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Thor: Ragnarok

En la nueva entrega de Marvel, el director Taika Waititi recurre a una dudosa comedia.

/ 15 de noviembre de 2017 / 04:18

La ya agobiante epidemia de secuelas, precuelas y otras yerbas aupada en la feroz competencia por los mercados entre Marvel y las otras productoras hollywoodenses enfrascadas en la indigerible exaltación de variopintos defensores de la galaxia entrega otra astracanada efectista que pareciera haber despistado a unos cuantos críticos, atrapados por el espejismo de la presunta apertura de la peste en cuestión a un acápite menos solemne y pagado de sí mismo, más suelto de cuerpo, cuyo pistoletazo de largada sería este tercer episodio de la saga dedicada a Thor, junto a Hulk los dos personajes mayores del universo de Marvel Comics justamente.

Con la clara intención de una vuelta de tuerca que garantice mantener actualizada la convocatoria taquillera de los ya incontables títulos nutridos por el traslado a la pantalla de los comics de otrora, para el tercer episodio de la trilogía —pero se anuncia al finalizarlo para pronto una cuarta vuelta a lo mismo—, dedicada al superhéroe del martillo mágico, se convocó al realizador-guionista-actor neozelandés Taika Waititi, tomando nota seguramente de las favorables recensiones obtenidas por What We Do in the Shadows (2014). Fue aquella una desmelenada tomadura de pelo a la iconografía vampírica simulando documentar los entretelones de la vida cotidiana de los habitantes de cierto caserón semiderruido: un bizarro grupo de chupasangres.

El plan detrás de la opción por Waititi, cabe sospechar, consistía en utilizar el humor, eventualmente asimismo una mirada desalmidonada, para la transfusión urgente de plasma al género de marras, cada vez más anémico por cierto, aun si las cifras de boletería, no obstante marcadas oscilaciones, parecieran dar cuenta de lo contrario, cuando en verdad solo testifican la neurótica compulsión de los espectadores/consumidores a no perderse capítulo alguno de los inoxidables paladines a cargo de mantener a buen resguardo el planeta y sus alrededores.

Personalmente considero fallido el intento, no obstante un par de cosas salvables. Veamos. En la ocasión a Thor le toca lidiar con múltiples embrollos familiares que ponen en riesgo, ni más ni menos, el presente y futuro de todas las constelaciones conocidas y por conocer. Loki, su sinuoso hermano adoptivo, gobierna Asgard usurpando la apariencia de Odín, el padre, quien aguarda en la tierra su muerte a corto plazo. Lo peor empero viene encarnado en Hela, la hasta entonces desconocida hermana primogénita, ella sí malísima y dispuesta a lo que fuera para ser la reina absoluta de los nueve planetas conquistados por Asgard y unos cuantos más. Desterrados por Hela, Thor y Loki van a dar al planeta Sakaar gobernado por “El Gran Maestro”, un desfachatado fanfarrón que daría la impresión de caricaturizar a tantos politiquillos ignorantes, ridículos y pagados de sí mismo que circulan en la realidad de todos los días. Allí, en una parodia del circo romano Thor se reencuentra, a mamporros, con Hulk, el enorme y refunfuñado mutante que esconde a un tímido ciudadano afectado por el síndrome de la doble personalidad.

El humor machaca dos recursos: los chascarillos verbales —más o menos ingeniosos algunos, bastante bobos otros tantos— por una parte; los golpes y porrazos por la otra, en este último caso con abundancia de estrépito y averías. No hay pastelazos en la cara pues le habrá parecido al director un anacronismo ponerlos en semejante contexto de altísima sofisticación tecnológica, donde la gente se alimenta probablemente mediante pastillas suministradas por algunas robotizadas trabajadoras del hogar. Vaya uno a saber, pues enfrascado como está el guion en los grandes contenciosos interplanetarios no queda espacio para la vida cotidiana de las gentes, más preocupadas por no ser ingeridas por Fenrir, el gigantesco mastín al servicio de Hela, que por su propio menú.

Entre los, pocos, aciertos de la película se puede anotar el casting. Kate Blanchet se lleva la flor en su personificación de Hela, la diosa de la muerte, enfundada en unas calzas muy sugerentes y coronada por una cornamenta retráctil, quien parece haberla pasado bomba durante el trabajo prodigando gestos y miradas que le confieren una convincente perversidad acorde a la Diosa de la Muerte. Es asimismo destacable la soltura de Jeff Goldblum en ese gran maestro inmune al adefesio. Por su lado Chris Hemsworth entrega un Thor pagado de sí mismo, que funciona convincentemente como una versión satírica de las deidades mitológicas, de las cuales el realizador pretende reírse a mandíbula batiente, aunque al final de cuentas el ademán quede en una mueca.     

