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La voz que salvó al jazz

Gregory Porter mide 1,95, pesa 115 kilos y fue jugador de fútbol americano. No estudió música, pero resucitó un género.

/ 3 de enero de 2018 / 04:00

La orquesta afina mientras las luces se apagan en esta iglesia londinense del siglo XVIII convertida en sala de espectáculos. Hay casi más músicos que público, y ya solo el sonido mientras templan apabulla. “Den la bienvenida a Mr. Gregory Porter”, anuncia una mujer. El señor Porter entra en la sala, viste traje elegante, blanco y negro; se acerca al escenario con paso cadencioso y el porte de un oso. Lleva una gorra, y oculta parcialmente su rostro tras una balaclava, lo cual le confiere un aire intrigante. Cuando toma el micrófono, sonríe y saluda con tono dulce: “Imagínense sentados en el salón de casa. Ponen música, se sirven una copa. Esa es la onda: voy a tocar unas canciones para mis amigos”. Ruge la orquesta con los primeros compases de Mona Lisa, el clásico de Nat King Cole, y la voz de Porter golpea en la piedra centenaria de la parroquia de Saint Luke’s.

Hay una buena definición del poder hipnótico de su canto en una crítica de The New York Times de 2011. El artista tenía 39 años, acababa de grabar un primer disco con un sello independiente y se dejaba caer cada jueves por Smoke, un diminuto garito de jazz en Manhattan. “Su robusta voz de barítono”, decía la reseña, “y su proyección segura lo convierten en un talento natural, pero sabe cómo deslizarse por una melodía, trabajando sigilosamente la tensión y la relajación. También sabe escribir canciones, y armar un espectáculo”.

La vida de este afroamericano desconocido, curtido de madrugada en decenas de sesiones y jam sessions, y quizá demasiado viejo para comenzar una carrera, se encontraba entonces en uno de esos momentos en que la bola acaba de golpear la red y puede caer a un lado u otro de la cancha. El viento empezaba a soplar a su favor: su disco había sido nominado a un Grammy como mejor álbum vocal de jazz. No lo ganó esa primera vez, ni la segunda. Pero llegarían los premios. Y las giras de 250 conciertos al año. Y los lanzamientos discográficos a la altura de los crooners, viejos baladistas, como el de esta velada.

Sobre el escenario, en la iglesia, Porter va desgranando temas de su quinto álbum, Nat King Cole & Me, un tributo al músico que marcó su infancia. Destaca en el público un tipo con sombrero texano, pelos de náufrago y calzado con chanclas. Y, cuando acaba el directo, sube a dar un abrazo a Porter y saca a todos de dudas: se presenta como Don Was, presidente de Blue Note Records, un sello con casi 80 años de historia, por donde pasaron Miles Davis, Thelonious Monk y Horace Silver.

Was se sienta y echa la vista atrás, a ese momento en que la bola se encontraba en el aire: la primera vez que escuchó a Porter. Debió de ser en 2010. Entonces él no presidía ningún sello, era un productor que había cocinado álbumes de The Rolling Stones, Bob Dylan, Jackson Browne y Willie Nelson. Había ganado tres Grammy, aunque en ese momento, rememora, se sentía atascado en la grabación de un artista que prefiere no citar. Llevaba la radio en el coche y sonó la voz de Porter. “Pensé: ‘Mierda, qué bueno’”.

Año y medio después, Was se encuentra en Nueva York. Hojea la revista Village Voice y descubre que Porter actúa en el club Smoke. Acude solo, se traga los tres sets del cantante con la salita a reventar. Piensa que es lo mejor que ha visto en décadas. Al día siguiente, Was tiene una cita: ha quedado a desayunar con un amigo, músico como él, y en ese momento presidente de Capitol Records, una discográfica de peso, pero venida a menos. Capitol formaba parte de EMI Music, una compañía a la que devoró la crisis de la industria: en 2007 EMI pasó a manos de un fondo de inversión, que terminó de hundirla, y, más tarde, en 2012, la recompró Universal Music. Con ella, incluidas en el lote, venían Capitol Records y también su sello especializado en jazz, Blue Note. En ese momento nadie estaba muy seguro, en medio de la marejada de quiebras y fusiones, de quién era qué, así que Was pregunta al presidente de Capitol en el desayuno: “¿Blue Note sigue formando parte de su compañía? Si es así, deberíais fichar a este tipo que vi ayer en directo”.

El de Capitol le responde que Blue Note está a punto de cerrar. No corren buenos tiempos para el jazz. El tipo que lleva 30 años al frente del sello está al borde de la jubilación. Le propone: “Tú deberías ficharlo”. En otras palabras, le ofrece presidir Blue Note. Y Was acepta. Según explica: “Nadie tenía una visión de cómo seguir con el sello. Cualquiera que llegara con una idea iba a ser el siguiente presidente”. La suya fue fichar a Porter. Y, de algún modo, se puede afirmar que Was y el cantante salvaron un sello legendario. Su primera decisión al frente de Blue Note fue llamar a Paul Ewing, mánager del artista.

Ewing ronda los dos metros y tiene una coleta plateada. Dos días después del concierto en la iglesia, espera en el lobby del hotel The Langham. Para romper el hielo, de camino a la zona de desayuno, cuenta que conoció a Porter en 2005 en un concurso local de talentos, en Harlem. Y, como si aún no se hubiera despertado del sueño, añade que ayer Porter estuvo charlando con el compositor teatral Andrew Lloyd Webber (creador de los musicales Jesucristo Superstar, Cats y Evita; un Oscar, cuatro Grammy, siete Tony) porque quiere contar con él para la celebración de su 70 cumpleaños. Al poco, se manifiesta en la estancia la enorme presencia de su representado. Porter viste un traje de lino. También lleva la gorra y la balaclava: no existe una imagen suya sin los complementos. Saluda con voz cansada. Dice que a veces se levanta sin saber dónde se encuentra. Pide un capuchino, se dirige al bufé y regresa con huevos, salchichas y cruasanes. Y entonces, mientras come, bebe y recupera el tono, comienza a narrar su historia, empezando por el principio: su madre.

