Una vez más me veo en la ingrata tarea de señalar las debilidades de una obra que ha sido elaborada por nuestros más virtuosos narradores del momento, junto a una no menos singular poeta: Mónica Velásquez y el curador de nuestras letras Mariano Baptista Gumucio. Desde luego que de ese equipo de relevantes figuras se esperaba una obra señera, digna de su talento. Casi todos tienen formación académica, de modo que saben que el investigador histórico —en el ámbito literario— es un especialista en indagar, seleccionar, analizar y clasificar las obras por sus géneros y categorías estéticas, aparte de identificar las afinidades tanto con su ámbito histórico como con los modelos que marcan su estilo; asimismo, es necesario que esté —ante todo— actualizado. Por otra parte, me parece digno de destacar el generoso aporte de Asoban, que les brindó la oportunidad de hacernos llegar este Río que crece. Y no lo digo solo por haber auspiciado —con una edición de lujo— el estudio panorámico de nuestras letras, sino por haber confiado en ellos, dejando de lado su habitual informe económico.

Los 60 años que abarca el panorama no son poca cosa. Reflejan la herencia de un sombrío pasado, con golpes y dictaduras militares que asolaron el país, llevándolo al borde del abismo. Anclados en la visión distorsionada de historiadores como Finot y Díez de Medina, de críticos como Quirós y Castañón Barrientos, optaron por un panorama formulado —a ratos— como si se tratara de un catálogo de obras y autores de moda. En su Introducción, Gabriel Chávez afirma que: “Aunque se han realizado algunos acercamientos a la historia de la literatura boliviana, resultan ser escasos e insuficientes”. Claro que son escasos e insuficientes, si son de hace más de 100 años (Juan Francisco Bedregal, Rosendo Villalobos y otros más son el antecedente de los historiadores anteriormente mencionados); sin embargo, Chávez, al reclamar por los injustamente olvidados Quirós y Castañón Barrientos, dice que éstos “se han aproximado con interés y rigor a la obra de sus contemporáneos, contribuyendo notablemente a su valoración y divulgación, supliendo así la ausencia de otras lecturas especializadas”; palabras hueras con las que termina por rubricar su visión anacrónica de nuestras letras; por ahí cerca anda Martín Zelaya que, a pesar de su cuidadoso trabajo, vuelve a plantear los sofismas de esos historiadores, concluyendo con: “Ni siquiera los escritores académicos se atreven hoy a responder contundentemente estas interrogantes”. Ambos (Chávez y Zelaya) desconocen la labor crítica de Roberto Prudencio, fundador y director de la Revista Kollasuyo. Además, si por curiosidad hubiesen leído no solo mi Nueva historia de la literatura boliviana, sino los estudios del crítico español José Ortega: Aspectos del nacionalismo boliviano (1973), Letras bolivianas de hoy: Renato Prada y Pedro Shimose (1973), Temas sobre la moderna narrativa boliviana (1973), Narrativa boliviana del siglo XX (1974) y Letras hispanoamericanas de nuestro tiempo (1976), publicados en Buenos Aires; también: La nueva narrativa boliviana (1972) y El realismo mítico en Óscar Cerruto (1973), de Óscar Rivera Rodas, sin contar la serie de estudios de El paseo de los sentidos (1983) y, sobre todo, Literatura contemporánea y grotesco social en Bolivia (1992), de Javier Sanjinés, se habrían dado cuenta de que los problemas de ahora no se plantean con la negación de la existencia de nuestras letras.   

A pesar de su esforzada ambientación cronológica por décadas, empezando con Mariano Baptista Gumucio (1957-1967), luego con Edmundo Paz Soldán (1967-1977), Mónica Velásquez Guzmán (1977-1987), Magela Baudoin (1987-1997), Martín Zelaya Sánchez (1997-2007) y Giovanna Rivero (2007-2017), se advierte un vacío que les impide apreciar que todas las obras escritas reflejan la memoria del acontecer histórico, social y cultural de nuestro país, como resultado de un largo peregrinar de la oralidad a la escritura, de lo musical a lo gráfico, de lo autóctono a lo universal, tal como expuse en la introducción del primer volumen de mi Nueva historia de la literatura boliviana (1987). El único que menciona los cuatro volúmenes es Gabriel Chávez Casazola, que lamentablemente no leyó ni las solapas de esos libros. De otro modo por lo menos se hubiera enterado de que no son críticos todos los que comentan obras; que, mientras los poetas, novelistas y cuentistas crean sus obras, el crítico crea una literatura. Sin la Poética, de Aristóteles, no hubiera existido la literatura occidental, tal como la conocemos en nuestros días.