A Waititi lo pierde su obcecación por hacer a toda costa una comedia, entre otras cosas debido a que se lo presiente jaloneado por los productores, interesados en lavarle un poco la cara al asunto, pero no tanto tampoco como para correr el riesgo de ahuyentar a los fans, eventualmente desconcertados por los cambios en los referentes de un modelo cuya repetición le ha franqueado a Marvel ingresar a sus arcas un trillón de dólares.

Así pasan los minutos, las horas, ¡qué digo!: se arrastran, y esto se parece cada vez más a la historia sin fin, no aquella de Petersen, literalmente a una encerrona de la cual el director no termina de averiguar cómo salir, especialmente porque los chistes se van quedando sin pimienta y los efectos ya extraviaron hace rato, consecuencias del empacho, toda capacidad de asombro.

En el camino Thor perdió martillo, melena y un ojo. ¿Anuncio del advenimiento de nuevos tiempos para la saga del nórdico-germano Dios del Trueno, o cebo para esperar a ver cómo se las arregla tuerto, rapado y sin maza cuando en el venidero episodio le toque la enésima misión salvadora de los villanos de turno, afanados como sus antecesores en hacer trizas todo?

A propósito de la pérdida del ojo del protagonista. Claramente en la escena en la cual Hela se lo hace puré es el derecho el afectado. De pronto, un par de escenas más adelante, aparece magullado el izquierdo, luego todo vuelve a su lugar. Semejante chapucería de continuidad es reveladora del peso de los pesos en estas mega bazofias a cuyos financiadores les sale más barato asumir el ridículo de semejante error de principiante que rehacer toda la toma, así en el fondo sea una falta de respeto al espectador.

Abundan, con recurrencia hartante los choques, golpizas, trompadas con lo que se tenga a mano —acompañadas desde la banda sonora armada a base de sintetizadores—,  pero al final no queda en claro si al adoptar semejante pose de superioridad de cara a la historia y los personajes, a los cuales el director simula detestar, y en definitiva también respecto a los incautos que se dejaron atraer por la enésima versión de lo mismo, compuesta por una mescolanza de recursos tomados de otras nulidades precedentes aquél no termina rindiendo culto a la pandemia de las franquicias que ya deglutió unos cuantos realizadores por ella cooptados.

Ficha técnica

Dirección: Taika Waititi 

Guión:  Eric Pearson, Craig Kyle, Christopher Yost

Fotografía: Javier Aguirresarobe 

Montaje: Zene Baker, Joel Negron

Diseño:  Dan Hennah, Ra Vincent

Arte: Bill Booth, Brendan Heffernan, Richard Hobbs, Alex McCarroll, Laura Ng 

Maquillaje: Ellen Arden – Música: Mark Mothersbaugh

Efectos: Leanne Brooks, David J. Barker, Craig Tex Barnett, Justin Bertges, Valeria Andino 

Actúan: Chris Hemsworth, Tom Hiddleston, Cate Blanchett, Idris Elba, Jeff Goldblum, Tessa Thompson, Karl Urban, Mark Ruffalo, Anthony Hopkins. EEUU 2017

  • Pedro Suzs es crítico de cine

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Victoria y Abdul

El drama dirigido por Stephen Frears sigue en la tradición del realizador que retrata la vida en torno a la corte.

/ 3 de enero de 2018 / 04:00

El más reciente opus del director inglés Stephen Frears conjunta dos intereses a menudo socorridos en su ya dilatada filmografía, cuyos pasos iniciales se remontan casi medio siglo atrás: de una parte las relaciones interpersonales entre individuos totalmente disímiles, con su carga de conflictividad y rispideces; de la otra, los entretelones de la corte real británica, con acento igualmente en los detalles cotidianos y escasa atención a las cuestiones relativas al manejo del poder en esa instancia donde en sus momentos de esplendor se decidía con implacable rigor la vida de al menos una cuarta parte de la población del mundo entero.

Consolidada su imagen de realizador solvente en los muy variados registros del abanico genérico abordados a lo largo de esa carrera, en especial el  siempre impecable manejo del elenco bajo su dirección en cada oportunidad, a sus 75 años Frears pareciera haber entrado ya hace buen tiempo en una suerte de inercia artesanal que lo distancian una enormidad del empuje narrativo y dramático de, por ejemplo: Mi hermosa lavandería (My Beautiful Laundrette/1985) o Las amistades peligrosas (Dangerous Liaisons/1988), dos entre varios otros títulos de los tramos iniciales de su carrera que dieron a pensar en un autor cinematográfico, en todos los alcances del calificativo, aun cuando el propio Frears se ocupó de reiterar en múltiples entrevistas que no pretendía en absoluto serlo.

