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El silencio y la búsqueda permanente

Luis Carlos Sanabria presenta una colección de cuentos en la que manda la premisa de la duda.

/ 8 de noviembre de 2017 / 04:46

Un hombre sueña que va a morir, entonces, con toda la tranquilidad del mundo, se dispone a ordenar sus cosas como si en realidad estuviera preparándose para un largo viaje —y quizás de eso se trate la muerte, en el mejor o peor de los casos—. Lo último que sabemos de él es que lo único que al final le queda es la desnudez, una desnudez que invita al lector, ese espectador, ese quizás incrédulo espía, a recordar el jardín del Edén en el que esa maravillosa ficción de la leyenda bíblica nos ha dicho que toda esta aventura de la existencia ha comenzado.

El escritor cochabambino Luis Carlos Sanabria debuta en el género cuentístico con el libro Deus ex machina (Editorial 3600, 2017). Ya antes había ganado, en 2014, el Concurso de Poesía para Jóvenes Poetas Bolivianos, un certamen organizado por la Cámara Departamental del Libro de La Paz y la Fundación Pablo Neruda de Chile. Disección, el poemario con el que ganó el concurso, también fue publicado por la editorial que ahora apuesta por el narrador. Y apuesta bien. Lo que hace Sanabria en su escritura es dudar; lanza una pregunta al aire y se extravía ante la imposibilidad de una sola respuesta. En Mortis Causa, el cuento en el que el personaje sueña que va a morir y despierta en el Edén, por ejemplo, uno llega a preguntarse, gracias al camino elegido por el narrador, en qué tan cierto es aquello del libre albedrío supuesto regalo de un dios que se ha querido construir omnipotente. ¿Hay un camino marcado de antemano y es el territorio del sueño ese insólito lugar donde quizás se encuentre la condena a través de imágenes o percepciones que quizás nunca llegaremos a comprender? Y si llegamos a comprender tan bien el asunto de la condena, ¿tan solo nos queda alistar las maletas para un viaje del que no sabemos nada? Y, sin embargo, ¿será este último viaje el camino hacia la tan esquiva felicidad?

Y de eso es de lo que habla Sanabria, cuando en el cuento que le da título al libro, Deus ex machina, el narrador se propone buscar el nombre de dios, así, con minúsculas, de la búsqueda de la felicidad. ¿Pero se puede llegar a ella a través de la comprensión de lo que nos ha sido negado entender? El árbol del conocimiento, en el jardín del Edén, es el que condena a la humanidad, entonces, ¿por qué el erudito busca ese fruto que ilumine la oscuridad de su ignorancia? Y, a pesar de haber comprendido este hecho, ya preso en una clínica psiquiátrica, el investigador, el erudito, busca, siempre recordando a la mujer perdida, esa misteriosa A., la felicidad a través del conocimiento, y no es que busque la felicidad con estas palabras, sino explicarse el momento en el que el amor significó el derrumbe, el caos, y, a partir del caos, la explicación absurda de un todo cósmico a través de la fe ciega que exige un dios que en realidad se ha hecho omnipotente en la imaginación. Y ya que no se puede atrapar el amor, la felicidad es la paz, y no hay otra paz que la comprensión que, claro, no es otra cosa que la guerra.

Uno podría creer que el silencio es la paz hasta que lee el cuento El silencio, cuando un padre y un hijo emprenden un viaje que duraría 17 horas y en el que podrían contarse uno al otro tantas cosas que han sucedido en sus vidas. Sin embargo, el secreto es más fácil, no decir nada es el mejor camino para no perder. La calma no es la paz. El amor no es aquello que logra totalizarse en el aire y absorberlo todo entre sus brazos, es una construcción que siempre será fallida.

Y esto lo saben también Guzmán y Gutiérrez, protagonistas del cuento Viejos enemigos, que han aguardado toda su vida para declarar la victoria del uno sobre el otro a raíz de que ambos cayeron enamorados de la misma mujer. Uno creería que la ancianidad, la cercanía de la muerte podría calmar las ansias de venganza, pero no, este tipo de fuego es algo que no se apaga con las aguas del tiempo. Y la sorpresa está implícita en el inesperado triunfo final de uno de los contendientes.

Así, los personajes a los que Sanabria da vida en los cuentos reunidos en Deus ex machina son seres hechos de preguntas quizás por siempre inalcanzables, invadidos por la melancolía o el tedio, sofocados, en algunos casos, por el orden social. Caminan en escenarios tan diversos como las carreteras bolivianas, las ciudades, el campo, el territorio de los sueños y el de las ideas, el espacio donde el amor y la soledad se confunden con la locura y el hastío.