Dos días antes de morir, ella le dijo: “Pase lo que pase, sigue cantando”. Ruth Porter murió y su hijo Gregory, que tenía entonces 22 años, entró en una profunda depresión. Era un niño de mamá. “A mamma’s boy”, dice él. El séptimo de ocho hermanos en una familia afroamericana en la que el padre nunca estuvo presente. La madre hizo algún “milagro inmobiliario”, así lo define, para lograr que se criaran en una “hermosa” casa en un buen barrio en Bakersfield, California. En zona de blancos. A veces, en el jardín, aparecían cruces ardiendo. Ella era ministra en la Iglesia de Dios en Cristo, corredora de fincas y enfermera. Un día, cuando Gregory tenía cinco años, Ruth llegó tarde a casa y le pidió al crío que le diera un masaje en los pies. Él, además, le cantó una canción que había compuesto; la letra hablaba de amor y de un barquito. Ella le acarició: “Hijo, suenas como Nat King Cole”. El niño no entendió muy bien entonces, pero sí después porque comenzó a husmear entre los discos de su madre. Allí estaban los vinilos de Nat, que al girar le hablaban casi como el padre que no tuvo.

  • La inspiración

Tendría seis años la primera vez que cantó un solo en la iglesia, el salmo Something beautiful. Y no cree que fuera cosa suya la excitación que percibió en los congregados, no se sintió “especial”; fue algo superior, “el poder de la música”, lo llama, y recuerda ver a su madre sonreír. A medida que crece muchos alaban su talento y le aconsejan cantar como este u otro artista. Siempre pop, “porque vivimos en un mundo de cultura pop extrema”, pero él nadaba a contracorriente y, en 1987, propone como ejemplo, participa en un concurso de talentos en su instituto. Antes que él actúan unos chicos ruidosos y guitarreros. Revolucionan a la audiencia. Luego sube Gregory al escenario y canta, con 15 años y a capela, un tema religioso que le grabó su madre, His Eye Is on the Sparrow. Ganó. Y volvería a cantarla en el funeral de su madre años después.

Al acabar el instituto, le concedieron una beca en la Universidad Estatal de San Diego como jugador de fútbol americano. Medía 1,95, era un portento físico. Hoy conserva el porte de un menhir, aunque algo más mullido: pesa 115 kilos. Pero se dislocó un hombro el primer año. La lesión le apartó de la pista. Su madre aprovechó para recordarle: “Hijo, tendrás más tiempo para la música”. Poco después ella muere. Él se hunde, pasa semanas sin salir de casa. Pero regresa a los vinilos de Nat. “Sus canciones eran como hierbas medicinales”, dice. Y se acerca al profesor de música de la Universidad. Comienza a transitar los caminos de la escena; a recorrer clubes y jam sessions en San Diego. En esa época, recuerda aprender casi de forma inconsciente 30 temas a la semana, a solas, los interiorizaba en un cuartito de la biblioteca de la facultad. Empieza a mezclar gospel y jazz. A tener voz propia. Un día de finales de los 90, el profesor de música le invita a una grabación del flautista Hubert Laws, en cuya trayectoria de cuatro décadas figuran colaboraciones con McCoy Tyner, Ella Fitzgerald, Quincy Jones y Leonard Berns­tein. El disco es un tributo a Nat King Cole. Al final de la jornada, le piden que cante algo. Lo hace a capela. Laws se entusiasma: “¡Usémoslo en el álbum!”. Canta Smile, su primera grabación profesional; el tema cierra ese disco del flautista de 1998.

Con la apuesta por la música, se queda a una asignatura de acabar la carrera de Urbanismo. Lo combina con todo tipo de trabajos. El peor, en una fábrica de comida para perros. Una noche, tras actuar, alguien le habla de un musical para el que están haciendo audiciones; llega a la prueba en el último minuto y canta un tema de Sam Cooke. Lo contratan al instante; mueven todos los ensayos para que cuadren con su horario. Ya bordea los 30, y uno puede pensar que aún no ha hecho demasiado con su vida, más allá de los 300 dólares a la semana que le pagan ahora por un musical sin mucha proyección. Pero al poco se gesta otro espectáculo, It Ain’t Nothin But the Blues, se gana un hueco en el elenco, recorre EEUU, llega a Broadway. Pero aún inestable, poco después entra de nuevo en fase depresiva. Para aliviar el alma, se propone montar un espectáculo con temas, lo han adivinado, de Nat King Cole. Cuando le preguntaban por qué, él hablaba de su madre, de la forma en que descubrió al intérprete, de que era como un padre para él. Le respondían: “¿Por qué no cuentas esa historia?”. Sigue el consejo. Titula el musical igual que el disco que presenta ahora, Nat King Cole & Me. Lo estrena en 2004 y lo pasea por salas pequeñas de todo el país. Se muda a Nueva York, donde uno de sus hermanos tiene un restaurante y le busca un hueco en la cocina. Y así, una noche que casi nadie es capaz de situar, quizá 2005, tras el trabajo entre fogones, Porter se adentra en un tugurio en Harlem llamado St. Nicks.

  • El ascenso

En este momento conviene hacer un paréntesis e introducir al pianista Chip Crawford, que tiene voz de rata, el rostro ajado, fuma un pitillo tras otro, y en aquel instante en que Porter cruza el umbral del St. Nicks se encuentra sentado al piano. Chip tiene ahora 64 años. “Soy un viejo hijo de puta”, dice. El tipo de persona que, cuando habla, hace resonar los bajos fondos del jazz neoyorquino: “Era un club de música entre la 49 y la plaza de St. Nicholas. Ya sabes: juego, drogas, prostitutas. Yo llevaba un tiempo tocando allí con la banda cada lunes y martes, estuvimos siete años. Los martes venían artistas algo conocidos. Subían a tocar y la prensa los entrevistaba. Aquella noche, Gregory causó tal impresión que le dejaron actuar cada martes. Así fue durante dos años. Venía y cantaba su material”.

Pero a Chip no le impresionó demasiado. “En Nueva York hay muchos con talento. Uno más, pensé. Quizá mejor que el resto, vale, pero eso da igual. ‘Eres muy bueno, a quién le importa’. Así es Nueva York. Pero entonces empezamos a componer. Gregory vino a mi casa con una canción, me dijo: ‘Toca el piano’. Toqué lo que sentí que debía tocar. Y funcionó. Un tema llamado Illusion. Dios mío, la letra era increíble, la melodía y la armonía implícita, maravillosas. Llegué al club la noche siguiente. Le dije, Gregory, toquémosla. Incluso lo anuncié al público: ‘No vais a creer lo que vais a escuchar’. A la gente allí no le importa una mierda, están drogándose, tonteando con putas. La mayoría es solo chusma. Pero pensé: ‘Esto es algo grande. Una persona con un talento superior’. No conozco a nadie que escriba cosas así, a la altura de su maldita voz. Compone, escribe. Y además canta. Yo lo llamo el triple filamento. Y eso es lo que le colocó en una categoría superior al resto”.

