un recorte de periódico, “así nos han atacado”.

“El 21 de febrero, cuando bloqueamos aquí afuera por el respeto al No del pueblo contra el gobierno de Evo Morales”, declara Julio César Sevilla, “han venido los policías y nos han reprimido”.

“Yo no entiendo por qué la Policía y el Ejército no pierden nunca esa mentalidad de golpear, de masacrar”, acota Victoria López. “Somos personas de la tercera edad, deberíamos estar protegidas por derecho”, agrega Julio Llanos.

Las cenizas

Por su parte, el Gobierno negó enfáticamente cualquier acusación en contra suya por la primera agresión y, luego de que el ministro Carlos Romero pidiera una investigación por el incendio, Bomberos indicó que el fuego había sido ocasionado por un cortocircuito en la conexión artesanal de la electricidad de la carpa.

Victoria López se sienta, bebe su café e indica: “Se ha pagado a 1.714 de 6.800 víctimas, estamos aquí por los que faltan”. Julio Llanos aclara: “A los demás nos han pedido requisitos imposibles de conseguir, testigos de tortura, certificados forenses de las violaciones que han sufrido las compañeras, pasaportes y documentos que nos han arrebatado”. “Están esperando que nos muramos aquí, en esta carpa”, exclama Julio César Sevilla.

El anciano que no ha querido decir su nombre se levanta y vuelve a darme un pequeño golpe en el hombro para conminarme a acompañarlo a la cruz que, en su interior, guarda los nombres de quienes han fallecido en la espera, lee, con mucha paciencia: “Felipe Mita Ticona. Antonio Zapata Gallardo. Abel Sánchez Aldunate. Antonio Guevara Valdez. Víctor Hugo Sandoval. René Albino Oros. Dionicio Fernández Callacagua. Ramiro Otero Lugones. Segundino Alberto Espinoza. Prudencio Carrasco Flores. Alfonso Nuñes Nogales. Jaime Alanoca Mollinedo. Alfredo Navarro Ortega. Zenón Barrientos Mamani. Juan Alvares Tintaya. Diva Arratia del Río. Aleida Callisaya Quispe. Máximo Lara Farrachol. César Villca Fernández. Bonifacio Surco Aliaga. Zenón Acarapi Cahuana. José Hurtado González. Miguel Casas Yujra. Jorge Frías Sigg. Roberto Flores Vega”, suspira, “veinticinco historias como las nuestras, no merecen quedar en el olvido”.
Seis años, un mes, veinte días.

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No joderéis al prójimo

La noche del jueves 8 se presentó el libro de crónicas ‘No me jodas, no te jodo’, en El Alto.

/ 14 de marzo de 2018 / 13:00

Recuerdo, de hace años, algún domingo de feria en la 16 de Julio, esa popular zona alteña que colinda con la autopista y que mira a la hoyada paceña con cierta indiferencia tal vez a causa del frío que desciende del Huayna Potosí vigilante que tiene tan próximo. Recuerdo que fui a comprar libros, y es que se encuentran maravillas, a veces; la última vez que fui retorné a casa con un ejemplar de la voluminosa novela Gente independiente del rarísimo, por lo menos en estas tierras sí, escritor islandés Halldór Laxness y que me costó Bs 20. Recuerdo que ese domingo del que quiero hablar me encontré con Alexis Argüello, quizás el librero más famoso de La Paz y del país. Recuerdo que pensé que qué mala suerte, dos cazadores se han encontrado en la selva inmensa repleta de hormigas con la misión de buscar buenas presas que llevarse entre dientes al hogar. No encontramos mucho en los lugares habituales, los establecidos. No fue hasta que llegamos a un tendido en el suelo donde una cholita (permítasenos usar este diminutivo cariñoso y no ese falso señora de pollera que nos han enseñado las generalmente tan hipócritas correcciones políticas) había amontonado varios libros de todo tipo que encontré uno de color verde, que más parecía un recetario, pero que descubrí que era Paradiso, de José Lezama Lima. Recuerdo que lo vimos al mismo tiempo, pero que esta vez el cazador veloz fui yo y que, Alexis, como buen alteño, no me jodió el hallazgo ni tuve yo que joderlo después para evitar esa primera jodida que luego de una eventual jodienda mayor quizás me hubiera dejado sin presa de haber sucedido. Así que sellamos la paz, el no habernos jodido la existencia de cazadores de libros, yendo a buscar a una casera suya que vendía deliciosos ispis. Cayó una lluvia rauda porque a Dios no hay quien lo joda cuando te jode y en el puesto atiborrado de devoradores de pescados, con los pies mojados pero con los libros adquiridos a salvo, esperamos mientras hablábamos de literatura boliviana, de algún escritor nacional de moda, de algún chisme de esa misma breve farándula y, por supuesto, de algunos rincones de esta ciudad que solamente conocen quienes la habitan, ya saben, hablamos de las cosas elevadas que se deben discutir cuando se saborea un poco de wallake caliente cuando el ispi no ha sido suficiente para aplacar el frío de la permanente jodienda divina.

