Tuesday 16 Apr 2024 | Actualizado a 05:57 AM

Circo de culpas y confesiones

‘Breve historia del circo’ es el libro del escritor español Pablo Cerezal.

/ 15 de octubre de 2017 / 04:00

Al escuchar hablar de circo, no pienso en payasos ni en animales salvajes; ni siquiera en el famoso circo romano. Pienso en el morbo hecho espectáculo y en los reflectores sobre seres monstruosos, sobre los freaks, los extraños… los otros; y recuerdo al Obsceno pájaro de la noche de Donoso, donde lo monstruoso deviene en virtud.

Pablo Cerezal nos habla de esos circos, creo (aunque hable de acróbatas y tragafuegos). Y también nos cuenta de los circos actuales, que gustan no por la habilidad artística o grotesca apariencia de sus figuras, sino por el nivel de tecnología y efectos especiales que muestren. Circos que olvidan el factor humano. Como en tantas ocasiones, ya. Demasiadas, dice el autor de Breve historia del circo, el libro que me mueve a escribir estas líneas.

Y acaso la vida actual se parezca a un circo más de lo que creemos, por su antiquísimo origen, por el morbo con que se trata aquello que los sociólogos llaman la otredad, que en lugar de ayudarnos a establecer nuestra propia identidad, nos impulsa a discriminar a la ajena; y por ese olvidar al ser humano, una y otra vez. Olvido del ser humano no en abstracto, sino de ese de carne y hueso —cuya vida y sufrimiento están ahí, al alcance de la mano, como en un espectáculo— al que cada día vemos, olemos y evitamos tocar.

Pablo Cerezal nos cuenta de su autoexilio en Cochabamba, de su trabajo con un grupo de niños malabaristas de la calle, de sus frustraciones, de sus efímeras alegrías, de su soledad, su gato, sus vicios, sus monstruos y sus pesadillas. Literatura confesional, la llaman algunos.

Quizá por haber pasado mi niñez y adolescencia en un colegio religioso, al hablar de confesión pienso en el sacramento confesional del catolicismo, en esa confesión que viene signada no por la confianza o por la solidaridad (que creo es la que motiva el texto de Pablo), sino por la culpa. Culpa que necesita de arrepentimiento y de sufrimiento antes de la expiación. La inquisición de filos, hoguera y sangre ya terminó, dicen, pero el sufrimiento y la culpa siguen siendo materia prima de la labor clerical.

¿Qué culpa paga Pablo Cerezal, que para ser expiada exige que se muestre desnudo a través de este libro? El texto, más que una confesión, parece un acto masoquista que le hace abrirse heridas desde las cuales escribe luego, hurgando más y más profundo, hasta que sangren las ideas, las letras, las intimidades que dejan de ser tales al volverse cilicios que ciñen el cuerpo de quien así escribe.

Leer el libro me tomó más tiempo del previsto, no por denso o aburrido, no; sino porque gustoso acepté todas sus invitaciones, aquellas que me llevaron a leer a Kant, a releer fragmentos de Nietzsche o Miller, a escuchar a Quique González. Pero sobre todo, porque siempre me tomó (demasiado) tiempo y esfuerzo leer poesía, y este libro, además de tener varios poemas, (o uno solo, diseminado entre más de 200 páginas de prosa y fotografías, en las que también me detuve varias veces), tiene poesía impregnada en todo el texto, y por eso es necesario y hasta placentero volver a algunas líneas o páginas, y quedarse ahí, disfrutando. Prosa poética, la llaman los que saben.

