Lo venimos leyendo en la prensa y conversando personalmente hace meses, ¿qué significa la acción de “cambiar de identidad de género”, para el caso de Diego Aramburo? En su producción artística anterior, la presencia o las metáforas de lo femenino se habían tornado cada vez más complejas y violentas; había algo proyectado y sustentado en el cuerpo de sus actrices, en el modo de ser o aparecer de sus personajes. Detrás de todo ello, ¿estallaba “lo insoportable” de “el ser hombre” como mandato de una cultura patriarcal, como la nuestra?

El proyecto desafía varios presupuestos y, especialmente, nuestra organización dicotómica y maniqueísta, por demás insuficiente cuando de género se trata. Y es que Aramburo no está llevando a cabo una ficción en escena, sino que, desde la plataforma de su arte, lanza una serie de inquietantes interrogantes. No es que haya sido una mujer atrapada en un cuerpo masculino, no es tampoco que un deseo homosexual o de otro tipo oriente o exija un cambio de corporalidad… más bien, aprovechando una ley, se desmonta los mandatos de un ser-hombre, se los saca del cuerpo y, más fuerte aún, de lo simbólico que nos constituye. Así, se porta el cuerpo de siempre, el nombre habitual, pero intervenidos o desalojados, fuera de un código ya intolerable para el teatrista.

Está, dice en una entrevista reciente, “en situación de tránsito de género”, estado casi ilegible para todos los radicalismos y para la ley (que lo obliga a que si se sale del masculino, entre en el femenino, sin transición ni ambigüedad de ningún tipo), pero no para el arte. Ya Pessoa, el poeta, había advertido de la mayor libertad que la poesía dota a la subjetividad: cambiar de sitio, negarse a lo uno, fugarse siendo siempre otro, asunto de heterónimos y homónimos por donde se puede habitar, justa e incómodamente, el o los tránsitos. Ningún aspecto del sistema, ni siquiera su transgresión, aceptará de buen grado tal nomadismo; al Estado, a la religión, al círculo social, a todos les conviene que demos una única cara, una identidad fija, un esencialismo que indique al marketing en turno por quién votamos, en quién creemos, a quién deseamos, etc., en una desmesurada carrera por sujetar, con lo controlable, a cualquier intento de ser libre.

Hugo Mujica decía en un hermoso poema, que el acto creador opera, por el contrario, de una paradójica manera:

El crear no es un ir, menos un llegar/ es soportar el encuentro en la ausencia/ de lo que buscamos:/ dejarse encontrar en la renuncia a lo esperado… /nacer es aparecer donde no se era/ recibirse sin haber estado…
Inspiración es saber que yo no soy yo/ soy la recepción de mí;/ yo soy después,/ soy mi traerme a la manifestación: mi crear.

Todo lo que está, en verdad/ tampoco está: viene a la presencia,/ está llegando o yéndose, recibiendo o dándose/ siendo su devenir: revelándose   (Hugo Mujica, Lo naciente)

No se trata, lo comprende el acto creador al que tiene derecho todo ser humano durante su vida, de un dejar de ser hombre para ser mujer o dejar la heterosexualidad para ser homosexual, o transgénero (corporal) o travesti. No es asunto de identidad o de deseo. Es, más bien, una decisión de encarnar el desmontaje de los ritos y los hábitos con los que se adoctrina a ser hombre (o mujer u otros). Y esa decisión comporta otra encarnación: la de una paradójica forma de situarse y llamarse “lo”, en zona de tránsito, de espera de uno, sin la meta de ser mujer (ha declarado muy explícitamente su conciencia de no serlo ni biológica ni quirúrgicamente). Tal vez, en todo caso, se trate de un dejar aparecer “eso”, tercer sexo, que no es ni un hombre ni una mujer sino un devenir al que uno, valientemente, se abre, se predispone.

“¿Por qué no le basta con cambiar de actitud para salirse del patriarcado y seguir siendo usted?”, se le ha preguntado a Aramburo. La directora puede contestar preguntándonos por qué necesitamos lo simbólico pudiendo ser, supuestamente sin opacidad, lo real… (¿Alguien sabe de un humano que habite solo esa supuesta existente esfera?) Los ritos y los nombres y las identificaciones y los actos en que convertimos nuestra voz son tan necesarios como comer o pagar una cuenta, o creer. Somos seres simbólicos y de actos, ya lo advirtió Hannah Arendt, quien también dijo que porque nacemos podremos siempre reinventarnos, darnos un nuevo nacer. El costo no es menor: habrá que enterrar a un muerto, “lo hombre”, dentro de uno mismo, asfixiando y transmutando sus hábitos cada día; habrá que inventar una nueva sensibilidad, habitar desalojado en estado de conmoción, alterar la brújula de la historicidad sexual en occidente, en Bolivia; habrá que “ejercerse” desde un nuevo movimiento, no desde un nuevo acogedor hogar.

Al hacerlo, la directora Aramburo nos vuelve a poner el dedo en la llaga: ¿escucha la sociedad la decadencia, el canto de cisne de su modelo patriarcal?, ¿se cura este sitio de su toxicidad que tanto ama y que tanto odia?, ¿habrá sitio para nuevas simbologías? Mientras tanto y, además, ¿de qué se abdica?, ¿de una hombría, de un patriarcal modo de disponer los lugares, de la lucidez que, viendo todo esto ya no puede más y actúa? Mientras, además, alguien conversa con su hija y se prepara, dice, para “enfrentar juntas un camino que no es de equidad”. Las acompañamos y la compañía es mutua.