Este libro de crónicas alteñas, No me jodas, no te jodo (Sobras Selectas, 2018), se veía venir porque El Alto tiene mucho que decir, tiene mucho que develar de lo que sucede en sus entrañas y que no se conoce porque esas son las sombras que los márgenes están condenados a habitar a veces; no me parece alocado pensar en El Alto como la verdadera capital boliviana (perdónenme el atrevimiento estimados lectores chuquisaqueños y paceños que hace más de un siglo se han batido —se han jodido— en guerra civil) porque es la ciudad periférica que quizás podría resumir la esencia de un país que, en el orden del mundo e inclusive en ciertos órdenes que reinan dentro de sí mismo, es marginal. Y no es casualidad que ese librero, inquieto buscador de historias, que luego de leer, vende, claro, de algo hay que vivir, hiciera de sus inquietudes un libro. Es por eso que, hablando de conversaciones elevadas y recordando este episodio de cacería fue que pensé mucho en esas altas sociedades que, a lo largo de nuestra existencia boliviana, han escrito no solo nuestra literatura sino también nuestra historia, claro, se entiende, ¿quién más lo iba a hacer? Decía, en algún momento, un escritor de moda que escribe para estas altas esferas, que “detestaba las novelas que intentan explicar un país” y que no iba a “cometer esa estupidez”, y, vamos a ser francos, me pareció una aseveración graciosa, pero que si algo tiene de bueno es que es auténtica y dice mucho de cómo se entiende la literatura en gran parte de la nueva generación de autores, aquella que comete la triste adolescencia de darle la espalda a los abuelos. “Tu envidia es mi bendición, wresentido”, podrían decirme, queriendo responderme en un lenguaje minibusero que sí podría comprender y, entonces, tendría que recordar que si algo alguna vez les envidié a escritores de la alta sociedad eran las hermosas bibliotecas que heredaban de sus padres. Pero que, viendo libros como este que ha surgido ahora, pienso que es al revés, que quienes vivimos en los márgenes de este país marginal y queremos escribir en realidad somos privilegiados porque estamos más cerca de quienes necesitamos, nuestros abuelos, que los nietos de Bolivia estamos condenados a intentar explicar el país donde nos parió el azar porque no podremos empezar a intentar explicarnos a nosotros mismos si no resolvemos, de alguna manera, lo que hay detrás de nosotros. Quizás, ahora, el ingenuo esté siendo yo en todo caso, no importa, las ideas están para discutirlas.

HISTORIAS. Qué privilegiados somos, decía, porque a nosotros los abuelos marginales nos cuentan detalles de la historia que no se han escrito viéndonos como los aprendices que en verdad somos y no teniendo que elevar la mirada ante el hijo del patrón. Es un privilegio, sí, y uno de los méritos de este libro de crónicas es que, de alguna manera, nos aproxima a ese abuelo que nos habla como el que le habla al nieto que necesita educación. Vamos a escuchar, ahora, qué es lo que han visto estos nietos o simples observadores (esto lo terminará decidiendo el lector, por supuesto) que miran a El Alto, esta ciudad que en realidad es más vieja de lo que dice ser, que no nos engañe el denominativo ciudad de reciente imposición.

¿Qué hace un pingüino en El Alto?, se pregunta, por ejemplo, Óscar Martínez, en su Crónica aviar y nos habla de esa feria de la eterna 16 de Julio. En Pan de batalla, Raimundo Quispe cuenta de la tradición familiar de los panaderos. Sangre, de Evelio Gutiérrez, narra un accidente en medio de la multitudinaria, caótica y muchas veces indiferente Ceja. En La soledad de los pobres hombres pobres”, Édgar Soliz muestra el mundo homosexual de la periferia y nos cuenta de sus experiencias en los api-videos pornos. El español Álex Ayala narra de cuando El Alto estuvo a punto de tener un club representante en la Liga del Fútbol Profesional que, paradoja, territorio del que cuesta desprenderse, se llamaba La Paz FC.