De esa forma, poco a poco, Porter se va haciendo un nombre y en 2010 graba su álbum de debut, Water. El sello, Motéma, es chiquitito, pero el álbum se vuelve grande: la noticia de que ha sido nominado a los Grammy le sorprende caminando por Manhattan. Entra en un hotel y lo celebra en el bar con un bourbon. No lo ganó. Pero la mecha ya estaba prendida: actúa por todo el país; aparece en los principales diarios y llega la llamada de Blue Note Records. Les pide paciencia: publica antes un segundo álbum con su antigua discográfica (Be Good, 2012). Vuelve a lograr una nominación a los Grammy, y esto catapulta su primer álbum a lo más alto de las listas de iTunes y Amazon. El éxito del jazz en la era de la música digital. Los premios llegan por fin con su tercer y cuarto disco, ya bajo el paraguas de Blue Note; sus cifras de ventas se vuelven de seis dígitos; el reconocimiento, sobre todo, viene desde Europa, recorre todos los festivales de jazz. Y, en su ascenso, Porter arrastra a la banda con la que vio la luz en el St. Nicks; le acompañan incluso en las noches en que actúan con una orquesta que no entraría en un autobús.

  • La banda

Allí siguen junto a él, entre otros, el batería Emanuel Harrold y el contrabajista Jahmal Nichols —que sustituyó al anterior cuando sus borracheras y ganas de bronca se volvieron inviables—, siempre elegantes, con pajarita en el escenario, ambos de St. Louis (Misuri) y alumnos destacados en las clases de teoría de jazz que solía impartir Chip, el pianista.

Porter, en cambio, no ha estudiado música. Según él, sabe leer partituras, pero de forma tan lenta que resulta impracticable. Según su pianista, no conoce ni el nombre de los acordes. Llega con letras y melodías y armonías que él adapta al piano. No conoce la teoría. Pero en palabras de Chip, “lo oye”. Él tiene el privilegio de ser el primer filtro entre el cerebro del artista y el mundo exterior. Y resume así su relación: “Oh, mierda. Me ha tocado ser Salieri con Mozart”. Sus letras, ya lo había dicho, son parte del secreto. Viajan del amor romántico a una noche de juerga. Del Papa al movimiento por los derechos civiles. Muchas rezuman la espiritualidad del góspel. O beben de episodios personales, como aquel disparo racista que hirió a su hermano cuando él era un crío. En 1960 What?, uno de los temas de su primer disco, habla del asesinato de Martin Luther King: “Había un hombre, voz del pueblo, / en pie en el balcón del Lorraine Motel”. En Liquid Spirit, tema que daba título a su tercer álbum, invita a llenar las copas y liberar nuestro “espíritu líquido”. Un remix de este tema figuró entre los más buscados de la música electrónica en el verano de 2015. Su aura de crooner del siglo XXI le ha hecho transitar entre estilos. Ha compuesto junto a DJ, incendiado a una jauría en la macrodiscoteca Ushuaia de Ibiza, compartido escenario con Stevie Wonder, Van Morrison y Herbie Hancock; e interpretado, este verano, una versión del Probably Me, de Sting, ante el mismo Sting, en una gala que la Academia Sueca de Música organizó en honor al británico, junto a otros como Annie Lennox y Bruce Springsteen. Tras la actuación, el homenajeado le dijo: “Qué grandísimo hijo de puta, ahora el tema es tuyo”.

Entre tanto, se ha casado con una blanca, tienen un hijo mulato y ha regresado a vivir a Bakersfield, al mismo barrio donde su madre encontró una “hermosa” casa. Y esa, a grandes rasgos, es su historia. Con el capuchino acabado y el plato vacío, dice que muchos pensaban que el jazz estaba moribundo. Quizá incluso él lo compartiera hace años, cuando actuaba una vez por semana a cambio de 35 dólares. Su trayectoria ha contribuido a la resurrección. Añade que toca cuidar a los jóvenes para que la música perviva. “Las leyendas no estarán aquí para siempre”.

Antes de abandonar la mesa, queda una pregunta obligada. La balaclava. Porter responde: “Debajo tengo unas orejas enormes”. Suelta una risotada. En otra entrevista, en 2012, comentó que le habían practicado una cirugía. En una más, se puede leer que esconde “cicatrices faciales”. Se mira con coquetería en el espejo que tiene delante, se recoloca el atrezo y añade que comenzó a llevarla cuando trabajaba de cocinero. “Iba directo a los conciertos en St. Nicks, y este era mi look”. Solo ha cambiado ligeramente la gorra. Solía llevar la visera caída hasta que una mujer anciana se le acercó tras un concierto con el trompetista Wynton Marsalis y le recriminó: “Chico, no puedo ver tus ojos”. Le levantó el ala y le descubrió la vista.

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Steven Spielberg: ‘El miedo es mi combustible’

Ha sembrado el pánico, hecho llorar y sacudido en sus butacas a los espectadores de todo el mundo. Regresa este año a la ciencia-ficción con ‘Ready Player One’

/ 4 de abril de 2018 / 04:00

A los 16 años, Steven Spielberg (Cincinnati, 1946) compró un pase de turista para entrar en los estudios Universal durante tres días. Al cuarto, saludó al vigilante, éste le devolvió el saludo y entró como si nada. Se pasó tres meses mamando el oficio en un recinto ubicado a los pies de esas colinas con la palabra “Hollywood”. Aprendió a editar, accedió a un rodaje de Hitchcock, vio desnudo a Marlon Brando. Poco después, ya no hubo forma de sacarlo del perímetro. Corría el rumor de que el chico había logrado hacerse con un despacho y un teléfono. Lo contrataron a los 22 años, cuando le enseñó al jefe su primer corto profesional, Amblin (1968). En este lugar dirigió su primer episodio de una serie, su primera película para televisión, su primer largometraje para cine. Con el segundo, Tiburón, el sobrecoste y los retrasos auguraban una catástrofe bíblica. La estrenó en 1975. Tenía 28 años. Se convirtió en la pelícu­la más taquillera de la historia. En 1981 presentó ante el mundo al arqueólogo Indiana Jones y fundó su productora, que bautizó como aquel corto: Amblin. Levantó sus oficinas en el mismo recinto. Y aquí sigue, promocionando su próxima película, Ready Player One. El argumento se inspira en un best seller homónimo de ciencia-ficción: año 2045, el mundo está en ruinas y la humanidad vive enganchada a OASIS, un espacio de realidad virtual más hermoso que la vida, donde cada uno puede decidir su nombre, su género, su aspecto.

