Tuesday 23 Apr 2024 | Actualizado a 18:41 PM

Dar la espalda a la bajada

Plural edita el más reciente poemario de Juan Carlos Orihuela, que surge a través de una plegaria a lo alto.

/ 6 de diciembre de 2017 / 04:00

Allá la luz, allá la brusca sombra. Todas las entradas y los tropiezos. Allá las formas a dentelladas, enhiestas, hechas de cosas que al caer se trizan y cortan luego los pies descalzos. Esos que no hacen ruido al irse. Esos que no dejan más huella que la silueta y la palabra que se asoma ahora desde el padre, desde la madre. Que son totalidad, no suma, no resta. Lo uno.

Desde el vínculo aural que sucede con el mundo, entre los seres y el mundo. Desde esa relación de mutuo encuentro que ocurre en el vientre cuando se escucha latir el corazón de la madre, desde ese momento parece que hubiera una poderosa necesidad de imitar la vibración y dar un nombre a la materia de donde proviene eso que suena y que, más tarde, se ve. Lo que suena y lo que se ve es vibración y ante ambos fenómenos los seres se hincan, se asombran, hacen venias, se asustan, imitan. Pero sobre todo y con la serenidad que da el apuro, nombran y aprenden a evocar.

Padre Nuestro, el nuevo poemario de Juan Carlos Orihuela (La Paz, 1952), publicado recientemente por Plural Editores, es el resultado, uno de ellos, de este largo proceso de aprendizajes y bautizos. De estarse andando tanto tiempo calles de subida y de vuelta, mirando tantas mandarinas como la ausencia de monos en el parque de los monos, andando la ciudad con sus alturas y aguaceros, sabiéndose hacedor de árboles y sopapos construidos de palabras. Andando La Paz aun sin estar en ella durante periodos largos y sintiendo siempre, desde cualquier parte, una mirada, una sonoridad, una luminosidad. Una presencia a veces súbita, a veces sutil. A veces austera y contundente. La presencia del Illimani, la montaña.

Es difícil y con cierto envolvente misterioso, eso de estar durante años ante la presencia de eso, de él, de ella y no hacer nada. Difícil quedarse callado, sin silbar, o sin escribir, o sin pintar o sin crear un objeto modelando su volumen. Es que no se puede. Hacerlo con tal dedicación que cada palabra y cada pausa sean y estén en su lugar es otra cosa. Esta montaña tiene un nombre y miles de otros posibles nombres y alabanzas. Y tiene aquí, en este libro, ahora, cantos de intimidad épica que se acercan respetuosos a cumplir con lo que hay que hacer: “…lenguaje en actitud de oración y canto”, se lee en la contratapa.

No hay un solo color, no hay un sonido. Ni una palabra que sea onda. Tu nombre tu lugar tu libertad tu sitio tus nubes bajas tu edad tu leyenda. Son apenas unas cuantas voces que acercan al lector no a la cosa, no a la piedra ni a sus hazañas ni a sus muertos. Ponen al lector en actitud de desvelo, de descubrimiento. En actitud de rezo, sonriente, cómplice, con una gana galáctica de asomarse a una ventana y mirar, y aprender de nuevo a mirar desde esta otra lectura. Mirar desvelando, abriendo un poco los visillos pero no para espiar como sería lo acostumbrado. Ahora se trata de trasladar el poema, el texto, la palabra, a la cosa, no al revés. Es un juego en el que nadie gana y por tanto nadie pierde. No hay estrategia siquiera. Hay un asunto que tiene que ver con la entrega de una parte a la otra, que establece un vínculo. El vínculo de los sentidos. De todos los sentidos. Decía que no hay un solo color, ni un sonido. Es que están por doquier. Para Ulises, el canto de las sirenas fue un deseo de escuchar el canto, con el corazón. Ahí está pues. Con el mismo órgano es que se consolida este vínculo al mirar desde una ventana o desde una avenida o desde un avión o desde el padre nuestro, al Illimani.

Juan Carlos Orihuela ha publicado antes De amor, piedras y destierro (Premio Nacional de Poesía Franz Tamayo, 1981); Llalva/los gemelos (1995); Febreros (1996); Cuerpos del cuerpo (2000); Oficio del tiempo (2005); Poemario de sensaciones (2009); Las horas del mundo (Antología) (2010); y Fragmentos nómadas (2014).

Y ahora este Padre Nuestro, multidireccional pero cerrado en un final que se abre ante la piel como una sábana que envuelve y cobija.

