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El beso del toro y el cóndor

Una reseña de la obra ganadora del Premio Internacional de Novela Kipus 2016, ‘Los dos sombreros del gallego’, de José Guerrero Vara.

/ 10 de septiembre de 2017 / 04:00

Los dos sombreros del gallego, del escritor español José Guerrero Vara, es la novela que ganó la segunda versión del Premio Internacional de Novela Kipus, convocado en 2016 por la editorial homónima de Cochabamba.

Cuando leía el libro se me vinieron a la mente algunos tours que di a amigos extranjeros que visitaban Bolivia. Todos quedaban absortos en el paisaje de las montañas paceñas y las cuestas que trepa la vida para habitar un territorio que quizás no fue hecho para vivirlo, sino para soñarlo. Un amigo vasco (me recalcó: “no soy español, soy vasco”) me dijo algo así como que aquí no existía la magia sino que uno era parte de lo mágico a partir del momento en que la observaba desde adentro y que así como el aire no se llamaría a sí mismo aire, lo mágico no reconocería por sí mismo su condición sobrenatural. Y me pareció una reflexión muy acertada. Siempre he creído que aquello del realismo mágico era una etiqueta comercial que nos impuso el primer mundo para vendernos como si fuéramos curiosidades exóticas. Y quizás lo seamos. Exóticos, digo, y lo repito una vez más porque me gusta cómo suena, hasta parece que llevara cierta música misteriosa la palabra, un secreto dentro de sí. No importa, en realidad. El tercer mundo, para el habitante nacido en el tercer mundo, no es aquello que designa el par de palabras que abarca a casi todos los países latinoamericanos. Y si estoy hablando de tours, magia, exotismo y tercer mundo es porque es de eso, a través de la mirada de un curioso turista curioso que Los dos sombreros del gallego le cuenta al boliviano cómo es que un representante del moderno y tan limpio primer mundo encontró al boliviano.

Hace un par de semanas también le di un tour a un amigo chileno por La Paz y El Alto y escribió un artículo/crónica que dejó bastante angustiado a Callisaya, un amigo con el que a veces vamos a tomar Huaris por ahí, ya no voy a decir Bonanza porque me han dicho que en cada presentación hablo de ese bar de rockolas detenidas en el tiempo y que en estos tiempos la publicidad no debe ser gratuita. “Así nos ven”, dijo, y un suspiro escapó de su ánimo. “No estés triste”, le dije. “No importa cómo nos vean. Quizás tampoco importe cómo nos vemos nosotros mismos. Somos como nos ven y también somos como creemos vernos, qué le vamos a hacer, el mundo es un zoológico y deben haber zoológicos más zoológicos que otros”. Lo sé, no sirvo para consolar gente.

El turista que nos narra sus aventuras y desventuras en las salvajes tierras bolivianas guía su incursión a partir de dos palabras clave: Almudena y Tajzara. Y me parece que, al igual que “exótico”, ambas palabras encierran su musicalidad y su misterio. Tajzara está en la linde del altiplano con el suave descenso al valle tarijeño. Y Almudena es aquella mujer que un mal día decidió que había dejado de amar a Francisco, el protagonista, cuyo nombre no posee, admitámoslo, la misma musicalidad y misterio que los ya mencionados, y quizás por algo será; Paco también se le dice a los Franciscos españoles, que a los bolivianos es Pancho, y tampoco hay mucho misterio por ahí y por algo será. Porque también, aparte de la permanente emboscada humorística que hay en esta narración, se habla del amor y del desamor y no necesariamente a una mujer, sino también a un espacio. “¿Usted quiere a esta tierra?”, le pregunta Larramendi, un cura que ya no es cura pero al que todavía le dicen padre en un poblado altiplánico, a Francisco. Y continúa la narración: “Francisco se vio un tanto sorprendido por lo directo de la pregunta. No lo había pensado, y quizá no había respuesta para esa pregunta. Amar a la gente, las tierras, los colores y los olores de la selva y bosque que somos, el beso húmedo entre todo lo yermo, flores deshechas y ala de cóndor viejo, se puede amar de formas extrañas, se puede entregar el corazón incluso para que te lo abandonen secándose al sol, se puede querer lo que lastima, lo que te hace llorar o vagar por los retretes con el estómago desaguándose, incluso eso se puede amar. Recordaba a Almudena negando el amor, repitiéndole su ‘ya no te amo’. Quizá tenía razón después de todo. El amor podía ser chispa, cataclismo, riesgo y vértigo”.

