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El hilo invisible

Con todo y sus altibajos, la del californiano Paul Thomas Anderson es de las filmografías más provocadoramente inquietantes que resulta dable identificar en el cine de estos días. Se trata sin más de una obra de autor, calificativo que justamente en el presente calza a cabalidad en el hacer de muy pocas figuras dentro de una producción sujeta en su abrumadora mayoría a los clichés, las franquicias y otras modalidades propias del imperio de lo establecido, de la rutina atenida a lo seguro, renuente a las discordancias, al riesgo creativo en suma.

Desde el principio la carrera de Anderson, que en la oportunidad se reserva la triple función de realizador, guionista y director de fotografía, es siempre, más allá de las historias abordadas, en diversos géneros, una interrogación abierta a las complejidades de la construcción de cualquier relato, lo cual se traduce en definitiva en una suerte de forcejeo ininterrumpido con los estereotipos de la puesta en imagen, de los cuales se aparta, exponiéndose eventualmente a la indescifrabilidad. Por eso, anecdóticamente, no dejaron de sorprender las seis nominaciones con las cuales el reciente trabajo de Anderson resultó bonificado en el reciente reparto de Oscares, siendo que la Academia siempre ha dejado fácticamente en claro su fobia corporativa frente a cualquier amague críptico.

Pudiera ser que el académico despiste sea atribuible al clasicismo formal recurrido por el director en los rubros nominados, si bien tal empaque puesto en contexto, apartándose de valoraciones superficiales, suma a las innumerables exégesis habilitadas por la deliberada tensión entre lo contado en El hilo invisible y el modo de hacerlo.

Ambientada en Londres durante los años 50 del siglo pasado, la trama focaliza su mirada sobre la intimidad de Reynold Woodcock, el modisto más famoso del momento. Éste, junto a su hermana Cyril, regentan el sofisticado taller de costura que provee de indumentaria a la crema y la nata de la sociedad londinense, incluyendo connotadas figuras de la realeza. No es empero la épica triunfalista del ascenso de Woodcock a tal sitial el asunto que le interesa al director traer a colación. Le importa más bien diseccionar el comportamiento maniático del único varón en medio de la colmena de ejecutoras de los diseños creados por aquél, confrontando las neuróticas normas disciplinarias por él impuestas en vena siempre autoritaria, con el hieratismo impasible del resto, contraste que genera una pesada atmósfera, la cual viene a ser en definitiva al mismo tiempo el empaque y el significante a partir del cual busca su sentido la narración.

Aun cuando ésta no explicita en ningún momento los antecedentes sentimentales de Woodcock, se van filtrando de tanto en tanto señales de su inestabilidad sentimental, de incapacidad para construir vínculos personales consistentes e incluso, extremando la lectura, de una suerte de indefinición en sus preferencias sexuales. Un conquistador absorto, enamorado de veras tan solo de sí mismo, de su talento. Y este último resulta ser en definitiva su mayor capital, al igual que una suerte de condena existencial. 

La llegada de Alma a la claustrofóbica fortaleza de Woodcock insinúa abrir un boquete en la rutina del lugar. Ambos se conocieron casualmente en un restaurante del camino donde Alma trabajaba como camarera. Y el contacto inicial enrumba pronto hacia una atracción mutua, pero más rápido todavía el romance en ciernes se desliza hacia el cenagoso terreno de una relación enfermiza de ribetes cada vez más perversos, alrededor de la cual, en calidad de ambigua celadora, revolotea Cyril fluctuando entre las estrategias para ahuyentar a la advenediza y algo parecido a una soterrada complicidad con aquélla.

Por añadidura, el fantasma de la madre de los Woodcock circula en los entresijos del relato agregando otra pizca de misterio al enrarecido ambiente circundante.

El tortuoso, envenenado amor entre Alma y Reynold solo consigue aflorar a plenitud cuando ambos comprenden que sus insalvables diferencias expirarán una vez trizada la normalidad, cuyo reverso es la enfermedad, la descomposición de los cuerpos, proceso que ella se encargará de acelerar suministrándole a él pócimas contaminadas que terminarán por acentuar los daños de su ya maltrecha humanidad, anudando así el invisible hilo de lo real con la amenaza persistente de su descomposición. Hay un eco de las películas más densas de Hitchcock en tal modo de trabajar la seducción en el registro de lo maligno instalado en la cotidianidad.