Habrá que esperar alguna respuesta tan tremenda como su estatura, la de la montaña, la del Padre, desde la ventana por la que aparece todos los días, vestido de niebla o no. Alguna respuesta silenciosa y sin tregua: “… quién predijo el lugar de tus secretos…”. Y volver esperando una respuesta, dando la espalda a la bajada, yendo lento, mucho, a todos los lugares en los que se amó con absoluta devoción. Allá arriba, allá donde se recibe esta oración y este canto al padre, a la madre.


Temas Relacionados

Comparte y opina:

La hora del asombro

Oscar García escribe sobre el nuevo disco del músico Juan Andrés Palacios, presentado el 16 de noviembre en el Teatro Nuna

Por Óscar García

/ 3 de diciembre de 2023 / 07:02

Notas sobre notas de Juan Andrés que no son precisamente sus notas, son las notas de todos, de casi todos; no son las notas que hubiera usado Rabindranath Tagore, pero Gesualdo, Glass, Zappa, sí.

No son predictibles, lo que quiere decir que no aparecen como la información básica que tenemos en la memoria musical. Los sonidos articulados en el cerebro se reconstruyen para recordar, como piezas de un rompecabezas. No está una frase, un motivo, una melodía, completa, se reconstruyen como partes y, claro, las más recurrentes, son las que nos hacen pensar en lo predecible o no. Aquí ocurre el segundo caso. Hay casos, por supuesto, en los que sonidos articulados impredictibles den un mal resultado o uno muy bueno, porque sí. Aquí ocurre el segundo caso.

Hay fórmulas minimalistas desplazadas hasta lograr tensiones que sorprenden.

La complejidad en cada pieza es un recurso. Lo que aparentemente es una propuesta ecléctica, puede ser un viaje desde el siglo XVII, armónicamente, hasta el jazz del XXI. Siendo el estilo un modelo repetitivo como el resultado de decisiones compositivas dentro de lo que te está permitido y/o conocido, en estas piezas la técnica y las músicas referenciales están ahí, suenan, construyen, sorprenden, envuelven. Se desprenden del modelado, de la repetición. Varias voces se entretejen en relaciones horizontales, ni paralelas ni simétricas ni consonantes. Se desplazan también en sentido vertical. El oleaje del mar hace eso, de manera autopoiética.

También puede leer: Cómo se sostienen

Cada día, en promedio, se sube como 120.000 nuevas piezas de música, sean con texto o instrumentales, a las plataformas digitales. La gran mayoría se parecen, se repiten. Las músicas de Juan Andrés transitan por las otras orillas. Hay más de dos, como hay un más allá imprescindible que la izquierda y la derecha. Las otras orillas musicales arriesgan el lenguaje. En unos casos al extremo de ponerse máscara de Cage, pero de papel maché y medio mal hecha, y en otros casos, como en las músicas de Juan Andrés, al punto de controlar los atrevimientos hasta el punto justo antes de quemarse. Al punto justo, a la puntada necesaria y en el lugar preciso. Los tejidos Jalq’a hacen eso, de manera manufacturada, poética.

*‘La hora del asombro’, de Juan Andrés Palacio y Rodolfo Laruta y la Sonora Final Los Andes es un disco conceptual escrito para una orquesta de más de 20 músicos. Fue grabado en Argentina y Bolivia con músicos de ambos países y masterizado en España.

Texto: Óscar García

Fotos: Juan Andrés Palacios

Temas Relacionados

Comparte y opina:

‘Jechu’ Durán para el mundo

En el día de su cumpleaños, la obra de Jesús Durán se subió a las plataformas digitales. El músico y poeta Óscar García escribe sobre este proceso

MÚSICO. La obra de ‘Jechu’ Durán ha trascendido y ahora está disponible en plataformas digitales.

