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Vaginas, capitalismo y el siguiente modelo

El teatrista Diego Aramburo plantea la figura de mujer y hombre desde el consumo, reflejada en la publicidad.

/ 18 de abril de 2018 / 05:09

¿Cuándo fue la última vez que vio usted un calendario que promociona una marca de cemento, tornillos o enseres automotrices diversos y que lo hace a través de la imagen de una mujer voluptuosa —de preferencia con poca o ninguna ropa—? Parece una pregunta de otro tiempo, pero siguen existiendo estos elementos y por montón.

Por el contrario, si pregunto: ¿cuándo vio el último video musical sin mujeres refregándose al bailar —nuevamente, de preferencia con poca o ninguna ropa—?, la respuesta será la opuesta porque los “éxitos” que no muestran cantantes viriles mientras las mujeres se les lanzan alrededor, son escasos sobre todo en la música latina, y peor si se trata del rey de las discos, el reggaetón.

Pero esto no es nuevo. Ni es parte de “la decadencia de la juventud actual”. Elvis y The Beatles hacían prácticamente lo mismo, mientras la publicidad de los años 50 ofrecía que se le regale a la mujer un mejor detergente en San Valentín para “festejarla facilitándole las cosas”; paralelamente, los masculinos “hombres-Marlboro” salían a la conquista del viejo oeste para ampliar sus horizontes con un cigarrillo en la boca, y pronto los vehículos ya no podían ofrecerse sin una mujer haciendo contorsiones que aludirían a un orgasmo ‘placentero’ (entiéndase ‘doloroso’), al tiempo que debían lograr mostrar “más piel” detrás de sus ajustados y escotados vestuarios.

Y esto es tan “normal” que hasta parece la simple repetición de “obviedades”. Pero eso es precisamente lo preocupante del caso. Desnudemos, entonces, un poco el aparato del consumismo detrás de estas imágenes.

Entendamos primero que todo esto se ha dado siempre dentro de los parámetros del “buen gusto” y las “buenas costumbres” que decían y dicen que la mujer puede insinuar pero nunca explicitar. Es decir, la imagen publicitaria de la mujer debe invitar a más, porque si se “pasa de la raya” ya no causa deseo. De hecho, las categorías tradicionales de clasificación de las películas de industria (las que más se comercializan y son más vistas) establecen que una película es pornográfica cuando deja ver vello púbico. Una mujer que lo muestra todo no es deseable, “no vende”, porque no deja margen a la “imaginación viril” que quiere poseerlo todo (especialmente a la mujer o, más precisamente, su vagina). Peor aún será si ella se atreve a desear, porque en ese caso la mujer asume el rol destinado solo al macho conquistador, porque la mujer que desea deja de ser objeto y se vuelve sujeto, por tanto, deja de ser deseable.

En la pornografía la mujer puede mostrar todo, de hecho debe mostrarlo todo, pero es para completar la sumisión que la lleva a “gozar del dolor” que le causa el “macho más macho”.

En ese sentido, el tropos “la he poseído” (“I had her”, en inglés, por ejemplo), dice mucho. El “hombre viril” tradicional en la cultura latina está “destinado” y tiene hasta su razón de ser en sumar siguientes posesiones y seguir acumulando conquistas. Y los Estados, manejados con la misma lógica capitalista, masculina y patriarcal, buscan lo mismo. Las religiones también. Hay que “tener” más adeptos, más riquezas, más.

Virilidad. Por el contrario, es tachado de “falto de hombría” o de “poco viril” el macho que no sea paternalista y que no tenga suficiente poderío para ser un buen “patriarca” —quien debe defender y expandir a “los suyos” y “su reino”—, para dejar a su prole más que aquello que él recibió (exigido en toda cultura, comenzando por la Biblia donde está la parábola de los talentos, por ejemplo).

Y como el capital debe mantenerse en movimiento, sumándose a la idea de comprar/tener todo lo nuevo y lo último (“necesidad” creada que además se asocia directamente con la idea de “poseer” a la mujer), aparece el concepto actual de “caducidad psicológica” de los bienes de consumo.

