Dar la espalda a la bajada
Plural edita el más reciente poemario de Juan Carlos Orihuela, que surge a través de una plegaria a lo alto.
Allá la luz, allá la brusca sombra. Todas las entradas y los tropiezos. Allá las formas a dentelladas, enhiestas, hechas de cosas que al caer se trizan y cortan luego los pies descalzos. Esos que no hacen ruido al irse. Esos que no dejan más huella que la silueta y la palabra que se asoma ahora desde el padre, desde la madre. Que son totalidad, no suma, no resta. Lo uno.
Desde el vínculo aural que sucede con el mundo, entre los seres y el mundo. Desde esa relación de mutuo encuentro que ocurre en el vientre cuando se escucha latir el corazón de la madre, desde ese momento parece que hubiera una poderosa necesidad de imitar la vibración y dar un nombre a la materia de donde proviene eso que suena y que, más tarde, se ve. Lo que suena y lo que se ve es vibración y ante ambos fenómenos los seres se hincan, se asombran, hacen venias, se asustan, imitan. Pero sobre todo y con la serenidad que da el apuro, nombran y aprenden a evocar.
Padre Nuestro, el nuevo poemario de Juan Carlos Orihuela (La Paz, 1952), publicado recientemente por Plural Editores, es el resultado, uno de ellos, de este largo proceso de aprendizajes y bautizos. De estarse andando tanto tiempo calles de subida y de vuelta, mirando tantas mandarinas como la ausencia de monos en el parque de los monos, andando la ciudad con sus alturas y aguaceros, sabiéndose hacedor de árboles y sopapos construidos de palabras. Andando La Paz aun sin estar en ella durante periodos largos y sintiendo siempre, desde cualquier parte, una mirada, una sonoridad, una luminosidad. Una presencia a veces súbita, a veces sutil. A veces austera y contundente. La presencia del Illimani, la montaña.
Es difícil y con cierto envolvente misterioso, eso de estar durante años ante la presencia de eso, de él, de ella y no hacer nada. Difícil quedarse callado, sin silbar, o sin escribir, o sin pintar o sin crear un objeto modelando su volumen. Es que no se puede. Hacerlo con tal dedicación que cada palabra y cada pausa sean y estén en su lugar es otra cosa. Esta montaña tiene un nombre y miles de otros posibles nombres y alabanzas. Y tiene aquí, en este libro, ahora, cantos de intimidad épica que se acercan respetuosos a cumplir con lo que hay que hacer: “…lenguaje en actitud de oración y canto”, se lee en la contratapa.
No hay un solo color, no hay un sonido. Ni una palabra que sea onda. Tu nombre tu lugar tu libertad tu sitio tus nubes bajas tu edad tu leyenda. Son apenas unas cuantas voces que acercan al lector no a la cosa, no a la piedra ni a sus hazañas ni a sus muertos. Ponen al lector en actitud de desvelo, de descubrimiento. En actitud de rezo, sonriente, cómplice, con una gana galáctica de asomarse a una ventana y mirar, y aprender de nuevo a mirar desde esta otra lectura. Mirar desvelando, abriendo un poco los visillos pero no para espiar como sería lo acostumbrado. Ahora se trata de trasladar el poema, el texto, la palabra, a la cosa, no al revés. Es un juego en el que nadie gana y por tanto nadie pierde. No hay estrategia siquiera. Hay un asunto que tiene que ver con la entrega de una parte a la otra, que establece un vínculo. El vínculo de los sentidos. De todos los sentidos. Decía que no hay un solo color, ni un sonido. Es que están por doquier. Para Ulises, el canto de las sirenas fue un deseo de escuchar el canto, con el corazón. Ahí está pues. Con el mismo órgano es que se consolida este vínculo al mirar desde una ventana o desde una avenida o desde un avión o desde el padre nuestro, al Illimani.
Juan Carlos Orihuela ha publicado antes De amor, piedras y destierro (Premio Nacional de Poesía Franz Tamayo, 1981); Llalva/los gemelos (1995); Febreros (1996); Cuerpos del cuerpo (2000); Oficio del tiempo (2005); Poemario de sensaciones (2009); Las horas del mundo (Antología) (2010); y Fragmentos nómadas (2014).
Y ahora este Padre Nuestro, multidireccional pero cerrado en un final que se abre ante la piel como una sábana que envuelve y cobija.
Habrá que esperar alguna respuesta tan tremenda como su estatura, la de la montaña, la del Padre, desde la ventana por la que aparece todos los días, vestido de niebla o no. Alguna respuesta silenciosa y sin tregua: “… quién predijo el lugar de tus secretos…”. Y volver esperando una respuesta, dando la espalda a la bajada, yendo lento, mucho, a todos los lugares en los que se amó con absoluta devoción. Allá arriba, allá donde se recibe esta oración y este canto al padre, a la madre.