Para entender el desarrollo y contexto actual de Santa Cruz de la Sierra basta con contemplar, reflexionar y, mejor aún, asimilar las obras visuales expuestas en la muestra permanente del Museo de Arte Contemporáneo.

Una nueva generación de artistas, en su mayoría nacidos en la década del 70 en adelante, constituyen el grueso de una etapa creativa que se arraiga en el siglo XXI, nuevos lenguajes y tecnologías ayudaron a consolidar lo que hoy la institución y el público reconoce como arte contemporáneo, que contrasta con lo que se conoce por “arte tradicional” (arte moderno), ahí la pertinencia del título de la muestra: El arte después del arte.

Veinte obras componen la exposición, pertenecen en su mayoría a artistas nacidos o residentes en Santa Cruz de la Sierra: Sergio Antelo, Marcela Rivera, Julio González, Alfredo Román, Alejandra Barbery, Óscar Barbery, Nadia Callau, Roberto Unterladsteater, Valia Carvalho, Luis Esteban Gutiérrez, Alejandra Alarcón, Alejandra Dorado, Rodrigo Rada, Carolina Sanjinés, Roberto Valcárcel, Raquel Schwartz, José Padilla y Leticia García. Además de tres piezas internacionales pertenecientes a León Ferrari (Argentina), Melisa Vega (Chile) y Celina Portela (Brasil).

La Bienal Internacional de Artes Visuales de Santa Cruz de la Sierra ha sido un gran aporte para amplificar el patrimonio de la colección; son 20 versiones realizadas, desde 2012 otorga 10 premios igualitarios, cinco de los cuales van para artistas residentes en Bolivia y cinco internacionales, lo que permite obtener piezas de gran calidad estética-ética para la colección.

La pintura al óleo-acrílico, el dibujo al carboncillo-estilográfico o la escultura en piedra-madera aún están presentes en las técnicas escogidas por los artistas contemporáneos, pero se suman lenguajes como el video, performance, las instalaciones, la fotografía artística y el arte-objeto, entre otros.  

Si las primeras tres cuartas partes del siglo XX el arte producido en Santa Cruz tenía como paradigmas: la belleza de la mujer oriental, la exuberancia de la fauna y la esperanza en el progreso futurista, todo cambió desde la década de 1990 y la producción vira hacia una reflexión crítica y hasta pesimista, a tal punto que el público no entiende cómo puede ser “eso” arte. Se sienten descolocados, las instituciones atacadas, los diversos escenarios del poder amenazados.

El espacio de exhibición ubicado en el Museo de Arte Contemporáneo no es lo suficientemente grande para exhibir gran cantidad de piezas, por lo cual se ejecutó una selección de obras que puedan ser expuestas en áreas comunes, que conversen unas con otras y generen un hilo conductor que guíe al visitante a través del laberinto de la experiencia estética.

Para la selección de las piezas se identificaron dos ejes conceptuales que de manera repetitiva se evidencian en las reflexiones de artistas de este periodo: el poder y el cuerpo. Estas temáticas son constantes en las creaciones de los últimos 30 años, cada una ocupa tres áreas dentro de la sala de exhibición y cada área se comunica internamente. La primera es El poder. Los artistas contemporáneos que a través de sus expresiones artísticas utilizan símbolos patrios pretenden replantear los valores que éstos imparten en la sociedad, reflexionan de manera crítica el origen histórico de los mismos, que por lo general fueron plasmados a finales del siglo XIX, mismos que buscan imprimir en la conciencia colectiva valores de los grupos que ejercieron el poder en determinado momento histórico. Por lo general estos símbolos tienen la facultad de generar estímulos emocionales que han sido implantados, programados en las instituciones (de poder) como colegios, universidades e iglesias.

La bienvenida a la primera área de la muestra está a cargo de la pieza de arte-objeto denominada Silla presidencial, de los artistas Alfredo Román y Raquel Schwartz, obra de gran formato que coloca al espectador en una nueva escala, la dicotomía entre el poderoso y el pueblo. La obra Sí patroncito, de Roberto Unterlladsteater, letrero-texto cubierto con hojas de coca nos recuerda la sumisión entre el que ejerce el poder económico y el que obedece. Mirando la silla con cierto desdén o desengaño está la pintura en acrílico sobre lienzo de gran formato del artista Sergio Antelo Ego en depre, retrato de un hombre que lleva una estrella en el corazón y que esboza fuerza en su mirada y que pareciera ser un hombre militar o conquistador.

Se destaca también Nomentractatumfama, las 10 medallas de honor con la bandera boliviana, de la artista Alejandra Dorado que sobre el metal dorado imprime textos provocativos alusivos al conflicto marítimo entre Bolivia y Chile.