Y así es como llegamos a una de las partes centrales del libro y que dibuja tan bien la bonita portada que le han hecho: en medio de una alucinación en las lagunas de Tajzara, donde al turista se le ha ocurrido montar un hotel, un toro y un cóndor, representantes de dos mundos distintos entablan una lucha que en principio parece inmisericorde. Pero de pronto se ven envueltos, confundidos en un beso amoroso. Y luego, lo que parece inevitable, el sexo entre las bestias. Que el amor es una cosa extraña que quizás nunca sabremos nombrar con propiedad y que siempre será tan incomprensible como la escena absurda salida de las entrañas mágicas bolivianas que Francisco presencia.

Es una interesante experiencia la lectura de la novela ganadora del Premio Kipus, el único premio internacional que se convoca desde nuestras tierras, porque, aparte de ser una amena incursión en los meandros del “así nos ven los extranjeros” es también la oportunidad de hacer turismo en la mente de un turista, uno de esos seres que vemos en nuestras calles y de cuando en cuando se paran para fotografiarnos. Aplaudo a los implicados.

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Erick Ortega Pérez: ‘En este libro, la música le da voz a los personajes’

La FIL 2018 fue el escenario de la presentación de la primera novela del escritor y periodista paceño.

/ 15 de agosto de 2018 / 11:00

El domingo 5 de agosto, en el marco de la XXIII Feria Internacional del Libro, se presentó la novela Cuarto mandamiento (Editorial 3.600), de Erick Ortega, periodista de La Razón y escritor paceño que vuelve a la palestra literaria tras haber ganado el Premio Franz Tamayo hace 17 años con El tesoro del pirata.

—Algo que destaca en El tesoro del pirata es el uso del humor, el conflicto entre padres e hijos, las confusiones ocasionadas por el amor y las mentiras, y el inevitable final fatídico para la víctima del engaño, además del paisaje de la urbe paceña como trasfondo. ¿Es Cuarto mandamiento una expansión de este universo narrativo o va en otra dirección? ¿Cuánto ha crecido la narrativa de Erick Ortega desde aquel cuento?

—Creo que me sería muy difícil escribir algo que no tenga a la ciudad de La Paz como telón de fondo. Crear un mundo diferente como Dochera, de Paz Soldán, me parece fantástico, pero es algo que yo no podría hacer. Me confieso incapaz al respecto. Los personajes que deambulan en la novela y en el cuento que mencionas están  ahí, en mi entorno, siempre, y sus historias son para deprimirse tanto hasta empezar a reír y, obviamente, no podría escaparme de este entorno. Ficcionalizar sin conocer es una cosa imposible de hacer. Respecto a la segunda parte de tu pregunta, pues confieso que mi narrativa ahora es mucho más exigente, demasiado. Con decir que no quería soltar las hojas del PDF de Cuarto mandamiento porque quería seguir apretando tornillos en el texto… Antes no, antes escribía, daba un par de leídas y ya estaba. Era muy sinvergüenza con mis textos. Recién veía algunas correcciones que me hizo Antonio Peredo (exdocente de Comunicación Social en la UMSA) a mis primeros cuentos y fue cuando me di cuenta de que el hombre era un santo caballero armado de paciencia. En todo caso, también hay una ironía respecto a esto y es que, por ejemplo, El tesoro del pirata es uno de los textos más logrados que he escrito… y ese cuento lo hice en dos semanas, si es que no recuerdo mal. Hoy no sería capaz de escribir algo como aquello.

—Lleva varios años dedicándose al periodismo, quizás olvidando esa otra pasión —¿o afición?— que es la literatura. ¿Cuánto ha influido este oficio en tu escritura? ¿Qué libros o autores constituyen la biblioteca a la que vuelves a menudo?

