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Yo soy el Tupah, el que mira con nuevos ojos

La película de Marcos Loayza ‘anhela una vuelta de tuerca en su cinematografía’.

/ 17 de enero de 2018 / 07:20

Averno abre con una cita de Proust que dice así: “El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”. Y termina con una dedicatoria personal y subterránea: “A mi madre”. La nueva y rica película de Marcos Loayza arranca con dualidades por todo lado, con luces y sombras, con las dos caras por doquier, con el bien y el mal, con el deseo y el miedo, con lo complejos (y maleantes) que somos todos en la noche (paceña), con las dos ciudades. Ninguna mejor que otra, ninguno mejor que otro, porque somos lo mismo. Y termina con la madre lejana, con la madre soñada, difunta, invisible (la de Odiseo, la de Marcos, la tuya, la mía).

Averno es Murnau en La Paz, es una película expresionista alemana trasplantada en el tiempo y el espacio a través de los variopintos personajes paceños del inframundo de ayer, de hoy y de mañana, de la religiosidad y la cultura popular; todos bajo una representación y dirección actoral sumamente teatral (rasgo del género expresionista manejado por un director que ha pasado con nota también por el teatro).

El Tupah es un lustra que baja a los infiernos y abre puertas; es un sabedor de que todos lo cagan (jailones, pacos, thineros, el averno somos nosotros); es un Quijote solitario, a ratos acompañado de su Sancho Panza, el Caras que aparece fugazmente para luego ser extrañado. El Tupah (la actuación de un gran Paolo Vargas es contenida, evolucionada y medida a la perfección) es un personaje de cuadro de Goya, de Greco, es un chango que grita para sobrevivirse como en una pintura de Munch. El Tupah es el sueño que se ayuda.

Averno es la película que quisiera hacer el Tim Burton más macabro, personal y grotesco, su proyecto secreto de película B rodada clandestinamente en el infierno oscuro de La Paz, una ciudad que no existe, una ciudad que se escribe, se filma y se inventa así misma desde los subsuelos, desde los que viven abajo.

Dice casi al final el personaje de Adolfo Paco (uno de los muchos redescubrimientos actorales del filme): “Los muertos no dan explicaciones”. Averno, tampoco. Dice el escritor alemán Kasimir Edschmid: “El expresionismo no mira, ve; no cuenta, vive; y no encuentra, sino busca”. Averno también anhela una vuelta de tuerca en la cinematografía de Loayza, es un giro copérnico para volver a la misma historia, a tipos que buscan. Si el Tupah baja y se salva de la obsesión, de la condena, de la profecía y de su propio destino (iba a morir esa noche), Loayza también desciende a las tinieblas para reinventarse sin traicionarse, para madurar y señalarse un camino, para plantar cara(s) ante el reto, para levantar una obra profundamente boliviana que bebe de todas las fuentes (los guiños literarios y cinéfilos son casi infinitos).

Pero no se equivoquen los pendejos, Averno, a pesar de sus capas y más capas (de múltiples lecturas), es poliédrica. Se puede disfrutar también sin elucubraciones sesudas de críticos pajeros (perdón por la redundancia) porque también es una pinche “peli” de viaje (interior, valga la redundancia), de aventuras. Es una road movie ritual por tugurios con golpes y más golpes y muchos tipos y tipas vestidas de negro, malos malotas, malandros todos.

También es cierto que en el medio del titánico desafío de construir un universo, el autor pierde potencia narradora pero a quién le importa si de pronto suena otro bolero de caballería. También es verdad que podía estar sobrando el bueno de Jaime Saenz, a estas alturas una postal para turistas. Tampoco se puede soslayar ni nombrar a todo el reparto y a toda la ficha técnica: desde la producción de Santiago Loayza a la dirección de fotografía de Nelson Wainstein; desde el sonido de Sergio Medina a la hermosa escenografía de Abel Bellido. Son muchos y serán olvidados pero siempre tendremos al Tupah y a sus cuatachos lustras contentos de verlo resucitado y reencontrado. Y con eso nos bastará: todo será, todo seda.

Tengo el “tinkazo” de que la séptima película de Marcos Loayza (tenía que ser la séptima) con los años (por las razones apuntadas y miles más) se convertirá en una ceremonial y visionaria película de culto, inentendible más allá de nuestras vigas. Se transformará en un lúcido ensayo sobre nosotros mismos, sobre el ser boliviano, dual por naturaleza, sobre la necesidad de nuevos pequeños “héroes” anónimos entre tanta grandilocuencia trágica y aburrida: todos los Tupah que mirarán con nuevos ojos ya estaban en la sala oscura de aquel cine en enero de 2018.
Post-scriptum: ¿Por qué las películas más oscuras de nuestro ultimísimo cine (Viejo Calavera y Averno) han sido las más brillantes, luminosas y esperanzadoras? ¿por qué no hay medias tintas con ambas dos? ¿por qué las amas o las odias? Porque son mellizas.

