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Almaraz y el sueño de una fundición

En el imaginario boliviano del siglo pasado se incrustó la idea de que una fundición en territorio nacional habría hecho la diferencia entre la riqueza y la pobreza, entre el retraso y el desarrollo, entre la vida y la muerte.

Durante el siglo XX, la carencia de una fundición para dar valor al estaño ha sido la pesadilla recurrente de los pensadores bolivianos de ese siglo, Sergio Almaraz entre ellos. Esa ausencia, de un modo metonímico, es el sueño de la industrialización.

Describe bien el sociólogo Mario Murillo —en el estudio introductorio de la reciente edición de Sergio Almaraz. Obra reunida, de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB)— el mecanismo de la escritura de Almaraz, donde a partir de una anécdota (es decir mediante la metonimia) se llega a lo sistémico, a lo estructural. Hay que añadir que en el relato de anécdotas —como la visita de Almaraz a la fundición Williams Harvey & Co. Ltd. (compañía adquirida por Simón I. Patiño) en Liverpool— se va más allá de la estructura y se complejizan los aspectos simbólicos.

El episodio de la visita a Williams Harvey (donde se refinó la casi totalidad del estaño boliviano antes y después de la Revolución de 1952) se relata en el capítulo “Altcar, Bootle, Liverpool”, del libro Réquiem para una república (1969), de Almaraz.

Las descripciones del relato nos hablan del sueño de la fundición en Bolivia, esa ansia, que ha taladrado el imaginario de generaciones, de que se instale una fundición en Bolivia.

Es difícil precisar dónde ha ido a parar la enorme riqueza que generó el estaño en un siglo de explotación. ¿Dónde está?, ¿para qué ha sido beneficiosa al país fuera de dar empleos precarios a cientos de miles de mineros durante más de un siglo? La actividad minera ha sido ingrata: vieron, extrajeron y se fueron. De ahí el anhelo en los años 60 de una fundición boliviana.

¿Qué significa ese deseo? El relato responde en forma de narración y sus descripciones pueden ser leídas como metáforas del sueño boliviano de la industrialización metalúrgica.

Williams Harvey, de Patiño, es soledad, herrumbre, escombros, paredes con hollín, vejez, lo pequeño, y sin embargo pujante. En la fundición de Liverpool narrada por Almaraz, se nota la ausencia del trabajo de los mineros (su vida perforando los cerros y su muerte respirándolos). Solo se ven los saquillos con un sello del escudo de Bolivia: contienen los concentrados de estaño, pero en Williams Harvey es como si el trabajo de los mineros habría sido suprimido, como si nunca hubiese existido. Paralelismo: en ese momento, en Bolivia, la ausencia es justamente la de una fundición.

En la historia del saqueo que es el de la minería boliviana, al país se le despoja incluso del crédito simbólico: “En el mercado no interesa cuál sea la procedencia de los concentrados cuando ingresan en los almacenes de las fundiciones, lo que importa es el sello que llevarán los lingotes”, afirma. En las barras de estaño de alta pureza de mineral boliviano se verá el sello de “Smelters Tin”, otra empresa de Patiño que engloba a Williams Harvey.

Otro contraste: en el relato aparecen pocos trabajadores en la planta, pocos técnicos en las salas de máquinas. Desproporción: “400 obreros de Williams Harvey dan cuenta de la labor de más de 25 mil bolivianos”. El énfasis que pone Almaraz hace pensar en una casi soledad.

La narración sigue y la descripción hace pensar en la poca cosa que es una fundición y lo mucho que parece habernos determinado (400 obreros ingleses frente a miles de mineros bolivianos): “Ingresamos en la sección donde se encuentran los seis hornos con los que se cubre una capacidad de 50 mil toneladas anuales”. Seis hornos bastaron para contener toda la historia política de Bolivia de casi un siglo, 100 años de matanzas, huelgas, marchas, golpes de Estado, negociados.

Es el momento de la hipérbole. Si seis hornos pesan tanto en un destino, entonces para la empresa de Patiño el dominio del azar es un juego de niños: “Cuando uno visita una fundición, se sorprende por lo que supone suciedad y desorden debidos al descuido; hay escorias en el piso y otros desechos que caen de los hornos. Es una impresión falsa, porque nada está fuera de lugar y hasta lo que parece basura forma parte de un trabajo escrupulosamente realizado”. Demiurgos del azar, sin embargo, contestan las preguntas de Almaraz en una discordante, “pequeña y vetusta oficina”.