Resumiendo: con cada vez mayor asiduidad sus trabajos dan cuenta de la preferencia por el brillo formal, por la pulcritud de la puesta en imagen, antes que por la contextura de tales relatos.

Meticulosamente escamoteada por la historia oficial de la Casa Real, la relación de más de una década entre la Reina Victoria y Abdul Karim fue descubierta en 2003 cuando la periodista Shrabani Basu encontró accidentalmente, durante una visita a la casa de verano de la monarca, el diario de este último, hallazgo que volcó en 2010 en una reconstrucción novelada la cual a su vez proporcionó la base para el guion escrito por Lee Hall.

“Basada en hechos reales mayormente…” advierte desde la pantalla un texto que así deja abierto amplio margen a la especulación acerca de qué partes de la historia contada por Frears acontecieron como las vemos y cuáles son momentos imaginados, aunque tampoco resulte demasiado difícil suponer que estos últimos pertenecen al sesgo en buena parte humorístico impreso al relato, limándolo así en buena medida de las complejas connotaciones de aquella relación entre ama y vasallo apreciada en un tono menos edulcorado que el de Frears entrañaba. Aun cuando, contradictoriamente, la trama escora en varios momentos al borde del brochazo grueso para insinuar algo de eso. Ejemplo, la escena del doctor corriendo exultante a imponer al entorno de Su Majestad de la noticia relativa a la enfermedad de Abdul, inequívoca manifestación de los resquemores que la presencia del advenedizo despertaba en aquel ambiente cargado de intrigas y malas artes.

Dudo empero que el humor ayude a poner las cosas en su debida dimensión, más bien, sospecho, contribuye al descafeinado integral del asunto, lo mismo que el enfoque melodramático aplicado a toda la trama.

En 1988, al cumplirse los 50 años del reinado de la malhumorada, y entonces ya octogenaria, “Emperatriz de la India” sus súbditos de Agra, alguna de las provincias de aquella lejana colonia, resolvieron enviar en misión al Palacio de Windsor a cierto secretario sin mayores méritos, salvo el de ser el hombre de mayor estatura en su lugar de origen, para hacer entrega a Victoria de una moneda conmemorativa. Que ni se le ocurriera mirar a los ojos a Su Altísima, le advirtieron severos los responsables de ceremonial, pues tal era un derecho reservado a sus allegados de mayor confianza. Karim incumplió la orden, por supuesto. Tal fue al parecer el chispazo que encendió la complicidad entre aquellas dos personalidades en todo opuestas: edad, raíces culturales, religión, etc. Adicionalmente la homenajeada no dejó de percatarse: “Me pareció que el alto es muy guapo”, confiesa.

El hecho es que la visita programada para un par de días se prolongó durante 10 años. En ese tiempo Abdul ascendió de sirviente personal, a maestro de urdu y finalmente a “munshi —guía espiritual—, y asesor de máximo aprecio de la soberana, a la cual acompañó en viajes y encuentros, amén de haber sido nombrado Secretario de la India. Tal ascenso no podía dejar de provocar envidias de todo calibre en el presumido, altanero y prejuicioso ambiente cortesano, extremo manejado con trivialidad por la película.

A diferencia de la primera personificación por Judi Dench de Victoria, exactamente hace dos décadas en Su majestad Mrs. Brown (John Madden/1997) dedicada al capítulo protagonizado por el caballero escocés John Brown, otro personaje de igual manera “adoptado” por la severa administradora del imperio inglés en el difícil trance de la muerte de su esposo, el príncipe Alberto, donde el director filtraba sin disimulo reiteradas insinuaciones sobre el presunto verdadero carácter de la relación entre los protagonistas, mucho más que una pura amistad sugerían tales apuntes, Frears, decíamos, evita cualquier indirecta similar, remarcando el carácter platónico del vínculo entre los protagonistas.

Toma distancia igualmente de la acidez que atravesaba La reina (The Queen/2006), otra visita a los entresijos de la corte a propósito de los dilemas enfrentados por Isabel II tras la muerte de la princesa Diana en agosto de 1997.

Todo ello en función de este, a ratos forzado, amable elogio de la tolerancia y la comprensión, abstraído de los alcances políticos y dramáticos de la colonización, al punto de absolver a la protagonista de todo cargo por las demasías del proceso impregnado de un inequívoco cariz expoliador, con todas las consecuencias que tal avance sobre las tierras conquistadas entrañó. Ello no obstante, debe decirse, de la intermitente aparición del personaje de Mohammed —el acompañante de Abdul y de algún modo su contracara—, un compatriota consecuentemente reticente a ser seducido por aquel ambiente extraño a su cultura y costumbres y por eso resuelto a volver cuanto antes a casa.