Me parece, sin embargo, que una crónica sobresale entre las demás, Vivir estido, de Tatiana Suárez Patiño, donde la autora indaga en el amor y en la memoria, en el rechazo, en la soledad y en las intrincadas maneras de pensar e imaginarse a uno mismo desde el otro, desde el incomprendido, desde el que no se deja comprender porque no acepta que lo jodan, que si alguien intentara hacerlo le correspondería joder también. Y me parece que puede significar un buen resumen de lo que busca este libro, establecer diferencias espirituales entre una ciudad, La Paz, y la otra, el otro, El Alto, que quienes no las han vivido a fondo entrevén como un espejo que se refleja a sí mismo. Y quién mejor para hacerlo que una sopocacheña enamorada de un alteño, La Paz que quiere comprender esa línea en el horizonte que se extiende implacable y que es El Alto que pareciera alejarse cuanto más cerca está. Es que se trata de morir, dirá Tatiana, y “morir bien es vivir estido”, que “quien ama lo estido, ama lo libre aunque duela, aunque cueste y sea ingrato o no dure para siempre, aunque se acabe”. Y explica la naturaleza de la palabra: “Se entiende por ‘estido’ el pasar de un estado A al estado B. Regularmente este cambio no es bueno. Por eso se cree que es un sinónimo de arruinar, dañar, o descomponer, pero en realidad esta palabra designa aquello que es y que no se puede nombrar con precisión, es la acción de transformarse en otra cosa, pero sin saber bien cuál es el resultado final. Y es que, en el fondo, como dice líneas más atrás la autora, también puede que el secreto sea obedecer el no escrito onceavo mandamiento: “No joderéis al prójimo”.

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No joderéis al prójimo

La noche del jueves 8 se presentó el libro de crónicas ‘No me jodas, no te jodo’, en El Alto.

/ 14 de marzo de 2018 / 13:00

Recuerdo, de hace años, algún domingo de feria en la 16 de Julio, esa popular zona alteña que colinda con la autopista y que mira a la hoyada paceña con cierta indiferencia tal vez a causa del frío que desciende del Huayna Potosí vigilante que tiene tan próximo. Recuerdo que fui a comprar libros, y es que se encuentran maravillas, a veces; la última vez que fui retorné a casa con un ejemplar de la voluminosa novela Gente independiente del rarísimo, por lo menos en estas tierras sí, escritor islandés Halldór Laxness y que me costó Bs 20. Recuerdo que ese domingo del que quiero hablar me encontré con Alexis Argüello, quizás el librero más famoso de La Paz y del país. Recuerdo que pensé que qué mala suerte, dos cazadores se han encontrado en la selva inmensa repleta de hormigas con la misión de buscar buenas presas que llevarse entre dientes al hogar. No encontramos mucho en los lugares habituales, los establecidos. No fue hasta que llegamos a un tendido en el suelo donde una cholita (permítasenos usar este diminutivo cariñoso y no ese falso señora de pollera que nos han enseñado las generalmente tan hipócritas correcciones políticas) había amontonado varios libros de todo tipo que encontré uno de color verde, que más parecía un recetario, pero que descubrí que era Paradiso, de José Lezama Lima. Recuerdo que lo vimos al mismo tiempo, pero que esta vez el cazador veloz fui yo y que, Alexis, como buen alteño, no me jodió el hallazgo ni tuve yo que joderlo después para evitar esa primera jodida que luego de una eventual jodienda mayor quizás me hubiera dejado sin presa de haber sucedido. Así que sellamos la paz, el no habernos jodido la existencia de cazadores de libros, yendo a buscar a una casera suya que vendía deliciosos ispis. Cayó una lluvia rauda porque a Dios no hay quien lo joda cuando te jode y en el puesto atiborrado de devoradores de pescados, con los pies mojados pero con los libros adquiridos a salvo, esperamos mientras hablábamos de literatura boliviana, de algún escritor nacional de moda, de algún chisme de esa misma breve farándula y, por supuesto, de algunos rincones de esta ciudad que solamente conocen quienes la habitan, ya saben, hablamos de las cosas elevadas que se deben discutir cuando se saborea un poco de wallake caliente cuando el ispi no ha sido suficiente para aplacar el frío de la permanente jodienda divina.