—La literatura me abrió las puertas al periodismo. Tras ganar el Franz Tamayo 2002, con El tesoro del pirata, recién se me abrieron las puertas en Extra, La Prensa, La Razón, El Deber… antes me dedicaba a trabajar haciendo filmaciones de promociones de colegios, de grupos de cumbia, incursioné en la radio con esta voz de gallo que tengo… El tesoro del pirata definitivamente me cambió la vida. Y llegué a los medios para hacer crónicas y reportajes porque llevaba la mochila del tipo que “debe escribir bonito”. En periodismo fui feliz con las historias que encontré, recuerdo ahora una nota que hice sobre un centro médico en Santa Cruz donde la gente con VIH-Sida iba para morir… esa nota me partió. La literatura me ayudó a expresar mejor aquello que sentía en ese momento. De lo otro te voy a contestar como una señorita de belleza de los años 60: me gusta leer. Tengo la suerte de rodearme de gente amante de la lectura y comparto textos, amores literarios y broncas. Me acuerdo de un amigo muy querido, gran bolivarista, con el que discutíamos a rabiar porque yo soy fanático de Hemingway y él es fan de Faulkner, por ejemplo. Es pues una pasión leer, sigo, creo, como señorita de los años 60… Vargas Llosa también me impresiona, La guerra del fin del mundo se me quedó marcada y también Roberto Arlt. Igual, últimamente Stephen King y Pérez-Reverte vuelven a conquistarme.

—Quizás en El tesoro del pirata exista un escenario nunca antes utilizado en nuestra narrativa debido a la inauguración de uno de los emblemas de la urbe paceña: el Puente de las Américas. En Cuarto mandamiento sucede de nuevo la presencia de la sede de gobierno, pero enlazada, debido a las peripecias de uno de los personajes, con Santa Cruz. ¿Qué significa La Paz en tu escritura? ¿Es algo más que un escenario? ¿Qué es Santa Cruz? ¿Qué es Bolivia en tu narrativa?

—La Paz en mi escritura, como mi vida misma, es mi maldición y bendición. No puedo imaginarme en otro sitio que no sea éste. Y, obviamente, escribo cosas que pasan acá. Confesaré que gran parte de El tesoro del pirata era cierta y el puente fue protagonista de algo real. Viví en Santa Cruz cuatro años de mi vida, mi hija es cambita. Es un sitio al que retorno con gusto. Gracias al periodismo pude conocer un centenar de pueblos y ciudades de Bolivia y te aseguro que en cada sitio me siento bien; pero La Paz es mi casa. Cerveza fría de noche y en el frío es una experiencia religiosa que no se da en otros sitios. Es más, te aseguro que el ponche que tomé el último 15 de julio fue el mejor de mi vida… bueno la hermosa compañía de esa noche también me ayudó a ser más feliz en mis 3.600 metros.

—Los seis personajes de Cuarto mandamiento tienen una voz propia en la novela, una voz que guía las acciones. Asimismo, hay diversas referencias musicales que van desde la cumbia de Veneno hasta el rock de The Doors quizás a la manera de una vieja rockola de bar popular. ¿Qué papel ocupa la música en la escritura de este libro?

—La música siempre está en mí, ahora que estoy en la entrevista mi mente está cantando Beso a beso de la Mona Jiménez. En el periódico estoy con audífonos siempre o casi siempre, mis jefaturas se la pasan gritando porque me desconecto del mundo. Hay algunas canciones, evitando la cumbia que escucho de joda nomás, que son piezas de literatura y me agradan. Doors o Queen, sin que yo sea un experto en estos grupos, siempre me han impresionado. Quienes me conocen, por ejemplo, saben de mi predilección por el Bonanza, donde la rockola suelta diferentes temas y yo ando feliz con esa mezcla. En este libro, la música les da voz a los personajes. Y yo me quiero dejar llevar, como en una cuequita, pues.

Perfil

Nombre: Erick Ortega Pérez

Profesión: Periodista y escritor

Carrera

El narrador paceño, y bolivarista, estudió en el colegio Don Bosco y después en la Universidad Mayor de San Andrés. Su cuento El tesoro del pirata ganó el Concurso Municipal de Literatura Franz Tamayo 2002. Sus narraciones son parte de diferentes colecciones como Antología de la Guerra del Chaco y Antología de Cuento Erótico.

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El beso del toro y el cóndor

Una reseña de la obra ganadora del Premio Internacional de Novela Kipus 2016, ‘Los dos sombreros del gallego’, de José Guerrero Vara.

/ 10 de septiembre de 2017 / 04:00

Los dos sombreros del gallego, del escritor español José Guerrero Vara, es la novela que ganó la segunda versión del Premio Internacional de Novela Kipus, convocado en 2016 por la editorial homónima de Cochabamba.