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Ese ‘chancho’ somos nosotros

Chakana Teatro de Santa Cruz presentó esta obra en La Paz, Arica y Santiago.

/ 31 de enero de 2018 / 05:15

El teatro es el arte de hacer (buenas y profundas) preguntas. El teatro es ese vehículo que te lleva y te trae interrogantes de difícil respuesta; es el martillo que te taladra ideas y sentimientos que se quedan contigo después de varias horas y algunas jornadas. Chakana Teatro (Santa Cruz) llegó a La Paz hace unos días, puso en escena su obra Chancho y siguió viaje para Chile (actuaron en Arica y este viernes último de enero, anteayer, en el festival Santiago Off de la capital chilena). Han pasado pocas semanas de este nuevo año, pero quizás Chancho sea la mejor obra teatral que veamos este año. Quizás.

La obra escrita, dirigida y protagonizada por Ariel Muñoz es teatro político del bueno, es arte con idiosincrasia boliviana (superando de yapa la alargada sombra del Teatro de los Andes). Chakana Teatro es producto también de la Escuela Nacional de Teatro de Santa Cruz, a veces injustamente vilipendiada y que ahora con el paso de los años y el andar en solitario de los elencos, comienza a ofrecer sus verdaderos y sabrosos frutos.

Chancho arranca y acaba tras 50 minutos con la misma frase: “esta historia (no) termina en Quebec”. Entonces estamos lejos pero es mentira. En el final, el actor principal, modo metateatro, nos dice: “Soy Ariel, tengo 38 años…”. La vida de su dubitativo (y hamletiano) personaje Eduardito es su vida, a ciegas. ¿Y también la nuestra? ¿todos tenemos un cuento de abandonos y pérdidas si retrocedemos hasta nuestras añoradas infancias? ¿por eso somos tan inseguros como sociedad? ¿entre darle y no darle, tú que haces? ¿quién te dejó a ti? ¿por qué tragamos y soportamos tanto y tanto como puerquitos?

La ascética escenografía, la coreografía minimalista, suspendida, justa y ralentizada junto a la gran actuación de Marina Pereira y Adriana Ríos acompañan este cuento real a las mil maravillas en un camino de repeticiones y silencios. El pasillo del hospital, el pasillo del aeropuerto y el pasillo de la sala de espera junto con el cubículo del baño son el espacio estilizado y deconstruido que obliga a movimientos precisos que se ven pasar, como la vida. Lo narrado marca esa extraña y cautivante estética, ese ritmo lento entre la duda y la reflexión. ¿Por qué se fue el “padre” de Eduardito? ¿Por qué lo dejó ausente siempre con esas melodías en quechua tan presentes? ¿Cómo luchar contra los abusos que la religión, como todo poder, tiene? ¿Tragando y tragando, como chanchos miedosos? 

El cerdo que da nombre a la obra metaforiza, no solo el silencio (del público también) y la creación-destrucción, sino también el pecado cometido (ese “padre” que embaraza y huye dejando al abandonado curajwawa). Tragar, engordar, callar, acumular; tragar, engordar, callar y acumular. Verbos en repetición que se hacen carne, dolor y herencia, que se hacen cadenas difíciles de romper. El chanchito es elemento de (cultura de) ahorro y riqueza, pesito a pesito hasta la pobreza final; es símbolo de encierro y estancamiento.

Chancho crea potentes imágenes y es anticlerical y anticolonial. Denuncia esas otras “formas creativas de colonialismo” (Angélica “Lidell” González dixit). ¿Es la religión, es la necesidad de creer, más allá del polvo, otra cadena invisible? Chancho es antipatriarcal: podemos ver y sentir —desde la escucha y la presencia— la potencia y fortaleza de la mujer (quechua) que viene de lejos; mujeres matriarcales, ricas, profundas, generadoras de esperanza, lucha y vida ante la figura paterna ausente.

La sobria obra de Chakana Teatro volverá a La Paz este año, repetirá el camino recorrido y será una buena oportunidad para escuchar de nuevo las (buenas y profundas) preguntas que nos dejó en enero. ¿Ese “chancho” somos nosotros? ¿Entre darle y no darle?

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La película de Marcos Loayza ‘anhela una vuelta de tuerca en su cinematografía’.

