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La voz que salvó al jazz

La orquesta afina mientras las luces se apagan en esta iglesia londinense del siglo XVIII convertida en sala de espectáculos. Hay casi más músicos que público, y ya solo el sonido mientras templan apabulla. “Den la bienvenida a Mr. Gregory Porter”, anuncia una mujer. El señor Porter entra en la sala, viste traje elegante, blanco y negro; se acerca al escenario con paso cadencioso y el porte de un oso. Lleva una gorra, y oculta parcialmente su rostro tras una balaclava, lo cual le confiere un aire intrigante. Cuando toma el micrófono, sonríe y saluda con tono dulce: “Imagínense sentados en el salón de casa. Ponen música, se sirven una copa. Esa es la onda: voy a tocar unas canciones para mis amigos”. Ruge la orquesta con los primeros compases de Mona Lisa, el clásico de Nat King Cole, y la voz de Porter golpea en la piedra centenaria de la parroquia de Saint Luke’s.

Hay una buena definición del poder hipnótico de su canto en una crítica de The New York Times de 2011. El artista tenía 39 años, acababa de grabar un primer disco con un sello independiente y se dejaba caer cada jueves por Smoke, un diminuto garito de jazz en Manhattan. “Su robusta voz de barítono”, decía la reseña, “y su proyección segura lo convierten en un talento natural, pero sabe cómo deslizarse por una melodía, trabajando sigilosamente la tensión y la relajación. También sabe escribir canciones, y armar un espectáculo”.

La vida de este afroamericano desconocido, curtido de madrugada en decenas de sesiones y jam sessions, y quizá demasiado viejo para comenzar una carrera, se encontraba entonces en uno de esos momentos en que la bola acaba de golpear la red y puede caer a un lado u otro de la cancha. El viento empezaba a soplar a su favor: su disco había sido nominado a un Grammy como mejor álbum vocal de jazz. No lo ganó esa primera vez, ni la segunda. Pero llegarían los premios. Y las giras de 250 conciertos al año. Y los lanzamientos discográficos a la altura de los crooners, viejos baladistas, como el de esta velada.

Sobre el escenario, en la iglesia, Porter va desgranando temas de su quinto álbum, Nat King Cole & Me, un tributo al músico que marcó su infancia. Destaca en el público un tipo con sombrero texano, pelos de náufrago y calzado con chanclas. Y, cuando acaba el directo, sube a dar un abrazo a Porter y saca a todos de dudas: se presenta como Don Was, presidente de Blue Note Records, un sello con casi 80 años de historia, por donde pasaron Miles Davis, Thelonious Monk y Horace Silver.

Was se sienta y echa la vista atrás, a ese momento en que la bola se encontraba en el aire: la primera vez que escuchó a Porter. Debió de ser en 2010. Entonces él no presidía ningún sello, era un productor que había cocinado álbumes de The Rolling Stones, Bob Dylan, Jackson Browne y Willie Nelson. Había ganado tres Grammy, aunque en ese momento, rememora, se sentía atascado en la grabación de un artista que prefiere no citar. Llevaba la radio en el coche y sonó la voz de Porter. “Pensé: ‘Mierda, qué bueno’”.

Año y medio después, Was se encuentra en Nueva York. Hojea la revista Village Voice y descubre que Porter actúa en el club Smoke. Acude solo, se traga los tres sets del cantante con la salita a reventar. Piensa que es lo mejor que ha visto en décadas. Al día siguiente, Was tiene una cita: ha quedado a desayunar con un amigo, músico como él, y en ese momento presidente de Capitol Records, una discográfica de peso, pero venida a menos. Capitol formaba parte de EMI Music, una compañía a la que devoró la crisis de la industria: en 2007 EMI pasó a manos de un fondo de inversión, que terminó de hundirla, y, más tarde, en 2012, la recompró Universal Music. Con ella, incluidas en el lote, venían Capitol Records y también su sello especializado en jazz, Blue Note. En ese momento nadie estaba muy seguro, en medio de la marejada de quiebras y fusiones, de quién era qué, así que Was pregunta al presidente de Capitol en el desayuno: “¿Blue Note sigue formando parte de su compañía? Si es así, deberíais fichar a este tipo que vi ayer en directo”.