El texto cuenta las vivencias del autor en Cochabamba, una ciudad que conozco razonablemente bien, pero que redescubrí a través de sus letras. Y no porque muestre sitios por mí desconocidos (que también lo hace), sino porque la Cochabamba que muestra esta Breve historia del circo es mi propia ciudad, y acaso cualquier otra que se vea a través de los ojos que el texto nos obliga a tener abiertos. Ojos que se ven forzados a reparar en aquello que la cotidianidad, la apatía, la indiferencia o una simple y egoísta estupidez nos impide ver día a día. La mendicidad, la miseria de tantos niños que hacen de la calle hogar y de sus esquinas cementerio. Ojos que, con su mirada ya desvelada por la pluma del autor, nos muestran en toda su hipocresía ese disfraz de risas, algarabía y baile, sus cordialidades susurradas a media asta, su gangrena de falsas alegrías y borracheras sin sentido.

Y tal como nos muestra una ciudad que termina siendo la nuestra (sin importar cuál sea), esa ciudad que más que acogernos, simplemente nos ha hecho un hueco, nos muestra también al autor desnudo, voluntariamente indefenso y acaso gozoso de exponerse a través de su texto, consiguiendo que también reconozcamos en las suyas nuestras propias miserias, frustraciones, miedos y vergüenzas, aquellas que quisiéramos callar por siempre, pero que a falta de la nuestra encuentran otra voz, esa que presta Pablo Cerezal, robando nuestras vivencias o regalándonos las suyas, no lo sé.

Y retrata nuestras vidas mientras nos cuenta la suya, mientras nos habla de la inocencia que nos permite ser a los ojos de nuestras madres seres humanos dignos de ternura; de nuestra cruzada por obtener un salario de fin de mes y postrera esperanza; de esa añoranza de amor que reclama espejos en que sorprender tu recuerdo; y de esa esperanza que llega de la diminuta mano de un hijo, ese que se vierte en el caudal de ternura de nuestras vidas, aquí afuera, donde la luz, hoy, es milagro que abreva en tus labios de beso y futuro.

Y el texto deja de ser ajeno porque, inmisericorde, saca a la luz aquello que quisiéramos ocultar, y nos hace suyos; porque grita aquello que tememos incluso susurrar, porque destruye nuestra intimidad, apropiándosela; porque nos incita a volver atrás en sus páginas, a releer sus versos y a apreciar sus fotografías, para así prolongar el viaje hasta la línea final, cautivándonos.

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Carta de desamor

Esta misiva ganó un concurso temático; en ella, el narrador recurre a personajes literarios femeninos para dirigirse a su destinataria.

/ 29 de noviembre de 2017 / 04:00

Con una irreverente iniciativa —convocar a un concurso de cartas de desamor— el Colectivo de Agresión Cultural Perro Petardos    (Oruro) hizo público su desdén por lo que comúnmente se conoce como el Día de la Amistad. Aquí está la misiva ganadora de la tercera versión, escrita por Álvaro Vásquez, premiada un 22 de julio de 2015, jornada denominada por el colectivo como el Día del Odio.

“Querida Dulcinea, te escribo con la esperanza de que estas líneas logren traspasar la línea defensiva de tus reproches y la trinchera de tus insultos, proeza que parece vedada a mis simples palabras. Lo intento aunque sé que es una labor comparable a enfrentar esos gigantescos molinos de tu barrio.

Solo ansío, Isolda mía, que al menos intentes comprender que si me niego a darte un regalo en este día, es porque fui educado en una familia en la que se entregaban regalos solamente en Navidad y cumpleaños, y a mí me parecía (y me parece hasta ahora) una política de lo más saludable, tanto en términos monetarios como sentimentales. ¿No habíamos hecho —acaso— del escapar de la moralina del resto la característica de nuestro amor?

¿Recuerdas, Beatriz de mi vida, a Ramiro, que regalaba un ramo de doce flores cada lunes a su novia? Después de eso, no habría ya regalo capaz de conmover su corazón… salvo quizás el que yo te hice en una vida que ya no recordamos: bajar al infierno y subir al cielo por ti. ¿Puede acaso compararse una estúpida tarjeta preimpresa a tal hazaña?