De nuevo Frears saca óptimo partido de sus actores. Dench repite, mejorada, su ya impecable faena de 20 años atrás poniéndose sobre las espaldas la responsabilidad primordial de mantener a flote la película. El novel actor indio Alí Fazal se las arregla, sin forzamientos perceptibles, para no quedar opacado y el resto mantiene un nivel parejo, sin disonancias observables. Es de igual manera intachable la recreación de época y ambientes, lo mismo que todos los otros rubros técnicos acondicionados al servicio de la construcción de una atmósfera que sin llegar a ser atrapante es lo necesariamente atractiva, no sé si para justificar tanto esfuerzo de pulcritud formal al servicio de un enclenque tratamiento histórico pero al menos para hacerlo más llevadero.

En tal sentido Victoria y Abdul puede verse como un pasatiempo vaporoso y condescendiente con la colonización, afeitada de sus, muchos, extremos perversos o, directamente, como la oportunidad malversada de aprovechar la adaptación del libro de Basu para traspasar, con espíritu inquisidor, el chato recorrido por aquel curioso eslabón de la historia de la realeza británica todavía hoy avergonzada de semejante “desliz” afectivo de uno de los íconos de la nostalgia imperial.

Ficha técnica

Título original: Victoria&Abdul

Dirección: Stephen Frears

Guion: Lee Hall

Libro: Shrabani Basu

Fotografía: Danny Cohen

Montaje: Melanie Oliver

Diseño: Alan MacDonald

Arte: Sarah Finlay, Adam Squires

Música: Thomas Newman

Efectos: Peter Kersey

Producción: Tim Bevan, Liza Chasin, Eric Fellner

Intérpretes:  Judi Dench, Ali Fazal, Tim Pigott-Smith, Eddie Izzard, Adeel Akhtar, Michael Gambon, Paul Higgins, Olivia Williams

INGLATERRA-EEUU/2017

  • Pedro Susz es crítico de cine

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DUNKERQUE

Nolan, un director con mayúsculas, entrega cine del bueno en una muy bien balanceada combinación entre lo bélico y el suspenso.

/ 20 de agosto de 2017 / 04:00

Por qué volver a estas alturas a un episodio bélico acaecido en 1940, en la II Guerra Mundial, y que ha sido algunas veces antes abordado por el cine? La principal razón es que al director británico Christopher Nolan así se le antojó. El capricho o el atrevimiento no son un mal punto de partida en tiempos de estandarización global de temas, géneros, formatos y todo. Desde luego no son tampoco justificación suficiente, a menos que el antojo responda a alguna necesidad, ya sea abordar aristas precedentemente dejadas de lado o simplemente por el gusto de plantearse el reto de un emprendimiento difícil por su envergadura y ver si se sale bien librado, en términos dramáticos, narrativos y de puesta en imagen.

Nolan se ganó un prestigio, por ahora intacto, como responsable de la trilogía oscura de Batman (2005, 2008, 2012), aun cuando un quinquenio antes ya había concitado la atención con Memento (2000), anticipando que se trataba de un realizador cerebral, inclinado a los relatos no lineales, a los saltos en el tiempo, muy atento a los embrollos de la condición humana. Confirmó estos rasgos estilísticos en Insomnio (2002) o Interestelar (2014), solo para citar un par de títulos que reafirmaron aquella impresión inicial de estar en presencia de un cineasta de raza —de los que sobreviven pocos en la gran industria—, reticente al acomodo en las fórmulas del mainstream impuestas por los productores.

Dunkerque, pequeña ciudad portuaria francesa, se convirtió en una eventual trampa inescapable para alrededor de 400.000 soldados británicos sometidos a un pertinaz bombardeo de la Luftwaffe, del 26 de mayo al 4 de junio de 1940, en plena ofensiva alemana sobre Francia. Para peor los submarinos alemanes se encontraban en los alrededores prestos a torpedear cualquier barco identificado como de la marina británica. Winston Churchill puso en marcha la Operación Dínamo, expropiando y/o convocando más de un millar de embarcaciones civiles, la generalidad de pequeña envergadura, con el propósito de evacuar y así salvar la vida de la mayor cantidad posible de efectivos. Todo ello en una carrera contra el tiempo.