Por Óscar García

/ 19 de febrero de 2023 / 07:12

El 8 de febrero, el día de su cumpleaños, se ha estrenado un sitio en el que se puede escuchar la obra de Jesús Durán, el “Jechu” Durán. Se trata, como bien solía decir él, de canto popular. Describió lo que consideraba el canto popular en un artículo que se publicó en el número 1 de la revista La Del Taller, publicación uruguaya que difundía las diversas expresiones de la producción musical en el sur de América del Sur, en los años 80. Los mejores años de la canción uruguaya, los creativos y contestatarios años 80 en los que también aquí, en Bolivia, se produjo de lo mejor en el género canción en muchas de sus formas. La cueca es una canción, el bailecito lo es, en fin, toda forma musical de formato corto que contenga texto. El Jechu hizo canciones inolvidables, sean éstas cuecas, que son las más, o bailecitos, o baladas u otras formas que están registradas en cuatro discos que están en este sitio virtual. Como una forma de justicia y de amor, su hija Gabriela (Capelu) tuvo la enorme iniciativa de lograrlo y tener distribuida la obra del Jechu en muchas plataformas digitales a través de Pro Audio, distribución digital. No se trata solo de memoria musical, se trata de la importancia que tiene la obra de personas que son ya parte de una heredad y de la construcción de identidades. En la obra están los procesos y los pensamientos, están los recuerdos y los deseos, los lugares, las creencias, los dolores necesarios, las sanas alegrías, los desbordes, la patria. Este paisaje abigarrado que respiramos y que asfixia. En la obra del Jechu está su vida y la de su entorno. Es importante no porque sea solamente buena sino porque también es narrativa. Necesitamos narrativas, no embustes. Y ahí están, en las canciones, en la poética, en la contemplación, en las grabaciones, renovadas ahora, de Jesús Durán.

Foto. Página de facebook jechu durán

Foto. Página de facebook jechu durán

Recuerdos. Mela Márquez junto a amigos como Antonio Eguino y Ute Gumz. Foto. Ricardo Bajo y archivo de Mela Márquez

Página de facebook jechu durán

De los cuatro discos que están a disposición de nuestros oídos, a un click de distancia, dos fueron remasterizados por Bernarda Villagómez, en Pro Audio, se trata de Explicación de mi país y de El repatriado, disco en el que hice de productor musical, arreglista e instrumentista. Es un disco con el que nos dimos muchas libertades y gustos en el trabajo musical y sonoro. Hacer una melodía al revés, en cinta de carrete, con mandolinas, no era en ese entonces gran problema técnico, el verdadero problema era que el técnico lo entienda y luego lo acepte.

También puede leer: Manuel Vargas, aquel niño de Vallegrande

Joselyn Barrios, responsable de Pro Audio Distribución Digital, fue la encargada de subir los archivos, copiar la información, generar expectativa y, finalmente, compartir el lanzamiento el día del cumpleaños.

Texto: Óscar García

Fotos: Página de Facebook Jechu Durán

Temas Relacionados

Comparte y opina:

La última morada

Reproducimos un capítulo de ‘Libro de rastros’, que explora la vida diaria, familiar y religiosa de una señora.

/ 22 de febrero de 2016 / 17:34

Es la que va, toda de morado, con un cordón blanco en medio de la barriga, como huminta mal amarrada, a rezar a uno de los varios señores que miran hacia el suelo con profundo dolor. Va a pedirle perdón de cualquier cosa y una oportunidad más para el cónyuge en la institución estatal. Se golpea el pecho variadas veces y hablando de dientes para adentro niega varias veces con la cabeza, cerrando los ojos. Es un misterio y llama a la curiosidad saber de qué se queja tanto.

La señora de morado tiene un grupo de señoras de morado y alguno que otro color tristeza. Todas toman té y saben hacer queque de naranja, amén de pintar esporádicamente cosas hechas de porcelana. A veces van a la peluquería y al matrimonio de una sobrina. Gritan a la imilla con razón o sin ella, aman al gato o lo detestan. Una alergia de por medio hace su trabajo en la piel o en las vías respiratorias, justifican la ingesta de pastillas de todo calibre. Las visitas al médico, las largas horas quejumbrosas con licor de menta de por medio. Las señoras de morado no son todas iguales, circulan de sur a norte y de este a oeste. Nadie sabe en verdad a dónde van con tanta paciencia. Al cielo, dicen algunas gentes. Al mercado, desdicen otras.

Se destacan entre el resto de los tristes que caminan agachados. No hay muchos agachados de morado.

Algunas señoras de morado hubieran querido conocer el mar, otras el amor. A unas se les dio, a otras nada.

Para algunas señoras de morado la vida da lo mismo que la no vida. Circulan como almas en pena pidiendo por los hijos y las hermanas, por los tíos y por la dulcera de la esquina. Por el perro de la puerta. Por el presidente de la República.

Las señoras de morado, no todas, hubieran querido bailar tango y aparecer en la página cultural del Excelsior. Una que otra se moría por tocar el piano como la señorita Vera y por cantar tan alto como Luzmila.