Este libro de crónicas alteñas, No me jodas, no te jodo (Sobras Selectas, 2018), se veía venir porque El Alto tiene mucho que decir, tiene mucho que develar de lo que sucede en sus entrañas y que no se conoce porque esas son las sombras que los márgenes están condenados a habitar a veces; no me parece alocado pensar en El Alto como la verdadera capital boliviana (perdónenme el atrevimiento estimados lectores chuquisaqueños y paceños que hace más de un siglo se han batido —se han jodido— en guerra civil) porque es la ciudad periférica que quizás podría resumir la esencia de un país que, en el orden del mundo e inclusive en ciertos órdenes que reinan dentro de sí mismo, es marginal. Y no es casualidad que ese librero, inquieto buscador de historias, que luego de leer, vende, claro, de algo hay que vivir, hiciera de sus inquietudes un libro. Es por eso que, hablando de conversaciones elevadas y recordando este episodio de cacería fue que pensé mucho en esas altas sociedades que, a lo largo de nuestra existencia boliviana, han escrito no solo nuestra literatura sino también nuestra historia, claro, se entiende, ¿quién más lo iba a hacer? Decía, en algún momento, un escritor de moda que escribe para estas altas esferas, que “detestaba las novelas que intentan explicar un país” y que no iba a “cometer esa estupidez”, y, vamos a ser francos, me pareció una aseveración graciosa, pero que si algo tiene de bueno es que es auténtica y dice mucho de cómo se entiende la literatura en gran parte de la nueva generación de autores, aquella que comete la triste adolescencia de darle la espalda a los abuelos. “Tu envidia es mi bendición, wresentido”, podrían decirme, queriendo responderme en un lenguaje minibusero que sí podría comprender y, entonces, tendría que recordar que si algo alguna vez les envidié a escritores de la alta sociedad eran las hermosas bibliotecas que heredaban de sus padres. Pero que, viendo libros como este que ha surgido ahora, pienso que es al revés, que quienes vivimos en los márgenes de este país marginal y queremos escribir en realidad somos privilegiados porque estamos más cerca de quienes necesitamos, nuestros abuelos, que los nietos de Bolivia estamos condenados a intentar explicar el país donde nos parió el azar porque no podremos empezar a intentar explicarnos a nosotros mismos si no resolvemos, de alguna manera, lo que hay detrás de nosotros. Quizás, ahora, el ingenuo esté siendo yo en todo caso, no importa, las ideas están para discutirlas.

HISTORIAS. Qué privilegiados somos, decía, porque a nosotros los abuelos marginales nos cuentan detalles de la historia que no se han escrito viéndonos como los aprendices que en verdad somos y no teniendo que elevar la mirada ante el hijo del patrón. Es un privilegio, sí, y uno de los méritos de este libro de crónicas es que, de alguna manera, nos aproxima a ese abuelo que nos habla como el que le habla al nieto que necesita educación. Vamos a escuchar, ahora, qué es lo que han visto estos nietos o simples observadores (esto lo terminará decidiendo el lector, por supuesto) que miran a El Alto, esta ciudad que en realidad es más vieja de lo que dice ser, que no nos engañe el denominativo ciudad de reciente imposición.

¿Qué hace un pingüino en El Alto?, se pregunta, por ejemplo, Óscar Martínez, en su Crónica aviar y nos habla de esa feria de la eterna 16 de Julio. En Pan de batalla, Raimundo Quispe cuenta de la tradición familiar de los panaderos. Sangre, de Evelio Gutiérrez, narra un accidente en medio de la multitudinaria, caótica y muchas veces indiferente Ceja. En La soledad de los pobres hombres pobres”, Édgar Soliz muestra el mundo homosexual de la periferia y nos cuenta de sus experiencias en los api-videos pornos. El español Álex Ayala narra de cuando El Alto estuvo a punto de tener un club representante en la Liga del Fútbol Profesional que, paradoja, territorio del que cuesta desprenderse, se llamaba La Paz FC.