Si sabemos que andamos para encontrarnos, ¡oh Maga mía!, aunque andemos sin buscarnos, ¿merecemos acaso rebajar ese amor a las dedicatorias cursis por una radio cumbiera?

Ojalá mis argumentos alcancen, mi por siempre inolvidable Julieta, a esa razón que —optimista irredento, al fin— aún creo que sé que se halla dentro tuyo, ahí… en algún rincón de tu cabeza… o quizás de tu corazón (no, imposible, debería ser en tu cabeza). Te entregaría mi vida a cambio de que entendieses, pero temo que te mates en lugar de esperar mi retorno.

Casi puedo ver tu rostro, con los ojos abiertos y saltones, las fosas nasales abiertas cual equinos ollares, el rictus en tus labios amenazando mostrar unos dientes que se adivinan filosos, y ese movimiento apenas perceptible pero inevitable en tu párpado izquierdo, que me hace temer un accidente cardiovascular. Por eso, me apresuro a aclararte que no olvidé tu nombre.

En serio, lo recuerdo perfectamente, y si en su lugar usé varios otros en los párrafos anteriores, es simplemente porque es mi forma de ser romántico. ¿Cómo? ¿Que te parece estúpido? Más estúpido sería regalarte flores, peluches (en serio, creo que a partir de los cinco años, nadie debería recibirlos), globos (en Bolivia se deberían usar solamente en carnavales), chocolates (que para regalo, son más caja que chocolate) o alguna otra sandez por el estilo.

Aunque, ahora que lo pienso… no entiendes mi romanticismo, ¿verdad? ¡No lo entiendes!

No quiero decirte inculta, iletrada ni tarada, pero… en realidad, es una epifanía. Sí, estuve ciego. La literatura me abrió los ojos.

No, no pienses que empezaré a regalarte ridiculeces. Mi epifanía es seria y consecuente, no traicionera.
Ahora veo claro, Jezabel, que tu ambición por esos regalitos que yo desprecio te llevaría a engañarme sin dudarlo. ¿Hasta dónde llegarías por recibirlos? Tiemblo al pensarlo.

Recuerdo, Milady de invernal apellido, que hasta llegué a pelear con mis amigos, rompiendo nuestro famoso lema de confraternidad, cuando ellos me decían que era un error regalarte ese libro, que mejor te regale uno del escritor lusoparlante de best sellers. Qué equivocado estaba yo al indignarme de la forma en que lo hice. Debo invitarlos a una libación seria como desagravio.

¿Lo ves tan claro como yo, ingrata Dalila? Todo mi ser se halla en peligro ante tu necedad y tu liviandad. Debo alejarme de ti antes de sucumbir a mis propios sentimientos. Quizás me ayude el estar ya casi calvo.

En fin, aunque será difícil olvidarte, mi nunca bien ponderada Bárbara, debo dejarte a solas con tus traumas en lugar de pretender resolverlos. Te sé muy mujer para seguir adelante sola.

Yo, por mi parte, debo cuidar que mi cabeza permanezca en su sitio (en sentido figurado, en realidad no creo que llegaras a matarme). Empecé una carta de amor, dulce e inclemente Salomé, y con una sonrisa termino una de desamor.

Nunca más tuyo,

El desamorado”.

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Los linderos opacos de ‘Eisejuaz’

‘Eisejuaz’, novela escrita por Sara Gallardo hace casi medio siglo y rescatada para Bolivia por la editorial Dum Dum, transmite ideas, pero también el sentir del personaje.

/ 22 de noviembre de 2017 / 04:00

Es una historia diferente y está relatada de una manera diferente. Podría llamársela, seguramente, un novela indigenista, pero no en el sentido en que lo son los textos de Ciro Alegría, José María o Alcides Arguedas, ni de Jorge Icaza. No busca tomar partido frente a un conflicto siempre presente en los países latinoamericanos: indio-blanco. No maneja una postura maniquea que reparta virtudes a uno y defectos al otro, y muestra al indígena Eisejuaz como lo que es en su sentido más elemental: un ser humano, con virtudes y defectos, con dudas y certezas.

