Apoplejía de sonido articulado, tos de drama, inanición en la imagen sin meticulosa manipulación, sarpullido de impostura antes que labor, fiebre de tecnofervor. Algo se desteje, algo se deshila. Pero de bailar, se baila. De crear, se emula.

Un personaje no quería dormir por miedo a no despertar más. Otro, al contrario, dormía y volvía a dormir porque no tenía nada por qué estar despierto y continuar. Un tercer personaje era el sueño mismo, ni dormía ni estaba despierto, como el gato. Este último no sabe del temor, habita como las alas de un colibrí en movimiento, ni se ve.

Quién sabe si en lugar de haber nacido gente hubiera sido un zagual o un anafe. No hubiera hecho escándalo ni habría dado regalos ni hubiera sospechado de las cortinas. Pero no fue así. Ahora se levanta, se acuesta. Entre medio hace cosas para ganar o perder plata.

Usar un instrumento tan solo por su timbre y no tener idea de sus posibles texturas y otras posibilidades, decorar una caja de zapatos con motivos mayas y pretender haber innovado el espacio habitable, ignorar una condición inicial y esperar el resultado perfecto sin haber acariciado el proceso… cosa de elecciones y de ciertas limitaciones.

Sueño séptimo: no puedes pagar porque quien debe pagar espera un pago de quien no puede pagar porque tiene una cuenta pendiente con quien debe pagar pero no tiene con qué, pues quien tendría que pagarle no puede. Entonces llega un monstruo grande y pisa fuerte, se llama Impuestos, el gran usurpador. Despiertas y te antojas un durazno al jugo.

Garabombo el invisible salió a una plaza a solidarizarse con los niños de Etiopía sin pan ni perro que les ladre, no hubo medios ni la imagen ni los sonidos ni “me gusta” ni hablemos del asunto. Los invisibles son también silentes, inodoros. No existen.

Situación 1: una sala amplia, totalmente blanca.

Al centro, una mesa totalmente negra. Alrededor, varios artistas (mujeres y hombres) innegables, inefables, infalibles, intachables, invictos, integrales. De entre el público (poco), emergen cien mujeres adultas mayores y ancianas, con indumentaria del norte Potosí, extendiendo las manos. Se acercan a la mesa, se comen a los artistas. Fin del performance. Premio. Hay un programa denso que explica la obra.

El habla, sonoridad del lenguaje, la escritura, una huella, grafema, marca y borradura. La sonoridad es efímera, es como el humo de un incienso. La marca permanece y es, sin embargo, un dibujo, una traducción. Y a lo mejor no alcanza. Hay tantas sonoridades para la extrañeza, por ejemplo, que al escribirlas tomaría varias páginas y enredos entre palabras que quisieran sonar, antes que estar pegadas al espacio.

En el tiempo espacio (Pacha, para quienes quieren quedar corticalmente descolonizados), en el que se cuecen todas las habas de la patria atribulada, están floristas lanzando primorosas flores frente a frente, codo a codo, pechito con pechito. Mientras, y desde las alturas, las voces definitorias insultan a los prójimos como lo hubiera hecho Franco con Hernández o un dedo índice con la hormiga hippie, o un pinquillo, disfrazad sutilmente de corno inglés, con un habitante de la altipampa.

En el tiempo alabeado de la asfixia lúdica, se cree en los ladrones buenos y en las manifestaciones de los cristales hablando en lenguas para sanar asuntos del amor y de las deudas, se adula a la razón del mínimo esfuerzo, se aplaude los mejores modelos parodiados en las músicas y en las artes escénicas. Se encuadra la producción de un simulador del lápiz, y hay hasta cerveza sin alcohol y actos de subversión para bajarlos como apps.

  • El escritor, compositor, docente e investigador sonoro Oscar García Guzmán presentó el 4 de abril su más reciente obra Libro de velos, en la Casa del Poeta, dentro de las jornadas organizadas por AveSol. Editorial 3600 es la responsable de la edición, con una introducción del escritor y editor Willy Camacho.
  • Ha publicado Golpes de Tambor (Ediciones del Sapo, 1985), Morena rena (Ediciones del Sapo, 1985) y Libro de rastros (Editorial 3600, 2015).