Thursday 18 Apr 2024 | Actualizado a 10:56 AM

Cocinando con Elisa, ni una gota de sangre por demás

Marta Monzón y Francia Oblitas son las protagonistas de ‘Cocinando con Elisa’, la propuesta del director Toto Torres.

/ 10 de septiembre de 2017 / 04:00

Cuando puedes salir de ver una obra de teatro y pensar no en la puesta en escena, no en las elecciones del director, no en el sonido y en los aspectos técnicos, no en las actuaciones, cuando puedes olvidar que lo que viste es un conjunto de elementos puestos en escena con artesanía y después de los aplausos te queda solo una imagen, un sentimiento que no aciertas a definir, una pregunta, un silencio poblado, es entonces que sabes que has visto una obra de arte.  

Cocinando con Elisa es la nueva obra de teatro llevada a escena por Teatro Fuego bajo la dirección de Toto Torres y con las actuaciones (por cierto, impecables) de Marta Monzón y Francia Oblitas. La pieza fue escrita por la dramaturga argentina Lucía Laragione y estrenada en 1993. Desde que la vi el sábado anterior (está actualmente en temporada en el teatro El Desnivel), las múltiples lecturas de la obra me sorprenden en los momentos más inverosímiles. Estoy en el minibús y de golpe entiendo que ese mundo femenino de la cocina en el que transcurre la historia entera es como un submundo sangriento en el que se hace lo que sea necesario para que el mundo de arriba funcione; retorcer pescuezos de aves aterradas, desangrar conejos colgados de las vigas, extraer entrañas, desplumar, desollar, hervir vivos animales histéricos, limpiar sangre, limpiar restos de vísceras escurridizas y cazar ratas traicioneras. El fluido funcionar del mundo de Madame y Monsieur depende de las cosas indecibles que suceden en la cocina. Así, la contradicción entre los nombres finos y delicados de los platos con las acciones macabras que son necesarias para su realización es una constante, y genera una tensión que va creciendo a lo largo de la obra hasta el instante final.

Y sin embargo, la cocina es solo el epicentro, el lugar en que se cristaliza el mundo entero. Así, en la mente del espectador donde se completa la obra, la violencia que sucede en la cocina irradia hacia el exterior y resuena como violencia política, violencia de género, violencia. Torres elige dirigir la mirada del espectador sobre la violencia política y entonces un par de imágenes son suficientes para intuir que también en la política hay un lugar en el cual se hace lo que se tiene que hacer para que el mundo de arriba funcione, ya sea torturar, golpear, sofocar o extinguir. Y funciona. Los poderosos hacen brindis con vasos de champagne mientras, abajo, alguien limpia la sangre; hincan el diente en una pierna de pollo mientras, abajo, alguien se tapa los oídos para no escuchar los gritos de un animal en el matadero.    

Se trata de un texto preciso como un reloj, llevado a escena con maestría. Marta Monzón logra encarnar a Nicole, un personaje detestable pero de una manera tan lúdica que se la disfruta, como esos personajes que uno odia amar. Es en ella que cae la crueldad y el humor y logra conjugar esos matices de manera que parece sin esfuerzo.

En el texto no hay una palabra de más, ni una gota de sangre fuera de lugar. Pero es tal la precisión, y el trabajo de las actrices es tan envolvente, que no te das cuenta de que todo estaba calculado, cada palabra, cada mirada, hasta que Nicole sale por la izquierda con una canasta en las manos y la luz se desvanece por última vez. Es entonces, de golpe, que comprendes la obra, la repasas en tu cabeza y se te queda, dejando caer sus capas, revelando sus matices hasta varios días después.

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Novecento, una vida contenida en el mar

Daniel Aguirre regresa a La Paz para presentar la obra ‘Solo el mar’, sobre el escenario del Teatro Nuna, este miércoles.

/ 8 de octubre de 2017 / 04:00

Un niño nace en un barco de migrantes rumbo a América en el año 1900. Sus padres lo abandonan sobre el piano del salón de baile de primera clase, tal vez con la esperanza de que una familia rica lo recoja y le dé una crianza digna. Quien lo recoge, sin embargo, es Danny Goodman, un marinero que bautiza al niño con el nombre de Novecento y lo cría como a su hijo a bordo del Virginian. Novecento se convierte en el mejor pianista sobre la tierra, o lo sería de no ser por el hecho de que jamás baja del barco.

Este texto, el único monólogo teatral escrito por el italiano Alessandro Baricco (autor de novelas como Seda), fue publicado en 1994 y se convirtió en una película del director también italiano Giuseppe Tornatore (dicho sea de paso, una obra maestra con música de Ennio Morricone y la actuación sobrecogedora de Tim Roth).

Estrenada en Sucre en diciembre del año pasado, Solo el mar, adaptación de Daniel Aguirre de la obra de Baricco, busca ser una experiencia immersiva para el público. La obra fue creada para ser puesta en escena en un área de la iglesia de Santo Domingo que incluye el coro y los tejados. En ese espacio la obra comienza desde la calle, donde el público espera para entrar al “navío”, y es conducido por el actor hasta la “cubierta”, donde los tejados rojos de la ciudad entera, sus luces, sus colinas lejanas se convierten en el océano.   