Entra Spielberg en la sala, delgado y algo renqueante, con un termo de café en la mano. Viste chaqueta negra, pantalón claro, deportivas. Ronda el metro setenta. Se sienta en la silla con respaldo ergonómico y dice: “No soy el atleta que solía ser”. Su voz desprende los matices arenosos de la senectud. Sus ojos color mar chispean tras las gafas.

— Ahora estrena la película Ready Player One. ¿Qué le gustaría contar de ella?

— Hemos tratado de inventar un nuevo género de aventuras. Uno que sucede en dos lugares de forma simultánea. Es casi como viajar a la tierra de Oz, pero sin necesidad de golpear los talones para volver a Kansas. De hecho, es más difícil escapar de OASIS, el mundo digital, que salir de Oz. Es una parábola actualizada de muchas historias que han invitado al público a abandonar el mundo conocido y adentrarse en otro imaginario. Y quizá sea el universo más emocionante del que he tenido el honor de formar parte como cineasta.

—¿Por qué?

— En OASIS puedes ser lo que quieras. Creas la persona o la criatura. Diseñas tu avatar y puedes vivir la vida del personaje; ser el héroe que siempre has deseado, el villano de tu subconsciente. Me ha permitido rodar una película sobre dos mundos. Es una aventura, una gran competición entre el mundo real y el digital.

— En la novela se describe el mundo virtual: “Se ha convertido una prisión autoimpuesta para la humanidad. Un lugar placentero para que laspersonas se escondan de sus problemas mientras la civilización se desmorona”. ¿Nos dirigimos hacia ese colapso?

— Es solo una película, aunque se puede leer como un cuento con moraleja: demasiado de algo bueno resulta perjudicial. Recuerdo cuando tenía tres años y llegó a casa la primera tele. Mis padres vieron que era peligrosa, te podías volver un adicto al tubo. Me limitaron las horas, a un par por semana. Tenían gran capacidad de anticipación. Muchos de mi generación se perdieron en ella, aunque también aprendimos mucho.

Cualquier nuevo medio puede ser usado o abusado. Y, en este caso, la moraleja consiste en que el mundo real se cae a pedazos en 2045, en lo económico y también moral y espiritualmente. Y mucha gente, por poco dinero, puede escapar a otra existencia de su creación. Y olvidarse de cómo les afecta el mundo real.

— ¿Le preocupa cómo comienzan a mezclarse las redes sociales y la realidad virtual?

— Las redes sociales han creado una excusa para perder el contacto visual entre seres humanos. Los nuevos medios no requieren del cara a cara para comunicarse, y creo en el valor de mirar a los ojos de una persona y tener una conversación. Me asusta eso. Hoy existe menos contacto social. Nunca he estado en Facebook ni en Twitter.

Spielberg en pleno rodaje.

En esa ficción hay refugiados, cambio climático, crisis energética, multinacionales fascistas. Parece querer advertir de algo.

— Las personas deberíamos centrar la atención en el mundo que nos rodea. Todo nuevo medio que proporciona una válvula de escape de nuestras responsabilidades es un peligro. Esta película trata de ilustrar cuántos preferirían vivir en un mundo de su creación antes que transformar aquel en el que nacieron. No digo que esté pasando ahora.

— Pero es una advertencia.

— Hoy hay más noticias que nunca. Pero son tantas que tenemos que elegir qué creer. Cuando era pequeño solo había tres canales y unos pocos periódicos, y cuando me contaban lo que pasaba les creía. En esta época, con ese horrible hashtag de las fake news y una plétora de canales de distribución dando todo tipo de ángulos sobre la misma historia, algunos de ellos con la intención de alejarte de la verdad, se vuelve cada vez más complicado descubrir qué es cierto y qué no.

— Hace poco, un grupo de adolescentes me daba su interpretación de cuándo algo se convertía en noticia: “Cuando aparece en Instagram”.

— Me recuerda al juego del teléfono estropeado. Uno dice la verdad, pero la persona número 500 ya no ha oído palabra por palabra lo que la segunda persona escuchó de la primera. Es un juego de niños. No me creo nada de Instagram.

— Abordó este tema en la reciente Los archivos del Pentágono. ¿Por qué casi han coincidido ambos estrenos?

— Llevaba trabajando en Ready Player One tres años. Me sobraba tiempo mientras completaban los efectos digitales. Y entonces leí el guion de Los archivos… y me di cuenta de que lo ocurrido en 1971 era escandalosamente similar a lo que está pasando hoy en el Gobierno de nuestro país. Sentí que todos nosotros —Tom Hanks, Meryl Streep, yo mismo, y los guionistas y las productoras— teníamos una responsabilidad social; debíamos hacernos eco de la historia para que aterrizara en el ciclo de noticias actual. Lo hicimos un poco como un servicio público. Ninguno cobró.

Parece como si rodara dos tipos de películas: las de aventuras y aquellas que siente la necesidad de hacer.

— Necesito hacer cada una de ellas. Incluso las que solo pueden ser valoradas como puro entretenimiento escapista. Siento el ansia de entretener, y también de llamar la atención sobre materias relevantes para que los jóvenes puedan aprender de ellas.

— ¿Unas las hace por puro divertimento y otras como servicio público?

— A veces hago películas porque sé que el público las va a disfrutar, porque son una aventura, con muchos efectos especiales y grandes personajes, y sé que los espectadores van a gritar y a reír y se van a volver locos. He hecho Ready Player One por ese motivo. Pero no la hubiera elegido si no tuviera ese mensaje tan relevante sobre las decisiones que hemos de tomar hoy ante esa disyuntiva: comprometerse con los asuntos sociales o perderse en un mundo de realidad virtual.

