Icono del sitio La Razón

Día del Padre, ‘patria potestas’, patriarcado y equidad

Foucault dejó claro el sistema de recompensa y castigo que establece la sociedad para perpetuarse sin cambios y sin que los privilegiados de tal estructura pierdan ese estatus. Y si la herramienta para lograrlo

es la cultura (a través de todos sus mecanismos a la mano: educación, religión y, principalmente, la familia), el lenguaje resulta la vía fundamental de internalización de los valores culturales (que convienen al establishment).Es interesante, en ese sentido, comprender lo que llevamos tatuado en nuestra genética ya, cuando decimos “padre”, o cualquiera de sus equivalentes idiomáticos a lo largo y ancho de las culturas “occidentales”.

El término pater, puesto en acción, es decir el pater familiae en ejercicio de sus funciones, la patria potestas, resulta ser la cabeza del clan familiar (patria, en latín). Pero, ¿qué supone ese concepto y su ejercicio? La patria potestas implica, en el entendido de la cultura greco-romana —de donde vienen esos términos y además la mayor parte del pensamiento fundacional de la “civilización occidental”—, ser el cauce genético de un linaje (porque el cauce y linaje supuestamente era otorgado por el hombre), y el propietario de todo lo que conlleva esa reunión de seres (propietario de la mujer y los hijos, al punto de poder decidir sobre sus vidas, por ejemplo), tanto como de las tenencias materiales que acompañan tal jefatura (incluidos los esclavos que se tenían en la época, que “naturalmente” no eran sus iguales).La terminología que nos ha llegado no ha cambiado nada.

Pero, lo peligroso es cuán mínima ha sido la evolución de la comprensión e implicaciones de tales palabras y conceptos incrustados en nuestro lenguaje diario y, por lo tanto, normalizados en el imaginario que determina cómo debemos vivir y proceder frente a la denominada “realidad” cotidiana.

El padre, en demasiados casos, sigue siendo considerado el núcleo de la familia y no está lejos de ser el propietario de los miembros que la conforman. Por ejemplo, a pesar de avances recientes de nuestro Código Civil, increíblemente aún sucede que mujeres pierdan el apellido propio al desposarse legalmente y que tomen el famoso “de…” (“Julieta de Aramburo”). Y aún hoy aceptamos como “normal” la aberración de que el lenguaje siga nombrando a diario a muchas mujeres como propiedad. Y los hijos, a su vez, también a pesar de avances legales, “normalmente” llevarán el apellido paterno. Siendo además que, la mayoría de los apellidos en cada idioma occidental, refieren a la propiedad del pater familiae sobre la prole (González quiere decir “de Gonzalo”, Fernández es “de Fernando”, y es igual con los símiles idiomáticos como Johnson, “hijo de John”). Y todo esto está “normalizado” al punto que mucha gente dirá que exagero porque “aunque usemos esas palabras, estamos en el siglo XXI, en tiempos de la tecnología y posteriores a la posmodernidad, y actualmente pensamos muy distinto”.

Pero, ¿realmente pensamos distinto? ¿Por qué los casos de celos llevan a tantos feminicidios entonces? ¿No es esto una clara revelación de que el “señor de la casa” —el “señor”, en el sentido feudal y propietario—, decide sobre las vidas de su núcleo familiar, de las que naturalmente se siente dueño y, en caso de ser contrariado por ellas, puede disponer de tales? Y no pretendamos que eso solo pasa “en el campo” (presunción discriminatoria y falsa), porque tales hechos, así como las violaciones intrafamiliares, siguen a la orden del día en todos los círculos sociales.

FIGURA. Ha cambiado poco el privilegio del patriarcado y la institución de la familia en su concepción generalizada, la cual además se defiende a ultranza cada dos por tres (pensemos en la cantidad de organizaciones defensoras de esa precisa “familia tradicional”, a veces incluso denominada “familia natural”, como si el pensamiento humano no hubiera incluido ya un Foucault, un Durkheim o tantos otros, ¡muchas de tales organizaciones lideradas además por mujeres!).Tanto en el habla como en nuestros actos, seguimos basándonos de forma “normal” en el modelo de los mitos de seres todopoderosos siempre masculinos (esto incluso en panteones politeístas), y de los “padres de la patria” (patria además, siendo el territorio de nuestro padre).

