A esta altura han debido pasar dos, si no tres años, desde que Vania Solares tuvo la gentileza de revelarme el primer capítulo del entonces borrador de su novela. En la extensa, inacabable, conversación telefónica que sostuvimos luego sobre las impresiones que me había causado su lectura, sobresalía esa especie de mareo que me provocaba la extensa y compacta letanía ideológica que desgranaba el personaje, Paco, que casi sin respirar desplegaba, una a una, las piezas centrales de la construcción mental que había motorizado gran parte de su existencia.

Pero, cuando Desencuentros en la orilla finalmente llegó a mis manos, como incontrastable prueba que los desvelos y la obcecación de que Vania había cumplido su sueño, mis impresiones sufrieron un vuelco completo. No solo porque aquella pieza que había yo conocido como capítulo de apertura se había desplazado lejos del inicio, sino porque la densa presencia política que daba cuerpo al fragmento que llegué a conocer y que presuntamente empaparía toda la obra, se había disuelto en una esencia y unos vapores que le dan otro curso y significado.

Sé que la novela se ha presentado en circunstancias, nexos y ambientes nítidamente vinculados a la recordación de un aniversario clave del más importante episodio guerrillero de la Historia boliviana del siglo XX y que, hilvanada como está en torno al rescate de una de las figuras de esos hechos, gran parte de los análisis e interpretaciones que ha merecido su publicación se concentran en ese espacio.

Para mí, Desencuentros en la orilla es antes que nada un trabajo dedicado y genuino a la capacidad de exorcizar el olvido, sin artilugios ni aparatos, recurriendo simplemente al concentrado y tenaz esfuerzo de zambullirse una y otra vez en los mares internos para rescatar, desde lo profundo, esas chispas y esas hebras que vuelven recurrentemente, revelándonos que existen historias, nuestras y de los nuestros, que están siempre amenazadas de naufragar y desaparecer.

Sobreponiéndose a las muertes, inclusive la suya misma, en el sentido de ese espacio blanco del coma que tuvo que superar, Vania hubo de reconstruir su propia memoria y la novela terminó convirtiéndose en el vehículo ideal, porque en ella recupera, en delicada y sutil filigrana, sus propios recuerdos, los olores, los sonidos, las texturas, luces, palabras, hechos, colores, sentimientos y, en fin, todo aquello con lo que construimos nuestras identidades, recorridos y significados.

La calidez con que nos transmite esta reconstrucción y, más notable aún, la de su entorno, gracias a un minucioso rescate que le permite apropiarse de sensaciones y memorias de otros y entregarlas a sus lectores, con la precisión y delicadeza de quien las ha vivido. Es la tenacidad, la fortaleza, la aptitud que se requiere para traer frescos y vibrantes atardeceres en nuestra Amazonía, o las angustias vividas en medio de los secos zarzales, a la espera de una emboscada, o la quietud y la frescura de la habitación donde descansa un recién nacido, las que han guiado mi placentero viaje a través de las páginas de los Desencuentros en la orilla.

La sugestiva promesa de su título se cumple sagradamente en sus páginas, destinadas a desafiar y revolcar al olvido hasta derrotarlo.