¿Primero echa la vista atrás, a la historia, para explicar el presente, y luego va al futuro, con el mismo objetivo?

— La historia está por todas partes, nos rodea. Está en nuestro futuro, y también en nuestro pasado. Me encanta la historia. Me vuelve loco, es mi tema favorito.

Un crítico asegura que usted se ha convertido en “nuestro profesor de historia natural”.

— Supongo que ya soy lo suficientemente viejo. No hubiera reaccionado muy amablemente hace 20 años, pero ahora mi aspecto es más el de un profesor. Así que no me ofende la descripción, es acertada. Pero no soy un cineasta didáctico. No hago películas solo para impartir una lección. Cada una, incluso aquellas con un mensaje contemporáneo muy relevante que quiero que todos escuchen, también tiene que ser entretenida.

Los archivos del Pentágono debía tener suspense, y ser rápida, como una redacción, no me interesaba hacer una película educativa tipo Discovery Channel que fuera todo medicina y sin nada de azúcar.

— Probablemente, ha moldeado la mente de millones de personas. ¿No le hace sentir cierta responsabilidad?

—No siento esa responsabilidad porque nunca he tenido la intención de llamar la atención sobre mí mismo. Siento, modestamente, que he tenido mucha suerte en mi carrera. Adoro hacer cine. Pero no suelo mirar atrás. No me obsesiono. Raramente vuelvo a ver una película que he dirigido. Solo he regresado a ellas a través de mis hijos, como cuando quisieron ver E.T. Sabía que el principio daba miedo, así que me senté con ellos, para que no fuera demasiado angustioso. Suelo estar bastante liado planificando la siguiente como para volver atrás.

— ¿Cuántos proyectos suele tener en mente?

— Normalmente preparo solo uno cada vez, pero siempre estoy pensando en qué voy a hacer cuando acabe, así que tengo cuatro o cinco guiones en desarrollo. Probablemente, solo acabe dirigiendo uno, pero ese trabajo ha de suceder antes. De otro modo se volvería un paréntesis demasiado grande. Y me encanta trabajar. No me gusta estar en casa mientras sueño con trabajar. Me gusta soñar mientras trabajo.

En alguna ocasión usted se ha retratado así: “No era divertido ser yo entre proyectos”.

— ¡No lo era! Y sigue sin serlo. Es verdad… El miedo, el estrés de la infancia y la adolescencia nunca se marchan. Incluso cuando superas la adolescencia, se queda contigo. Siempre me he sentido mejor en acción que en espera. Cuido de mí haciéndome trabajar.

Hay quien le critica —a usted y a Lucas— por haber empobrecido la cultura.

— La crítica más habitual que oigo dirigida hacia George y hacia mí es que inventamos el taquillazo. Por supuesto, no lo inventamos. Cecil B. DeMille inventó el taquillazo. Lo que el viento se llevó y D. W. Griffith inventaron el taquillazo. A lo largo de las décadas, cientos de películas se han convertido en las más populares sobre la Tierra. Y cuando la gente dice que Tiburón o Star Wars arruinaron el negocio porque Estados Unidos desarrolló una mentalidad únicamente dirigida al taquillazo, es una teoría absolutamente corrupta nacida de personas sin ningún respeto por la historia del cine. El taquillazo ha existido desde la primera película que se proyectó en un nickelodeon (los primeros cines, que cobraban la entrada a cinco centavos de dólar, un nickel).

— ¿Puede la cultura de masas ser arte?

— ¿Quién puede determinar qué es arte? ¿Quién tiene derecho a decir que hay una única definición y que estos ejemplos no caen dentro de esa categoría? Todo el mundo tiene derecho a definirlo del modo en que lo percibe. Para mí, existe arte en todo. Incluso en las malas películas. Siempre hay una escena interesante, y digo: “Ese momento fue tocado por la genialidad”. Encuentro arte en cualquier lugar al que miro; en películas como Black Panther: es tanto un triunfo artístico como comercial y cultural. Cuando alguien trata de estrechar el foco del arte para satisfacer su propia definición, yo prefiero no contar con ese individuo.

— Sting, en la cima de su carrera, se preguntaba: tengo éxito y dinero, ¿sobre qué voy a componer ahora? ¿Cree que hay un precio creativo a pagar cuando uno se vuelve rico y es aplaudido?

— El único precio es la pérdida de anonimato. Es un pequeño precio para mí. Pero ha sido una imposición sobre mi familia. Cuando mis hijos estaban creciendo y veían cómo a su padre lo paraban extraños en la calle, se preguntaban por qué hablaba con esa gente si ni siquiera los conocía, por qué no estaba con ellos. Era muy duro estar en público. Miraba a mis hijos y no les gustaba. Ésa ha sido la cara amarga.

— ¿Y desde un punto de vista creativo?

— Mire, no soy el tipo de creador que diga: sufro por mi arte. No sufro por mi arte. Me deleito con él. Me entusiasma. Sencillamente, me da una nueva vida cuando estoy trabajando. Amo hacer películas. ¿Si me preocupo? Por supuesto. ¿Si me equivoco? A menudo. ¿Tengo inseguridades en el trabajo de cada día? Por supuesto. Pero eso para mí es combustible para encontrar caminos que me saquen del atolladero en el que me gusta colocarme. Porque cuanto más nervioso estoy como cineasta, más ideas me vienen para resolver los problemas que todos los cineastas encuentran para contar historias.

— Y si pierde esa sensación, ¿se acabó?

— No haría esto nunca más. El miedo es mi combustible. No me gusta sentirlo. Pero la inseguridad que provoca el miedo es esa cosa única que realmente me inspira con mejores ideas para contar historias de una forma distinta, lo adoro. Bueno, no lo adoro, no lo disfruto, pero trabajo mejor desde la ansiedad que desde un lugar de confianza.

¿Tiene usted un primer recuerdo relacionado con lo que es hoy, con su oficio, una de esas imágenes que se comprenden años después, como un primer fogonazo que le indicara que se convertiría en cineasta?

