El español Javier Marías, admirable por novelas como Corazón tan blanco, se ha convertido en merecedor de críticas más que justificadas por relativizar la gravedad de los crímenes cometidos por motivos de género con frases como “la dificultad de combatir la violencia machista estriba en que en ella no hay conspiración ni proselitismo” y “cada crimen machista va por su cuenta” (en su columna de El País, 10-12-17). Entre las respuestas que ocasionó, Santiago Morán publicó con acierto absoluto en Twitter: “Dice Javier Marías que no hay una conspiración contra las mujeres. Pues sí, se llama patriarcado y se transmite, cultiva y vigoriza desde artículos como los suyos”.

La cultura es la gran perpetuadora de ideas y visiones que hacen que nos comportemos de formas que consideramos como “naturales” solo por estar reproduciendo lo que nos rodea. Esto se visibiliza con Goebbels y el nazismo, donde toda manifestación pública (desfiles, himnos, símbolos patrios, fiestas populares y el arte —películas, literatura y hasta la música—, así como la educación) transmitía determinados ideales hasta lograr una firme creencia en aquello que se normalizaba como “correcto” y hasta como “superior”.

Pero no solo en condiciones extremas el entretenimiento y la cultura resultan el aparato legitimador de lo que se debe y no se debe hacer en una sociedad. De manera más sutil y, por tanto, más efectiva, hace casi 25 siglos ya el arte, y sobre todo el teatro —de origen dionisíaco, es decir contrario a los ideales elevados o apolíneos—, paradójicamente fue direccionado a perpetuar al panteón griego que terminaba validando a una casta (los “ciudadanos”), y su forma, y no otra, de entender la sociedad. Eurípides se animó a escribir una magnífica obra que no defendía a aquel status quo y fue defenestrado como misógino por ello (irónicamente por escribir Medea —una mujer extranjera, con otros valores culturales, como protagonista de un relato crítico para con los griegos—).

Solo con siglos de repetición de otro relato, el Imperio Romano pudo pasar a una cultura distinta: la católica.

Las religiones, que aún hoy son eje de cualquier cultura, validan su ideología con relatos míticos perfeccionados durante milenios. Por ejemplo, los Evangelios recién se instalaron como “verdad” en la visión Cristiana hacia el año 300 y se oficializaron en el Segundo Concilio Trullano el año 692, así como la Biblia católica se terminó de validar en el Concilio de Trento en 1546. Similar proceso han tenido las otras religiones.

Y, así como el panteón grecorromano, el relato judeo-cristiano se volvió algo incorporado en nuestro subconsciente hasta ser algo asumido e incuestionable gracias a la repetición milenaria dada a través de un medio lo más masivo y sugestivo posible: la misa. Ese ritual altamente dramatizado incluye el uso de impresionantes órganos instalados como parte central de la arquitectura religiosa (que no es otra cosa que el uso de las formas, la luz y la acústica para producir sobrecogimiento), y resulta el equivalente del aparato comunicacional más impresionante del inicio de nuestra era, el teatro, o del cine de industria en nuestro tiempo.

El relato de las religiones, así como el del surgimiento de las naciones, ha mantenido siempre un estricto protagonismo masculino. Y toda mujer que logró escapar al mandato de solo “cuidar el hogar” y participó activamente de la política o el arte, fue sistemáticamente negada o disminuida por la masculina “historia oficial”. Eso ha normalizado la idea de la preponderancia del macho-activo-protector y la hembra-compañera-pasiva. Pero, ¿cómo se ha logrado esto? ¿Esa visión es algo “natural”? Si leemos las “biblias” de las distintas religiones, aparte del protagonismo masculino, encontramos que coinciden todas en dar fuertes castigos a las mujeres que no se someten al hombre. Lapidaciones y hogueras son feminicidios legitimados en la cosmovisión de las religiones y culturas aún vigentes. Y, si bien los patriarcas religiosos pueden (o no) advertir a sus feligreses que “matar es malo”, ese relato perpetuado durante siglos sigue en nuestra genética cultural y aún no se lo refuta ni revisa siquiera.
En tiempos más agnósticos, actualmente, el relato que se está construyendo a lo largo de los años como “verdad” y “valor positivo”, a través del mensaje repetido en las películas y productos de televisión mainstream que consumimos como “entretenimiento”, vuelve a situar al hombre como eje. Y si la mujer quiere levantar la voz, la respuesta puede ser tal cual la caza de brujas del catolicismo contra las mujeres que no aceptaban ser sumisas (ya lo leeremos abajo). Se repite además hasta el cansancio que l@s latin@s son narcos o cuerpos seductores, l@s islamitas son terroristas, las mujeres ya van a trabajar pero sobre todo son madres o amantes sacrificadas, l@s homosexuales se dedican a actividades estéticas y l@s trans son personajes extravagantes así como toda opción “antisistema”. Así se construye la imagen del macho-blanco (de-preferencia-norteamericano)-heterosexual incontestablemente “bueno”, portador de los “valores positivos” y “salvador del mundo”. Y los demás a obedecer y agradecerle.

Entonces aparece una señora actriz, Frances McDormand que, al ganar el Oscar por Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, acaba su agradecimiento diciendo Inclusion Rider!, que es una cláusula que están poniendo en la industria para que los protagónicos dejen de ser solo de hombres-blancos-heterosexuales. Y el grito es comprensible luego de siglos en que ya se hace demasiado evidente que la cultura nos fuerza a aceptar como “normal” que hay unos, y solo unos, destinados a decidir sobre los demás y “por su bien” (vía religión, vía entretenimiento, vía “educación”, vía símbolos e íconos y ahora también vía Champions League).

Lo que no es “normal” es que alguien medianamente informado como Marías diga que “no hay conspiración ni proselitismo” (en la violencia machista), y que, luego de siglos de relatos sexistas, diga que “no cabe duda de que cuantos aplauden a la sexista McDormand están en el buen camino para asesinarlo (al arte libre y personal)” (26-3-18). Y claro que los autores pueden crear sin “inclusión”, pero ningún emisor de contenidos públicos, y menos las industrias legitimadoras de valores y cosmovisiones, pueden hacer vista gorda a los efectos de sus emisiones. El artista perpetúa establishments y se vuelve propaganda, o ejerce el rol crítico que se supone tiene el arte y su sensibilidad.

Figuras como la de Marías son las que hacen que uno se avergüence de seguir en el rol masculino como se lo entiende triste y mayoritariamente: el del proveedor que llega a casa a hablar con la voz más elevada que los demás, como si fuera dueño de la verdad, a tomar el control remoto del plasma más grande para ver fútbol mientras se le pasa la cerveza y los demás a los rincones a no molestar al macho-alfa. Inclusion Rider! en esos hogares, Inclusion Rider! en las fiestas y deportes populares, pero sobre todo Inclusion Rider! en las religiones —si es que aún van a existir.