Hace un par de semanas fue asesinada Marielle Franco, mujer, negra y bisexual, bandera política de lo abyecto en una sociedad patriarcal, heteronormativa, de dominio blanco, pero paradójicamente quinta concejala más votada de Río de Janeiro.  Marielle logró notoriedad por su labor como defensora de los derechos humanos, en concreto de los derechos reproductivos y ciudadanos de las mujeres de las favelas, así como denunciante del abuso de poder ejercido por las fuerzas del orden en un Estado que disfraza en democracia, la cooptación de un gobierno servil a los intereses oligárquicos legales e ilegales.

En tierra de nadie, el cuerpo de una mujer, vuelve a convertirse en territorio de guerra y se emplea para sembrar el terror y enviar un contundente mensaje de impunidad a una sociedad intrínsecamente amenazada por mafias que hacen la estructura de un Estado marcado por la corrupción. Un trofeo de guerra, que, desde el ejercicio de la violencia extrema, a plena luz del día, con un modus operandi ajeno a la región, calla a la amenaza de cambio y consolida el estatus quo de un territorio que alberga delincuentes de calle amparados en facinerosos de cuello blanco.

Asesinato. Según el Atlas de Violencia 2017, el año 2015, 4621 mujeres murieron en Brasil por homicidios dolosos, 4,3 muertes por cada 100.000 mujeres. Asesinatos que no terminan de enmarcarse en la jurisprudencia del feminicidio, pero que muestran en la intencionalidad de los mismos, el delito de odio que aqueja a la mayoría de la población brasileña y que se ensaña con las mujeres negras y pobres.  El asesinato de Marielle se atribuye cada vez con más fuerza a un crimen de odio, gestado por sectores fascistas que buscan extremar el golpe parlamentario del 2016. Sectores sociales para los que las identidades que representa Franco constituyen una amenaza estructural.

Marielle Franco, encarnó desde la conciencia, la disidencia en el cuerpo. Su presencia sola, simbolizaba el discurso de la diferencia. Era la evidencia innegable de la falsedad de un sistema de dominación construido discursivamente a la talla de los intereses binarios, maniqueos, de una verdad cada vez más insuficiente para representar la realidad de lo diverso.

Su muerte trasciende la encarnación en vida, para convertirse en arquetipo, molde fundante de los (as) marginales. Símbolo arbitrario de guerra, que se resignifica en el imaginario social para hacerse cuerpo de paz, en transformación constante. Desde la muerte, hoy su cuerpo está más que presente, se hace discurso y con el discurso construimos las verdades que con balas intentaron acallarse.

  • Carol Michelle Gainsborg Rivas es investigadora y magister en educación