El contraste con lo descrito por Almaraz es evidente: la fundición está envejecida, llena de herrumbre. “En Williams Harvey esa impresión de desaliño es mayor porque los hornos, los equipos, paredes, tuberías y cuanto hay está recubierto por una pátina negruzca y por oxidaciones producidas por el tiempo”. ¿Son esas manchas la mácula del destino del sueño de la industrialización metalúrgica que llegará a Bolivia a destiempo, cuando el precio del estaño comience a bajar?

Opera entonces una disociación entre lo que una generación se imaginó que deseaba con vehemencia y su realidad. Aunque Almaraz jamás dudará de que una fundición propia sea urgente para el país, en lo que comunican simbólicamente sus descripciones se expresan aspectos más ambiguos.

Retomando a Murillo, si una anécdota puede contener un sistema y, como se dijo, trastornar los enlaces simbólicos —así como seis hornos han contenido tanta vida y muerte de cientos de miles de mineros bolivianos que jamás estuvieron en Liverpool—, entonces lo mismo se puede decir de la pobreza del país como un freno para superarla. Los bolivianos llegan a una “pequeña sala” (otra vez la insistencia en lo minúsculo), el laboratorio de separación magnética de metales: “El técnico experimentaba con la separación magnética aplicable a ciertos concentrados bolivianos que contienen hierro y consideraba que el procedimiento era barato: para tratar cinco mil toneladas de mineral bastaba una pequeña planta cuyo costo sería de unos 15 mil dólares”. Otra vez, ¿qué tuvo que suceder para que tan poco nos haya determinado en tal magnitud?

Un profundo dolor está presente en la escritura de Almaraz. Contrapunto: el despojo extranjero de la riqueza, con complicidad de un puñado de políticos del país (contentos con migajas), muestra otra vez la desproporción en la que muchos pesimistas han basado los augurios de una tara nacional que no tiene por qué ser cierta. Aunque dicen que, palabras más, palabras menos, en el delirio de su agonía, Almaraz insistía en la pregunta: “¿por qué nos ha ido tan mal en todo?”.

 Símil. Los beneficios de la actividad minera han sido imprecisos, vagos. Que un negocio multimillonario haya dejado al país una fundación cultural y un par de becas al año es una broma de mal gusto. Silicosis, muerte y aguas venenosas parece ser su legado: “El mineral, polvo pesado de terroso aspecto, ciertamente no sirve para nada que no sea para volcarlo en la boca de un horno. Lo que cuenta es la fundición y hace medio siglo que el estaño boliviano se funde fuera del país”, escribe Almaraz.

Almaraz retrocede en la narración: “Un funcionario de Foreign Office ya nos había advertido contra las sorpresas desagradables que podrían resultar de una visita a Williams Harvey. Williams Harvey, con sus 50 mil toneladas de capacidad anual, es una de las fundiciones más grandes del mundo”. Quien sabe, la sorpresa de la que hablaba el diplomático intentó advertir que nada en la vida es sino una realidad degradada.

Cuando se logró la fundición en Bolivia, el mercado encontró un sustituto más barato para los envases de pasta dental: el plástico. En tiempos del auge no hubo un envase para ese producto en el mundo que no haya sido hecho de estaño. Lo mismo fue sucediendo con las conservas en latas recubiertas de estaño. La oportunidad había sido perdida y la demanda cayó de muy arriba. La historia inmediatamente posterior de los 80 es conocida: relocalización, 21060, privatización y fortalecimiento del cooperativismo.

Hay una imagen poética de Almaraz muy potente que es capaz de comprimir, en una oración con aires de familia con algún verso de Óscar Cerruto, todo lo descrito por el narrador en la fundición en Liverpool, la indeterminación del legado de la minería y la disociación del sueño y la realidad de la industrialización metalúrgica: en el espacio de la fundación Williams Harvey, donde casi la totalidad del estaño boliviano fue fundido, “los gestos de austeridad flotan sobre el mar de negociados”.