En Solo el mar, Daniel Aguirre adapta el texto de Baricco de manera a la vez sutil y brutal. Sutil porque el texto apenas cambia de su versión original. Brutal porque, en lugar de ser un narrador vestido de frac que cuenta toda la historia de Novecento, el actor se transforma en los personajes que atraviesan el relato, y “atraviesan” es la palabra correcta porque los personajes también atraviesan al actor, lo golpean como olas y él, dúctil, se entrega a ellos una y otra vez, y si digo que los personajes son como olas es porque algunos son violentos y otros, Novecento, por ejemplo, son suaves como espuma deslizándose en la arena. Y así, en esta obra el actor es también semejante al mar, ahora deslizándose, ahora reventando sobre una roca, ahora triste y lejano emitiendo un profundo murmullo, ahora bailando iluminado de una dicha misteriosa.

Como todas las creaciones de Aguirre desde 120 kilos de jazz, Solo el mar es un espectáculo construido desde la música y el movimiento. Por un lado el jazz y composiciones propias que no acompañan sino que configuran las escenas de esta historia en que la música de principios de siglo es también protagonista. Por otro lado (o encima, o por debajo) el cuerpo del actor que encarna los personajes con una maestría es a la vez dominio y abandono. No sé cómo explicarlo. Creo que se trata de un control tan absoluto del cuerpo, que da la ilusión de que cada movimiento, cada salto, cada transformación se hace sin esfuerzo, es solo una danza lúdica que construye barcos y calmas y tormentas.

Si Seda es una novela sobre la nada (esa nada preciosa por la cual los hombres son capaces de cruzar continentes), Novecento es un texto sobre todo, sobre absolutamente todo, pero todo condensado en un barco, un cuerpo negado a vivir y una mente que viaja, imaginando el mundo. Así, para Novecento, el amor es la ausencia del amor, el campo verde donde germinan las semillas es una voz campesina que canta y desvanece, un hijo es un niño anónimo que va muriendo, la ciudad es un laberinto, un piano de teclas infinitas, y la amistad es un piano que acompaña una trompeta. Es una obra acerca del deseo y la soledad. Es una obra acerca de perder, saber perder y perder bien. Perder es un arte, como todo.

La obra se estrena en La Paz este miércoles 4 de octubre en el Teatro Nuna, lo que equivale a decir que, si te subes a ese barco y por una sola noche, La Paz va a tener mar.

 

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Daniel Aguirre regresa a La Paz para presentar la obra ‘Solo el mar’, sobre el escenario del Teatro Nuna, este miércoles.

/ 8 de octubre de 2017 / 04:00

Un niño nace en un barco de migrantes rumbo a América en el año 1900. Sus padres lo abandonan sobre el piano del salón de baile de primera clase, tal vez con la esperanza de que una familia rica lo recoja y le dé una crianza digna. Quien lo recoge, sin embargo, es Danny Goodman, un marinero que bautiza al niño con el nombre de Novecento y lo cría como a su hijo a bordo del Virginian. Novecento se convierte en el mejor pianista sobre la tierra, o lo sería de no ser por el hecho de que jamás baja del barco.

Este texto, el único monólogo teatral escrito por el italiano Alessandro Baricco (autor de novelas como Seda), fue publicado en 1994 y se convirtió en una película del director también italiano Giuseppe Tornatore (dicho sea de paso, una obra maestra con música de Ennio Morricone y la actuación sobrecogedora de Tim Roth).

Estrenada en Sucre en diciembre del año pasado, Solo el mar, adaptación de Daniel Aguirre de la obra de Baricco, busca ser una experiencia immersiva para el público. La obra fue creada para ser puesta en escena en un área de la iglesia de Santo Domingo que incluye el coro y los tejados. En ese espacio la obra comienza desde la calle, donde el público espera para entrar al “navío”, y es conducido por el actor hasta la “cubierta”, donde los tejados rojos de la ciudad entera, sus luces, sus colinas lejanas se convierten en el océano.   

En Solo el mar, Daniel Aguirre adapta el texto de Baricco de manera a la vez sutil y brutal. Sutil porque el texto apenas cambia de su versión original. Brutal porque, en lugar de ser un narrador vestido de frac que cuenta toda la historia de Novecento, el actor se transforma en los personajes que atraviesan el relato, y “atraviesan” es la palabra correcta porque los personajes también atraviesan al actor, lo golpean como olas y él, dúctil, se entrega a ellos una y otra vez, y si digo que los personajes son como olas es porque algunos son violentos y otros, Novecento, por ejemplo, son suaves como espuma deslizándose en la arena. Y así, en esta obra el actor es también semejante al mar, ahora deslizándose, ahora reventando sobre una roca, ahora triste y lejano emitiendo un profundo murmullo, ahora bailando iluminado de una dicha misteriosa.