 Los 60 años de producción literaria que muestra el panorama no son pocos. Abarcan más de medio siglo, con digresiones y cambios estilísticos, dentro de una temática que muy pocas veces salió del contexto social e histórico del país, estando ahí la clave de lo que necesita ser pensado, para entender tanto la obra como el contexto cultural en el que fue concebida.

En conclusión, siento que este Río que crece ha menguado sus aguas con injustificadas ausencias. Es curioso que Mariano Baptista, por ejemplo, haya ignorado la obra de Carlos Medinaceli, que publicó la Editorial Los Amigos del Libro, en la década que le correspondía analizar. También ignoró las reediciones de las obras de Franz Tamayo y estudios sobre su vida y obra; se olvidó de Francovich, Marvin Sandi, Fernando Ortiz Sanz y sus hermosas novelas históricas La cruz del Sur y La Barricada. En cambio se ocupó del polemista Fausto Reinaga y del megalómano Neftalí Morón de los Robles, que no tienen ninguna trascendencia. Conozco y admiro la narrativa de Edmundo Paz Soldán, que con su libro de cuentos Las máscaras de la nada (1990) inició el nuevo ciclo en la narrativa boliviana y no con la antología McOndo (1996), como piensa Giovanna Rivero. Si ella lee con detenimiento esos cuentos, se dará cuenta por qué. No me explico cómo Magela Baudoin y la misma Rivero ignoran la poesía de Edmundo Camargo (Del tiempo de la muerte), al igual que Mónica Velásquez Guzmán, que con su Hija de Medea (2008) retomó la temática de los mitos tamayanos. Por otra parte, tampoco entiendo por qué, para los seis estudiosos, las novelas testimoniales, especialmente las históricas, carecen de valor literario, de otro modo no hubieran dejado de lado varias obras, entre ellas Si aún queda llanto en tus ojos (2010), una joya de la Guerra del Chaco (batalla de Boquerón), escrita por Miguel Castro Arze, y El baúl de la rabona (2004), de José Antonio Loayza, que se inspiró en la Guerra del Pacífico. Enhorabuena que se acordaron de Los afectos (2015), singular novela de Rodrigo Hasbún, que aborda con maestría el ambiente guerrillero; aunque luego se olvidaron de las novelas de Amalia Decker; lo mismo que de La oscuridad radiante (1976), novela de Óscar Uzín Fernández, que ganó el Premio Nacional de Novela Erich Guttentag, en 1972, con El ocaso de Orión (1972), teniendo en cuenta que, desde su aparición, mereció ocho ediciones seguidas, más una reimpresión, en 1999. Tampoco aparece por ningún lado Otra vez marzo (1990), novela póstuma de Marcelo Quiroga Santa Cruz, ni Al rumor de las cigüeñas (2003), novela de Gabriela Ovando; tampoco En la hora de Dios (2011), de Luisa Fernanda Siles, al igual que las obras completas de María Virginia Estenssoro, publicadas por la Editorial Los Amigos del Libro, entre 1971 y 1996.  

En cuanto al ensayo, se hace patético su vacío, ¿cómo ignorar las obras de Óscar Rivera Rodas, Germán de la Reza y Samuel Arriarán, especialmente de este último su Filosofía de la memoria y el olvido (2010), que les recomiendo? Finalmente, me llama la atención que Giovanna Rivero me considere un “clásico” fantasma, puesto que no menciona ninguna de mis obras, teniendo en cuenta que publiqué —a partir de 1968— 10 libros de cuentos (el último: La madre del layme, salió a mediados de este año, o sea 2017) y seis novelas (la última: La División errante 1879-1880, también publicada en 2017). Conste que no reclamo por todas mis obras, aunque debiera hacerlo, por respeto a mi lectores y a las instituciones que me honraron con sus distinciones, tanto en nuestro país como en el extranjero.