Editorial 3600 presentará los libros Deus ex machina de, Luis Carlos Sanabria, y Los decapitados, de Iván Gutiérrez, el lunes 6 de noviembre a las 19.30 en el Centro Cultural de España en La Paz (Camacho, N° 1484). 

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Dimas Cuéllar

Primer capítulo de la novela ‘Reconstrucción’  (Tata Danzanti Editores), de Rodrigo Urquiola

/ 31 de julio de 2019 / 10:00

Ha muerto, después de una larga lucha en contra de esa caída en lo profundo que podría significar el advenimiento de la muerte y en contra de la misma vida que siempre está buscando aferrarse a cualquier superficie con sus dedos como ramas, y a pesar incluso de sus treinta y seis años recién cumplidos, doña Mariana, la madre de Dimas Cuéllar.

En este momento no es más que materia. Un objeto, una cosa. La materia está en ese ataúd tan bien barnizado, brillante marrón. Y la materia, esa carne endurecida y pálida que ya no sirve para nada, está rodeada de las flores que trajeron los vecinos. Está en un jardín que no es un jardín, encerrada en una habitación de madera que no es una habitación, pero que tiene una ventanita para ver el mundo desde atrás del vidrio; observa sin observar con unos ojos que han dejado de ser ojos sin haber cambiado de forma. Un jardín, una habitación, un par de ojos, como si en verdad necesitara de tanto, ahora. Y su habitación está encerrada en una habitación más grande que, a estas instancias, ha dejado de ser una simple habitación. No falta mucho para que la trasladen y vaya empezando a ser parte del suelo a pesar de la madera que la protegerá durante algún tiempo.

Tiene los ojos abiertos, la mirada estancada en quién sabe qué. Nadie ha querido cerrárselos, tampoco las vecinas ancianas que han ayudado a vestir el cadáver, quizás ni siquiera se dieron cuenta. No es un trabajo para cualquiera, además.

Dimas no ha dejado de observar esa mirada pétrea ni siquiera cuando se ha apartado de la ventanita del ataúd. Siente miedo: todavía la tiene frente a sí y no puede hacer nada para apartarla; quisiera desvanecer el espectro. No se puede dejar abandonada la memoria cuando a uno le place, te persigue, es la auténtica mirada del muerto, te mueves y, con tus movimientos, como si tuvieras un hilo invisible atado a esos írises secos, caminan los ojos detrás de ti. Por eso Dimas tiene la impresión de que su madre podría continuar con vida. Aunque sea con un poquito de vida, una vida que no necesita del cuerpo para manifestarse ni aire para emanar calor. Siente que el miedo se confunde con el adormecimiento de sus propios ojos y tiene la impresión de que, gracias a esa mirada inyectada en el vacío, el cadáver de su madre puede escuchar lo que está pensando a pesar, incluso, de que en este preciso instante no esté pensando en nada y todas las sensaciones que lo recorren no sean otra cosa que miedos que no se pueden expresar por completo con las palabras que le dan una forma concreta a su pensamiento.

El tío Cuéllar también lo ha notado. Él está mucho más inquieto. Camina de acá para allá. Como si hubiera extraviado el rumbo. Introduce con fuerza sus dedos en su propia cabellera. Se muerde las uñas. Enciende un cigarrillo y, poco después, lo apaga en la suela del zapato. Constriñe su frente. Vuelve a morder sus uñas y vuelve a encender el mismo cigarrillo. Sale y respira. Retorna tambaleándose. El olor del tabaco le dice a Dimas que su tío se ha sentado junto a él. El olor del tabaco y la presencia de una sombra que él apenas puede observar con la mirada periférica de sus ojos somnolientos. Y los brazos de la sombra moviéndose como las ramas de un árbol esquelético cuando las abate el viento.

—Nos está mirando— dice el tío Cuéllar, señalando hacia el ataúd con sus propios ojos enrojecidos.

Dimas escucha lo que dice su tío y tarda en contestar. Dos minutos, dos vueltas del segundero del reloj que pende sobre el ataúd. Pareciera que se hubiera olvidado de aquellas palabras. Pero contesta:

— No.

Es como si el tío Cuéllar no hubiera escuchado la respuesta porque, al oírla, lo único que hace es levantarse y salir de esa habitación. Los pasos apresurados, en principio, y, luego, poco a poco, cansinos.