La obra denominada Somos, de Nadia Callau, confronta al espectador con su propio reflejo y la figura del mapa limítrofe de Bolivia representado por un espejo separado roto que grafica el territorio perdido en la Guerra del Pacífico.

Como para encontrar una salida a estos “fantasmas históricos”, la obra Salida azul de la artista Alejandra Barbery interviene una puerta real pintándola y escribiendo textos casi indescifrables con gran fuerza gestual.

Pero si hay un símbolo sobre el poder es la pieza titulada Biblia, del artista Maximiliano Siñani: una biblia católica convertida en trapeador que levanta varias emociones, la propuesta es polémica y polisémica, logra dividir las opiniones de quienes la observan —“una escoba o trapeador es para limpiar las impurezas, es para eso que sirve la religión, ¿o no?”, comenta alguien del público—.

En la segunda área —el cuerpo, el retrato, el autorretrato y la identidad— los artistas cruceños trabajan sobre una especulación simbólica, sobre su propia imagen como resultado de la cultura contemporánea y de una sociedad que ostenta valores específicos sobre cómo debe ser el cuerpo, el rostro y la imagen de belleza del yo, del otro, de los otros; esto se constituye en un cuestionamiento permanente en sus propuestas estéticas, los artistas forman y deforman el espejismo que se borra y modifica una y otra vez sin parar.

Marcela Rivera realizó autorretratos frente a la pantalla de la computadora durante seis años, obra titulada Marcelas diarias; rigurosamente registra los cambios que su rostro sufre durante el pasar del tiempo, comparte también los momentos anímicos que experimenta durante ese periodo.

Ocho autorretratos de la artista Valia Carvalho expresan la situación del sexo femenino en la sociedad actual, obra titulada Doméstica y en la que cada retrato posee una expresión distinta, maquillaje, peinado, peluca, sonriente o golpeada todas actitudes diferente sobre el típico mantel plástico de cocina.

Singular es la propuesta Yo, mi mejor versión, del artista Julio González, quien se realizó un autorretrato e invitó a cinco fotógrafos amigos a “mejorar” con programas digitales la imagen de su rostro, en otras palabras realizó una cirugía estética digital. Cada uno recibió la versión “mejorada” de su antecesor y como resultado tenemos una suerte de desdibujo de identidad que se inserta en la realidad a través de la prensa, utilizada como portada principal de la revista Sociales del matutino El Deber.

El artista Alfredo Román presenta una obra pictórica, pinta al acrílico sobre disquetes de computación, cuadriculando a manera de pixeles el retrato del poeta Raúl Otero Reiche pintado por José Cibrián en la década del 70, convirtiendo éste en un díptico espejado, reinterpretando la imagen de la historia, cuestionando la veracidad de quien la escribe.

El otro, por Óscar Barbery, obra fotográfica de cuerpo completo de un niño entrando a la pubertad es otra obra de singular misterio; está concebida con la estética elegante del siglo XIX pero con la sencillez de la calle del siglo XXI. Varias son las versiones de las razones de esta pieza, pero sin duda logró levantar sospechas hasta el punto que fue censurada antes de ser premiada en un evento internacional.

Los artistas contemporáneos reflexionan sobre el cuerpo, no como una unidad, sino más bien como dos cosas que se complementan o que se resguardan. Podemos vivir el cuerpo, entonces, como la cárcel del alma.

La sala parece palpitar, se escuchan lo que parecen latidos de corazón, el sonido proviene del video performance titulado Derrumbe de la artista brasileña Celina Portela. En la pieza audiovisual se observa cómo una mujer (la misma artista) golpea un muro donde está proyectada su propia imagen, cada golpe provoca una apertura en el muro, ella se “golpea” a sí misma, termina generando un boquete tan grande que le permite traspasar el muro, liberarse.

Melisa Vega presenta Ofrendas del cuerpo; una manta y un par de sandalias totalmente tejidas con cabello humano femenino plantea la relación entre el arte y el cuerpo, la posibilidad de ser materia prima para convertir el cuerpo o parte de él en obra de arte. Los cabellos son órganos, son parte del sistema nervioso, fibras sensoriales que llevan impresas de registro de ADN que perdura más tiempo que cualquier otro rasgo del cuerpo de un ser humano.

Continuando con el tema del cuerpo, la instalación Mamas de la ceramista Leticia García se exhibe en el centro del espacio de donde cuelgan de manera circular 12 mamas de porcelana blanca, los pezones poseen orificios de donde salen hilos casi transparentes que es de donde las piezas se sujetan al firmamento. Dichas mamas están cortadas, golpeadas o heridas. Nos recuerdan las cirugías de aumento de busto y el abuso que el sistema ejerce sobre las mujeres.