Me parece, sin embargo, que una crónica sobresale entre las demás, Vivir estido, de Tatiana Suárez Patiño, donde la autora indaga en el amor y en la memoria, en el rechazo, en la soledad y en las intrincadas maneras de pensar e imaginarse a uno mismo desde el otro, desde el incomprendido, desde el que no se deja comprender porque no acepta que lo jodan, que si alguien intentara hacerlo le correspondería joder también. Y me parece que puede significar un buen resumen de lo que busca este libro, establecer diferencias espirituales entre una ciudad, La Paz, y la otra, el otro, El Alto, que quienes no las han vivido a fondo entrevén como un espejo que se refleja a sí mismo. Y quién mejor para hacerlo que una sopocacheña enamorada de un alteño, La Paz que quiere comprender esa línea en el horizonte que se extiende implacable y que es El Alto que pareciera alejarse cuanto más cerca está. Es que se trata de morir, dirá Tatiana, y “morir bien es vivir estido”, que “quien ama lo estido, ama lo libre aunque duela, aunque cueste y sea ingrato o no dure para siempre, aunque se acabe”. Y explica la naturaleza de la palabra: “Se entiende por ‘estido’ el pasar de un estado A al estado B. Regularmente este cambio no es bueno. Por eso se cree que es un sinónimo de arruinar, dañar, o descomponer, pero en realidad esta palabra designa aquello que es y que no se puede nombrar con precisión, es la acción de transformarse en otra cosa, pero sin saber bien cuál es el resultado final. Y es que, en el fondo, como dice líneas más atrás la autora, también puede que el secreto sea obedecer el no escrito onceavo mandamiento: “No joderéis al prójimo”.

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El guardián y las piedras

El perro Choco tiene su tumba y un monumento en Ciudad Satélite, en El Alto. Allí le dejan flores y le piden protección.

/ 1 de noviembre de 2017 / 04:00

 El frío de la noche en Ciudad Satélite es agresivo. El reloj está a punto de marcar la medianoche. Los pasos se agigantan gracias al eco de las calles desiertas. Sopla un viento helado que no es violento pero sí continuo. Pienso en las cumbres nevadas del Huayna Potosí, que está a escasos kilómetros de este lugar. “Vas a tener cuidado”, me dijo Tatiana, una amiga que vive acá, “andá por allá, por ahí no es tan peligroso”.

Mientras camino hacia la parada de los trufis que bajan a San Pedro, un trío de perros se adueña del silencio y lo desvanece. Husmean en la basura y se ladran entre sí como si conversaran, no se gruñen, no buscan pelea, andan rápido. Escuchan mis pasos y me ignoran, hacen como si yo no estuviera allí, tan cerca.

“¿Ustedes no conocen la historia del Choco?”, les pregunto, en voz baja, que cuando hace silencio y tanto frío hay la necesidad de espantar a los fantasmas que podrían estar espiándote. No contestan, obviamente. Quizás si pudieran hablar. Quizás si pudieran hablar no les interesaría conversar conmigo, pienso. Cuando le pregunté a Tatiana, ella me dijo que no sabía nada del Choco, que ni siquiera se había dado cuenta de que en la plaza Bolívar, de donde salen los trufis a La Paz, había una estatua de perro alguno. Y no la culpo, a veces la velocidad de la vida, el ruido de las ciudades, hace que nos olvidemos de observar lo que tenemos alrededor.

Ciudad Satélite es una de las zonas con mayor tradición en la ciudad más joven de Bolivia. Fue fundada el 29 de abril de 1966. Su ubicación geográfica, bordeando El Alto y mirando de frente a la hoyada, ha sido quizás el factor determinante para que, en las calles, se la conozca como la zona Sur alteña, haciendo una comparación con los barrios paceños acomodados. La parada de la Línea Amarilla del teleférico a unas cuadras de las famosas antenas es un inevitable punto de conexión. Sin embargo, como en otras zonas de esta ciudad que no hace otra cosa que crecer, la inseguridad se vive día a día, ya sea en anécdotas que se cuentan en las plazas o en los muñecos colgados de los postes amenazando al eventual malviviente con ser quemado por la acción vecinal de defensa.

La plaza Bolívar está vacía. Algunos radiotaxis rondan. Otros automóviles están detenidos y sus conductores duermen, los brazos cruzados ante el volante y una frazada cubriendo sus pies. En la tarde ya había estado en este mismo sitio y pregunté por el perro Choco en el mercado y en una veterinaria próxima. “Era un perrito al que le gustaba estar ahí”, me dijo una casera que estaba muy ocupada preparando café. “Los trufistas son los que saben”, me dijeron en la veterinaria, “pero los nocheros, creo que ellos lo cuidaban”.