Del pormenorizado escrutinio de los tormentos sicológicos que el diseñador soporta, a causa de su manía perfeccionista, podría inferirse una suerte de confesión del realizador mentando sus propios espectros, convocados en su no menos maniática aversión a rozar siquiera cualquier fórmula frecuentada por el cine al uso. De paso, otra posibilidad exegética franquea la posibilidad de encontrar entre líneas ácidas apostillas a propósito de la condición del artista en general, así como del lugar que le reserva una sociedad donde tal sitio es el de la soledad bajo sospecha permanente del poder.

Daniel Day Lewis, protagonista asimismo de Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007), otro de los títulos imperdibles de Anderson, pertenece a esa estirpe de actores en los cuales es dable siempre confiar, no obstante su inclinación a copiarse, antesala del estereotipado que roza a momentos sin rendirse —es cierto— a semejante acechanza, cuya sombra aparece permanentemente presente, sin embargo dejando en el aire una sensación de “esto ya lo vi antes”. En cualquier caso, de seguro no es casual que una década más tarde Anderson recurra a Day Lewis —en la que al parecer será su última presencia en la pantalla—, pues fue a partir del título recién referido cuando su filmografía acabó por distanciarse radicalmente de los modelos estatuidos, eligiendo la fragmentación y la sugerencia para bordar relatos alrededor de personajes y relaciones fuera de quicio. En ese sentido el personaje de Woodcock remite, en muchos de sus rasgos, al del torvo Daniel Plainview en aquel trabajo.

Época. No obstante el lujo, la sofisticación, que se visualizan en el taller de costura, la no menos cuidada ambientación de época, el esnobismo a flor de piel de la clientela proveniente de los estratos más acomodados de la sociedad londinense, El hilo invisible dista una enormidad de semejar siquiera alguno de los habituales melodramas de época jugados al exhibicionismo figurativo. Apuesta por el contrario al minimalismo dramático y a la densificación, hasta volverla sofocante, de la atmósfera. Opción enriquecida por una fotografía entre penumbrosa y de alto contraste y por la partitura aportada al piano por Johnny Greenwood (integrante de Radiohead), la cual acompaña rítmicamente el progresivo desasosiego que se apodera de la historia sin invadirla con afanes protagónicos. Por lo demás, Londres apenas se entrevé a través de las ventanas y no pasan de un par las callejuelas transitadas por alguno de los personajes, otro guiño respecto a los aderezos narrativos de uso recurrente, para el caso la socorrida tentación de aprovechar con indisimulable afán turístico, digamos, lugares por demás conocidos, para facilitar así la identificación pavloviana del espectador con la trama.

Anderson arma casi todas sus escenas de una manera aparentemente poco imaginativa, tosca si se quiere, en base a planos y contraplanos, procedimiento que en otras manos puede derivar hacia la pesadez descriptiva. Pero la precisa conjugación con los otros recursos de la puesta en imagen deja constancia de que las piruetas formales o la movilidad forzada de la cámara, en tantas oportunidades socorridas para encubrir la ausencia de ideas, no deja de ser un procedimiento cosmético, este si más bien prosaico. De tal suerte, volvemos sobre lo ya dicho, El hilo invisible suma otro pico a la carrera de un realizador atípico en tiempos de flaco atrevimiento para aventurarse más allá de las maniqueas pautas de los manuales de la corrección artesanal resignada a las sumas y restas del balance de taquilla.

Ficha técnica

Título original: ‘Phantom Creed’

Dirección: Paul Thomas Anderson

Guion:  Paul Thomas Anderson

Fotografía:  Paul Thomas Anderson

Montaje: Dylan Tichenor

Diseño: Mark Tildesley

Arte: Chris Peters, Denis Schnegg,  Adam Squires

Música: Jonny Greenwood

Efectos: Peter Kersey, Chris Reynolds, David Danesi, Sonia Marques

Producción: Paul Thomas Anderson, Chelsea Barnard, Megan Ellison, Peter Heslop, Jillian Longnecker

Intérpretes: Vicky Krieps, Daniel Day-Lewis, Lesley Manville, Sue Clark, Joan Brown, Harriet Leitch, Dinah Nicholson,

Julie Duck, Maryanne Frost, Elli Banks, Amy Cunningham, Amber Brabant, Geneva Corlett, Juliet Glaves – INGLATERRA-USA/2017