Como en toda la filmografía de Nolan, el tiempo es si se quiere otro protagonista esencial. Los tres espacios en los cuales discurre gran parte del relato, relacionándolos con la distancia entre Dunkerque y Gran Bretaña, además de entremezclarlos con fines de enriquecimiento dramático: la playa, los barcos civiles, uno de los aviones Spitfire asignados a cubrir la evacuación sostienen un abanico de subtramas paralelas mediante las cuales el director construye la historia sin perder en ningún momento el norte ni dejar que el espectador lo pierda. El suspenso, ingrediente medular de la puesta en imagen, está sostenido apelando al desdoblamiento del relato en esos tres escenarios, tierra, mar y aire, en los cuales discurren tres momentos: un día, una semana, una hora, que el relato alterna de manera abigarrada pero singularmente precisa.

El director no se toma casi nada de metraje para contextualizar el asunto o describir a sus personajes. Nos sumerge de buenas a primeras en la acción acompañando la aterrada carrera de un grupo de soldados casi adolescentes por una calle de Dunkerque, camino a la playa. Salvo Tommy, el protagonista, todos perecen en el intento. Y será justamente a la escala humana del terror de Tommy a la cual se atiene la mirada, bordeando las tentaciones épicas, salvo durante algunos tramos del final en los cuales se filtran una que otra salida de tono patriotera, sin mayor avería para el conjunto.

Los avances y las victorias se prestan fácil para las exaltaciones, y muy ocasionalmente las retiradas o las derrotas y esta —no obstante haber salvado la vida de tanta gente— a su manera lo fue, según se ocupó de señalar el propio Churchill en un mensaje del que fragmentos se escuchan sobre el final de la película: “Debemos de ser cuidadosos de no darles a estos sucesos los atributos de una victoria. Las guerras no se han ganado con evacuaciones”.

Volviendo a la pregunta del principio, la respuesta se encuentra en el propio resultado de esta muy balanceada combinación de película bélica y de suspenso. Estamos ante una muestra de cine-cine, hecho con las entrañas. Se advierte en la cuidadosa textura visual y en el manejo de la cámara, involucrada de cerca en los avatares de los personajes convirtiéndose en casi uno más de ellos.

Por añadidura Nolan se atreve con el fuera de campo, recurso casi olvidado por el cine, que con toda la parafernalia mediática se atiene ahora a la regla de la mayor visibilidad posible. A los soldados alemanes no se los ve nunca, solo los aviones materializan una presencia que, sin embargo, por la ausencia resulta aún más ominosa. Y en varias secuencias el pánico en aumento de los supervivientes rodeados de cadáveres se refleja simple y complejamente en sus miradas.

No menos osada es su renuncia a verbalizarlo todo, una artimaña recurrida en la mayoría de las películas actuales, que apuestan por la redundancia porque no creen en la capacidad de comprensión del espectador. Aquí los diálogos son escasos y escuetos, dejando al logrado contrapunto entre la imagen y la música la tarea de sumergir al espectador en la densa sensación de pavor que acosa a los personajes. A su manera un tributo al cine silente, fuente de enseñanzas a la cual Nolan, según confesó en varias entrevistas, le interesa volver siempre.

Amerita subrayado especial el trabajo de composición del experimentado Hans Zimmer, quien encuentra en todo momento el balance para no perseguir un protagonismo indebido de la música, la cual sin embargo cumple una tarea fundamental en la construcción, del primer al último minuto, del envolvente clima cargado de premoniciones de tragedia inminente.

Nolan, indiscutiblemente un director con mayúsculas, opta por el ritmo sin pausa, no en sumisa observancia del alocado subterfugio que apela al movimiento frenético para encubrir la ausencia de rumbo y substancia en tanta producción última, sino como lícito procedimiento para conectar emocionalmente al espectador con las aprehensiones de esos individuos encarados a la incertidumbre de la supervivencia. De eso va Dunkerque.

Ficha técnica:

Título original: Dunkirk.

Dirección: Christopher Nolan.

Guion: Christopher Nolan.

Fotografía: Hoyte Van Hoytema.

Montaje: Lee Smith.

Diseño: Nathan Crowley.

Arte: Toby Britton, Oliver Goodier.

Efectos: Matthew G. Armstrong, Warwick Boole.

Música: Hans Zimmer.

Producción: John Bernard, Erwin Godschalk.

Intérpretes: Fionn Whitehead, Damien Bonnard, Aneurin Barnard, Lee Armstrong, James Bloor, Barry Keoghan.

Reino Unido, Estados Unidos, Francia, Países Bajos/2017.

  • Pedro Susz es crítico de cine

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DUNKERQUE

Nolan, un director con mayúsculas, entrega cine del bueno en una muy bien balanceada combinación entre lo bélico y el suspenso.