Cuando leía el libro se me vinieron a la mente algunos tours que di a amigos extranjeros que visitaban Bolivia. Todos quedaban absortos en el paisaje de las montañas paceñas y las cuestas que trepa la vida para habitar un territorio que quizás no fue hecho para vivirlo, sino para soñarlo. Un amigo vasco (me recalcó: “no soy español, soy vasco”) me dijo algo así como que aquí no existía la magia sino que uno era parte de lo mágico a partir del momento en que la observaba desde adentro y que así como el aire no se llamaría a sí mismo aire, lo mágico no reconocería por sí mismo su condición sobrenatural. Y me pareció una reflexión muy acertada. Siempre he creído que aquello del realismo mágico era una etiqueta comercial que nos impuso el primer mundo para vendernos como si fuéramos curiosidades exóticas. Y quizás lo seamos. Exóticos, digo, y lo repito una vez más porque me gusta cómo suena, hasta parece que llevara cierta música misteriosa la palabra, un secreto dentro de sí. No importa, en realidad. El tercer mundo, para el habitante nacido en el tercer mundo, no es aquello que designa el par de palabras que abarca a casi todos los países latinoamericanos. Y si estoy hablando de tours, magia, exotismo y tercer mundo es porque es de eso, a través de la mirada de un curioso turista curioso que Los dos sombreros del gallego le cuenta al boliviano cómo es que un representante del moderno y tan limpio primer mundo encontró al boliviano.

Hace un par de semanas también le di un tour a un amigo chileno por La Paz y El Alto y escribió un artículo/crónica que dejó bastante angustiado a Callisaya, un amigo con el que a veces vamos a tomar Huaris por ahí, ya no voy a decir Bonanza porque me han dicho que en cada presentación hablo de ese bar de rockolas detenidas en el tiempo y que en estos tiempos la publicidad no debe ser gratuita. “Así nos ven”, dijo, y un suspiro escapó de su ánimo. “No estés triste”, le dije. “No importa cómo nos vean. Quizás tampoco importe cómo nos vemos nosotros mismos. Somos como nos ven y también somos como creemos vernos, qué le vamos a hacer, el mundo es un zoológico y deben haber zoológicos más zoológicos que otros”. Lo sé, no sirvo para consolar gente.

El turista que nos narra sus aventuras y desventuras en las salvajes tierras bolivianas guía su incursión a partir de dos palabras clave: Almudena y Tajzara. Y me parece que, al igual que “exótico”, ambas palabras encierran su musicalidad y su misterio. Tajzara está en la linde del altiplano con el suave descenso al valle tarijeño. Y Almudena es aquella mujer que un mal día decidió que había dejado de amar a Francisco, el protagonista, cuyo nombre no posee, admitámoslo, la misma musicalidad y misterio que los ya mencionados, y quizás por algo será; Paco también se le dice a los Franciscos españoles, que a los bolivianos es Pancho, y tampoco hay mucho misterio por ahí y por algo será. Porque también, aparte de la permanente emboscada humorística que hay en esta narración, se habla del amor y del desamor y no necesariamente a una mujer, sino también a un espacio. “¿Usted quiere a esta tierra?”, le pregunta Larramendi, un cura que ya no es cura pero al que todavía le dicen padre en un poblado altiplánico, a Francisco. Y continúa la narración: “Francisco se vio un tanto sorprendido por lo directo de la pregunta. No lo había pensado, y quizá no había respuesta para esa pregunta. Amar a la gente, las tierras, los colores y los olores de la selva y bosque que somos, el beso húmedo entre todo lo yermo, flores deshechas y ala de cóndor viejo, se puede amar de formas extrañas, se puede entregar el corazón incluso para que te lo abandonen secándose al sol, se puede querer lo que lastima, lo que te hace llorar o vagar por los retretes con el estómago desaguándose, incluso eso se puede amar. Recordaba a Almudena negando el amor, repitiéndole su ‘ya no te amo’. Quizá tenía razón después de todo. El amor podía ser chispa, cataclismo, riesgo y vértigo”.