El de Capitol le responde que Blue Note está a punto de cerrar. No corren buenos tiempos para el jazz. El tipo que lleva 30 años al frente del sello está al borde de la jubilación. Le propone: “Tú deberías ficharlo”. En otras palabras, le ofrece presidir Blue Note. Y Was acepta. Según explica: “Nadie tenía una visión de cómo seguir con el sello. Cualquiera que llegara con una idea iba a ser el siguiente presidente”. La suya fue fichar a Porter. Y, de algún modo, se puede afirmar que Was y el cantante salvaron un sello legendario. Su primera decisión al frente de Blue Note fue llamar a Paul Ewing, mánager del artista.

Ewing ronda los dos metros y tiene una coleta plateada. Dos días después del concierto en la iglesia, espera en el lobby del hotel The Langham. Para romper el hielo, de camino a la zona de desayuno, cuenta que conoció a Porter en 2005 en un concurso local de talentos, en Harlem. Y, como si aún no se hubiera despertado del sueño, añade que ayer Porter estuvo charlando con el compositor teatral Andrew Lloyd Webber (creador de los musicales Jesucristo Superstar, Cats y Evita; un Oscar, cuatro Grammy, siete Tony) porque quiere contar con él para la celebración de su 70 cumpleaños. Al poco, se manifiesta en la estancia la enorme presencia de su representado. Porter viste un traje de lino. También lleva la gorra y la balaclava: no existe una imagen suya sin los complementos. Saluda con voz cansada. Dice que a veces se levanta sin saber dónde se encuentra. Pide un capuchino, se dirige al bufé y regresa con huevos, salchichas y cruasanes. Y entonces, mientras come, bebe y recupera el tono, comienza a narrar su historia, empezando por el principio: su madre.

Dos días antes de morir, ella le dijo: “Pase lo que pase, sigue cantando”. Ruth Porter murió y su hijo Gregory, que tenía entonces 22 años, entró en una profunda depresión. Era un niño de mamá. “A mamma’s boy”, dice él. El séptimo de ocho hermanos en una familia afroamericana en la que el padre nunca estuvo presente. La madre hizo algún “milagro inmobiliario”, así lo define, para lograr que se criaran en una “hermosa” casa en un buen barrio en Bakersfield, California. En zona de blancos. A veces, en el jardín, aparecían cruces ardiendo. Ella era ministra en la Iglesia de Dios en Cristo, corredora de fincas y enfermera. Un día, cuando Gregory tenía cinco años, Ruth llegó tarde a casa y le pidió al crío que le diera un masaje en los pies. Él, además, le cantó una canción que había compuesto; la letra hablaba de amor y de un barquito. Ella le acarició: “Hijo, suenas como Nat King Cole”. El niño no entendió muy bien entonces, pero sí después porque comenzó a husmear entre los discos de su madre. Allí estaban los vinilos de Nat, que al girar le hablaban casi como el padre que no tuvo.

Tendría seis años la primera vez que cantó un solo en la iglesia, el salmo Something beautiful. Y no cree que fuera cosa suya la excitación que percibió en los congregados, no se sintió “especial”; fue algo superior, “el poder de la música”, lo llama, y recuerda ver a su madre sonreír. A medida que crece muchos alaban su talento y le aconsejan cantar como este u otro artista. Siempre pop, “porque vivimos en un mundo de cultura pop extrema”, pero él nadaba a contracorriente y, en 1987, propone como ejemplo, participa en un concurso de talentos en su instituto. Antes que él actúan unos chicos ruidosos y guitarreros. Revolucionan a la audiencia. Luego sube Gregory al escenario y canta, con 15 años y a capela, un tema religioso que le grabó su madre, His Eye Is on the Sparrow. Ganó. Y volvería a cantarla en el funeral de su madre años después.

Al acabar el instituto, le concedieron una beca en la Universidad Estatal de San Diego como jugador de fútbol americano. Medía 1,95, era un portento físico. Hoy conserva el porte de un menhir, aunque algo más mullido: pesa 115 kilos. Pero se dislocó un hombro el primer año. La lesión le apartó de la pista. Su madre aprovechó para recordarle: “Hijo, tendrás más tiempo para la música”. Poco después ella muere. Él se hunde, pasa semanas sin salir de casa. Pero regresa a los vinilos de Nat. “Sus canciones eran como hierbas medicinales”, dice. Y se acerca al profesor de música de la Universidad. Comienza a transitar los caminos de la escena; a recorrer clubes y jam sessions en San Diego. En esa época, recuerda aprender casi de forma inconsciente 30 temas a la semana, a solas, los interiorizaba en un cuartito de la biblioteca de la facultad. Empieza a mezclar gospel y jazz. A tener voz propia. Un día de finales de los 90, el profesor de música le invita a una grabación del flautista Hubert Laws, en cuya trayectoria de cuatro décadas figuran colaboraciones con McCoy Tyner, Ella Fitzgerald, Quincy Jones y Leonard Berns­tein. El disco es un tributo a Nat King Cole. Al final de la jornada, le piden que cante algo. Lo hace a capela. Laws se entusiasma: “¡Usémoslo en el álbum!”. Canta Smile, su primera grabación profesional; el tema cierra ese disco del flautista de 1998.