— Recuerdo lo bien que me sentía cuando alguien me leía. Un sentimiento cálido y hermoso de crianza. Lo experimentaba cuando mi abuela me leía un cuento a los dos o tres años, cuando mi padre me leía ciencia-ficción a los siete u ocho, cuando mi madre, a una edad temprana, me leía poesía. Me encantaba que me leyeran. Liberaba mi imaginación. Sus palabras disparaban imágenes en mi mente, me tocaba a mí rellenar los huecos, el aspecto de los monstruos y de los ángeles y del héroe y la heroína. Cuando empecé a ver películas, no quedaba sitio para la imaginación. En la mayoría de ellas, todos los huecos habían sido cubiertos por el cineasta. Aunque te atrapaban con una historia estupenda. Y, si era buena, me gustaba verla una y otra vez. Diría que el hecho de que me leyeran me ayudó a crear un lenguaje visual que luego me sirvió bien en mi carrera.

— Según ha contado, le marcó Lawrence de Arabia, sobre todo ese instante cuando Peter O’Toole, ensangrentado, parece preguntarse: “¿Quién soy?”. ¿Por qué hace usted cine? ¿Para entenderse mejor?

— No lo observo desde un punto de vista intelectual. Me entiendo lo suficiente como para darme cuenta de que no me conozco nada. Y entonces creo que me comprendo y descubro que en absoluto. Si algún día descubro realmente quién soy, no me quedarán más historias que contar. Así que necesito mantener esa opción abierta, siempre.

— ¿Y no es esa la gran pregunta, quiénes somos?

— Sí, quiénes somos, qué hacemos aquí. Pero su respuesta no nos corresponde. Nunca me ha detenido la búsqueda de esa pregunta sobre quiénes somos. Y, si fallo al encontrarla, quizá el siguiente proyecto me revele algo más. Pero tampoco es lo que me empuja a contar historias. No estoy buscando una guía sobre lo que me hace ser quien soy. Me aburro solo de pensarlo.

— ¿Por qué ve películas?

— Porque me gusta perderme. Y perder el control. Y, cuanto mejor la película, más pierdo el control. Me convierto en un jugador en el escenario de otro, y lo amo. Si es lo suficientemente bueno, olvido quién soy y dónde estoy. Ésa es mi definición de una gran historia.

— Su cine suele mostrar una visión positiva de la vida: si algo se rompe, puedes arreglarlo; si quieres algo, puedes lograrlo. ¿Comparte esa visión de la raza humana?

— Tengo una visión muy positiva. Incluso cuando las cosas parecen lo más oscuras, sé que habrá un amanecer. Siempre he estado convencido de ello. Soy más pragmático en la vida real, sé que las cosas no cambian de un día para otro. Lo que sí puedo hacer es que las cosas cambien de un día para otro en una película, y ése es el motivo por el que adoro contar historias, porque puedo manipular el hecho de que algo que lleva 40 años cambie entre el segundo y el tercer acto. Es una de las grandes ventajas de este oficio, y quizá el motivo por el que me dedico a ello: porque soy capaz de controlar el cambio, a mi ritmo.

— Y lanzar un mensaje…

—Trato de demostrar a la gente que hay una forma mejor de solucionar los problemas. Algunas de mis películas hacen eso.

— Volviendo a su época de E.T., ¿cuánto queda en usted de ese niño, Elliot, que necesita ser sorprendido por lo extraordinario?
Creé esa película, con (la guionista) Melissa Mathison, así que estoy vivo dentro de Elliot, y él sigue medrando dentro de mí. Estará conmigo toda la vida. Me siento muy unido a él. Y sé lo que es sentirse el hijo de un divorcio. Y sé lo que se siente cuando uno trata de reemplazar a un padre ausente con una criatura o un alienígena. Yo reemplacé a mi familia rota con un montón de personajes rotos a través de los cuales podía contar mi propia historia. No todas mis películas, pero sí muchas, iban de cómo era ser el hijo de unos padres divorciados.

— Y, a menudo, un niño corriente frente a lo extraordinario.

— Me gusta lo extraordinario porque no sucede todos los días. Y me gusta contar historias que no suceden todos los días. No puedo hacer ese tipo de películas de Sundance, me encantan, y admiro el talento de quienes logran hacerlas. Pero yo necesito añadir algo que sea superior a lo que ocurre en la vida real.

— Ahora tiene 71 años…

Los 71 son los nuevos 51.

— Buena respuesta. ¿Y nietos?

Tengo cuatro.

— ¿Hay algo que considere esencial transmitirles, esa pista clave para la vida?

— A mis nietos les digo siempre lo mismo: antes de hablar, párate y escucha al otro. Es lo que mi padre me decía. Y es lo que mi abuelo le decía a mi padre. Y eso ha estado en mi linaje y a lo largo de mi experiencia en este planeta. Es algo que he aprendido desde niño: has de escuchar, porque, si no, careces de raíces y de una base para hablar. Se lo digo todo el rato: ¡Eh! Escucha.

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La gran subasta de las flores

Aalsmeer, en Holanda, es el epicentro mundial del comercio floral. Ahí se fija el precio del sector y se venden 27 millones de ejemplares cada día.

/ 28 de febrero de 2018 / 04:00

Son las 11.00 de un martes cuando el camión frigorífico da marcha atrás y acopla su trasero al muelle de carga 17. Los conductores descienden, abren el contenedor y dejan al descubierto 48.250 rosas. Las traen desde Soria (España), fueron cortadas hace dos días, han atravesado Francia y Bélgica en 20 horas hasta Aalsmeer, una localidad de 30.000 habitantes situada a las afueras de Ámsterdam (Holanda) y a 10 minutos de su aeropuerto; aquí dejan la mercancía, en un edificio gigantesco de 1,3 millones de metros cuadrados, con 443 muelles como este, por donde entran y luego salen 27 millones de flores al día. En su interior tiene lugar el intercambio: unos venden y otros compran, la cosecha pasa de productores a mayoristas, y así se casa oferta y demanda y se fija el precio mundial en la gran subasta de flores del planeta.

La mercancía, entre tanto, sigue un acompasado proceso de logística por las tripas del edificio. La danza arranca con un camión que llega y los operarios que descargan carritos rebosantes. Las rosas sorianas vienen en ramos de 10. En cubetas de 80. En carritos con hueco para 1.500. Las llevan a una cámara frigorífica, a cuatro grados centígrados, y se les echa un último vistazo; las mejores, las de tipo A1, con tallos de casi un metro y botones al borde de la eclosión, se adornan con envoltorios de cartón para intentar rascar unos céntimos más en la puja.