Y así es como llegamos a una de las partes centrales del libro y que dibuja tan bien la bonita portada que le han hecho: en medio de una alucinación en las lagunas de Tajzara, donde al turista se le ha ocurrido montar un hotel, un toro y un cóndor, representantes de dos mundos distintos entablan una lucha que en principio parece inmisericorde. Pero de pronto se ven envueltos, confundidos en un beso amoroso. Y luego, lo que parece inevitable, el sexo entre las bestias. Que el amor es una cosa extraña que quizás nunca sabremos nombrar con propiedad y que siempre será tan incomprensible como la escena absurda salida de las entrañas mágicas bolivianas que Francisco presencia.

Es una interesante experiencia la lectura de la novela ganadora del Premio Kipus, el único premio internacional que se convoca desde nuestras tierras, porque, aparte de ser una amena incursión en los meandros del “así nos ven los extranjeros” es también la oportunidad de hacer turismo en la mente de un turista, uno de esos seres que vemos en nuestras calles y de cuando en cuando se paran para fotografiarnos. Aplaudo a los implicados.

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Una apuesta en el Aconcagua

El escritor Rodrigo Urquiola escribe, a manera de presentación, sobre la novela ‘Si te vieras con mis ojos’, del chileno Carlos Franz.

/ 3 de septiembre de 2017 / 13:07

Una fiera mujer de la que es muy difícil no enamorarse pues, más allá de su belleza, posee el encanto de su libertad y su adicción al conocimiento: la chilena Carmen Lisperguer de Gutiérrez. Un pintor viajero, el alemán Johan Moritz Rugendas, cuyos viajes bajo el auspicio del naturalista Alexander von Humboldt le han servido más para desarrollar su arte y afrontar la búsqueda del amor que para serle exacto a la ilustración de la ciencia que se abre nuevos caminos en el inhóspito continente americano. El famosísimo Charles Darwin, expedicionario con mucho talento para sus indagaciones científicas, pero apabullado por ciertas vicisitudes de la existencia. Y cómo olvidarse del anciano héroe de la independencia y hacendado Eduardo Gutiérrez, quien fuera elegido por Carmen para ser su esposo. Esos son los personajes que discurren por las páginas de esta novela.

Cuando leía Si te vieras con mis ojos, daba vueltas en mi cabeza la triste historia de amor de un amigo mío. Él, mi contemporáneo, treinta veranos en las espaldas, se había enamorado perdidamente de una chica de diecinueve primaveras. Entre cervezas, Huaris en el Bonanza, por supuesto, me contó su historia. “Los hombres no lloran”, me decía, llorando. “Contar es una manera de llorar sin llorar”, le decía yo, “contá, contá”. Los padres de la chica lo habían amenazado con utilizar ciertas fuerzas linchadoras alteñas, creo que ellos vivían en un barrio cercano al Huayna Potosí, ese nevado imponente, si no se alejaba de ella. Él no le temía a esta amenaza, patética, en el fondo, como la mayoría de las amenazas, el último recurso de quien es incapaz de comprender y está acostumbrado al uso de la fuerza para imponer sus opiniones con respecto al mundo; lo que finalmente terminó destrozándolo fue la firme negativa de su propia novia a continuar viéndose. La complicidad había muerto.

Pienso que una buena novela es capaz de confundir la historia que narra, aunque esté abordando instancias totalmente disímiles, con la historia cotidiana que una persona está condenada a vivir. Una gran novela consigue, aparte de esto, crear un conflicto en el lector, un conflicto que muchas veces permanece irresoluto y se extiende en esa memoria que surge cuando se ha acabado de leer un libro —quizás la literatura, el esfuerzo que implica la creación literaria, sea la búsqueda de la respuesta que uno sabe que no existe de una pregunta que no siempre se puede formular con palabras—. Si te vieras con mis ojos es una gran novela que indaga en aquel territorio tan vasto como puede llegar a ser la naturaleza del amor.

Mi amigo, a quien ahora puede encontrárselo cada sábado tomándose cervezas en el Bonanza, espera. ¿Qué es lo que espera? Ni él mismo lo sabe con exactitud. En la novela de Carlos Franz hay una ardua discusión entre la ciencia y el arte. Y de telón de fondo está la presencia del amor, aquello que no es ciencia ni arte, pero que quizás esté más cerca de lo uno que de lo otro y que en realidad puede que sea lo uno y también lo otro, por qué no. El eminente naturalista Charles Darwin propugna la idea de que el amor es una ficción que crea nuestro cerebro con el fin de la procreación. En cambio, el pintor Moritz Rugendas cree que es la pasión, la pasión que ayuda a crear, aquella que mueve ese monstruo que es el amor. El amigo del que les hablaba me contó de la figura despótica del padre de la muchacha, y que, cuando hablaron, sus conversaciones discurrieron por territorios similares a la de los antagonistas en la novela de Franz.

