Icono del sitio La Razón

It

Varios de esos comúnmente denominados “azares de la vida” posibilitaron el desembarco del cineasta argentino Andy (Andrés) Muschietti en Hollywood, alcanzando así ese oscuro objeto del deseo perseguido por infinidad de realizadores, muy a menudo travestido, para quienes lo consiguen, en indigesto chasco.

Muschietti debutó en 1999 con Nostalgia en la mesa 8, uno de los segmentos del emprendimiento colectivo Historias breves III. Casi una década más tarde filmó en España el corto de apenas tres minutos de duración Mamá, el cual fascinó al realizador Guillermo del Toro cuando tuvo la oportunidad de apreciarlo casualmente. Gracias al apoyo de su colega mexicano, en 2013, en coproducción hispano-canadiense, Muschietti pudo filmar el muy bien ponderado largometraje del mismo título, que le franqueó el acceso a los grandes estudios.

Una vez adentro se empeñó a fondo para volcar a la pantalla uno de sus sueños de juventud. Bajo un título intraducible —por aproximación podría ser  Eso o Esa cosa—, It transporta a la pantalla la primera parte de la novela de 1.400 páginas publicada en 1986 por Stephen King, la cual ya mereció antes un par de adaptaciones. En 1990 en formato de teleserie de dos capítulos, aguada versión cometida por Tommy Lee Wallace, y después varias otras producciones más o menos inspiradas en el libro de King.

Derry, pequeño pueblo de Maine, es escenario cada 27 años de la desaparición de niños, una suerte de condena cíclica, replicada de nuevo en 1989 —si bien la novela ambientaba la historia a mediados de los 50—. En la oportunidad quien desaparece es Georgie, hermano menor de Bill, miembro del “club de los perdedores”. Ese grupo de seis chicos y una chica condensa el universo de los apartados, decididos ellos a encontrar como sea al pequeño que salió de casa a jugar bajo la lluvia con su barquito de papel pero tuvo la desafortunada idea de asomarse a una alcantarilla, al fondo de la cual se le aparece Pennwyise, el aterrador e hipnótico payaso, primo hermano de Freddy Krueger. Ambos llevan en la sangre, digamos, el karma de aterrar a la gente y no tanto de dañarla físicamente, aun cuando lo hagan eventualmente del modo más brutal imaginable.

Los méritos puramente literarios de King —el escritor contemporáneo con mayor asiduidad trasvasado al cine— continúan siendo materia opinable, controversia en buena medida engordada, sospecho, por las incontables marradas adaptaciones, lo cual, dejando aparte el esmirriado fuste creativo de los directores de ocasión, pudiera ser el síntoma de la inadaptabilidad de los textos originales.

Atrevido guiño fue, el de King, al corporizar en la figura del payaso el recelo a lo desconocido. Se trata tradicionalmente de un personaje que en teoría cautiva a los pequeños sobre todo, aun cuando es sabido que en muchos de ellos desata un pavor vergonzante. Ese elemento motor de la trama era por cierto un escollo adicional para todo intento de recreación cinematográfica de la misma.  

Habrá en efecto quien aventure, sin faltarle su buena cuota de razón, que el problema insalvable para tales traducciones, en definitiva las de cualquier obra literaria enfrascada en el terror, estriba en la imposibilidad fáctica de equiparar la intensidad del miedo inducido por la imaginación mientras se lee, con aquel provocado por la visión del terror materializado en las imágenes.

De ello ha sido sin duda consciente Muschietti, advirtiendo con agradecible lucidez que el pánico se potencia mediante la sugestión y pierde por el contrario filo al adscribirse a la manía facilona del directo al hígado —o más abajo— del espectador: los manoseados “jump scare” jugados al sobresalto súbito por medio de los efectismos de imagen o sonido.

En el manejo de la fraternidad entre los miembros del club, la película exhibe varios lazos de afinidad con Cuenta conmigo (Rob Reiner/1986), especialmente en el acierto de permanecer a lo largo de todo el relato apegada al punto de vista de los niños protagonistas, rehuyendo las tentaciones adultocéntricas usuales en películas lastradas por un paternalismo de pacotilla.

La primera hora del metraje de It se prodiga en la descarnada exposición de los maltratos cotidianos inferidos a los perdedores: víctimas del bullyng escolar, de la asfixiante sobreprotección de una madre, de los abusos (físicos y sexuales) de parientes y vecinos, en suma del acoso y los agravios de los adultos que en ese trance, el paso de los protagonistas de la niñez a la adolescencia, deja al descubierto que los mayores distan mucho de ser los sabios que se pensaba, carecen por ende de respuestas a problemas que aquellos adolescentes en ciernes deberán resolver solos.

Tal revelación entraña otra, peor, el espanto no habita en las cloacas, flota por el contrario en el entorno inmediato, cotidiano. La realidad es lo auténticamente perturbador, máxime si se comprende que aquella es lo que es, sin el menor asomo de la posibilidad de mutarla, aun cuando en la camaradería del grupo asome un atisbo esperanzador, la eventualidad de encontrar en tal modo de complicidad entre iguales la cifra para zafar del pavor a sentirse diferente durante la vida entera.

La claridad conceptual del realizador para focalizar el manejo dramático en el plano emocional rehuyendo por igual el tremendismo y la caricatura sin privarse empero de secuencias muy crudas, encuentra el vehículo  idóneo en el tratamiento visual del fotógrafo sur coreano Chung-hoon Chung. Este último crea una atmósfera lúgubre, aprovechando al máximo las sombras, en medio de las cuales los colores cobran un alcance denotativo adicional, tal el caso del flotante globo rojo que anticipa las apariciones del payaso de ojos saltones y sonrisa esquinada. La insinuación de lo inminente es, bien lo sabían Hitchcock y otros maestros, un eficaz recurso para insinuar aquello que puede sobrevenir, o no, predisponiendo la ansiedad, y la inteligencia, del espectador. Método opuesto, reitero, al sobresalto forzado por los golpes de efecto.

También aporta lo suyo a la construcción del clima claustrofóbico el diseño de arte apelando a los techos bajos, los corredores angostos y, en general, una angustiante referencia icónica de la decadencia de todos los ambientes donde transcurre el relato, alegoría a la sórdida ruina social del entorno. Y tampoco puede quedar sin mención el maquillaje de Pennywise, trabajado en el límite de la acentuación de los rasgos susceptibles de convertirlo en la encarnación del susto sin transformarlo en una parodia de la figura clásica del personaje.

Por su lado, la banda sonora renuncia a la tentación protagónica y si bien incurre en algunos lugares comunes sonoros, aprovecha con mesura y puntería populares composiciones de los 80.   

Al centrarse en la primera parte de la novela, Muschietti deja franqueada la eventualidad para una inmediata segunda entrega —entiendo que el proyecto ya se halla en curso— cuando 27 años más tarde el mismo grupo se reencuentre, habiendo entonces pasado a la adultez, para un nuevo contencioso con “eso” y las acechanzas de lo desconocido, temible justamente por serlo.

No le será fácil a Muschietti equiparar el alto nivel de It —considerada en algunas recensiones la mejor película de terror en décadas—, pues ya se sabe, aquello de “segundas partes…….”. Queda en todo caso abierto el crédito.