/ 20 de agosto de 2017 / 04:00

Por qué volver a estas alturas a un episodio bélico acaecido en 1940, en la II Guerra Mundial, y que ha sido algunas veces antes abordado por el cine? La principal razón es que al director británico Christopher Nolan así se le antojó. El capricho o el atrevimiento no son un mal punto de partida en tiempos de estandarización global de temas, géneros, formatos y todo. Desde luego no son tampoco justificación suficiente, a menos que el antojo responda a alguna necesidad, ya sea abordar aristas precedentemente dejadas de lado o simplemente por el gusto de plantearse el reto de un emprendimiento difícil por su envergadura y ver si se sale bien librado, en términos dramáticos, narrativos y de puesta en imagen.

Nolan se ganó un prestigio, por ahora intacto, como responsable de la trilogía oscura de Batman (2005, 2008, 2012), aun cuando un quinquenio antes ya había concitado la atención con Memento (2000), anticipando que se trataba de un realizador cerebral, inclinado a los relatos no lineales, a los saltos en el tiempo, muy atento a los embrollos de la condición humana. Confirmó estos rasgos estilísticos en Insomnio (2002) o Interestelar (2014), solo para citar un par de títulos que reafirmaron aquella impresión inicial de estar en presencia de un cineasta de raza —de los que sobreviven pocos en la gran industria—, reticente al acomodo en las fórmulas del mainstream impuestas por los productores.

Dunkerque, pequeña ciudad portuaria francesa, se convirtió en una eventual trampa inescapable para alrededor de 400.000 soldados británicos sometidos a un pertinaz bombardeo de la Luftwaffe, del 26 de mayo al 4 de junio de 1940, en plena ofensiva alemana sobre Francia. Para peor los submarinos alemanes se encontraban en los alrededores prestos a torpedear cualquier barco identificado como de la marina británica. Winston Churchill puso en marcha la Operación Dínamo, expropiando y/o convocando más de un millar de embarcaciones civiles, la generalidad de pequeña envergadura, con el propósito de evacuar y así salvar la vida de la mayor cantidad posible de efectivos. Todo ello en una carrera contra el tiempo.

Como en toda la filmografía de Nolan, el tiempo es si se quiere otro protagonista esencial. Los tres espacios en los cuales discurre gran parte del relato, relacionándolos con la distancia entre Dunkerque y Gran Bretaña, además de entremezclarlos con fines de enriquecimiento dramático: la playa, los barcos civiles, uno de los aviones Spitfire asignados a cubrir la evacuación sostienen un abanico de subtramas paralelas mediante las cuales el director construye la historia sin perder en ningún momento el norte ni dejar que el espectador lo pierda. El suspenso, ingrediente medular de la puesta en imagen, está sostenido apelando al desdoblamiento del relato en esos tres escenarios, tierra, mar y aire, en los cuales discurren tres momentos: un día, una semana, una hora, que el relato alterna de manera abigarrada pero singularmente precisa.

El director no se toma casi nada de metraje para contextualizar el asunto o describir a sus personajes. Nos sumerge de buenas a primeras en la acción acompañando la aterrada carrera de un grupo de soldados casi adolescentes por una calle de Dunkerque, camino a la playa. Salvo Tommy, el protagonista, todos perecen en el intento. Y será justamente a la escala humana del terror de Tommy a la cual se atiene la mirada, bordeando las tentaciones épicas, salvo durante algunos tramos del final en los cuales se filtran una que otra salida de tono patriotera, sin mayor avería para el conjunto.

Los avances y las victorias se prestan fácil para las exaltaciones, y muy ocasionalmente las retiradas o las derrotas y esta —no obstante haber salvado la vida de tanta gente— a su manera lo fue, según se ocupó de señalar el propio Churchill en un mensaje del que fragmentos se escuchan sobre el final de la película: “Debemos de ser cuidadosos de no darles a estos sucesos los atributos de una victoria. Las guerras no se han ganado con evacuaciones”.

Volviendo a la pregunta del principio, la respuesta se encuentra en el propio resultado de esta muy balanceada combinación de película bélica y de suspenso. Estamos ante una muestra de cine-cine, hecho con las entrañas. Se advierte en la cuidadosa textura visual y en el manejo de la cámara, involucrada de cerca en los avatares de los personajes convirtiéndose en casi uno más de ellos.

Por añadidura Nolan se atreve con el fuera de campo, recurso casi olvidado por el cine, que con toda la parafernalia mediática se atiene ahora a la regla de la mayor visibilidad posible. A los soldados alemanes no se los ve nunca, solo los aviones materializan una presencia que, sin embargo, por la ausencia resulta aún más ominosa. Y en varias secuencias el pánico en aumento de los supervivientes rodeados de cadáveres se refleja simple y complejamente en sus miradas.