Cerca de San Valentín se animan los precios, dice Henk Lammers mientras husmea entre las recién llegadas. Lleva 35 años en el oficio y es capaz de distinguir los ramos de la competencia a distancia: “Estas son de Ecuador; esas, africanas”. Trabajó hace años de comprador en la subasta; montó un centro mayorista en Madrid en los 80; hoy dirige desde Holanda las operaciones de Aleia Roses, una compañía española que se lanzó a la aventura de las flores en 2016. Poseen en Soria un enorme invernadero de rosas Red Naomi, la variedad más valorada; cosechan unas 100.000 al día; y envían casi todas a este centro, donde cuentan con oficina y nevera propia, para su venta. Lammers ejercerá de guía por el edificio. El objetivo es seguir a sus criaturas a través de la maquinaria de Aalsmeer. Durante un par de días, caminamos kilómetros por un laberinto de túneles y estancias gélidas donde siempre huele a jardín a primera hora.

Emblema de esta subasta y de Holanda, los tulipanes son de las flores más requeridas.

La subasta la gestiona la mayor cooperativa de la industria, Royal Flora Holland, con más de 4.000 socios y una facturación de 4.700 millones de euros ($us 5. 834 millones). Su historia se remonta a finales del siglo XIX y da para una tesis como la del antropólogo Andrew Gebhardt, un estadounidense que se doctoró en 2014 en la Universidad de Ámsterdam con un volumen titulado La creación de la cultura floral holandesa, centrado en este lugar: “De las seis subastas con las que cuenta Flora Holland (hoy quedan cuatro), más de 10.000 personas pasan por la de Aalsmeer cada día. Es la mayor de todas y sirve a los más diversos mercados, locales, regionales y globales. Dentro y fuera del país es la cara de la industria y en Aalsmeer también se celebró la primera subasta hortícola”.

La pulsión local por las flores, añade Gebhardt, nace en el siglo XVII, la Edad de Oro holandesa, cuando se abren al mundo, inventan, investigan, colonizan; los nouveaux riches importan bienes exóticos y se interesan por modernas formas de ocio, como la decoración de jardines. En esos años se desata una fiebre por los tulipanes de Turquía, la tulipmania, que dio origen a una de las primeras burbujas financieras. Los bulbos de esas flores llegan a alcanzar precios estratosféricos y se convierten en objeto de inversión y especulación.

Pasión floral

Dos siglos después, cuando los agricultores de Aalsmeer levantaron sus invernaderos de flores (el primero de rosas en 1896), decidieron unirse para equilibrar su poder con el del comprador, vendiendo su cosecha diaria en una subasta. La de Aalsmeer se inauguró en 1911. Según Gebhardt: “Sin subasta, sin cooperativa, sería un mercado dominado por compradores”. Los productores, cohesionados, se aseguraban un precio mínimo, y se fomentaba un interés común en vender un producto mejor a un precio razonable e inmune a las burbujas: éste es un mercado de flores cortadas, un producto perecedero. Este fenómeno local creció a medida que Europa superaba guerras, aumentaba el poder adquisitivo de su población y se abría paso la globalización.

Hoy, Holanda es el quinto productor mundial (tras EEUU, China, Japón e India), pero el sector, en términos per cápita, es inmenso: aporta un 5% del PIB, y el país se mantiene a la cabeza del comercio global, con una cuota del 43% de las exportaciones. Las cifras de Flora Holland, la cooperativa que ha ido aglutinando casi todas las subastas del país, apabullan: en 2016 vendieron en sus cuatro sedes 3.300 millones de rosas, 2.000 millones de tulipanes, 1.240 millones de crisantemos y 1.000 millones de margaritas africanas. Gran parte de las flores pasaron por Aalsmeer. Muchas vienen de Kenia, Ecuador, Etiopía y Colombia, los grandes exportadores tras Holanda. Y de aquí van rumbo a Alemania, Reino Unido y Francia, principales consumidores, donde las flores son artículo de supermercado, familiar y cotidiano, añade Henk Lammers, aún en la nave frigorífica donde se apilan más de 70.000 tallos.

Aalsmeer es una localidad y un municipio de los Países Bajos, con una superficie de 32,29 km². El pueblo está ubicado a 13 kilómetros al suroeste de Ámsterdam.

Los ejemplares, ya cortados, aguantan unas tres semanas. El proceso exige velocidad, precisión y no romper la cadena del frío. Enseguida llega un coche eléctrico, similar a los de golf y engancha los 31 carritos que albergan las rosas, y así, uno detrás de otro, forman un tren floral de decenas de metros que en su recorrido se cruza con otros trenes y cada uno deja atrás un efluvio fresco y dulzón.

Las rosas sorianas entran en una nueva cámara frigorífica, la antesala de la subasta, un espacio donde se podría jugar un partido de fútbol si no fuera por las columnas de flores y las compuertas automáticas que se abren como un susto, dando paso a más cochecitos circulando como locos. En esta cámara solo hay rosas; existen otras para el resto de variedades. Aquí reposan hasta la subasta, que comienza al día siguiente a las 06.00. Una hora antes, un hombre se pasea por la cámara entre hileras con rosas de varios continentes, se detiene, extrae un ramo, palpa los pétalos, lo deja en su sitio, sigue el paseo, dobla al final de la hilera y repite el movimiento. Otro comenta en francés por el teléfono móvil: “30 centímetros”, hablando de la longitud del tallo (cuanto más largo, más se valora: la flor dura más). Son compradores. Vienen a catar la mercancía antes de la puja. Hace unos años, cuando todas las subastas eran presenciales, la sala solía ser un hervidero. Hoy, la mayoría se celebra a distancia, por internet. Pero Erik Wassenaar, el veilingmeister o maestro subastador, no suele faltar. Dice que hoy le toca vender 1.200 carritos (unos 4 millones de rosas). Y, antes de empezar, le gusta asomarse, para “mirar y sentir”: “Las emociones mueven este negocio”.