Él cree que la pasión es aquello que sustenta al amor y que, sin ella, sin esa ciencia de la pasión, no se puede conocer la auténtica felicidad. El padre, que duda de su apasionamiento, cree que su hija debe encontrar a alguien distinto, a alguien que crea que todo puede ser solucionado con cálculos matemáticos y, de esta manera, ha diseñado un camino para ella: le ha escogido una carrera, Ingeniería, y le ha prohibido pensar en sus propias aptitudes artísticas, pues ella, como mi amigo, en el fondo de su ser, y como testimonio de ello los varios cuadernos que ha ido llenando de historias que salen de su imaginación, tiene la inclinación hacia lo que no tiene una definición necesariamente numérica. “¿La sigues esperando?”, le pregunté la otra noche, en el Bonanza, y él solamente apuró el vaso de cerveza, entonces le leí una cita del libro que andaba leyendo esos días, Un verano con Marina Sangabriel, del maestro Jesús Urzagasti: “La familia encarna lo ideal. Nadie la reconoce como lo que es: autoritaria, depredadora de los derechos de los demás, notoriamente cruel con lo que no pertenece a la tribu. Otea un horizonte pequeño y solo por equivocación permite que algunos de sus miembros exploren el universo y se extravíen con sentimientos propios de forasteros. ¿Qué camino sigue un individuo para llegar a ser un extranjero? Primero va perdiendo la memoria de su familia, la recuerda, sí, pero quienes la integran ya no son lo que parecían ser sino lo que siempre fueron: unos bribones con apellido común. Las excepciones evitan el descalabro total”. No lo consoló. Y quizás tampoco consolaría a Rugendas. Tal vez a Darwin no le importaría. El militar Gutiérrez es un enigma.

Sucede que Rugendas y Darwin, en uno de los mejores momentos de Si te vieras con mis ojos, encerrados en una prisión de nieve en el Aconcagua, hacen una apuesta: ¿Quién sería más feliz de ambos de ahí a unos 20 años? ¿Darwin con toda la exactitud de su ciencia o Rugendas con el apasionamiento que le exige su arte?

¿Quieren saber quién ganó en este juego? Lean el libro, realmente vale la pena.

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/ 3 de septiembre de 2017 / 13:07

Una fiera mujer de la que es muy difícil no enamorarse pues, más allá de su belleza, posee el encanto de su libertad y su adicción al conocimiento: la chilena Carmen Lisperguer de Gutiérrez. Un pintor viajero, el alemán Johan Moritz Rugendas, cuyos viajes bajo el auspicio del naturalista Alexander von Humboldt le han servido más para desarrollar su arte y afrontar la búsqueda del amor que para serle exacto a la ilustración de la ciencia que se abre nuevos caminos en el inhóspito continente americano. El famosísimo Charles Darwin, expedicionario con mucho talento para sus indagaciones científicas, pero apabullado por ciertas vicisitudes de la existencia. Y cómo olvidarse del anciano héroe de la independencia y hacendado Eduardo Gutiérrez, quien fuera elegido por Carmen para ser su esposo. Esos son los personajes que discurren por las páginas de esta novela.

Cuando leía Si te vieras con mis ojos, daba vueltas en mi cabeza la triste historia de amor de un amigo mío. Él, mi contemporáneo, treinta veranos en las espaldas, se había enamorado perdidamente de una chica de diecinueve primaveras. Entre cervezas, Huaris en el Bonanza, por supuesto, me contó su historia. “Los hombres no lloran”, me decía, llorando. “Contar es una manera de llorar sin llorar”, le decía yo, “contá, contá”. Los padres de la chica lo habían amenazado con utilizar ciertas fuerzas linchadoras alteñas, creo que ellos vivían en un barrio cercano al Huayna Potosí, ese nevado imponente, si no se alejaba de ella. Él no le temía a esta amenaza, patética, en el fondo, como la mayoría de las amenazas, el último recurso de quien es incapaz de comprender y está acostumbrado al uso de la fuerza para imponer sus opiniones con respecto al mundo; lo que finalmente terminó destrozándolo fue la firme negativa de su propia novia a continuar viéndose. La complicidad había muerto.