/ 17 de enero de 2018 / 07:20

Averno abre con una cita de Proust que dice así: “El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”. Y termina con una dedicatoria personal y subterránea: “A mi madre”. La nueva y rica película de Marcos Loayza arranca con dualidades por todo lado, con luces y sombras, con las dos caras por doquier, con el bien y el mal, con el deseo y el miedo, con lo complejos (y maleantes) que somos todos en la noche (paceña), con las dos ciudades. Ninguna mejor que otra, ninguno mejor que otro, porque somos lo mismo. Y termina con la madre lejana, con la madre soñada, difunta, invisible (la de Odiseo, la de Marcos, la tuya, la mía).

Averno es Murnau en La Paz, es una película expresionista alemana trasplantada en el tiempo y el espacio a través de los variopintos personajes paceños del inframundo de ayer, de hoy y de mañana, de la religiosidad y la cultura popular; todos bajo una representación y dirección actoral sumamente teatral (rasgo del género expresionista manejado por un director que ha pasado con nota también por el teatro).

El Tupah es un lustra que baja a los infiernos y abre puertas; es un sabedor de que todos lo cagan (jailones, pacos, thineros, el averno somos nosotros); es un Quijote solitario, a ratos acompañado de su Sancho Panza, el Caras que aparece fugazmente para luego ser extrañado. El Tupah (la actuación de un gran Paolo Vargas es contenida, evolucionada y medida a la perfección) es un personaje de cuadro de Goya, de Greco, es un chango que grita para sobrevivirse como en una pintura de Munch. El Tupah es el sueño que se ayuda.

Averno es la película que quisiera hacer el Tim Burton más macabro, personal y grotesco, su proyecto secreto de película B rodada clandestinamente en el infierno oscuro de La Paz, una ciudad que no existe, una ciudad que se escribe, se filma y se inventa así misma desde los subsuelos, desde los que viven abajo.

Dice casi al final el personaje de Adolfo Paco (uno de los muchos redescubrimientos actorales del filme): “Los muertos no dan explicaciones”. Averno, tampoco. Dice el escritor alemán Kasimir Edschmid: “El expresionismo no mira, ve; no cuenta, vive; y no encuentra, sino busca”. Averno también anhela una vuelta de tuerca en la cinematografía de Loayza, es un giro copérnico para volver a la misma historia, a tipos que buscan. Si el Tupah baja y se salva de la obsesión, de la condena, de la profecía y de su propio destino (iba a morir esa noche), Loayza también desciende a las tinieblas para reinventarse sin traicionarse, para madurar y señalarse un camino, para plantar cara(s) ante el reto, para levantar una obra profundamente boliviana que bebe de todas las fuentes (los guiños literarios y cinéfilos son casi infinitos).

Pero no se equivoquen los pendejos, Averno, a pesar de sus capas y más capas (de múltiples lecturas), es poliédrica. Se puede disfrutar también sin elucubraciones sesudas de críticos pajeros (perdón por la redundancia) porque también es una pinche “peli” de viaje (interior, valga la redundancia), de aventuras. Es una road movie ritual por tugurios con golpes y más golpes y muchos tipos y tipas vestidas de negro, malos malotas, malandros todos.

También es cierto que en el medio del titánico desafío de construir un universo, el autor pierde potencia narradora pero a quién le importa si de pronto suena otro bolero de caballería. También es verdad que podía estar sobrando el bueno de Jaime Saenz, a estas alturas una postal para turistas. Tampoco se puede soslayar ni nombrar a todo el reparto y a toda la ficha técnica: desde la producción de Santiago Loayza a la dirección de fotografía de Nelson Wainstein; desde el sonido de Sergio Medina a la hermosa escenografía de Abel Bellido. Son muchos y serán olvidados pero siempre tendremos al Tupah y a sus cuatachos lustras contentos de verlo resucitado y reencontrado. Y con eso nos bastará: todo será, todo seda.

Tengo el “tinkazo” de que la séptima película de Marcos Loayza (tenía que ser la séptima) con los años (por las razones apuntadas y miles más) se convertirá en una ceremonial y visionaria película de culto, inentendible más allá de nuestras vigas. Se transformará en un lúcido ensayo sobre nosotros mismos, sobre el ser boliviano, dual por naturaleza, sobre la necesidad de nuevos pequeños “héroes” anónimos entre tanta grandilocuencia trágica y aburrida: todos los Tupah que mirarán con nuevos ojos ya estaban en la sala oscura de aquel cine en enero de 2018.
Post-scriptum: ¿Por qué las películas más oscuras de nuestro ultimísimo cine (Viejo Calavera y Averno) han sido las más brillantes, luminosas y esperanzadoras? ¿por qué no hay medias tintas con ambas dos? ¿por qué las amas o las odias? Porque son mellizas.

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