Y un taxista que estaba por ahí me invitó a visitar la parada a la medianoche porque los choferes se reunían en un círculo y se ponían a hablar entre ellos para contarse historias. Esta posibilidad fue lo que más me llamó la atención. Pero era medianoche y no había nada. Decepcionado, abordé un trufi a San Pedro que apareció como un espejismo de la soledad. Al chofer le pregunté si sabía algo del Choco. Me contó que era un perro nochero, que durante el día se perdía quién sabe dónde y que se había hecho amigo de los taxistas, que murió apuñalado por algún maleante que quiso cobrar venganza y que prefería no hablar mucho al respecto porque habían encontrado, tiempo después, a un taxista muerto con 28 puñaladas en el cuerpo y creen que es porque intentó ayudar al perro cuando reducía a un delincuente. “Pero creo que había tres Chocos”, dice, para finalizar, ya hemos llegado a San Pedro.

Eso es lo que sucede con ciertas historias, sobre todo cuando quienes las protagonizaron carecen de voz, las narraciones de los hechos crecen o se achican, se extienden o se difuminan. Choco es un personaje, un héroe, dirían muchos. Nadie sabe cómo o cuándo llegó a Satélite, pero sí saben que llegó para quedarse por siempre. Era un perro callejero que se hizo querer porque, dicen, sabía identificar a los delincuentes y cuidaba a los vecinos. “Nunca mordió a ningún niño”, me cuenta, una tarde después, doña Mariana (nombre ficticio, pidió el anonimato), una señora que lo conocía mientras bebe una coca-cola mini en un kiosco de la plaza Bolívar. “El perrito amaba a los niños, les movía la cola, les bailaba, les pedía cariño”. Varios canales de televisión hicieron eco de su historia y el Choco se convirtió en uno de los alteños más famosos. El amor se paga con amor, dice algún viejo adagio, y, como Choco acompañaba a los vecinos hasta la puerta de sus casas para cuidarlos, recibía mucha comida. Doña Claudia (nombre ficticio, también pidió el anonimato), dueña del kiosco, sonríe cuando recuerda al perro de pelaje rubio y mirada pacífica, lo recuerda echado en el suelo, las patas cruzadas y con mucha comida alrededor de él. Ahora, frente a la parada de trufis, hay una estatua en bronce del Choco.

Me llama la atención que el par de señoras a las que quiero entrevistar me pidan el anonimato. Y pregunto. “No queremos problemas con la junta vecinal”, dicen, unánimes. Explican que la Junta estuvo en contra, por ejemplo, de que se enterrara al Choco en la plaza, que ese hecho dañaría la imagen de la zona ante otras zonas alteñas y que hasta enterrarían loros en el cementerio de animales que se convertiría Satélite. Sin embargo, se enterró al Choco en la plaza y hasta el momento no hay noticia de que cadáveres de loros lo estén acompañando. Doña Claudia me cuenta que hay dos o tres perros que vienen en las tardes y se echan a descansar sobre la tumba, “como si supieran que alguien los puede estar cuidando desde el más allá”.

Después de la muerte de Choco, acaecida el 22 de octubre de 2014, doña Claudia recuerda un momento difícil. Era pasada la medianoche, dice, cuando un par de pandillas empezaron a pelear. Ella cerró el kiosco ante el temor de que pudieran robarle y se resguardó allí. Los pocos taxistas que se encontraban cerca huyeron. Entonces sucedió una lluvia de piedras por todas partes. “Habrá sido más de una hora de pedradas”, recuerda. Recién cuando hubo silencio se animó a salir. En la plaza había un joven apuñalado que le pidió ayuda. Ella lo ayudó a levantarse y le señaló el camino hacia el hospital más próximo, a unas cuadras de allí. Lo siguió a varios pasos detrás, no quería verse implicada en represalias pandilleras.

Me detengo en una imagen que se me vino a la mente cuando la señora contaba la historia. La caída de las piedras sobre todas las cosas, incluso sobre el monumento al Choco. Una fotografía de la violencia. El ruido. El miedo. “Creo que ni en la tumba de Jaime Saenz he visto flores tan frescas”, le digo señalando al guardián pétreo. “Antes era más bonito”, dice doña Claudia, “estaba su casita, pero se la han robado”. Y cuenta que hay personas que se detienen ante el monumento, sobre todo en las noches y quienes deben atravesar amplios senderos oscuros, le hablan al perro, lo tocan. “Qué le dirán”, dice doña Claudia, “es como si rezaran, le piden protección”.