Pienso que una buena novela es capaz de confundir la historia que narra, aunque esté abordando instancias totalmente disímiles, con la historia cotidiana que una persona está condenada a vivir. Una gran novela consigue, aparte de esto, crear un conflicto en el lector, un conflicto que muchas veces permanece irresoluto y se extiende en esa memoria que surge cuando se ha acabado de leer un libro —quizás la literatura, el esfuerzo que implica la creación literaria, sea la búsqueda de la respuesta que uno sabe que no existe de una pregunta que no siempre se puede formular con palabras—. Si te vieras con mis ojos es una gran novela que indaga en aquel territorio tan vasto como puede llegar a ser la naturaleza del amor.

Mi amigo, a quien ahora puede encontrárselo cada sábado tomándose cervezas en el Bonanza, espera. ¿Qué es lo que espera? Ni él mismo lo sabe con exactitud. En la novela de Carlos Franz hay una ardua discusión entre la ciencia y el arte. Y de telón de fondo está la presencia del amor, aquello que no es ciencia ni arte, pero que quizás esté más cerca de lo uno que de lo otro y que en realidad puede que sea lo uno y también lo otro, por qué no. El eminente naturalista Charles Darwin propugna la idea de que el amor es una ficción que crea nuestro cerebro con el fin de la procreación. En cambio, el pintor Moritz Rugendas cree que es la pasión, la pasión que ayuda a crear, aquella que mueve ese monstruo que es el amor. El amigo del que les hablaba me contó de la figura despótica del padre de la muchacha, y que, cuando hablaron, sus conversaciones discurrieron por territorios similares a la de los antagonistas en la novela de Franz.

Él cree que la pasión es aquello que sustenta al amor y que, sin ella, sin esa ciencia de la pasión, no se puede conocer la auténtica felicidad. El padre, que duda de su apasionamiento, cree que su hija debe encontrar a alguien distinto, a alguien que crea que todo puede ser solucionado con cálculos matemáticos y, de esta manera, ha diseñado un camino para ella: le ha escogido una carrera, Ingeniería, y le ha prohibido pensar en sus propias aptitudes artísticas, pues ella, como mi amigo, en el fondo de su ser, y como testimonio de ello los varios cuadernos que ha ido llenando de historias que salen de su imaginación, tiene la inclinación hacia lo que no tiene una definición necesariamente numérica. “¿La sigues esperando?”, le pregunté la otra noche, en el Bonanza, y él solamente apuró el vaso de cerveza, entonces le leí una cita del libro que andaba leyendo esos días, Un verano con Marina Sangabriel, del maestro Jesús Urzagasti: “La familia encarna lo ideal. Nadie la reconoce como lo que es: autoritaria, depredadora de los derechos de los demás, notoriamente cruel con lo que no pertenece a la tribu. Otea un horizonte pequeño y solo por equivocación permite que algunos de sus miembros exploren el universo y se extravíen con sentimientos propios de forasteros. ¿Qué camino sigue un individuo para llegar a ser un extranjero? Primero va perdiendo la memoria de su familia, la recuerda, sí, pero quienes la integran ya no son lo que parecían ser sino lo que siempre fueron: unos bribones con apellido común. Las excepciones evitan el descalabro total”. No lo consoló. Y quizás tampoco consolaría a Rugendas. Tal vez a Darwin no le importaría. El militar Gutiérrez es un enigma.

Sucede que Rugendas y Darwin, en uno de los mejores momentos de Si te vieras con mis ojos, encerrados en una prisión de nieve en el Aconcagua, hacen una apuesta: ¿Quién sería más feliz de ambos de ahí a unos 20 años? ¿Darwin con toda la exactitud de su ciencia o Rugendas con el apasionamiento que le exige su arte?

¿Quieren saber quién ganó en este juego? Lean el libro, realmente vale la pena.

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Fue una linda FERIA

El autor defiende la buena literatura, la que se fomenta en las buenas ferias; con todo, la FIL 2017 le satisfizo.