Con la apuesta por la música, se queda a una asignatura de acabar la carrera de Urbanismo. Lo combina con todo tipo de trabajos. El peor, en una fábrica de comida para perros. Una noche, tras actuar, alguien le habla de un musical para el que están haciendo audiciones; llega a la prueba en el último minuto y canta un tema de Sam Cooke. Lo contratan al instante; mueven todos los ensayos para que cuadren con su horario. Ya bordea los 30, y uno puede pensar que aún no ha hecho demasiado con su vida, más allá de los 300 dólares a la semana que le pagan ahora por un musical sin mucha proyección. Pero al poco se gesta otro espectáculo, It Ain’t Nothin But the Blues, se gana un hueco en el elenco, recorre EEUU, llega a Broadway. Pero aún inestable, poco después entra de nuevo en fase depresiva. Para aliviar el alma, se propone montar un espectáculo con temas, lo han adivinado, de Nat King Cole. Cuando le preguntaban por qué, él hablaba de su madre, de la forma en que descubrió al intérprete, de que era como un padre para él. Le respondían: “¿Por qué no cuentas esa historia?”. Sigue el consejo. Titula el musical igual que el disco que presenta ahora, Nat King Cole & Me. Lo estrena en 2004 y lo pasea por salas pequeñas de todo el país. Se muda a Nueva York, donde uno de sus hermanos tiene un restaurante y le busca un hueco en la cocina. Y así, una noche que casi nadie es capaz de situar, quizá 2005, tras el trabajo entre fogones, Porter se adentra en un tugurio en Harlem llamado St. Nicks.

En este momento conviene hacer un paréntesis e introducir al pianista Chip Crawford, que tiene voz de rata, el rostro ajado, fuma un pitillo tras otro, y en aquel instante en que Porter cruza el umbral del St. Nicks se encuentra sentado al piano. Chip tiene ahora 64 años. “Soy un viejo hijo de puta”, dice. El tipo de persona que, cuando habla, hace resonar los bajos fondos del jazz neoyorquino: “Era un club de música entre la 49 y la plaza de St. Nicholas. Ya sabes: juego, drogas, prostitutas. Yo llevaba un tiempo tocando allí con la banda cada lunes y martes, estuvimos siete años. Los martes venían artistas algo conocidos. Subían a tocar y la prensa los entrevistaba. Aquella noche, Gregory causó tal impresión que le dejaron actuar cada martes. Así fue durante dos años. Venía y cantaba su material”.

Pero a Chip no le impresionó demasiado. “En Nueva York hay muchos con talento. Uno más, pensé. Quizá mejor que el resto, vale, pero eso da igual. ‘Eres muy bueno, a quién le importa’. Así es Nueva York. Pero entonces empezamos a componer. Gregory vino a mi casa con una canción, me dijo: ‘Toca el piano’. Toqué lo que sentí que debía tocar. Y funcionó. Un tema llamado Illusion. Dios mío, la letra era increíble, la melodía y la armonía implícita, maravillosas. Llegué al club la noche siguiente. Le dije, Gregory, toquémosla. Incluso lo anuncié al público: ‘No vais a creer lo que vais a escuchar’. A la gente allí no le importa una mierda, están drogándose, tonteando con putas. La mayoría es solo chusma. Pero pensé: ‘Esto es algo grande. Una persona con un talento superior’. No conozco a nadie que escriba cosas así, a la altura de su maldita voz. Compone, escribe. Y además canta. Yo lo llamo el triple filamento. Y eso es lo que le colocó en una categoría superior al resto”.