Es también una novela distinta por la forma que tiene el relato, reflejando una oralidad propia de ciertas culturas. No es casual que las dos primeras partes del libro comiencen con la palabra “dije”. La forma en que se usan las palabras muestra mucho del que las pronuncia. Y Eisejuaz (la novela) logra eso, que el relato, además de transmitir al lector ideas, diálogos y circunstancias, le comunique también cómo piensa, siente y vive Eisejuaz (el personaje). Especialmente en culturas ágrafas como la mataca, la palabra tiene una importancia que excede el acto comunicativo puntual e inmediato.

Vargas Llosa, en el prólogo de su novela El hablador, rescata la función de cohesión social de los contadores de historias entre los indios machiguengas de Perú, y esas líneas vinieron a mi memoria al leer Eisejuaz, pues en varios lugares de la novela, un diálogo simple, que podría tomar apenas unas líneas, se extiende por media página o más, debido a que el personaje que habla incurre en múltiples digresiones antes de llegar al concepto que desea comunicar, es decir… cuenta una historia, aquella que no podrá ser registrada en una hoja de papel, pero que quizá sobreviva gracias a su repetición, aparentemente injustificada.

Y la palabra juega también otro rol fundamental en la novela: relacionar al protagonista con la divinidad.

El judeo-cristianismo prácticamente equipara a la palabra con la divinidad, por su capacidad creadora: el primer capítulo del Génesis menciona varias veces “dijo Dios” (tal como al inicio de Eisejuaz), citando a continuación las distintas etapas de la creación. Por otra parte, el primer versículo del evangelio según Juan inicia diciendo: “Al principio, ya existía la palabra, y la palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios” (otras traducciones cambian “palabra” por “verbo”).

Como antecedente literario, García Márquez rescata en Cien años de Soledad el poder creador de la palabra, cuando en la primera página de su célebre novela dice: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Es decir, que si algo no tiene nombre (si no es nominado a través de la palabra), se necesita señalarlo/verlo para saber qué o cómo es, para comprobar su existencia.

En la página 19 de la edición boliviana de la novela, Eisejuaz dice: Veo y digo. “Aquí descansaremos, aquí paramos”. Los lugares no tenían nombre en aquel tiempo. La primera edición de Cien años de Soledad se lanzó (en Buenos Aires) en 1967. Y Eisejuaz se publicó (en la misma ciudad y también con Editorial Sudamericana) en 1971. ¿Simple casualidad o Sara Gallardo leyó la obra cumbre del colombiano antes de escribir su propia novela, y fue influenciada por aquella?

Supongo que es imposible saberlo, y parece bien que así sea.

La palabra relaciona a Eisejuaz con la religión y la divinidad. El texto habla de la religión cristiana (menciona a las misiones holandesas, que eran jesuíticas), pero da a entender que el aspecto religioso en Eisejuaz era anterior a la influencia misionera. Por eso, incluso después de su conversión, reza a los ángeles del anta, del tigre, del sapo, de la abeja y de la serpiente; y ante el regaño del sacerdote, responde que él no es traidor, que es buen cristiano, pero que conoce a los mensajeros del Señor, desnudando un sincretismo evidente en nuestro país hasta hoy (pienso en los sacerdotes bendiciendo ekekos y billetes de Alasita, compitiendo con yatiris que metros más allá, sahuman y ch’allan los mismos objetos; pienso en el cráneo de Mariano Melgarejo, compartiendo espacio y fieles con diversos santos en dorado retablo de la iglesia de Tarata).