/ 27 de agosto de 2017 / 04:00

Leí varios apuntes de asiduos visitantes de la Feria Internacional del Libro donde coincidían en algo: cada año es lo mismo. A mí debe ocurrirme algo extraño porque siento que cada feria es distinta de la anterior. ¿Será porque la Feria, para mí, es algo así como un asunto íntimo? Quizás. La única vez que pagué entrada fue en 2004, cuando estaba en la promoción de mi colegio y quería verla con calma, sin el apuro de un profesor que quería irse a su casa y que no quería que toquemos nada para que no lo rompiéramos o robáramos, acéptenlo, la mejor manera de conducir estas visitas colegiales es lo que se hizo hace dos ferias, cuando Daniel Averanga organizó charlas de autores nacionales y se regaló un pequeño compendio con textos de los participantes. Después ya no tuve necesidad de pagar entrada porque fui reclutado como vendedor en el stand de Santillana por varias ferias consecutivas en la época en la que Alfaguara llegaba a Bolivia y luego, un año, en Nuevo Milenio. Allí aprendí, también, que no éramos nosotros, los de colegios fiscales, los que lucíamos más sospechosos —recuerdo a niños de colegios de El Alto y provincia mirando con respeto y hasta cierta veneración el libro objeto— quienes robaban más, si no los otros, los de la élite, los que más tenían, los que de verdad lo hacían. Les he preguntado a mis amigos obreros de la feria cómo les fue con esas caóticas visitas de colegios y han sido unánimes, imagino que hay cosas que simplemente no se pueden cambiar. Después, ya no tuve que pagar entrada porque mis editores, por ser escritor, me conseguían un pase. Me pareció un gran alivio para el público eso del 2×1 o el abono, no es lo ideal, lo ideal es que la entrada sea gratuita, pero sin el concurso del Ministerio de Culturas, por ejemplo, que descolgó su auspicio, el visitante continuará gastando cierto dinero que podría emplear para comprar libros en el sustento de la Cámara.

Carlos Cuauhtémoc Sánchez fue el invitado estrella de esta feria. Y es triste la noción de estrellato que todavía se tiene, y no solo en gran parte de la mentalidad del público lector. Fue un éxito, dirán, recordando sobre todo el sonado fracaso que significó la presencia de este autor de autoayuda algunos años atrás en Cochabamba. Y, en estos tiempos donde lo políticamente correcto es premiado con likes, se dirá que es lo que leen y necesitan los jóvenes, que tiene su público, que hace que algunos se acerquen a la lectura, que cada quien tiene el derecho a vender su charque, etcétera. Pero, ¿en realidad es bueno promocionar a esta magnitud la autoayuda? Para empezar, ¿es buena la autoayuda? ¿Es bueno para nuestra juventud —ya estoy hablando como un anciano preocupado— que crea que un redactor de panfletos pseudomoralistas es un escritor de verdad? La vida no es, tristemente, algo que se puede hacer con una guía, como si se tratara de un televisor de nueva generación. La literatura de verdad se encarga de hacer el camino de la vida más soportable. La autoayuda es una mentira, una golosina borracha de azúcares, acéptenlo, diabéticos de las letras. Quizás sea el ritmo de los tiempos. Recuerdo la anécdota que me contó un amigo que estuvo en la Feria de Brasilia cuando vio que el gran Orhan Pamuk, solito, diríase abandonado, recorría los stands curioseando libros mientras la multitud, frenética, hacía cola para hacerse autografiar el “libro” que había redactado un youtuber. Einstein lo predijo, dicen.

Don Pedro Camacho, dueño de la editorial Kipus, me contaba que en la Feria de Lima, una ciudad que por sí sola tiene toda la población de Bolivia, había apenas unas centenas más de visitantes que en nuestra feria. Y no me parece que sea un dato menor.

Hay que agradecer la visita de excelentes escritores extranjeros. Tuve la oportunidad de presentar dos libros bastante buenos de nuestros visitantes: Si te vieras con mis ojos, del chileno Carlos Franz, novela que discute la naturaleza del amor entre el arte y la ciencia, y ¿Y quién eres tú para juzgarme?, del peruano Julio Durán, que la editorial alteña Sobras Selectas publicó para el lector boliviano y cuyos cuentos proponen interesantes discusiones entre distintas nociones de clase social.

La buena literatura, como las buenas ferias, no regalan soluciones, proponen debate.

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