Como todas las creaciones de Aguirre desde 120 kilos de jazz, Solo el mar es un espectáculo construido desde la música y el movimiento. Por un lado el jazz y composiciones propias que no acompañan sino que configuran las escenas de esta historia en que la música de principios de siglo es también protagonista. Por otro lado (o encima, o por debajo) el cuerpo del actor que encarna los personajes con una maestría es a la vez dominio y abandono. No sé cómo explicarlo. Creo que se trata de un control tan absoluto del cuerpo, que da la ilusión de que cada movimiento, cada salto, cada transformación se hace sin esfuerzo, es solo una danza lúdica que construye barcos y calmas y tormentas.

Si Seda es una novela sobre la nada (esa nada preciosa por la cual los hombres son capaces de cruzar continentes), Novecento es un texto sobre todo, sobre absolutamente todo, pero todo condensado en un barco, un cuerpo negado a vivir y una mente que viaja, imaginando el mundo. Así, para Novecento, el amor es la ausencia del amor, el campo verde donde germinan las semillas es una voz campesina que canta y desvanece, un hijo es un niño anónimo que va muriendo, la ciudad es un laberinto, un piano de teclas infinitas, y la amistad es un piano que acompaña una trompeta. Es una obra acerca del deseo y la soledad. Es una obra acerca de perder, saber perder y perder bien. Perder es un arte, como todo.

La obra se estrena en La Paz este miércoles 4 de octubre en el Teatro Nuna, lo que equivale a decir que, si te subes a ese barco y por una sola noche, La Paz va a tener mar.

 

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Marta Monzón y Francia Oblitas son las protagonistas de ‘Cocinando con Elisa’, la propuesta del director Toto Torres.

/ 10 de septiembre de 2017 / 04:00

Cuando puedes salir de ver una obra de teatro y pensar no en la puesta en escena, no en las elecciones del director, no en el sonido y en los aspectos técnicos, no en las actuaciones, cuando puedes olvidar que lo que viste es un conjunto de elementos puestos en escena con artesanía y después de los aplausos te queda solo una imagen, un sentimiento que no aciertas a definir, una pregunta, un silencio poblado, es entonces que sabes que has visto una obra de arte.  

Cocinando con Elisa es la nueva obra de teatro llevada a escena por Teatro Fuego bajo la dirección de Toto Torres y con las actuaciones (por cierto, impecables) de Marta Monzón y Francia Oblitas. La pieza fue escrita por la dramaturga argentina Lucía Laragione y estrenada en 1993. Desde que la vi el sábado anterior (está actualmente en temporada en el teatro El Desnivel), las múltiples lecturas de la obra me sorprenden en los momentos más inverosímiles. Estoy en el minibús y de golpe entiendo que ese mundo femenino de la cocina en el que transcurre la historia entera es como un submundo sangriento en el que se hace lo que sea necesario para que el mundo de arriba funcione; retorcer pescuezos de aves aterradas, desangrar conejos colgados de las vigas, extraer entrañas, desplumar, desollar, hervir vivos animales histéricos, limpiar sangre, limpiar restos de vísceras escurridizas y cazar ratas traicioneras. El fluido funcionar del mundo de Madame y Monsieur depende de las cosas indecibles que suceden en la cocina. Así, la contradicción entre los nombres finos y delicados de los platos con las acciones macabras que son necesarias para su realización es una constante, y genera una tensión que va creciendo a lo largo de la obra hasta el instante final.

Y sin embargo, la cocina es solo el epicentro, el lugar en que se cristaliza el mundo entero. Así, en la mente del espectador donde se completa la obra, la violencia que sucede en la cocina irradia hacia el exterior y resuena como violencia política, violencia de género, violencia. Torres elige dirigir la mirada del espectador sobre la violencia política y entonces un par de imágenes son suficientes para intuir que también en la política hay un lugar en el cual se hace lo que se tiene que hacer para que el mundo de arriba funcione, ya sea torturar, golpear, sofocar o extinguir. Y funciona. Los poderosos hacen brindis con vasos de champagne mientras, abajo, alguien limpia la sangre; hincan el diente en una pierna de pollo mientras, abajo, alguien se tapa los oídos para no escuchar los gritos de un animal en el matadero.    

Se trata de un texto preciso como un reloj, llevado a escena con maestría. Marta Monzón logra encarnar a Nicole, un personaje detestable pero de una manera tan lúdica que se la disfruta, como esos personajes que uno odia amar. Es en ella que cae la crueldad y el humor y logra conjugar esos matices de manera que parece sin esfuerzo.

En el texto no hay una palabra de más, ni una gota de sangre fuera de lugar. Pero es tal la precisión, y el trabajo de las actrices es tan envolvente, que no te das cuenta de que todo estaba calculado, cada palabra, cada mirada, hasta que Nicole sale por la izquierda con una canasta en las manos y la luz se desvanece por última vez. Es entonces, de golpe, que comprendes la obra, la repasas en tu cabeza y se te queda, dejando caer sus capas, revelando sus matices hasta varios días después.

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