Y los relatos iniciáticos de la cultura occidental (protagonizados por hombres todos —claro—), consisten en “matar al padre” o no, y esto determina los roles que seguimos en la vida. En la época antigua, Cristo, Mahoma, los patriarcas judíos, etc., se sacrifican por el padre y esto hace que sean premiados como ideales de virtud del ser humano (decir ‘ser humanA’ nos haría doler la oreja habituada al patriarcalismo que el lenguaje afinca en nosotros). Edipo en cambio, sufre la consecuencia trágica de no someterse al padre. Hamlet, por su parte, acabará muerto por dudar sobre creer o no a la figura paterna. Y, si este ejemplo suena un poco más autodeterminado, es porque refleja el ingreso de la humanidad a la era del pensamiento científico y, aún así, la sola posibilidad de no obedecer el “mandato paterno”, aunque éste sea dudoso, acaba en tragedia. De nuestro lado del mundo, en Pedro Páramo, Juan Preciado, incluso luego de muerto, debe conseguir sanar la relación rota con el padre si es que quiere descansar en paz. Relatos de hombres que se deben a hombres. Y las telenovelas y películas actuales, desde Disney hasta el propio cine de autor, poco avance han tenido en esta lógica.

¿Y por qué no ha evolucionado el pensamiento detrás de las palabras? Por los privilegios que implica. Históricamente comprobamos que es muy difícil que una “clase” ceda ante la evolución del pensamiento e incluso ante los hechos, y pierda sus privilegios. Lo comprobamos en todas las luchas por igualdad. Aún luego de guerras terribles al respecto, se sigue teniendo que luchar por la igualdad racial (aún hoy cualquier persona no-blanca es el no-igual, el que debe probarse como idóneo pues es un no-merecedor-natural de los derechos del pater familias o patriarca –blanco y propietario). Igualmente en relación a las clases sociales: por ejemplo, siguen habiendo familias que se consideran con derecho a ciertos espacios de privilegio a los que otros no debieran acceder (eso lo constatamos en el día a día actual de Bolivia), y, claro, en relación a los derechos de género (que un hombre se vista “de mujer” o “no se comporte como hombre”, aún incomoda, aún ofende).

PRIVILEGIO. El patriarca (el macho alfa, pero bien macho y mejor si es blanco y “de familia”), sigue gozando de privilegios económicos, culturales y hasta arquitecturales que para nada quiere ceder. Por eso no es extraño ver a patriarcas religiosos y/o políticos accionando para que no haya cambios en sociedades que pagan más a un hombre por tareas similares realizadas por profesionales/trabajadoras mujeres; con estructuras estatales y privadas que aún no ‘aceitan’ lo necesario para acoger de igual forma a mujeres y a hombres y menos a autoridades femeninas; y en ciudades y colegios que siguen siendo construidos alrededor de canchas de fútbol, donde hay que dejar que los chicos (futuros héroes y patriarcas) pateen la pelota aunque esto golpee a alguien y tenga a las mujeres o a cualquier persona que no-guste de “patear pelota”, relegadas y relegados a ser marginales físicos de este diseño estructural y discriminador, que es “normal”.

Y, claro, yo también me debo a un entorno familiar heteronormativo. Pero, si debo agradecer a mis progenitores/mis progenitoras mucho por lo que soy, creo que es principalmente por el acierto de que mi madre haya logrado y “sabido” ser una madre-padre determinada y determinante, persona fuerte y cabeza de familia, y el acierto para nada menor de que mi padre haya sabido ser un padre-madre de mirada suave y aguda, persona fuerte y compañía cálida de los miembros del hogar y de las determinaciones de su pareja. Me toca ahora el delicado ejercicio de ceder privilegios arbitrarios e injustos y de ser padre sin ser paternalista ni ‘propietario’, y que ni mis actos ni mi lenguaje carguen el imaginario perverso de la heteronormatividad y el patriarcalismo que tanto daño, constatamos día a día, causan entre nosotros.