Daniel Averanga, escritor alteño que un tiempo vivió en Satélite, cuenta que una vez el Choco se puso a ladrarle a un joven. El ladrido era intenso. Que justo por ese momento pasaba una patrulla policial y que, como si supiera, le mordió la manga y de ahí cayeron tres cuchillos y una pistola. Los policías arrestaron al joven y evitaron lo que pudo ser una catástrofe. “Hablar nomás le faltaba”, dice doña Claudia, “nunca en mi vida he conocido un perrito igual”, y se le escapa una lágrima.

Cuando le pregunto al doctor Félix Chambi por la historia del Choco, coincide con doña Claudia. Él es el veterinario que cuidó del perro símbolo y también quien estuvo a su lado cuando murió. La ascitis, cuenta, esa acumulación de agua en el abdomen, llegó a su corazón y eso fue lo que lo acabó. “Era un perrito al que la vida le había enseñado a ser noble”, dice, cuando lo evoca. Para el doctor, quien también es abogado y comunicador, la figura del Choco debe servir para pensar en la relación de los seres humanos con los animales, en la proliferación de perros callejeros, en el abandono que sufren miles de mascotas y en la mala crianza que padecen.

Tras la muerte del mítico Choco surgieron algunos grupos de activistas animales; sin embargo, el doctor Chambi está en contra de las donaciones monetarias ya que no hay la posibilidad de una regulación o auditoría confiables. “Lo más importante es la educación”, dice, “el perro expresa lo que el dueño es. Si una persona es mala, saca el mismo carácter”. También cree que distintos profesionales deben donar su tiempo y capacidades para buscar una solución integral al problema de los animales callejeros. Él proporciona sus servicios gratuitos a perros de la calle, por ejemplo, o da asesoría legal. A fin de mes dará un seminario en Satélite y se invitará a las juntas vecinales. También buscó el apoyo de las autoridades ediles. Durante la gestión del alcalde Édgar Patana, cuenta, fue ignorado. También visitó el programa televisivo de la actual alcaldesa, Soledad Chapetón, y envió memoriales a su administración que no tienen respuesta hasta ahora. Se busca construir un albergue y brindar educación sobre crianza animal en los colegios.

Se ha nublado el cielo y sopla un viento helado, todo es gris de pronto. La banqueta donde estaba sentado mientras conversaba con el doctor Chambi está destrozada, han arrancado los agarradores y la madera está maltratada. “Esta es una zona de guerra”, dice él, bromeando. La estatua del Choco le da la espalda a las antenas y mira fijo hacia algún horizonte, allá lejos, al altiplano inmenso, donde El Alto sigue creciendo. Llueve.

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Incendiar la ciudad

El peruano Julio Durán llama a preguntar, a enfrentar al otro y a pelear en los cuentos de ‘¿Y quién eres tú para juzgarme?’.

/ 20 de agosto de 2017 / 04:00

Leer es una gran manera de viajar. También es una gran manera de recordar. ¿Qué es el recuerdo si no un viaje fugaz a algún lugar que, estando, ya no está? Cuando leía los cuentos de ¿Y quién eres tú para juzgarme?, de Julio Durán, recordaba un viaje que emprendí cuando tenía 17 años. No era mi primer viaje solo, pero sí era la primera vez que viajaba al extranjero. El destino era Lima. No conocía mucho. Apenas había leído La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, y sabía algo, muy poco, de lo que había sido Sendero Luminoso por lo que se publicaba en los periódicos. Era la Copa América, recuerdo, y, junto a eso, lo que más me llamaba era la posibilidad de conocer el mar que, cuando lo vi por primera vez, me pareció maravilloso. Por otra parte, Lima también me sorprendió, me pareció inmensa. Toda la población de Bolivia cabría allí, en esa gigante mancha urbana enclavada en la arena.

Recuerdo la bruma persistente, recuerdo ciertas diferencias entre los distritos que hacen a la ciudad. Miraflores, donde tuve la fortuna de estar alojado, no es como La Victoria ni Barranco es idéntico a Chorrillos. Si toda ciudad —animal, monstruo— es espejo de otra ciudad, entonces todas las ciudades son una sola gran ciudad que encarcela a la especie humana.

Podríamos acercarnos un poco e intentar hallar paralelismos con lo que conocemos. Calacoto, para quien sabe observar, está más cerca de Miraflores que de La Ceja de El Alto, que quizás se aproxime más a La Victoria. Chasquipampa y Sopocachi estarían igualmente alejados. Para notar estos detalles no hace falta ninguna iluminación, bastan apenas las ganas de caminar y de observar, que es lo que alguien que aspira a ser un buen escritor debe hacer todo el tiempo. Y Julio Durán es un buen observador y me animaría a decir que es un gran caminante. Y que el sitio donde él prefiere caminar es el centro de Lima, que se parece nomás a nuestro centro paceño, edificios viejos, edificios modernos, buses, ruido, vida, habitantes de Sopocachi y La Ceja compartiendo las calles.