No menos osada es su renuncia a verbalizarlo todo, una artimaña recurrida en la mayoría de las películas actuales, que apuestan por la redundancia porque no creen en la capacidad de comprensión del espectador. Aquí los diálogos son escasos y escuetos, dejando al logrado contrapunto entre la imagen y la música la tarea de sumergir al espectador en la densa sensación de pavor que acosa a los personajes. A su manera un tributo al cine silente, fuente de enseñanzas a la cual Nolan, según confesó en varias entrevistas, le interesa volver siempre.

Amerita subrayado especial el trabajo de composición del experimentado Hans Zimmer, quien encuentra en todo momento el balance para no perseguir un protagonismo indebido de la música, la cual sin embargo cumple una tarea fundamental en la construcción, del primer al último minuto, del envolvente clima cargado de premoniciones de tragedia inminente.

Nolan, indiscutiblemente un director con mayúsculas, opta por el ritmo sin pausa, no en sumisa observancia del alocado subterfugio que apela al movimiento frenético para encubrir la ausencia de rumbo y substancia en tanta producción última, sino como lícito procedimiento para conectar emocionalmente al espectador con las aprehensiones de esos individuos encarados a la incertidumbre de la supervivencia. De eso va Dunkerque.

Ficha técnica:

Título original: Dunkirk.

Dirección: Christopher Nolan.

Guion: Christopher Nolan.

Fotografía: Hoyte Van Hoytema.

Montaje: Lee Smith.

Diseño: Nathan Crowley.

Arte: Toby Britton, Oliver Goodier.

Efectos: Matthew G. Armstrong, Warwick Boole.

Música: Hans Zimmer.

Producción: John Bernard, Erwin Godschalk.

Intérpretes: Fionn Whitehead, Damien Bonnard, Aneurin Barnard, Lee Armstrong, James Bloor, Barry Keoghan.

Reino Unido, Estados Unidos, Francia, Países Bajos/2017.

  • Pedro Susz es crítico de cine

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La teoría del todo

La película de James Marsh convierte al físico Stephen Hawking en una plana pieza de vitrina desvestida de matices y de espesor humano

/ 8 de marzo de 2015 / 04:00

Será que a los miembros de “La Academia” —supremo tribunal elegido por los dioses para dictaminar sobre el gusto universal en materia de cine— les picó el bichito de la curiosidad científica? Nada que ver. En verdad, la presencia de La teoría del todo en el show del Oscar da cuenta del peso sobre el gusto de los académicos de dos números, combinados para el caso, con premio seguro en la tómbola de la estatuilla: las biografías filmadas —los biopics— y la puesta en pantalla de personajes con discapacidades de cualquier índole que terminan convirtiéndose de manera infalible en paradigmas de laboriosa superación de las adversidades de la vida.

La cosa viene de lejos y la abultada lista de medianías fílmicas, cinematográficamente anodinas, que en su momento enternecieron a los selectos votantes para luego evaporarse de la memoria puede remontarse a ocho décadas, con innumerables reincidencias recientes. Así de Zola a Hawking casi ninguna “personalidad notable” se ha visto privada de su estatua de celuloide. El problema estriba en que por lo general el monumento acaba devorando al personaje de carne y hueso, escollo del cual daría la impresión que James Marsh, director de La teoría del todo, fue consciente, aun cuando, según abundaremos enseguida, eligió la puerta falsa para escabullirse.

En fin, se sabe que juzgar una película por lo de que ella se valore o deje de ponderar en esa feria anual de vanidades es una pérdida de tiempo, amén de un yerro a estas alturas imperdonable.

Si bien las teorías del físico Stephen Hawking están lejos de concitar la adhesión unánime de sus colegas —pueden ser celos profesionales, claro— gozan en cambio de muy buena prensa, entre otras cosas porque el físico británico se ocupó de divulgarlas en textos más o menos accesibles incluso para los legos. No obstante, si antes de entrar a la sala de proyección, usted desconoce de qué va la termodinámica de los agujeros negros, el filme lo dejará al final tan en ayunas como al principio.

No era tarea sencilla trasladar a un relato destinado a todo público las complejas disquisiciones acerca del origen del universo o los cruces entre la física cuántica y la teoría de la relatividad. Sin embargo, pasar en puntillas de pie sobre los motivos por los cuales Hawking se convirtió en controvertida celebridad científica equivale más o menos a realizar una biografía de Napoleón limitándose a su relación con Josefina y sin tocar para nada los episodios históricos por él protagonizados. Con lo cual, de paso, queda al garete la justificación del porqué el realizador eligió a ese personaje para dedicarle una película, impregnando así su trabajo de un inocultable tufo oportunista. Los comentarios dichos al pasar, mientras alguien escribe una larguísima fórmula sobre el pizarrón, o dibuja un gráfico con la espuma derramada sobre la mesa durante un encuentro de amigos, son rellenos propios del esquematismo al cual queda reducido el abordaje de la trama.