Esa habitación. Una pequeña sala. Dimas está sentado en el sofá que le regalaron unos amigos a su madre. Los demás asistentes al velatorio están acomodados en sillas blancas de metal con propaganda de la cerveza Paceña que alguien trajo quién sabe cuándo. Esta habitación, ahora, y a pesar de que Dimas tiene la sensación de que hay personas riéndose por lo bajo, se ha convertido en algo así como un recinto sagrado. Casi un templo. En todas las iglesias que ha visitado se ha encontrado con, por lo menos, un cadáver, imágenes de yeso o no, como si el recordatorio de lo inexplicable de la muerte o tal vez el silencio tuvieran el poder de hacer sagradas las cosas. ¿O se tratará todo de un velado homenaje a la violencia del color de la sangre y nada más? ¿Incluso la vida? Sangre encerrada en un cuerpo. Incluso la vida. El hombre que ha creado a dios a su imagen y semejanza, y este dios ha parido un hijo que sangra. Un par de largas velas parpadean a los pies de su madre.

Mira hacia atrás. Nadie se ríe. Apenas quedan unas diez personas de las cincuenta que estaban hace un par de horas. ¿Dónde se han escondido todos?, se pregunta y es que él quisiera poder esconderse y una vez encontrado el lugar adecuado para pasar desapercibido, dormir y recién despertar cuando todo hubiera concluido. ¿Pero esto se termina alguna vez? Escucha conversaciones afuera. Pocos se preocupan por susurrar. Voces de jóvenes. Los vecinos con los que a veces, los domingos, juega fútbol. Sí. Ahora sí tiene la certeza de que se están riendo.

¿Por qué? Es como si el sonido de esas risas sucediera en el recuerdo más próximo, en algún lugar debajo del instante que se habita, pero no en el tiempo presente.El tío Cuéllar, los pasos apresurados ahora, como si estuviera a punto de llegar tarde a una cita importante, se le aproxima y deja escapar una vaharada con aroma a tabaco sobre el rostro aletargado de su sobrino.

—Levantate— le dice.

Dimas obedece. Sus extremidades pesan demasiado. La sangre está coagulándose en sus venas, debe ser el frío.

—Haz el favor de cerrarle los ojos a tu madre— ordena y, al mismo tiempo, suplica el tío Cuéllar, la voz llena de matices. —Eres su hijo. Te está esperando a ti. Quiere verte por última vez.

Luego de haber dicho esto, el tío Cuéllar moja uno de sus dedos en saliva, limpia con esa humedad una mancha que se aclara en el saco de luto que le queda un poco ancho y, arrastrando las suelas de sus zapatos al caminar, vuelve a salir.

Dimas tiene la impresión de que las risas han ido contagiándose de un grupo de personas a otro. Y no entiende de qué ríen, no comprende por qué les es tan fácil reír. El ruido de la risa, esa manifestación subterránea, le es difícil de soportar.

Se pone de pie y se acerca al ataúd. Observa el rostro rígido de su madre. Los labios resecos, el cuello hinchado, la frente tan lisa, la piel con súbitas manchas blanquecinas y los ojos abiertos y el reflejo sobre el vidrio de las cosas alrededor —el techo, él mismo, el reloj— ausente, seco. Abre la ventanita. Extiende las yemas de los dedos de su mano izquierda y los esconde antes de haber llegado a los párpados de su madre. Lo intenta una vez más, esta vez con la mano derecha. No puede. El miedo, ¿o habrá sido otra cosa?, una sensación que no se puede definir, todavía, con otras palabras. Y dice, dándole la espalda para volver a sentarse donde estaba y como si le hablara al cadáver para pedirle disculpas por una falta que no ha llegado a cometer:

— Mejor no.

Pero se levanta de nuevo y vuelve tras sus pasos para intentarlo de nuevo. Quiere escapar de la mirada de su madre, pero, al mismo tiempo, no quisiera que dejara de observarlo. Entonces, piensa que el ruido de risas que ha estado escuchando, en realidad, es el sonido de su no llanto, ese llanto que nunca nadie, quizás ni siquiera él mismo, verá. Un llanto detrás del llanto.

Hay un par de moscas sobre el ataúd. Están copulando. Las risas se callan y surge la rabia. Malditas. El golpe es veloz, la caída liviana, el disparo certero. Entre sus dedos se meten los jugos oscuros de las moscas, las alas caen al suelo casi flotando. Dimas no se limpia la piel, pero cierra la ventanita con la otra mano. La mirada persiste.

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Bolivia erótica

Nuevos cuentos proponen múltiples lecturas sobre el abordaje del género erótico con firmas de escritores bolivianos.