Uno de los cuentos más significativos del conjunto de relatos que se agrupan en el libro que presentamos esta noche es La forma del mal. Lo leí en el PumaKatari que me llevó de Chasquipampa a la Camacho y de vuelta de la Camacho a Chasquipampa porque es un cuento de esos que tienen más de 50 páginas. Cuando lo leía tenía la impresión de estar en una combi que ha salido del centro limeño para llegar al Jirón de La Unión y que luego se dirigía a Ate Vitarte.

Las voces de los personajes son las que le dan cuerpo a la narración, a través de las conversaciones podemos entender qué es lo que sucede en sus vidas. Un niño, el mejor alumno de su clase, muere asesinado por sus compañeros. El cobrador de una combi suele golpear a su esposa, quien ya está harta de recibir pocos soles para el alimento diario. Dos colegas de trabajo, habitantes de distintos barrios limeños, uno cercano al centro y otro donde todavía no llegan ciertas comodidades, discuten sobre cómo es mejor vivir. Una escena de este cuento que me parece conmovedora y que podría resumir el espíritu del libro es la pelea que sucede en el interior de la combi entre el cobrador y un maestro de escuela bajo de la excusa de una mísera moneda de veinte céntimos de más en el pasaje.

Y es que ¿Y quién eres tú para juzgarme? es una pelea constante. Entre ricos y pobres. Entre serranos y costeños. Entre mujeres y hombres. Entre mujeres y mujeres. Quien vive en las entrañas de una ciudad inmensa debe aprender a pelear. Obviamente no todas las peleas suceden a puñetazo limpio como la que ha tumbado al maestro y al cobrador en el suelo de la combi. La mayor parte de las veces son las palabras las que están encerradas dentro de un puño invisible que solo la lengua alcanza a desplegar.

El libro se inaugura con una pregunta, con un golpe que no solo está dirigido al personaje interlocutor, por supuesto, sino también al lector, no solo al peruano, también al boliviano: ¿Por qué tengo que querer al país si somos un país pobre?, corresponde al cuento titulado, no en vano, Dos preguntas. No en vano, porque en los cuentos de Julio Durán siempre hay dos preguntas principales, dos preguntas que dan vueltas mientras suceden los hechos narrados, un golpe y un contragolpe y es a partir de esas dos preguntas que, como sucede en todo buen artefacto de ficción, surgen las demás preguntas, las que inevitablemente se hace quien lee.

La otra pregunta del cuento al que me estoy refiriendo se la formula el narrador, un fotógrafo —un pituco, un jailón, como los conocemos aquí, compren el libro y pasen a leer El país de pituco, una introspección que hace un ejemplar de esta especie— citadino golpeado por la pregunta de un campesino de la sierra, que es ésta: ¿Qué debo hacer si un día toca mi puerta? ¿Qué hacer si ese otro ciudadano de mi país que parece más extranjero que un extranjero auténtico, el que vive lejos de mi hogar, de mi comodidad, el que vive allá en lo rústico, en casas de adobe, el sucio, decide tocar un la puerta de su bonito hogar? Y se contesta el mismo personaje: a veces, debo confesarlo, me arrepiento de haberle dado mi dirección y mi teléfono. Otras veces siento que no tenía opción.

Y es que no hay opción. De eso hablan los cuentos de Durán. Hablan de que las preguntas difíciles, cuya respuesta se aleja cuanto más ahondas en ella, deben hacerse. No hay opción, todos debemos vivir aquí. No hay opción, para ver otros mundos no hace falta viajar tanto, hace falta caminar y observar. Y preguntar, claro. Y pelear. Y al pelear incendiar la ciudad. Incendiar la ciudad se llama la primera novela de Julio y pienso que el título no tiene por qué estar alejado de ¿Y quién eres tú para juzgarme?, que al final un escritor, dicen, escribe un solo libro toda su vida. Pelear para que la ciudad se reduzca a cenizas. Esa ciudad inmortal, por siempre fénix. Para que de las cenizas todo empiece de nuevo una vez más.

  • Rodrigo Urquiola es escritor

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