Carta de desamor
Esta misiva ganó un concurso temático; en ella, el narrador recurre a personajes literarios femeninos para dirigirse a su destinataria.
Con una irreverente iniciativa —convocar a un concurso de cartas de desamor— el Colectivo de Agresión Cultural Perro Petardos (Oruro) hizo público su desdén por lo que comúnmente se conoce como el Día de la Amistad. Aquí está la misiva ganadora de la tercera versión, escrita por Álvaro Vásquez, premiada un 22 de julio de 2015, jornada denominada por el colectivo como el Día del Odio.
“Querida Dulcinea, te escribo con la esperanza de que estas líneas logren traspasar la línea defensiva de tus reproches y la trinchera de tus insultos, proeza que parece vedada a mis simples palabras. Lo intento aunque sé que es una labor comparable a enfrentar esos gigantescos molinos de tu barrio.
Solo ansío, Isolda mía, que al menos intentes comprender que si me niego a darte un regalo en este día, es porque fui educado en una familia en la que se entregaban regalos solamente en Navidad y cumpleaños, y a mí me parecía (y me parece hasta ahora) una política de lo más saludable, tanto en términos monetarios como sentimentales. ¿No habíamos hecho —acaso— del escapar de la moralina del resto la característica de nuestro amor?
¿Recuerdas, Beatriz de mi vida, a Ramiro, que regalaba un ramo de doce flores cada lunes a su novia? Después de eso, no habría ya regalo capaz de conmover su corazón… salvo quizás el que yo te hice en una vida que ya no recordamos: bajar al infierno y subir al cielo por ti. ¿Puede acaso compararse una estúpida tarjeta preimpresa a tal hazaña?
Si sabemos que andamos para encontrarnos, ¡oh Maga mía!, aunque andemos sin buscarnos, ¿merecemos acaso rebajar ese amor a las dedicatorias cursis por una radio cumbiera?
Ojalá mis argumentos alcancen, mi por siempre inolvidable Julieta, a esa razón que —optimista irredento, al fin— aún creo que sé que se halla dentro tuyo, ahí… en algún rincón de tu cabeza… o quizás de tu corazón (no, imposible, debería ser en tu cabeza). Te entregaría mi vida a cambio de que entendieses, pero temo que te mates en lugar de esperar mi retorno.
Casi puedo ver tu rostro, con los ojos abiertos y saltones, las fosas nasales abiertas cual equinos ollares, el rictus en tus labios amenazando mostrar unos dientes que se adivinan filosos, y ese movimiento apenas perceptible pero inevitable en tu párpado izquierdo, que me hace temer un accidente cardiovascular. Por eso, me apresuro a aclararte que no olvidé tu nombre.
En serio, lo recuerdo perfectamente, y si en su lugar usé varios otros en los párrafos anteriores, es simplemente porque es mi forma de ser romántico. ¿Cómo? ¿Que te parece estúpido? Más estúpido sería regalarte flores, peluches (en serio, creo que a partir de los cinco años, nadie debería recibirlos), globos (en Bolivia se deberían usar solamente en carnavales), chocolates (que para regalo, son más caja que chocolate) o alguna otra sandez por el estilo.
Aunque, ahora que lo pienso… no entiendes mi romanticismo, ¿verdad? ¡No lo entiendes!
No quiero decirte inculta, iletrada ni tarada, pero… en realidad, es una epifanía. Sí, estuve ciego. La literatura me abrió los ojos.
No, no pienses que empezaré a regalarte ridiculeces. Mi epifanía es seria y consecuente, no traicionera.
Ahora veo claro, Jezabel, que tu ambición por esos regalitos que yo desprecio te llevaría a engañarme sin dudarlo. ¿Hasta dónde llegarías por recibirlos? Tiemblo al pensarlo.
Recuerdo, Milady de invernal apellido, que hasta llegué a pelear con mis amigos, rompiendo nuestro famoso lema de confraternidad, cuando ellos me decían que era un error regalarte ese libro, que mejor te regale uno del escritor lusoparlante de best sellers. Qué equivocado estaba yo al indignarme de la forma en que lo hice. Debo invitarlos a una libación seria como desagravio.
¿Lo ves tan claro como yo, ingrata Dalila? Todo mi ser se halla en peligro ante tu necedad y tu liviandad. Debo alejarme de ti antes de sucumbir a mis propios sentimientos. Quizás me ayude el estar ya casi calvo.
En fin, aunque será difícil olvidarte, mi nunca bien ponderada Bárbara, debo dejarte a solas con tus traumas en lugar de pretender resolverlos. Te sé muy mujer para seguir adelante sola.
Yo, por mi parte, debo cuidar que mi cabeza permanezca en su sitio (en sentido figurado, en realidad no creo que llegaras a matarme). Empecé una carta de amor, dulce e inclemente Salomé, y con una sonrisa termino una de desamor.
Nunca más tuyo,
El desamorado”.