Poco antes de las 06.00, Wassenaar desciende hasta la sala del café, bromea con sus colegas, luego se introduce a solas en una oficina impersonal y se cambia el calzado elegante por unas deportivas de suela plana para poder pisar con sensibilidad un pedal con el que calibra algunos de los controles de la puja. Sobre la mesa hay un teclado y dos pantallas. En una se ve una rueda cuya circunferencia está formada por 100 puntos, cada uno de los 100 céntimos en los que se divide un euro. A esto lo llaman reloj. Y a esta modalidad de venta, la subasta de reloj. El maestro lanza un precio de salida. Pongamos, un euro. A partir de ahí el precio baja automáticamente a toda velocidad, céntimo a céntimo, se ve su caída por los puntitos del círculo, como si fuera un segundero digital. En lugar de pujar al alza, los compradores al otro lado de la red pulsan el botón cuando creen que el precio es el correcto. Un juego agónico: consiste en esperar a que baje el precio para llevarse el lote lo más barato posible, pero sin aguardar tanto como para que un competidor se lo lleve antes. El oficio requiere templanza y nervios de acero. “Digamos que no conviene tomarte un par de cervezas la noche antes”, sonríe nuestro guía. De pronto suena un gong japonés, el maestro se coloca los auriculares con micrófono y comienza con un: “¡Ladies and gentlemen!”. El resto, en holandés. Emite frases sueltas: “Pure roses, cantidad mínima dos… 50 centímetros de elegant… todas…, mínimo cuatro”, mientras teclea y rueda la bolita por el reloj y se sucede una transacción tras otra. A los 18 minutos le llega el turno a las sorianas Aleia Roses. Pausa dramática, vuelan los lotes y se venden 41.320 tallos en 3 minutos con 16 segundos. Esto es: a 210 rosas por segundo. Las de mayor calidad se han pagado a 81,3 céntimos la unidad; un 15% más caro que en la última venta.

En la cámara frigorífica se controla el estado de todos los lotes de flores para su posterior envío. 

Ahí fuera, mientras, se ha puesto en marcha la maquinaria. En la cámara frigorífica, cada carrito subastado se engancha a un raíl y es guiado de forma mecánica por el recinto, como vagones fantasma, hasta el hall de distribución: Una sala en la que no se alcanza a ver el principio ni el final, de techos altos y en la que un enjambre de motos mecanizadas, ágilmente pilotadas, encadenan los carros y los trasladan a otro punto, donde van despachando cada pedido sobre nuevos carros, para que otras motos les den salida. En cinco horas cerrarán 50.000 transacciones; eso supone 166 movimientos por minuto. El jefe de zona, David Otten, nos introduce en el interior del ajetreo, donde unos y otros se esquivan por milímetros, y reina un concierto de chirridos, zumbidos y claqueteos. Otten explica que hay 270 vehícu­los en movimiento; a partir de 284 resulta peligroso. Cada conductor lleva unos auriculares en los que un software llamado Voice les susurra órdenes. La voz es femenina, ellos también le responden, y a menudo imaginan que hablan “con una mujer muy hermosa”, dice el jefe. Otten señala un cartel con el eslogan: “Juntos llenamos de flores el globo”. La idea, cuenta, es que los operarios se sientan orgullosos: “Nos ocupamos de que cientos de miles de regalos lleguen a su destino; llevamos emociones al mundo”. Guiados por una inteligencia digital, distribuyen un arcoíris empacado de sueños y promesas, muertes y decepciones, besos, nacimientos, uniones, mentiras, esperanzas y proezas.

Rey de las rosas

Como en otras industrias, la digitalización y la globalización han vaciado de contenido tareas, y la plantilla ha menguado en 300 personas (un 10%) en cinco años. También Holanda pierde peso como centro neurálgico: en 2005 realizaba un 50% de las exportaciones mundiales, siete puntos más que ahora. Pero el volumen total es superior: se compran más flores que hace una década. Y el lugar sigue siendo clave. “El precio de Aalsmeer influye y determina el del resto del mundo”, explica Lambert van Horen, analista de floricultura del banco holandés Rabobank.

“Todos están pendientes de él, porque es la mayor subasta. Igual que un comprador de trigo estudia el mercado de Chicago. A un productor le ayuda a tomar decisiones: aquí se fijan las nuevas tendencias de flores y colores. Pero en el futuro, eso seguro, este espacio no será tan necesario”. Muchas de las flores, cuenta, ya no pasan por aquí. Basta una buena foto para que los compradores online las vean, junto a las especificaciones. Solo una de las 14 subastas de Aalsmeer sigue siendo presencial. Esa puja, a pleno rendimiento, tiene el aspecto a medio camino entre una aburrida clase universitaria y la sala de control del lanzamiento de un cohete.

Ruud Haak, de 53 años, lleva tres décadas comprando, las últimas dos dedicado a la rosa, “la reina” del sector. Trabaja a distancia desde la sede de esta empresa con más de 100 años, ubicada al otro lado de la carretera. Cada mañana, Haak se sienta junto a otra decena de compradores, dispuestos en forma de media luna, en una sala oscura, repleta de monitores y sillas ergonómicas. Esta mañana se ha dado un paseo por la cámara frigorífica antes de que comenzara la puja. Percibió poca oferta. Eso significa que no puedes dejar que caiga el precio: toca comprar rápido o te quedas sin nada. Añade que no existe una formación para ejercer su puesto —“tienes la capacidad o no la tienes”— mientras hace una demostración de habilidad: mueve los dedos como un relámpago para acertar con el precio que rueda en la pantalla.

Luego, muestra la planta de distribución donde tramitan los pedidos de esta mañana. En una caja descansa un ramo de rosas sorianas. A punto de ser despachadas a la floristería Le Jardin des Fleurs, en Rennes (Francia). Otro puñado de ramos han acabado en la tienda de Ernst van Woerkom, ubicada en los alrededores. Todas sus flores le llegan de Aalsmeer. Y, mientras limpia los tallos de espinas y los poda sobre la mesa de madera, cuenta qué significan: “Remueven emociones. Son capaces de cambiar un estado de ánimo, la atmósfera de una estancia. Añaden algo a cada instante. Hablan sin palabras. Suavizan la historia más triste”. Y, poco a poco, este “diseñador, no florista” desgrana su relación con ellas, que se remonta a la niñez e incluye la elaboración del centro que se ofrenda a San Nicolás en Ámsterdam y la decoración de la boda real de Letizia y Felipe en la Almudena, evidencian recortes de la revista Hola para atestiguarlo. Y, al lado, captan la atención dos capullos de rosas, colocados en un recipiente con mimo. A la venta por 8,50 euros.

Debido a que es base de la subasta de flores más grande en el mundo, junto con varios viveros y una estación experimental de la floricultura, la ciudad es conocida como la ‘capital mundial de las flores’.

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