Eisejuaz sabe que su tiempo ya pasó, quizá sienta que el tiempo de su religión también pasó, y de forma casi obsesiva busca en su nueva religión alguna señal que le ayude a definir su destino y justificar sus acciones (¿acaso no todos los creyentes hacemos lo mismo en alguna medida?), sabiendo que él no eligió esa vida, pero debe vivirla. Y transmite vívidamente esta sensación a través de algunas de las mejores líneas de la novela, de una belleza casi poética:

¿De qué vale la baya, la algarroba del mes de abril? Ya perdió el gusto, ya perdió su suavidad, pero ella no eligió la hora de su vida. Debe cumplir. Debe ser molida, alimentar al hombre. Deber caer y sembrarse. Debe cumplir.

¿De qué vale el hormiguero que quedó en el desmonte, donde la tierra es negra, donde pondrán la caña? ¿De qué vale? La hormiga mira lejos y ve negro. Mira cerca y ve negro. No hay hojas, no hay pastos. Debe cumplir. No eligió la hora de su vida. No eligió su lugar.

No eligió. No eligió. Debe cumplir. Oh, no eligió. Debe cumplir.

Es sintomático que el sacerdote llame a Eisejuaz siempre por su nombre “cristiano”, Lisandro Vega, confirmando que un nombre no es solo una etiqueta, sino una forma de mostrar la esencia del nombrado. Por eso, quizás, el personaje que da nombre a la novela es nombrado a lo largo del relato con tres nombres distintos, acaso mostrando esa confusión de identidad que marca su vida.

Y la contracara de la palabra, el silencio, también tiene un valor en el texto. Eisejuaz calla cuando podría decir “no sé” o “prefiero no hablar de ello”. El valor del silencio parece haber sido relativizado por la cultura occidental, como si su presencia significara no tener nada que comunicar, pero Eisejuaz nos recuerda que el silencio también comunica. Y tal como Eisejuaz repite tantas veces la expresión “dije…”, también varias otras menciona “nada dije”. En ambos casos tiene algo que comunicar.

Eisejuaz se siente en deuda con el Señor, por quien dice haber sido “comprado”, a quien le “entregó sus manos”, y de quien busca la aprobación para poder, finalmente, encontrar sentido a su existencia, tan marcada por constantes contradicciones.

Es así que llega a la inmolación, que algunos podrán entender como aceptada, otros como provocada, redondeando la idea cristiana de la redención a través del sacrificio.

Aunque el relato se desarrolla en el norte argentino, bien podría ocurrir en el sur boliviano. Y es que las fronteras políticas y religiosas se vuelven linderos opacos, divisiones absurdas, cuando recorremos estas páginas de la mano de Eisejuaz.

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Los linderos opacos de ‘Eisejuaz’

‘Eisejuaz’, novela escrita por Sara Gallardo hace casi medio siglo y rescatada para Bolivia por la editorial Dum Dum, transmite ideas, pero también el sentir del personaje.

/ 22 de noviembre de 2017 / 04:00

Es una historia diferente y está relatada de una manera diferente. Podría llamársela, seguramente, un novela indigenista, pero no en el sentido en que lo son los textos de Ciro Alegría, José María o Alcides Arguedas, ni de Jorge Icaza. No busca tomar partido frente a un conflicto siempre presente en los países latinoamericanos: indio-blanco. No maneja una postura maniquea que reparta virtudes a uno y defectos al otro, y muestra al indígena Eisejuaz como lo que es en su sentido más elemental: un ser humano, con virtudes y defectos, con dudas y certezas.

Es también una novela distinta por la forma que tiene el relato, reflejando una oralidad propia de ciertas culturas. No es casual que las dos primeras partes del libro comiencen con la palabra “dije”. La forma en que se usan las palabras muestra mucho del que las pronuncia. Y Eisejuaz (la novela) logra eso, que el relato, además de transmitir al lector ideas, diálogos y circunstancias, le comunique también cómo piensa, siente y vive Eisejuaz (el personaje). Especialmente en culturas ágrafas como la mataca, la palabra tiene una importancia que excede el acto comunicativo puntual e inmediato.