Les molesta no saber casi nada de química y disimulan cuando hay que ayudar en la tarea de inglés al niño mimado de la casa. Se las suele ver dando instrucciones al hombre que arregla inodoros, apuntando el problema con el dedo índice y con leve cara de asco. Tienen, sin embargo, la marca del oficio de pelar papas durante incontables años. Por eso sus comidas tienen sello, tienen firma. Tienen frecuencia de fin de semana. Es decir, trabajan en la casa cuando el resto del planeta descansa.

Se espantan las señoras de morado de ver tanta pelada en la tele, tanta violencia. Qué barbaridad diciendo se retiran a su cuarto. Su cuarto queda al lado del cuarto del esposo. En contadas ocasiones se sumerge el cónyuge por un resquicio de la puerta. Y se hace silencio y se aguanta la respiración, todos los autos se ponen de acuerdo para callar sus motores y los perros respetuosamente se entran a dormir. En el ropero espera el vestido morado y su pita blanca, los santos también esperan quietos en la iglesia.

Las señoras de morado se resignan y aman de calladas al esposo, respiran hondo y cada mañana vuelven a vivir aspergando la acera a primera hora, escuchando el paisaje sonoro sin chistar.

(*) Ócar García es músico.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

La última morada

Reproducimos un capítulo de ‘Libro de rastros’, que explora la vida diaria, familiar y religiosa de una señora.

/ 22 de febrero de 2016 / 17:34

Es la que va, toda de morado, con un cordón blanco en medio de la barriga, como huminta mal amarrada, a rezar a uno de los varios señores que miran hacia el suelo con profundo dolor. Va a pedirle perdón de cualquier cosa y una oportunidad más para el cónyuge en la institución estatal. Se golpea el pecho variadas veces y hablando de dientes para adentro niega varias veces con la cabeza, cerrando los ojos. Es un misterio y llama a la curiosidad saber de qué se queja tanto.

La señora de morado tiene un grupo de señoras de morado y alguno que otro color tristeza. Todas toman té y saben hacer queque de naranja, amén de pintar esporádicamente cosas hechas de porcelana. A veces van a la peluquería y al matrimonio de una sobrina. Gritan a la imilla con razón o sin ella, aman al gato o lo detestan. Una alergia de por medio hace su trabajo en la piel o en las vías respiratorias, justifican la ingesta de pastillas de todo calibre. Las visitas al médico, las largas horas quejumbrosas con licor de menta de por medio. Las señoras de morado no son todas iguales, circulan de sur a norte y de este a oeste. Nadie sabe en verdad a dónde van con tanta paciencia. Al cielo, dicen algunas gentes. Al mercado, desdicen otras.

Se destacan entre el resto de los tristes que caminan agachados. No hay muchos agachados de morado.

Algunas señoras de morado hubieran querido conocer el mar, otras el amor. A unas se les dio, a otras nada.

Para algunas señoras de morado la vida da lo mismo que la no vida. Circulan como almas en pena pidiendo por los hijos y las hermanas, por los tíos y por la dulcera de la esquina. Por el perro de la puerta. Por el presidente de la República.

Las señoras de morado, no todas, hubieran querido bailar tango y aparecer en la página cultural del Excelsior. Una que otra se moría por tocar el piano como la señorita Vera y por cantar tan alto como Luzmila.

Les molesta no saber casi nada de química y disimulan cuando hay que ayudar en la tarea de inglés al niño mimado de la casa. Se las suele ver dando instrucciones al hombre que arregla inodoros, apuntando el problema con el dedo índice y con leve cara de asco. Tienen, sin embargo, la marca del oficio de pelar papas durante incontables años. Por eso sus comidas tienen sello, tienen firma. Tienen frecuencia de fin de semana. Es decir, trabajan en la casa cuando el resto del planeta descansa.

Se espantan las señoras de morado de ver tanta pelada en la tele, tanta violencia. Qué barbaridad diciendo se retiran a su cuarto. Su cuarto queda al lado del cuarto del esposo. En contadas ocasiones se sumerge el cónyuge por un resquicio de la puerta. Y se hace silencio y se aguanta la respiración, todos los autos se ponen de acuerdo para callar sus motores y los perros respetuosamente se entran a dormir. En el ropero espera el vestido morado y su pita blanca, los santos también esperan quietos en la iglesia.

Las señoras de morado se resignan y aman de calladas al esposo, respiran hondo y cada mañana vuelven a vivir aspergando la acera a primera hora, escuchando el paisaje sonoro sin chistar.

(*) Ócar García es músico.

Temas Relacionados

Comparte y opina:

Últimas Noticias