Para el director británico James Marsh importa únicamente la relación de Hawking con su primera esposa Jane Wilding, madre de sus tres hijos, de acuerdo con los detalles contados por ésta en su segundo libro autobiográfico, versión convenientemente podada del primero, donde dicha relación distaba mucho de ser tan  romántica como expone la versión consensuada entre todos los interesados, incluyendo a Marsh y al guionista Anthony McCarten. La reescritura apuntó al parecer a recortar las aristas más conflictivas de una relación íntima con toda seguridad plagada de las previsibles tensiones propias del avance de la enfermedad y su incidencia sobre la vida cotidiana en común.

El relato cubre un extenso arco temporal, desde el encuentro de Jane y Stephen en Cambridge a principios de los 60, cuando este último se afanaba en afinar su tesis doctoral, sufriendo al mismo tiempo los primeros embates de la esclerosis lateral amiotrófica —una degeneración de las neuronas motrices—, hasta pocos años después de la publicación de Historia del tiempo, su libro de mayor difusión masiva, habiendo superado entretanto largamente el diagnóstico que le pronosticaba a lo sumo dos años de vida.

Cerca del final de la trama, el relato repasa en reversa aquella cronología tentando, daría la impresión, de sintetizar mediante una fórmula expeditiva la idea medular de la visión de Hawking acerca del universo, resumida de igual manera en el propio título de la cinta. Es un esfuerzo vano, en el camino se han malversado todas las oportunidades para ahondar en cualquiera de los ricos filones del relato dejando reducido todo a un convencional pastiche melodramático.

Marsh no arriesga nada, en ningún sentido. Se limita a volcar a la pantalla los entretelones autobiografiados de Jane con una timorata prolijidad profesional resignada incluso a ciertos incomprensibles baches de guión durante los cuales, por ejemplo, los hijos desaparecen de la trama durante media hora, reapareciendo luego de modo tan arbitrario como dejaron de figurar antes.

La edulcorada frialdad, que Marsh confunde con la distancia aconsejable para observar al personaje protagónico con una mirada despojada del prescindible sentimentalismo al que se prestaba la aguerrida batalla de aquel contra sus progresivos impedimentos corporales, acaba despojándolo de casi cualquier volumen en tanto individuo para transformarlo en puro estereotipo. La presunta tersura de la narración, la elegancia de la puesta en imagen, son en verdad coartadas para rehuir las evidentes complejidades que Marsh —me imagino que sabía de antemano— le tocaba afrontar al haber optado por esa biografía en definitiva terrible, la del genio que se transforma en una celebridad mientras se apaga físicamente y su matrimonio queda en ruinas.

El tour de forcé de Eddie Redmayne, capaz de insinuar múltiples connotaciones apenas con el gesto de una mano, era un pasaporte garantizado al podio, contando con la sólida copresencia de Felicity Jones como Jane, en un equilibrado mix de vulnerabilidad y determinación. En la faena de estos actores confía Marsh en plan de desentenderse de sus propias obligaciones para así zafar de un emprendimiento que en tanto cine deja mucho que desear y cómo aproximación a la figura de Hawking lo convierte en una plana pieza de vitrina desvestida de matices tanto como de espesor humano.

* Crítico de cine

Ficha técnica

Título original: The Theory of Everything. Dirección:  James Marsh. Guión:    Anthony McCarten. Libro: Jane Hawking,   Travelling to Infinity: My Life with Stephen. Fotografía: Benoît Delhomme. Montaje:  Jinx Godfrey. Diseño: John Paul Kelly. Arte: Claire Nia Richards. Maquillaje: Anita Burger. Música: Jóhann Jóhannsson. Producción: Tim Bevan, Lisa Bruce, Liza Chasin, Eric Fellner, Amelia Granger, Richard Hewitt, David Kosse Anthony McCarten, Lucas Webb. Intérpretes:  Eddie Redmayne, Felicity Jones, Tom Prior, Sophie Perry, Finlay Wright-Stephens,  Harry Lloyd,  Alice Orr-Ewing,  David Thewlis,  Thomas Morrison,  Michael Marcus, Gruffudd Glyn,  Paul Longley, Emily Watson, Guy Oliver-Watts. Inglaterra/2014.

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