Vargas Llosa, en el prólogo de su novela El hablador, rescata la función de cohesión social de los contadores de historias entre los indios machiguengas de Perú, y esas líneas vinieron a mi memoria al leer Eisejuaz, pues en varios lugares de la novela, un diálogo simple, que podría tomar apenas unas líneas, se extiende por media página o más, debido a que el personaje que habla incurre en múltiples digresiones antes de llegar al concepto que desea comunicar, es decir… cuenta una historia, aquella que no podrá ser registrada en una hoja de papel, pero que quizá sobreviva gracias a su repetición, aparentemente injustificada.

Y la palabra juega también otro rol fundamental en la novela: relacionar al protagonista con la divinidad.

El judeo-cristianismo prácticamente equipara a la palabra con la divinidad, por su capacidad creadora: el primer capítulo del Génesis menciona varias veces “dijo Dios” (tal como al inicio de Eisejuaz), citando a continuación las distintas etapas de la creación. Por otra parte, el primer versículo del evangelio según Juan inicia diciendo: “Al principio, ya existía la palabra, y la palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios” (otras traducciones cambian “palabra” por “verbo”).

Como antecedente literario, García Márquez rescata en Cien años de Soledad el poder creador de la palabra, cuando en la primera página de su célebre novela dice: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Es decir, que si algo no tiene nombre (si no es nominado a través de la palabra), se necesita señalarlo/verlo para saber qué o cómo es, para comprobar su existencia.

En la página 19 de la edición boliviana de la novela, Eisejuaz dice: Veo y digo. “Aquí descansaremos, aquí paramos”. Los lugares no tenían nombre en aquel tiempo. La primera edición de Cien años de Soledad se lanzó (en Buenos Aires) en 1967. Y Eisejuaz se publicó (en la misma ciudad y también con Editorial Sudamericana) en 1971. ¿Simple casualidad o Sara Gallardo leyó la obra cumbre del colombiano antes de escribir su propia novela, y fue influenciada por aquella?

Supongo que es imposible saberlo, y parece bien que así sea.

La palabra relaciona a Eisejuaz con la religión y la divinidad. El texto habla de la religión cristiana (menciona a las misiones holandesas, que eran jesuíticas), pero da a entender que el aspecto religioso en Eisejuaz era anterior a la influencia misionera. Por eso, incluso después de su conversión, reza a los ángeles del anta, del tigre, del sapo, de la abeja y de la serpiente; y ante el regaño del sacerdote, responde que él no es traidor, que es buen cristiano, pero que conoce a los mensajeros del Señor, desnudando un sincretismo evidente en nuestro país hasta hoy (pienso en los sacerdotes bendiciendo ekekos y billetes de Alasita, compitiendo con yatiris que metros más allá, sahuman y ch’allan los mismos objetos; pienso en el cráneo de Mariano Melgarejo, compartiendo espacio y fieles con diversos santos en dorado retablo de la iglesia de Tarata).

Eisejuaz sabe que su tiempo ya pasó, quizá sienta que el tiempo de su religión también pasó, y de forma casi obsesiva busca en su nueva religión alguna señal que le ayude a definir su destino y justificar sus acciones (¿acaso no todos los creyentes hacemos lo mismo en alguna medida?), sabiendo que él no eligió esa vida, pero debe vivirla. Y transmite vívidamente esta sensación a través de algunas de las mejores líneas de la novela, de una belleza casi poética:

¿De qué vale la baya, la algarroba del mes de abril? Ya perdió el gusto, ya perdió su suavidad, pero ella no eligió la hora de su vida. Debe cumplir. Debe ser molida, alimentar al hombre. Deber caer y sembrarse. Debe cumplir.