Esto consiste en que la abundante información y publicidad sobre la salida del “siguiente modelo” genera la necesidad-no-real en el consumidor de deshacerse de su ropa del año anterior, de su vehículo o su computadora, para gozar de un beneficio extra “presente solo en el nuevo modelo”, por insignificante que éste sea. Y así es que desechamos un pantalón que podríamos seguir usando perfectamente por par de años más, pero la moda ya cambió y hay que tener lo siguiente para no quedar fuera. Y es peor con bienes relacionados con la tecnología, en los que los nuevos beneficios suelen estar administrados para caer como en cuentagotas, de modelo en modelo, y aunque uno podría mantener el mismo celular-inteligente por cuatro y más años, hacerlo “no está bien visto” y uno “necesita” el que acaba de salir.

Pero a esto debemos sumar que sigue en pie la infeliz idea, subliminal pero eficazmente instaurada, de que la mujer no es ‘un otro’, no es ‘una igual’, sino que sigue siendo considerada un algo para ser ‘poseído’ (por el hombre). Y, para que no haya duda respecto a la vigencia de esa idea, baste escuchar frases ‘heroicas’ como “yo no permitiría que la madre de ‘mis’ hijos tenga que buscar el pan de ‘mi’ casa”, o mirar las imágenes alrededor (la publicidad de productos sigue siendo un triste ejemplo de ello, o los canales de Tv y no en sus programas de concurso sino hasta en sus noticieros, los íconos en las iglesias plenos de patriarcas e imágenes femeninas serviles y sufrientes, etc.).

Construcción. La concepción cultural de “hombría” y “virilidad” convoca al patriarca a “poseer más mujeres” y a pasar al “siguiente modelo”. Tanto es así que el no alcanzar esto puede generar frustración al punto que haya muchos casos de violación en relaciones laborales, familiares o de amistad en los que se acude a emborrachar o drogar a la mujer para luego “poseerla” (sin consentimiento alguno), pues el macho viril “no puede dejar de poseer” aquello que persigue.

Triste pero real deconstrucción del desarrollo cultural en cuanto al tratamiento de la imagen femenina en nuestra sociedad que, aunque digamos estar en otra comprensión de la mujer, se sigue afirmando por repetición, y viviendo consecuencias de esa imagen y comprensión.

Y, una vez más, vemos que ni los Estados, ni las religiones, ni la Justicia, ni las instituciones y programas educativos combaten esto en absoluto. Pensar siquiera en frenar el adoctrinamiento que se da en este sentido desde todas esas instituciones que nos siguen dibujando al hombre como protagonista y a la mujer como rol secundario, “sería una cacería de brujas y un atentado contra la libre expresión”, encima dirán algunos, mientras seguimos con un promedio de dos feminicidios semanales como cifra registrada en el país este año y las violaciones son incontables, pues la mayoría no llegan a denunciarse.

¿Cómo combatir esto si es que las instituciones no lo hacen porque sus líderes se benefician de que sigamos viviendo en patriarcado (y lo constatamos viendo quiénes siguen siendo la autoridad superior “por defecto” en religiones, gobiernos, empresas, deporte, entretenimiento, etc.)? El primer paso claro es deconstruir y hasta destruir la imagen instaurada del hombre y la masculinidad, y eso hay que hacerlo de manera individual y personal, uno debe sacarse a sí mismo de ese lugar con privilegios ganados sin ningún fundamento por la mera arbitrariedad de haber nacido con pene y no con vagina.

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Día del Padre, ‘patria potestas’, patriarcado y equidad

El lenguaje nomina al hombre como propietario de la familia.

