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No me vengas siempre con el mismo cuento

Hoy la “novedad”, así como la “originalidad” son consideradas un valor dentro del arte. Así, lo nuevo pasa con solo ser novedoso y lo original de algo se transmuta en la originalidad de alguien. Sin embargo, detrás de estas distorsiones el peligro de banalización acecha, porque se encuentra implícita una renuncia por demás significativa; la renuncia a la posibilidad de lo nuevo, y yendo más allá, tal vez solo entre paréntesis, a la utopía. En efecto, la idea de novedoso o de novedad, en su uso dentro del arte, no conducen a lo nuevo y contrariamente, oscurecen el camino.

Algo es novedoso en tanto está mejorado o incorpora una característica nueva, es decir, está innovado. Está vuelto a nuevo, es una versión 0.2 con fecha de expiración, es un simulacro de “nuevo”. De igual forma la idea de originalidad, que definiríamos como algo que está fuera de la norma, se consolida en desprestigio de la idea de lo original, en su sentido clásico: único. De esta manera, si bien no podemos asemejarlo al simulacro, sí descubrimos algo parecido: una suplantación, una calidad (original), un adjetivo reemplazado por un sustantivo (originalidad).

Tales constataciones nos llevan por un camino asociativo, al viejo cuento de la alegoría del filósofo alemán de origen judío Walter Benjamin (Berlín, Imperio Alemán, 1892 – Portbou, España, 1940), sobre el cuadro Angelus Novus de Paul Klee: “El Ángel de la Historia” *. Ésta es la imagen: un ángel que vuela hacia el futuro, mira hacia atrás. En su mirada perpleja se refleja toda la destrucción que es la historia. No obstante, su vuelo no se interrumpe, empujado por un huracán sigue su viaje hacia el futuro. En nuestro caso, el ángel no está perplejo ante el horror de mirar la historia, sino hechizado por lo novedoso y seducido por la originalidad de lo que ve, ¿y qué ve? El ángel mira la historia en la Tv y su presente en Facebook. El huracán ha dejado de soplar y el futuro flota en el aire estancado de la habitación de un edificio de alguna ciudad.

Así, la reflexión sobre tales palabras —tipo novedoso y original— deja de ser una pose o un gesto melancólico o una pérdida de tiempo, y se convierte en un posicionamiento, un intento de restitución de territorio, una reivindicación del territorio del arte. Reivindicar lo nuevo y lo original para el arte es reivindicar su posibilidad de dejar huella, aun cuando la huella signifique la constancia de una desaparición. Parafraseando a Benjamin y su imagen sobre la Historia, podríamos decir que el arte es una bola de fuego que ilumina el horizonte por unos segundos. Que ilumina para luego oscurecer eso que ha iluminado, una y otra vez en un eterno retorno, con la aspiración de dejar inscripta una huella que nos permita retornar al origen —de ahí lo original— iluminado nuevamente, pero de una manera totalmente distinta —de ahí lo nuevo—. Ése es el fantasma del arte; la huella que retorna de un pasado oscuro y que se hace visible por una fracción de segundo. Ésta es su gran paradoja, la que en definitiva diferencia el arte del palabrerío porque dejar huella implica al mismo tiempo la restitución de “algo” y su sustracción que estuvo y que no termina de irse jamás.

*Walter Benjamin en Tesis sobre la filosofía de la historia, Tesis IX.