¿De qué vale el hormiguero que quedó en el desmonte, donde la tierra es negra, donde pondrán la caña? ¿De qué vale? La hormiga mira lejos y ve negro. Mira cerca y ve negro. No hay hojas, no hay pastos. Debe cumplir. No eligió la hora de su vida. No eligió su lugar.

No eligió. No eligió. Debe cumplir. Oh, no eligió. Debe cumplir.

Es sintomático que el sacerdote llame a Eisejuaz siempre por su nombre “cristiano”, Lisandro Vega, confirmando que un nombre no es solo una etiqueta, sino una forma de mostrar la esencia del nombrado. Por eso, quizás, el personaje que da nombre a la novela es nombrado a lo largo del relato con tres nombres distintos, acaso mostrando esa confusión de identidad que marca su vida.

Y la contracara de la palabra, el silencio, también tiene un valor en el texto. Eisejuaz calla cuando podría decir “no sé” o “prefiero no hablar de ello”. El valor del silencio parece haber sido relativizado por la cultura occidental, como si su presencia significara no tener nada que comunicar, pero Eisejuaz nos recuerda que el silencio también comunica. Y tal como Eisejuaz repite tantas veces la expresión “dije…”, también varias otras menciona “nada dije”. En ambos casos tiene algo que comunicar.

Eisejuaz se siente en deuda con el Señor, por quien dice haber sido “comprado”, a quien le “entregó sus manos”, y de quien busca la aprobación para poder, finalmente, encontrar sentido a su existencia, tan marcada por constantes contradicciones.

Es así que llega a la inmolación, que algunos podrán entender como aceptada, otros como provocada, redondeando la idea cristiana de la redención a través del sacrificio.

Aunque el relato se desarrolla en el norte argentino, bien podría ocurrir en el sur boliviano. Y es que las fronteras políticas y religiosas se vuelven linderos opacos, divisiones absurdas, cuando recorremos estas páginas de la mano de Eisejuaz.

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Circo de culpas y confesiones

‘Breve historia del circo’ es el libro del escritor español Pablo Cerezal.

/ 15 de octubre de 2017 / 04:00

Al escuchar hablar de circo, no pienso en payasos ni en animales salvajes; ni siquiera en el famoso circo romano. Pienso en el morbo hecho espectáculo y en los reflectores sobre seres monstruosos, sobre los freaks, los extraños… los otros; y recuerdo al Obsceno pájaro de la noche de Donoso, donde lo monstruoso deviene en virtud.

Pablo Cerezal nos habla de esos circos, creo (aunque hable de acróbatas y tragafuegos). Y también nos cuenta de los circos actuales, que gustan no por la habilidad artística o grotesca apariencia de sus figuras, sino por el nivel de tecnología y efectos especiales que muestren. Circos que olvidan el factor humano. Como en tantas ocasiones, ya. Demasiadas, dice el autor de Breve historia del circo, el libro que me mueve a escribir estas líneas.

Y acaso la vida actual se parezca a un circo más de lo que creemos, por su antiquísimo origen, por el morbo con que se trata aquello que los sociólogos llaman la otredad, que en lugar de ayudarnos a establecer nuestra propia identidad, nos impulsa a discriminar a la ajena; y por ese olvidar al ser humano, una y otra vez. Olvido del ser humano no en abstracto, sino de ese de carne y hueso —cuya vida y sufrimiento están ahí, al alcance de la mano, como en un espectáculo— al que cada día vemos, olemos y evitamos tocar.

Pablo Cerezal nos cuenta de su autoexilio en Cochabamba, de su trabajo con un grupo de niños malabaristas de la calle, de sus frustraciones, de sus efímeras alegrías, de su soledad, su gato, sus vicios, sus monstruos y sus pesadillas. Literatura confesional, la llaman algunos.