/ 21 de marzo de 2018 / 14:00

Foucault dejó claro el sistema de recompensa y castigo que establece la sociedad para perpetuarse sin cambios y sin que los privilegiados de tal estructura pierdan ese estatus. Y si la herramienta para lograrlo

es la cultura (a través de todos sus mecanismos a la mano: educación, religión y, principalmente, la familia), el lenguaje resulta la vía fundamental de internalización de los valores culturales (que convienen al establishment).Es interesante, en ese sentido, comprender lo que llevamos tatuado en nuestra genética ya, cuando decimos “padre”, o cualquiera de sus equivalentes idiomáticos a lo largo y ancho de las culturas “occidentales”.

El término pater, puesto en acción, es decir el pater familiae en ejercicio de sus funciones, la patria potestas, resulta ser la cabeza del clan familiar (patria, en latín). Pero, ¿qué supone ese concepto y su ejercicio? La patria potestas implica, en el entendido de la cultura greco-romana —de donde vienen esos términos y además la mayor parte del pensamiento fundacional de la “civilización occidental”—, ser el cauce genético de un linaje (porque el cauce y linaje supuestamente era otorgado por el hombre), y el propietario de todo lo que conlleva esa reunión de seres (propietario de la mujer y los hijos, al punto de poder decidir sobre sus vidas, por ejemplo), tanto como de las tenencias materiales que acompañan tal jefatura (incluidos los esclavos que se tenían en la época, que “naturalmente” no eran sus iguales).La terminología que nos ha llegado no ha cambiado nada.

Pero, lo peligroso es cuán mínima ha sido la evolución de la comprensión e implicaciones de tales palabras y conceptos incrustados en nuestro lenguaje diario y, por lo tanto, normalizados en el imaginario que determina cómo debemos vivir y proceder frente a la denominada “realidad” cotidiana.

El padre, en demasiados casos, sigue siendo considerado el núcleo de la familia y no está lejos de ser el propietario de los miembros que la conforman. Por ejemplo, a pesar de avances recientes de nuestro Código Civil, increíblemente aún sucede que mujeres pierdan el apellido propio al desposarse legalmente y que tomen el famoso “de…” (“Julieta de Aramburo”). Y aún hoy aceptamos como “normal” la aberración de que el lenguaje siga nombrando a diario a muchas mujeres como propiedad. Y los hijos, a su vez, también a pesar de avances legales, “normalmente” llevarán el apellido paterno. Siendo además que, la mayoría de los apellidos en cada idioma occidental, refieren a la propiedad del pater familiae sobre la prole (González quiere decir “de Gonzalo”, Fernández es “de Fernando”, y es igual con los símiles idiomáticos como Johnson, “hijo de John”). Y todo esto está “normalizado” al punto que mucha gente dirá que exagero porque “aunque usemos esas palabras, estamos en el siglo XXI, en tiempos de la tecnología y posteriores a la posmodernidad, y actualmente pensamos muy distinto”.

Pero, ¿realmente pensamos distinto? ¿Por qué los casos de celos llevan a tantos feminicidios entonces? ¿No es esto una clara revelación de que el “señor de la casa” —el “señor”, en el sentido feudal y propietario—, decide sobre las vidas de su núcleo familiar, de las que naturalmente se siente dueño y, en caso de ser contrariado por ellas, puede disponer de tales? Y no pretendamos que eso solo pasa “en el campo” (presunción discriminatoria y falsa), porque tales hechos, así como las violaciones intrafamiliares, siguen a la orden del día en todos los círculos sociales.

FIGURA. Ha cambiado poco el privilegio del patriarcado y la institución de la familia en su concepción generalizada, la cual además se defiende a ultranza cada dos por tres (pensemos en la cantidad de organizaciones defensoras de esa precisa “familia tradicional”, a veces incluso denominada “familia natural”, como si el pensamiento humano no hubiera incluido ya un Foucault, un Durkheim o tantos otros, ¡muchas de tales organizaciones lideradas además por mujeres!).Tanto en el habla como en nuestros actos, seguimos basándonos de forma “normal” en el modelo de los mitos de seres todopoderosos siempre masculinos (esto incluso en panteones politeístas), y de los “padres de la patria” (patria además, siendo el territorio de nuestro padre).

