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Alfredo Loaiza, el pintor caminante

Durante los últimos años de su vida, Alfredo Loaiza Ossio se rehusó radicalmente a tener un taller en su casa. Su pintura se desarrolló en contacto directo con sus modelos, bien fueran mineros, campesinas, montañas o iglesias. Su familia lo recuerda listo para salir a pintar, junto a su mochila, caballete y pinturas, seguro de que la única manera de plasmar lo que sus ojos adiestrados encontraban en el paisaje era viéndolo iluminado por el sol.  

El artista que en 2005 recibió el premio Obra a una Vida, del 53 Salón de Artes Plásticas Pedro Domingo Murillo, nació en Potosí en 1927. Bajo la instrucción académica de su padre, el también pintor Teófilo Loaiza, comenzó a familiarizarse con la pintura, el dibujo y la escultura. Después estudió en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Autónoma Tomás Frías, de Potosí, de la que fue profesor y docente, cuando aquella se convirtió en facultad.

Su primera exposición la presentó en La Paz a sus 16 años, como parte de las actividades de la Segunda Gesta Bárbara. Desde entonces no paró de experimentar, como lo describe la historiadora del arte Margarita Vila, en su artículo Alfredo Loaiza Ossio y los senderos del arte en Bolivia. El pintor comenzó su carrera con retratos, entre los que resaltan aquellos que muestran la belleza, porte y fortaleza de la mujer potosina. Se interesó también por lo geométrico, que “coincide en el tiempo con la pintura abstracta… de la Escuela de Nueva York”, además del cubismo, surrealismo y fauvismo, afirma la investigadora.

Sobre las temáticas que abordó, dos de las transversales más importantes son el mundo indígena y la realidad social. Beatriz Loaiza, su hija mayor, explica que su padre se dedicó intensamente a investigar sobre las culturas Yura, Ocuri o Tiwanaku, entre otras, haciéndose aficionado a la arqueología también.
Dibujó y pintó la realidad de los trabajadores mineros, así como lo que veía en la zona rural. Sin embargo, tanto su familia como los especialistas que trabajaron su obra coinciden en que el Impresionismo fue la corriente o movimiento que más desarrolló y con el que se sintió más pleno.

El reencuentro con la luz y el color en un espacio abierto, nociones características del Impresionismo, transformaron el camino artístico de Loaiza.

“No son solo etapas, son dos formas de ver la vida, de ver el arte. De pronto necesitaba estar afuera y ver las cosas bajo la luz del sol”, recuerdan cuatro de sus hijos —Beatriz, Francisco, Ignacio y Pablo (Virginia y Lilian no estuvieron presentes)—, mientras sus voces tejen la imagen de su padre.

Esta nueva manera de ver el mundo influyó en su trabajo, dejó para siempre la pintura entre cuatro paredes y comenzó a transitar por la ciudad para encontrar inspiración. Potosí le ofreció una gran cantidad de paisajes, pero fue el área rural de Chuquisaca lo que lo colmó de gozo y plenitud.

Huacañan (1995).

Se enamoró de las montañas, ríos y valles de Villa Abecia, el pueblo natal de su esposa, Alicia Bejarano. “Alfredo solía ir a unas peñas coloridas y en unas piedras grandes armaba su caballete, porque tenía que volver varias veces, hasta terminar su obra”.

Tanto Margarita Vila como José Bedoya, curador de El ojo del pintor, exposición organizada por el Museo Nacional de Arte en homenaje a la trayectoria de Loaiza en 2012, concuerdan en que su  mayor aporte a la pintura boliviana está en la última etapa de su obra. El potosino se apropió de la técnica del movimiento impresionista y la utilizó para plasmar una ciudad colonial cuya altura trastoca la atmósfera y la forma en que la luz del sol llega hasta sus casas, cerros e iglesias.

La familia del pintor asegura que su obra no solo es arte, sino también una síntesis de su personalidad y de su búsqueda espiritual. En cada salida conocía a alguien y hacía de sus modelos amigos entrañables. Carlos Largo, un joven indígena que alguna vez fue retratado por Loaiza, cultivó con él una relación que trascendió décadas y clases sociales.

Puka Chipaya I (1956).

“Las personas más humildes resultaban ser sus grandes amigos, entre ellos Carlos o por ejemplo un soldador que alguna vez dibujó, esta sencillez hizo que mucha gente lo recuerde con cariño”, rememora su hija mayor.

Esta actitud de respeto se manifestó también en su admiración ante la naturaleza. Para él, los paisajes fueron una obra divina que solía contemplar durante semanas antes de decidirse a pintar. Sus hijos lo recuerdan leyendo el Corán o la Biblia en busca de alimento para su sensibilidad.

Alfredo Loaiza tuvo una muerte tranquila como su vida, hace nueve días en La Paz. Fue un artista cuyo camino se mantuvo lejos de la fama y el dinero, que ilustra un recorrido intelectual y pictórico intenso y honesto consigo mismo, que tuvo una humilde búsqueda de conocimiento de su entorno y de la sorpresa que éste podía darle.