Quizá por haber pasado mi niñez y adolescencia en un colegio religioso, al hablar de confesión pienso en el sacramento confesional del catolicismo, en esa confesión que viene signada no por la confianza o por la solidaridad (que creo es la que motiva el texto de Pablo), sino por la culpa. Culpa que necesita de arrepentimiento y de sufrimiento antes de la expiación. La inquisición de filos, hoguera y sangre ya terminó, dicen, pero el sufrimiento y la culpa siguen siendo materia prima de la labor clerical.

¿Qué culpa paga Pablo Cerezal, que para ser expiada exige que se muestre desnudo a través de este libro? El texto, más que una confesión, parece un acto masoquista que le hace abrirse heridas desde las cuales escribe luego, hurgando más y más profundo, hasta que sangren las ideas, las letras, las intimidades que dejan de ser tales al volverse cilicios que ciñen el cuerpo de quien así escribe.

Leer el libro me tomó más tiempo del previsto, no por denso o aburrido, no; sino porque gustoso acepté todas sus invitaciones, aquellas que me llevaron a leer a Kant, a releer fragmentos de Nietzsche o Miller, a escuchar a Quique González. Pero sobre todo, porque siempre me tomó (demasiado) tiempo y esfuerzo leer poesía, y este libro, además de tener varios poemas, (o uno solo, diseminado entre más de 200 páginas de prosa y fotografías, en las que también me detuve varias veces), tiene poesía impregnada en todo el texto, y por eso es necesario y hasta placentero volver a algunas líneas o páginas, y quedarse ahí, disfrutando. Prosa poética, la llaman los que saben.

El texto cuenta las vivencias del autor en Cochabamba, una ciudad que conozco razonablemente bien, pero que redescubrí a través de sus letras. Y no porque muestre sitios por mí desconocidos (que también lo hace), sino porque la Cochabamba que muestra esta Breve historia del circo es mi propia ciudad, y acaso cualquier otra que se vea a través de los ojos que el texto nos obliga a tener abiertos. Ojos que se ven forzados a reparar en aquello que la cotidianidad, la apatía, la indiferencia o una simple y egoísta estupidez nos impide ver día a día. La mendicidad, la miseria de tantos niños que hacen de la calle hogar y de sus esquinas cementerio. Ojos que, con su mirada ya desvelada por la pluma del autor, nos muestran en toda su hipocresía ese disfraz de risas, algarabía y baile, sus cordialidades susurradas a media asta, su gangrena de falsas alegrías y borracheras sin sentido.

Y tal como nos muestra una ciudad que termina siendo la nuestra (sin importar cuál sea), esa ciudad que más que acogernos, simplemente nos ha hecho un hueco, nos muestra también al autor desnudo, voluntariamente indefenso y acaso gozoso de exponerse a través de su texto, consiguiendo que también reconozcamos en las suyas nuestras propias miserias, frustraciones, miedos y vergüenzas, aquellas que quisiéramos callar por siempre, pero que a falta de la nuestra encuentran otra voz, esa que presta Pablo Cerezal, robando nuestras vivencias o regalándonos las suyas, no lo sé.

Y retrata nuestras vidas mientras nos cuenta la suya, mientras nos habla de la inocencia que nos permite ser a los ojos de nuestras madres seres humanos dignos de ternura; de nuestra cruzada por obtener un salario de fin de mes y postrera esperanza; de esa añoranza de amor que reclama espejos en que sorprender tu recuerdo; y de esa esperanza que llega de la diminuta mano de un hijo, ese que se vierte en el caudal de ternura de nuestras vidas, aquí afuera, donde la luz, hoy, es milagro que abreva en tus labios de beso y futuro.

Y el texto deja de ser ajeno porque, inmisericorde, saca a la luz aquello que quisiéramos ocultar, y nos hace suyos; porque grita aquello que tememos incluso susurrar, porque destruye nuestra intimidad, apropiándosela; porque nos incita a volver atrás en sus páginas, a releer sus versos y a apreciar sus fotografías, para así prolongar el viaje hasta la línea final, cautivándonos.

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