Y los relatos iniciáticos de la cultura occidental (protagonizados por hombres todos —claro—), consisten en “matar al padre” o no, y esto determina los roles que seguimos en la vida. En la época antigua, Cristo, Mahoma, los patriarcas judíos, etc., se sacrifican por el padre y esto hace que sean premiados como ideales de virtud del ser humano (decir ‘ser humanA’ nos haría doler la oreja habituada al patriarcalismo que el lenguaje afinca en nosotros). Edipo en cambio, sufre la consecuencia trágica de no someterse al padre. Hamlet, por su parte, acabará muerto por dudar sobre creer o no a la figura paterna. Y, si este ejemplo suena un poco más autodeterminado, es porque refleja el ingreso de la humanidad a la era del pensamiento científico y, aún así, la sola posibilidad de no obedecer el “mandato paterno”, aunque éste sea dudoso, acaba en tragedia. De nuestro lado del mundo, en Pedro Páramo, Juan Preciado, incluso luego de muerto, debe conseguir sanar la relación rota con el padre si es que quiere descansar en paz. Relatos de hombres que se deben a hombres. Y las telenovelas y películas actuales, desde Disney hasta el propio cine de autor, poco avance han tenido en esta lógica.

¿Y por qué no ha evolucionado el pensamiento detrás de las palabras? Por los privilegios que implica. Históricamente comprobamos que es muy difícil que una “clase” ceda ante la evolución del pensamiento e incluso ante los hechos, y pierda sus privilegios. Lo comprobamos en todas las luchas por igualdad. Aún luego de guerras terribles al respecto, se sigue teniendo que luchar por la igualdad racial (aún hoy cualquier persona no-blanca es el no-igual, el que debe probarse como idóneo pues es un no-merecedor-natural de los derechos del pater familias o patriarca –blanco y propietario). Igualmente en relación a las clases sociales: por ejemplo, siguen habiendo familias que se consideran con derecho a ciertos espacios de privilegio a los que otros no debieran acceder (eso lo constatamos en el día a día actual de Bolivia), y, claro, en relación a los derechos de género (que un hombre se vista “de mujer” o “no se comporte como hombre”, aún incomoda, aún ofende).

PRIVILEGIO. El patriarca (el macho alfa, pero bien macho y mejor si es blanco y “de familia”), sigue gozando de privilegios económicos, culturales y hasta arquitecturales que para nada quiere ceder. Por eso no es extraño ver a patriarcas religiosos y/o políticos accionando para que no haya cambios en sociedades que pagan más a un hombre por tareas similares realizadas por profesionales/trabajadoras mujeres; con estructuras estatales y privadas que aún no ‘aceitan’ lo necesario para acoger de igual forma a mujeres y a hombres y menos a autoridades femeninas; y en ciudades y colegios que siguen siendo construidos alrededor de canchas de fútbol, donde hay que dejar que los chicos (futuros héroes y patriarcas) pateen la pelota aunque esto golpee a alguien y tenga a las mujeres o a cualquier persona que no-guste de “patear pelota”, relegadas y relegados a ser marginales físicos de este diseño estructural y discriminador, que es “normal”.

Y, claro, yo también me debo a un entorno familiar heteronormativo. Pero, si debo agradecer a mis progenitores/mis progenitoras mucho por lo que soy, creo que es principalmente por el acierto de que mi madre haya logrado y “sabido” ser una madre-padre determinada y determinante, persona fuerte y cabeza de familia, y el acierto para nada menor de que mi padre haya sabido ser un padre-madre de mirada suave y aguda, persona fuerte y compañía cálida de los miembros del hogar y de las determinaciones de su pareja. Me toca ahora el delicado ejercicio de ceder privilegios arbitrarios e injustos y de ser padre sin ser paternalista ni ‘propietario’, y que ni mis actos ni mi lenguaje carguen el imaginario perverso de la heteronormatividad y el patriarcalismo que tanto daño, constatamos día a día, causan entre nosotros.

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