/ 15 de noviembre de 2017 / 04:00

Erótica (Plural, 2017) es la segunda antología de cuentos bolivianos del género o que, por lo menos, se aproximen a él. Un primer libro similar —denominado Antología del cuento erótico boliviano a secas— fue el que realizó Jaime Iturri al reunir a autores tales como René Bascopé, Ramón Rocha Monroy, Gonzalo Lema, Juan Claudio Lechín, Adolfo Cárdenas o Giovanna Rivero, entre otros. Esta primera antología fue publicada en 2001 por la editorial Alfaguara. En Erótica, dieciséis años después, el único autor que repite presencia, pero con distinto cuento, es Homero Carvalho.

Cuando Ernesto Calizaya, antologador de Erótica, me pidió un cuento, estuve ante una disyuntiva. Nunca se me había ocurrido pensar un cuento antes de escribirlo encasillándolo en tal o cual género aunque después alguno hubiera terminado rozando o cayendo en un espacio determinado. Pero, pensé, en realidad la premisa es relativa. Sometí La habitación de papel a su juicio, un cuento de mi primer libro, Eva y los espejos. Este cuento finaliza con una escena sexual en un territorio habitado por dos seres que se acompañan pero están embriagados de soledad. Hay violencia en esta escena e impotencia existencial. No es lo que yo mismo esperaría de un cuento cuando me anuncian que es erótico. Entiendo por erótico a un relato que no solamente excite la mirada sino que provoque un erizar de la piel. Y esa no era mi intención cuando escribí, en el ya lejano 2008, este cuento.

Cuando terminé de leer Erótica, quizás en el momento preciso, viajando de Cochabamba a la candente Santa Cruz, me pareció que uno de los mejores cuentos de esta antología, Se busca, de Patricia Requiz, más que complacer al lector curioso, lo desafiaba a observar, con su mirada buscadora de resquicios íntimos, algo de lo que se oye, pero que no se ve. Voy a spoilear: un hombre le habla del sexo que están a punto de tener a una mujer que parece menor que él y finaliza cuando te das cuenta de que esa menor es una bebé. Es un cuento terrible, que provoca un tambaleo, me dejó mal, con rabia inclusive: como lector me olvidé de que estaba buscando sensaciones seductoras y me sorprendí ante la crueldad de un hecho monstruoso.

El día que conocí a India Summer, de Claudio Ferrufino, es otro de los cuentos que más me gustó, sobre todo por la construcción del lenguaje y el juego entre ficción y realidad. Un asiduo visitante de páginas porno se encuentra el billete dorado del Wonka sexual: una grabación con la famosa India Summer. Sin embargo, después de que todo sucede y, luego, cuando se ve a sí mismo en la página, no se reconoce, es como si nunca hubiera sucedido.

Destaco también los cuentos Las pinceladas de Selena, de Sisinia Anze y La noche tiene dos caras, de Erick Ortega, por la sorpresa ante la que uno se encuentra, el famoso giro de tuerca, cuando se llega al final de ellos, ambos tienen construcciones llamativas.

Si bien en Se busca, de Requiz, el lector erótico se halla ante un conflicto, en el otro lado de la orilla, se ve recompensado. Los cuentos de los autores orientales Homero Carvalho y Manfredo Kempff invitan al roce de la imaginación y a la aventura. En Encuentros cercanos, el de Carvalho, una mujer le escribe a un escritor porque necesita contarle sobre su variopinta vida sexual en cuyo menú habrá de incluir al inventor de historias. Por otra parte, Cuando fui Nerón, de Kempff, le hace un breve guiño a La metamorfosis, de Franz Kafka, y convierte a un señor —me lo imaginé miembro de una tradicional familia cruceña, cabeza pintando canas, algo subido de peso, vistiendo camisa de manga corta y colores claros, quizás metido en la política, quizás en algún alto cargo, quizás desde el alto cargo manoseando a sus subalternas sin que le importen siquiera las cámaras de televisión, la imaginación vuela, discúlpenme este arrebato— en un perro con una dueña hermosa. Y, como es inevitable, Nerón, el perro humano o humano perro, se enamora de su sensual ama y la desea con fervor. Ella, que sospecha la humanidad subyacente, termina deseando a su mascota y sucede lo que tiene que suceder. Kafka estaría contento —nota aclaratoria: mi perrito lleva el apellido del escritor checo, cuya escritura admiro, de nombre—.

Erótica es un interesante acercamiento a la escritura de autores emergentes, como la ya mencionada Requiz, y también una manera nueva de observar el trabajo de escritores asentados en nuestro medio, como Magela Baudoin, o Ferrufino, o Carvalho, o Kempff, o Manuel Vargas. Cabe rescatar, también, que, como toda buena antología, propone varias maneras de entender algo, en este caso, un género literario, el erótico, a partir de una mirada nacional, de la que, nombres sobrando nombres faltando, se puede adivinar un rumbo, una búsqueda y, en el mejor de los casos, una provocación.

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