De esa forma, poco a poco, Porter se va haciendo un nombre y en 2010 graba su álbum de debut, Water. El sello, Motéma, es chiquitito, pero el álbum se vuelve grande: la noticia de que ha sido nominado a los Grammy le sorprende caminando por Manhattan. Entra en un hotel y lo celebra en el bar con un bourbon. No lo ganó. Pero la mecha ya estaba prendida: actúa por todo el país; aparece en los principales diarios y llega la llamada de Blue Note Records. Les pide paciencia: publica antes un segundo álbum con su antigua discográfica (Be Good, 2012). Vuelve a lograr una nominación a los Grammy, y esto catapulta su primer álbum a lo más alto de las listas de iTunes y Amazon. El éxito del jazz en la era de la música digital. Los premios llegan por fin con su tercer y cuarto disco, ya bajo el paraguas de Blue Note; sus cifras de ventas se vuelven de seis dígitos; el reconocimiento, sobre todo, viene desde Europa, recorre todos los festivales de jazz. Y, en su ascenso, Porter arrastra a la banda con la que vio la luz en el St. Nicks; le acompañan incluso en las noches en que actúan con una orquesta que no entraría en un autobús.

Allí siguen junto a él, entre otros, el batería Emanuel Harrold y el contrabajista Jahmal Nichols —que sustituyó al anterior cuando sus borracheras y ganas de bronca se volvieron inviables—, siempre elegantes, con pajarita en el escenario, ambos de St. Louis (Misuri) y alumnos destacados en las clases de teoría de jazz que solía impartir Chip, el pianista.

Porter, en cambio, no ha estudiado música. Según él, sabe leer partituras, pero de forma tan lenta que resulta impracticable. Según su pianista, no conoce ni el nombre de los acordes. Llega con letras y melodías y armonías que él adapta al piano. No conoce la teoría. Pero en palabras de Chip, “lo oye”. Él tiene el privilegio de ser el primer filtro entre el cerebro del artista y el mundo exterior. Y resume así su relación: “Oh, mierda. Me ha tocado ser Salieri con Mozart”. Sus letras, ya lo había dicho, son parte del secreto. Viajan del amor romántico a una noche de juerga. Del Papa al movimiento por los derechos civiles. Muchas rezuman la espiritualidad del góspel. O beben de episodios personales, como aquel disparo racista que hirió a su hermano cuando él era un crío. En 1960 What?, uno de los temas de su primer disco, habla del asesinato de Martin Luther King: “Había un hombre, voz del pueblo, / en pie en el balcón del Lorraine Motel”. En Liquid Spirit, tema que daba título a su tercer álbum, invita a llenar las copas y liberar nuestro “espíritu líquido”. Un remix de este tema figuró entre los más buscados de la música electrónica en el verano de 2015. Su aura de crooner del siglo XXI le ha hecho transitar entre estilos. Ha compuesto junto a DJ, incendiado a una jauría en la macrodiscoteca Ushuaia de Ibiza, compartido escenario con Stevie Wonder, Van Morrison y Herbie Hancock; e interpretado, este verano, una versión del Probably Me, de Sting, ante el mismo Sting, en una gala que la Academia Sueca de Música organizó en honor al británico, junto a otros como Annie Lennox y Bruce Springsteen. Tras la actuación, el homenajeado le dijo: “Qué grandísimo hijo de puta, ahora el tema es tuyo”.

Entre tanto, se ha casado con una blanca, tienen un hijo mulato y ha regresado a vivir a Bakersfield, al mismo barrio donde su madre encontró una “hermosa” casa. Y esa, a grandes rasgos, es su historia. Con el capuchino acabado y el plato vacío, dice que muchos pensaban que el jazz estaba moribundo. Quizá incluso él lo compartiera hace años, cuando actuaba una vez por semana a cambio de 35 dólares. Su trayectoria ha contribuido a la resurrección. Añade que toca cuidar a los jóvenes para que la música perviva. “Las leyendas no estarán aquí para siempre”.

Antes de abandonar la mesa, queda una pregunta obligada. La balaclava. Porter responde: “Debajo tengo unas orejas enormes”. Suelta una risotada. En otra entrevista, en 2012, comentó que le habían practicado una cirugía. En una más, se puede leer que esconde “cicatrices faciales”. Se mira con coquetería en el espejo que tiene delante, se recoloca el atrezo y añade que comenzó a llevarla cuando trabajaba de cocinero. “Iba directo a los conciertos en St. Nicks, y este era mi look”. Solo ha cambiado ligeramente la gorra. Solía llevar la visera caída hasta que una mujer anciana se le acercó tras un concierto con el trompetista Wynton Marsalis y le recriminó: “Chico, no puedo ver tus ojos”. Le levantó el ala y le descubrió la vista.